Elizabeth despertó poco a poco. Lo primero que notó fue que reinaba la oscuridad dentro del carruaje. Lo siguiente en lo que reparó fue en que estaba tendida cuan larga era sobre los suaves almohadones de terciopelo.
Después se dio cuenta de que Austin yacía a su lado, rodeándola con los brazos. Ella estaba parcialmente encima de él, y tenían las piernas entrelazadas. Intentó apartarse, pero él la abrazó con más fuerza, inmovilizándola donde estaba.
– ¿Adónde vas? -preguntó él con un susurro ronco que le provocó una serie de escalofríos a Elizabeth.
– Debo de estar aplastándote.
– En absoluto. De hecho, estoy muy cómodo.
Tranquilizada por estas palabras se recostó de nuevo, cerró los ojos y aspiró el maravilloso olor de él. Olía a… al paraíso. A sándalo y a límpida luz del sol. Olía a Austin.
Respiró hondo de nuevo y suspiró.
– ¿Cuándo llegaremos a Londres?
– Estaremos en casa en menos de una hora. De hecho, aunque me encanta estar aquí acostado, más vale que nos sentemos como es debido y nos recompongamos antes de llegar.
Ella se incorporó y se puso de nuevo su chaqueta corta.
– ¿En qué parte de Londres está tu casa?
– Nuestra casa -corrigió Austin- está en Park Lane, la misma calle donde se encuentra la residencia de tu tía. Estamos al lado de Hyde Park, en una zona llamada Mayfair. También estaremos muy cerca de Bond Street, así que podrás ir de compras tan a menudo como quieras.
– Oh, ir de compras. No puedo esperar.
Su evidente falta de entusiasmo la delató.
– ¿Ni siquiera te importan las tiendas? -preguntó él, ostensiblemente sorprendido.
– La verdad es que no. Para mí, ir de tienda en tienda mirando los artículos sin necesidad de comprar nada concreto es una pérdida de tiempo. Sin embargo, si se trata de uno de los deberes de una duquesa, me esforzaré por cumplir con él.
– Seguro que querrás comprar alguna fruslería o algún artículo personal. Después de todo, en algo tendrás que gastarte tu asignación.
– ¿Asignación?
– Sí, es una palabra que usamos en Inglaterra para referirnos a sumas de dinero que se dan con regularidad. Recibirás una asignación trimestral que podrás gastar en lo que más te apetezca.
– ¿De qué suma estamos hablando? -inquirió ella, preguntándose qué podría comprar que no tuviese ya. Él le dijo una cifra y ella se quedó boquiabierta-. No hablarás en serio, ¿verdad? -Era imposible que pretendiese darle tanto dinero.
Incluso en la penumbra, él advirtió que se ponía muy seria.
– ¿Qué ocurre? ¿Te parece insuficiente?
Ella lo miró, asombrada, parpadeando.
– ¿Insuficiente? Dios santo, Austin, ya me imaginaba que estabas lejos de ser pobre, pero no tenía la menor idea de que pudieras permitirte darme tanto dinero cada diez años, y menos aún cada trimestre. -Extendió el brazo y le tocó la manga-. Agradezco tu oferta, pero no hace falta. Ya tengo todo lo que necesito.
Esta vez fue Austin quien se quedó boquiabierto. ¿No sabía que pudiera permitírselo? ¿De verdad acababa de decir que no era necesario que le concediera una asignación? ¿Que ya tenía todo lo que necesitaba? Pensó en la legión de mujeres superficiales, avariciosas, intrigantes y maquinadoras que había en la alta sociedad e intentó imaginar a una sola de ellas pronunciando las palabras que acababa de oír de boca de Elizabeth. Sacudió la cabeza. Dios santo. ¿Era su esposa una persona real?
Continuó mirándola, escrutando sus ojos, y llegó a una conclusión clara: sí. Esa mujer, su esposa, era absolutamente real. Era bondadosa, amable y desinteresada. Aunque él no lo había estado buscando, de hecho había encontrado un auténtico tesoro. «Y yo que creía que ella había reaccionado así porque la asignación le parecía irrisoria», se dijo. Hizo un gesto de contrariedad ante su propia estupidez.
La suave voz de Elizabeth interrumpió sus cavilaciones.
– Te he disgustado. Lo siento.
– No estoy disgustado, Elizabeth. Estoy… asombrado.
– ¿En serio? ¿Por qué?
Él le tomó la mano y se la llevó a los labios.
– Porque eres asombrosa. -Mientras le besaba el centro de la palma, el carruaje se detuvo, señal de que habían llegado a su destino-. Continuará -prometió él en un tono lleno de sobreentendidos que encendió las mejillas de Elizabeth.
Se apearon y él la guió a través de la elaborada verja de hierro forjado. En cada ventana de la elegante casa de ladrillo brillaban velas, inundando el edificio de una luz cálida, acogedora y matizada. Cuando se acercaron, las enormes puertas dobles se abrieron de par en par para recibirlos.
– Bienvenido a casa, excelencia -dijo el mayordomo, y los acompañó hasta el vestíbulo revestido de mármol.
– Gracias, Carters. Ésta es la señora de la casa, su excelencia la duquesa de Bradford.
El mayordomo hizo una profunda reverencia.
– La servidumbre os expresa su más sincera enhorabuena por vuestro desposorio, excelencia -le dijo a Elizabeth, con una expresión muy seria en el adusto semblante.
– Gracias, Carters -respondió ella sonriendo.
Austin siguió su mirada hacia el grupo de criados que estaban colocados en fila detrás de Carters, esperando para saludarlos. No cabía en sí de orgullo cuando ella dio un paso al frente y les sonrió. Carters le presentó uno a uno a todos los componentes del servicio, y todos ellos quedaron encantados con esa nueva patrona que repetía sus nombres y dedicaba a cada uno de ellos una sonrisa amistosa. La esposa de Austin compensaba con creces su falta de refinamiento y sofisticación con su forma de ser afectuosa y espontánea.
– Es tarde, Carters. Os sugiero a ti y al resto del servicio que os retiréis -le indicó Austin una vez que acabaron las presentaciones-. Yo acompañaré a la duquesa a sus aposentos.
– Por supuesto, excelencia.
Carters se inclinó de nuevo y se marchó con los demás, dejando a Austin en el enorme vestíbulo, a solas con su esposa.
– Carters me intimida un poco -susurró ella-. ¿No sonríe nunca?
– Nunca, al menos que yo recuerde.
– ¿Dónde diablos encuentras a gente tan terriblemente seria?
Incapaz de resistirse a tocarla, Austin retorció uno de sus rizos color castaño rojizo entre sus dedos.
– La familia de Carters ha estado al servicio del duque de Bradford desde hace tres generaciones. Nació serio.
La tomó del brazo y la condujo a la primera planta por la escalera curva. Ella volvía la cabeza de un lado a otro, inspeccionando su nuevo hogar.
– Cielos, esto es fabuloso. Como Bradford Hall. ¿Son así de magníficas todas tus residencias? ¿No posees algo más… pequeño?
Austin reflexionó unos instantes.
– Hay una casita modesta en Bath.
– ¿Cómo de modesta?
– De unas veinte habitaciones, más o menos.
– Una casa de veinte habitaciones difícilmente puede calificarse de modesta -rió ella.
– Me temo que es lo más sencillo que tengo. Si quieres, puedes comprar una choza o una casucha con tu asignación. -Le dedicó un guiño travieso-. Algo de sólo diez habitaciones. -Hizo una pausa y abrió una puerta-. Hemos llegado.
Ella cruzó el umbral y dio un grito ahogado. La alcoba estaba decorada con marfil y oro, desde los cortinajes de terciopelo color crema hasta la suntuosa alfombra persa bajo sus pies. Varias lámparas colocadas a baja altura bañaban la estancia entera en una luz suave, y un fuego acogedor ardía en la chimenea de mármol.
– Qué habitación tan hermosa -exclamó ella, encantada. Deslizó los dedos sobre el brocado de oro del sofá y los sillones a juego. Abriendo los brazos comenzó a girar sobre sí misma, haciendo ondear los pliegues de su falda-. ¿Qué hay ahí? -preguntó, señalando una puerta que se veía al fondo.
– Un cuarto de baño contiguo a mis aposentos. Forma parte de las reformas que he realizado hace poco y resulta bastante innovador. Tu doncella está preparándote un baño ahora. Te esperaré en mi habitación.
Le acarició la mejilla y se marchó, cerrando la puerta tras sí. Elizabeth abrió la puerta del baño y se encontró con una joven tímida.
– Buenas tardes, excelencia. Me llamo Katie. Soy vuestra doncella.
Gracias a Dios no había nadie más en la habitación, pues de lo contrario Elizabeth habría torcido el cuello en una y otra dirección, buscando a «su excelencia», como había hecho en el vestíbulo cuando Carters le había presentado sus respetos. Sin duda tardaría un tiempo en acostumbrarse al tratamiento.
Katie la ayudó a desvestirse y a meterse en la bañera, que, para sorpresa de Elizabeth, no sólo estaba empotrada en el suelo, sino que era lo bastante grande para dos o incluso tres personas. Exhaló un suspiro de felicidad mientras se sumergía en el agua con aroma a lilas. Cuando emergió, quince minutos más tarde, la piel le cosquilleaba de placer.
– Os he preparado vuestro bonito camisón, excelencia -le dijo Katie.
– Muchas gracias. Es un regalo de mi tía. Estoy deseando verlo.
– Es increíblemente bonito.
Elizabeth decidió que «increíble» era, desde luego, una palabra apropiada. La prenda era bonita, sin duda, un modelo diáfano en un tono muy pálido de azul, pero se le pegaba a cada una de sus curvas de un modo que sólo podría describirse como indecente.
– ¡Cielos! ¿En qué diablos estaría pensando tía Joanna? -exclamó, consternada por la extensión de piel que el escote dejaba al descubierto. La tela apenas le cubría los pezones. Por detrás, la prenda no era más recatada: tenía toda la espalda desnuda hasta las caderas-. No puedo ponerme esto.
– Estáis impresionante, excelencia -le aseguró Katie.
– Tal vez la bata lo arregle un poco -murmuró Elizabeth. Pero no lo arreglaba en absoluto. La bata a juego sólo consistía en unas mangas largas y una espalda hecha de metros de una tela que colgaba hasta el suelo. Estaba ribeteada con un encaje color crema que únicamente servía para resaltar su piel desnuda.
– Nunca había visto una bata como ésta -jadeó Elizabeth, intentando en vano juntar ambos lados para cubrirse-. ¿Qué demonios voy a hacer? Y, lo que es más importante, ¿qué va a decir mi marido?
– Por alguna razón, creo que su excelencia estará encantado.
Su excelencia, efectivamente, se mostró encantado cuando abrió la puerta de sus aposentos en respuesta a sus golpecitos. De hecho, se quedó sin aliento.
Ante él se alzaba una visión envuelta en seda de un color azul muy pálido. Una visión de cabello castaño rojizo, cuya nívea piel brillaba bajo un tentador salto de cama que apenas la cubría. Su mirada comenzó a descender desde el rostro arrebolado de ella por su escote atrevido y la prenda que se adhería provocativa mente a su figura. Inmediatamente sintió una presión en la entrepierna.
– Estás deslumbrante -comentó en voz baja, llevándose una mano de Elizabeth a los labios.
Ella carraspeó.
– Me siento bastante… desnuda. No logro entender qué pretendía mi tía al regalarme semejante conjunto.
Austin se esforzó por no reír y la condujo a su espaciosa alcoba. Sabía exactamente qué pretendía lady Penbroke y se lo agradeció para sus adentros.
– Deslumbrante -le aseguró de nuevo.
– De modo que ¿está contento el duque?
– El duque está muy contento.
– Entonces supongo que estoy cumpliendo con mi deber de duquesa.
– ¿Lo ves? Te dije que sería sencillo. -Le señaló una mesa pequeña y dispuesta con esmero junto a la chimenea-. ¿Tienes hambre?
– No.
– ¿Sed?
– No.
– ¿Estás nerviosa?
– Hum… -Una sonrisa compungida se dibujó en sus labios-. Sí. Pero estaba haciendo un gran esfuerzo por disimularlo.
– Me temo que la expresividad de tus ojos te delata…, como también el rubor que tiñe tus mejillas y el hecho de que estás retorciéndote los dedos.
Elizabeth bajó la vista hacia sus manos y desenlazó los dedos.
– ¿Sabes qué es lo que va a ocurrir entre nosotros, Elizabeth? -preguntó él, deslizándole la punta del dedo por la tersa mejilla.
Ella alzó los ojos para mirado a la cara.
– Claro -respondió, sorprendiéndolo con su naturalidad-. Estoy familiarizada con el estudio de la cría de animales y la anatomía humana.
– Ah…, entiendo. -Se acercó a ella y le posó las manos sobre los hombros-. Bueno, no sé si te servirá de consuelo, pero yo también estoy nervioso.
Ella abrió los ojos como platos.
– ¿Quieres decir que tampoco has hecho esto nunca?
Austin ahogó una carcajada.
– No, no es eso lo que quiero decir.
– Mi aprensión deriva del miedo a lo desconocido. Si no es éste tu caso, ¿por qué estás nervioso?
«Porque quiero que esta noche sea perfecta para ti, en todos los sentidos. Nunca imaginé que sería tan importante para mí que tú quedaras satisfecha», pensó él. Además, se sentía inseguro ante la idea de seducir a una inocente. Siempre había evitado a las vírgenes como a la peste, pero ahora debía afrontar la inquietante tarea de desflorar a su esposa.
– La primera vez que dos personas hacen el amor siempre resulta un poco incómoda -dijo-. No quiero hacerte daño.
– Y yo no quiero decepcionarte.
La miró de arriba abajo. Eso no era muy probable. Ofrecía un aspecto maravilloso e increíblemente dulce. Y tan inocente… y atractiva. Además, su atuendo era de lo más provocativo. Su mirada se perdió en su pronunciado escote y vio la rosada parte superior de sus pezones que asomaban por el borde. Su sexo se hinchó inmediatamente, y él tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no soltar un quejido.
– Tienes el ceño fruncido -observó ella, apartándose intranquila-. ¿Te preocupa algo? Con gusto hablaré contigo de tus problemas.
– ¿En serio?
– Por supuesto. Es obligación de una esposa aliviar las preocupaciones de su marido, ¿no es cierto?
Dios todopoderoso, se moría de ganas de que ella aliviase sus preocupaciones.
– En ese caso, te diré en qué estoy pensando. -«Y te lo mostraré», dijo para sus adentros.
La atrajo delicadamente hacia sí hasta que sólo los separaban unos centímetros. Ella alzó la barbilla y lo miró con ojos inquisitivos.
– Estaba pensando -empezó a decir él- que me gustaría que te soltaras el pelo.
Alargó el brazo y le desabrochó el prendedor incrustado de perlas que le sujetaba el cabello en lo alto de la cabeza. Cientos de rizos largos y suaves se desparramaron cayéndole a Elizabeth por la espalda, hasta que las puntas le rozaron las caderas. Austin hundió los dedos entre los sedosos mechones y se los llevó a la cara.
– Tienes un cabello increíble -susurró, aspirando la fragancia floral de sus bucles color castaño rojizo-. He deseado tocarlo, deslizar las manos por él, desde la primera vez que te vi.
Ella lo miraba fijamente, inmóvil, con los ojos muy abiertos.
– También estaba pensando en el aspecto tan suave que tiene tu piel -prosiguió él, siguiendo con los dedos la línea que descendía desde las mejillas hasta el cuello, y de ahí hasta el hoyuelo situado entre las clavículas.
Un débil gemido escapó de los labios de ella cuando sus dedos descendieron aún más y rozaron la turgencia de sus senos casi desnudos.
Austin colocó las manos sobre los hombros de ella y deslizó con suavidad la bata hacia abajo a lo largo de sus brazos caídos, hasta que la prenda se arrebujó a sus pies. Austin se quedó sin palabras, incapaz de apartar la vista de su sobria belleza, del brillo de deseo que empezaba a asomar en sus ojos.
– ¿En qué estás pensando ahora? -preguntó ella en un susurro al ver que él continuaba contemplándola en silencio.
– Prefiero enseñártelo.
Le tomó el rostro entre las manos y notó que a Elizabeth el pulso le latía a gran velocidad en la base de la garganta, casi tan deprisa como a él. Bajó la cabeza y la besó, moviendo los labios con delicadeza al principio, y después con presión creciente. Cuando su lengua buscó el camino al interior de su boca, ella la recibió con la suya. Él soltó un gemido y la abrazó con fuerza, deslizando las manos por la espalda que el atrevido camisón dejaba al descubierto.
Bajó las manos hasta sus nalgas y la levantó, apretando el muslo de ella con su miembro excitado. Ella emitió un jadeo que se convirtió en un gruñido gutural cuando él se frotó suavemente contra ella.
– Dios, tocarte es delicioso -le susurró Austin al oído. Ella se estremeció entre sus brazos… Era un estremecimiento de placer que la recorrió de la cabeza a los pies-. Tan increíblemente delicioso…
Sus manos se apartaron de las tentadoras nalgas y subieron, explorando sus curvas, su tronco, hasta apretar entre sus palmas los lados de sus generosos pechos. Ella pronunció su nombre con un suspiro cuando él comenzó a mover lentamente los pulgares en círculo en torno a sus pezones cubiertos de seda.
Tomó los pechos en sus manos, acariciando suavemente sus puntas excitadas a través de la vaporosa tela de su vestido, sin apartar la mirada de su rostro. A Elizabeth la sangre le subió a las mejillas y los ojos se le cerraron cuando él introdujo los dedos en el escote de su camisón y le tocó la sensible piel.
– Mírame, Elizabeth -le ordenó en voz baja mientras sus dedos jugueteaban con sus pezones-. Quiero verte los ojos.
Ella levantó despacio los párpados y clavó en él una mirada vidriosa y soñadora. Él deslizó los dedos bajo los tirantes de su camisón y lo hizo bajar muy despacio por su cuerpo.
Centímetro a centímetro, ella se reveló ante él, en una tortura lenta y sensual que aumentaba junto con su deseo. Sus pechos turgentes y voluptuosos, con los pezones erectos, parecían suplicarle que los tocara. Su estrecha cintura daba paso a unas caderas sutilmente redondeadas. El camisón resbaló de entre los dedos de Austin y cayó a los pies de Elizabeth, dejando al descubierto una tentadora mata de rizos castaños entre sus muslos y unas piernas largas y esbeltas. De inmediato él se imaginó esas piernas alrededor de su cintura y sintió una explosión de deseo en su interior.
– Elizabeth…, eres preciosa…, perfecta.
Sabía que desnuda sería muy bella, pero literalmente lo dejaba sin aliento. Se agachó, la levantó en brazos, la llevó a la cama y la depositó con cuidado sobre la colcha. Se quitó la ropa tan rápidamente como se lo permitieron sus manos trémulas y se acostó a su lado.
Ella se acodó de inmediato sobre el lecho, recorriendo el cuerpo de Austin ávidamente con la mirada. Él se obligó a permanecer quieto, dejando que ella lo contemplara hasta hartarse.
– Nunca antes había visto a un hombre desnudo -reconoció ella, posando la vista en todos los rincones de su cuerpo, abrasándole la piel.
– Me alegro de oírlo.
Elizabeth se quedó observando su miembro, tan erecto que incluso la mirada de ella le dolía.
– Dime una cosa: ¿son todos los hombres tan… impresionantes como tú?
– Me temo que no lo sé -soltó él, aunque no creía que ningún otro hombre hubiera estado nunca tan excitado como él en ese momento. Y ella ni siquiera lo había tocado aún.
Necesitaba sentirla, saborearla. Entre sus brazos, en su boca, ahora mismo.
Empujándole suavemente la parte superior del cuerpo para que la apoyara de nuevo en la cama, bajó la cabeza y rodeó uno de sus pezones endurecidos con sus labios. Ella profirió un quejido y enredó sus dedos en su pelo, arqueando la espalda, ofreciéndose más todavía a su boca. Él atendió a su ruego silencioso, dedicando generosamente su atención a un pecho y luego al otro, con sus labios y su lengua.
– Madre mía -resopló ella-. Me siento tan… -Su voz se perdió en un suspiro etéreo.
Él alzó la cabeza.
– Tan… ¿qué?
La visión de ella, con su magnífica cabellera dispersa alrededor, los pezones húmedos y erectos por la acción de su lengua, sus ojos llenos de pasión, casi lo dejó sin sentido.
– Tan caliente. Tan temblorosa. Y… llena de deseo.
Comenzó a moverse sin parar, y Austin apretó los dientes cuando su suave vientre le rozó la virilidad.
Dios, sí, entendía perfectamente esas sensaciones, pero él estaba quemándose vivo. Estremecido. Desesperado. Nunca había deseado tanto a una mujer, hasta el extremo de que le temblasen las manos, de que no pudiese pensar con claridad.
Le acarició el abdomen y ella exhaló un suspiro largo.
– Abre las piernas para mí -le susurró Austin al oído. Ella obedeció, separando los muslos para darle acceso a la parte más íntima de su cuerpo.
En el instante en que la tocó, los dos gimieron. Con infinito cuidado, la estimuló con un movimiento suave y circular hasta que las caderas de ella empezaron a moverse en círculos bajo su mano. Austin se sentía tan inflamado de deseo que estaba a punto de abandonar su determinación de avanzar poco a poco.
Le introdujo un dedo con suma delicadeza, y de inmediato sintió una presión cálida y aterciopelada. Estaba tan apretada…, tan caliente y tan húmeda… Su miembro excitado se tensó, y una fina capa de sudor apareció en su frente.
Sus miradas se encontraron. Ella alzó la mano y le tocó la cara con ternura.
– Austin…
Él había imaginado que oírla pronunciar su nombre con una voz susurrante y llena de pasión aumentaría su deseo, pero la realidad le hizo perder el control por completo. Se colocó entre sus muslos y, despacio y con reverencia, la penetró hasta que llegó al himen. Intentó traspasar la barrera sin causarle dolor, pero era imposible. Consciente de lo que había que hacer e incapaz de esperar un segundo más, aferró sus caderas con las manos y empujó con ímpetu, hundiéndose en ella hasta lo más hondo.
El gemido de ella le atravesó el corazón.
– Lo siento mucho, cariño -musitó él, reuniendo las fuerzas suficientes para permanecer totalmente quieto-. ¿Te he hecho daño?
– Sólo por un instante. Más que nada, me has sorprendido. -Una sonrisa jugueteó en sus labios-. Me has sorprendido de un modo maravilloso. Por favor, no pares.
No hizo falta que se lo pidiera dos veces. Apoyando el peso de su tronco en las manos, se deslizó lentamente adentro y afuera de su sexo húmedo y caliente. Se retiraba hasta casi abandonarla, sólo para sumergirse profundamente en su calor. Elizabeth lo miraba fijamente, y él observó en la profundidad dorada de sus ojos castaños todos los matices del placer. Ambos movían las caderas rítmicamente, y él apretó los dientes, pugnando por recuperar el control, decidido a darle placer antes de liberar el suyo propio. Pero por primera vez en su vida este propósito le pareció imposible de cumplir. El sudor le cubría la piel, y los hombros le dolían a causa del esfuerzo de retrasar su clímax.
Cuando el sexo de ella se apretó en torno al suyo él la miró, como hipnotizado. Elizabeth arqueó la espalda y se entregó por completo a la pasión. Su reacción desinhibida era una visión tan increíble, tan erótica, que él perdió todo control. Incapaz de contenerse más, la embistió y palpitó durante un momento interminable en el que casi perdió el sentido, y se derramó en su cálido interior.
Cuando la hinchazón remitió por fin, la abrazó y rodó de manera que los dos quedaron de costado. Sus cuerpos encajaban perfectamente el uno en el otro. Ella lo estrechó con fuerza y colocó la cabeza bajo su barbilla, con los labios pegados a su garganta.
Su dulce beso lo deleitó como una caricia, y el «efecto Elizabeth» se apoderó de él. Todavía respiraba de forma irregular, por lo que se obligó a hacer inspiraciones profundas y pausadas. Ella posó la mano sobre su corazón desbocado y se acurrucó contra él, como para sentirse más segura.
Dios. Ella era tan deliciosa… Y era suya. Toda suya. Sus labios se curvaron en una sonrisa de satisfacción. Le acarició la espalda y esperó a que su pulso se normalizara.
Su ritmo cardíaco tardó un buen rato en volver a la normalidad, y como Elizabeth guardaba un silencio insólito en ella, Austin pensó que se había quedado dormida. Se recostó ligeramente para contemplada y se sorprendió al ver que alzaba la barbilla y lo miraba a los ojos, con expresión seria e inmutable.
– Debo decirte, Austin, que mis estudios de anatomía no me habían preparado en absoluto para las maravillosas sensaciones que acabamos de compartir.
«Mis experiencias previas tampoco me prepararon en absoluto», pensó Austin. Le apartó con delicadeza un rizo rebelde de la frente, sin saber qué decir. Lo cierto es que su esposa lo había dejado sin habla.
Ella le atrapó la mano, se la llevó a la mejilla y luego le dio un beso.
– Ha sido como si hubieras encendido una cerilla y me hubieras prendido fuego. Como si cayese desde un precipicio y flotara suavemente hasta el suelo rodeada de nubes de algodón. Como si nuestras almas se fundiesen en una. -Sacudió la cabeza y arrugó la frente-. ¿Tiene algún sentido todo eso?
Él nunca había sentido nada remotamente parecido a lo que acababa de experimentar al hacerle el amor a esa mujer. Nunca antes lo había consumido un impulso tan posesivo, una increíble sensación de ternura.
– Tiene todo el sentido del mundo -aseguró-. Y es algo que mejora con el tiempo.
Elizabeth puso cara de pasmo al oír esas palabras.
– ¿Mejora? Cielo santo, ¿cuánto puede llegar a mejorar?
– Estaré encantado de mostrártelo.
Elizabeth soltó un gritito ahogado, sobresaltada, cuando él se colocó boca arriba y ella de pronto se encontró sentada a horcajadas sobre sus musculosos muslos. Al bajar la vista hacia él, el corazón le dejó de latir por unos instantes. Dios bendito, era el hombre más apuesto que hubiese visto jamás.
– Al parecer me tienes bajo tu poder, esposa -dijo él con una media sonrisa traviesa-. Me pregunto qué piensas hacer al respecto. -Entrelazó las manos bajo la cabeza y la observó con sus ojos negros y centelleantes.
Ella bajó la mirada lentamente, estudiando el fascinante cuerpo masculino. Los remolinos de vello negro que le cubrían el pecho se estrechaban en su abdomen hasta formar una delgada línea que volvía a ensancharse hacia la entrepierna.
Al contemplar esa parte de él, a Elizabeth se le cortó el aliento. La visión de su miembro erecto y excitado la cautivó y la intrigó a la vez. Ansiaba tocarlo…, tocar esa parte de su cuerpo…, tocarlo por todas partes. Poco a poco, volvió a fijar la vista en sus ojos ardientes.
– Tócame -la invitó él, con una voz semejante a una caricia suave y áspera a la vez-. Estoy totalmente a tu disposición. Explora todo lo que desees.
Sin esperar a que la incitase más, ella se inclinó hacia delante, le colocó las manos en los sobacos, bajo sus brazos, y deslizó los dedos muy despacio por su cuerpo. Fascinada, observó cómo se le estremecían los músculos a su contacto. Él gimió y la miró a través de los párpados entornados con sus ojos oscuros y tormentosos.
– ¿Te gusta? -susurró ella.
– Hum…
Animada por su muestra de asentimiento, Elizabeth se dejó llevar por la curiosidad. Le pasó los dedos por el crespo vello del pecho, maravillándose de la combinación de texturas: la flexibilidad del vello sobre la piel cálida que cubría sus duros músculos. Cada contracción de esos músculos y cada gemido que él emitía aumentaban la confianza de Elizabeth.
Deseosa de proporcionarle tanto placer como él le había dado, imitó las acciones previas de Austin. Se inclinó hacia delante, le besó el pecho y como recompensa él profirió un sonido parecido a un quejido. Ella sacó la lengua y le acarició delicadamente con ella una de sus tetillas planas y marrones. Un gemido le indicó que eso le gustaba. Su lengua se movió con más atrevimiento, lamiéndole primero una tetilla y luego la otra, metiéndoselas en la boca y rodeándolas lentamente con la lengua. Conforme los gemidos de él se hacían más largos, la invadió una satisfacción femenina por el hecho de ser capaz de afectar a ese hombre poderoso de un modo tan intenso.
Austin apretó las mandíbulas y rogó al cielo que le diera fuerzas. Cuando había invitado a Elizabeth a explorar su cuerpo, no era consciente de la dulce tortura a la que lo sometería. Su miembro, dolorosamente estimulado, ansiaba hundirse en ella, imploraba desahogo, pero si él sucumbía a su irrefrenable impulso, sin duda la asustaría. Además, interrumpiría la minuciosa exploración que ella llevaba a cabo, a todas luces una espada de doble filo. No sabía cuánto más podría soportar, pero de ninguna manera quería que su esposa se detuviese.
Se las arregló de algún modo para mantener las manos enlazadas tras la cabeza, pero se le habían entumecido los dedos de apretados tan fuerte. Hasta esa noche había creído poseer un gran control de sí mismo; su mente dominaba a su cuerpo y no viceversa. Siempre había sido capaz de aplazar su clímax tanto como quisiera.
Pero esa noche no.
No mientras las dulces manos de Elizabeth recorriesen su cuerpo, mientras su suave lengua lo acariciara, mientras su miembro se tensara, duro como una piedra y a punto de estallar. No mientras…
Ella le rozó el pene con las puntas de los dedos, y Austin sintió una fulminante oleada de deseo.
Apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza mientras las manos de ella lo acariciaban, moviéndose arriba y abajo a lo largo de esa parte de él que ardía y palpitaba por ella. El deseo lo acometió en sucesivos embates, ahogándolo en un mar de sensaciones. Si ella no se detenía pronto, él explotaría en sus manos. Segundos después ella le rodeó el tallo con los dedos, apretó ligeramente y él supo que estaba perdido. Ningún hombre podía aguantar tanto.
No podía contenerse más.
Con un gemido de agonía, tendió a Elizabeth boca arriba y se hundió en ella con una acometida profunda y potente.
– ¡Austin!
– Dios, lo siento.
No podía creer que la hubiese embestido con la falta de delicadeza de un jovencito atolondrado. Y todo porque no había podido evitarlo no había logrado controlarse. Había perdido el dominio de sí mismo. Sin embargo, comprendió con irritación que si hubiera esperado un poco más antes de penetrarla habría eyaculado como no lo había vuelto a hacer desde que era un muchacho. Una fuerza que no podía dominar ni entender lo tenía en su poder. Apoyó la frente en la de Elizabeth y luchó por controlar lo incontrolable.
Ella le tomó la cara entre sus delicadas manos.
– ¿Te he… molestado de alguna manera?
Su tono denotaba confusión e inquietud, y Austin se habría reído de su ridícula pregunta si hubiera tenido el aliento suficiente.
– No. Me has causado mucho placer. Demasiado -musitó con una voz ronca que no reconoció. Empezó a moverse con ella, con un vaivén largo y enérgico-. Elizabeth…, rodéame con las piernas.
Ella alzó sus largas piernas y, entrecruzando los tobillos tras la espalda de Austin, se balanceó al compás de cada uno de sus movimientos al tiempo que él la acometía, cada vez más deprisa y con más ímpetu. Austin, sumido en una vorágine de sensaciones, la oyó murmurar su nombre una y otra vez, la sintió latir alrededor de él, apretándolo con su sexo aterciopelado y caliente.
Abandonándose por completo, se hundió en ella repetidamente, con el corazón golpeándole el pecho. Su clímax lo asaltó con tanta fuerza que su última embestida estuvo a punto de lanzar a Elizabeth contra la cabecera. Se desplomó sobre ella, agotado, y dejó caer la cabeza en su hombro. Tenía la piel empapada en sudor, y su respiración entrecortada le quemaba los pulmones. No habría podido moverse aunque le fuera la vida en ello.
Al cabo de un rato ella se removió debajo de él y logró levantarle la cabeza. Él miró sus bellos ojos, que irradiaban una ternura que le llegó a lo más hondo.
Ella le pasó las puntas de los dedos por los labios.
– Eres maravilloso -susurró.
Sus palabras fluyeron sobre él, lo envolvieron, y el corazón le brincó en el pecho. «Eres maravilloso.» Había oído esas palabras antes, de boca de alguna amante satisfecha, pero esta vez sabía que era distinto. Porque la persona que las pronunciaba también era distinta. Y porque intuía que no se refería a sus dotes amatorias.
«Eres maravilloso.» Ninguna otra mujer se lo había dicho refiriéndose en realidad a él, a que él era maravilloso. Diablos, sabía que no lo era, pero el placer lo invadió de todas maneras.
Una sensación de… ¿de qué?… lo rodeaba. ¿De bienestar? Sí, pero había algo más. Otro sentimiento que no acertaba a Identificar y que lo llenaba de satisfacción y calidez. Tardó un momento en descubrir de qué sentimiento se trataba. Hacía canto que no lo experimentaba que al principio no lo había reconocido.
Era la felicidad. Ella lo hacía feliz.
Pero se recordó que todavía había preguntas sin respuesta sobre su esposa. Elizabeth guardaba secretos de su pasado que no había compartido con él. Y su matrimonio era de conveniencia.
Aunque resultaría tan fácil persuadirse de lo contrario…