Elizabeth tenía que distraer a Gaspard. Y tenía que haced o rápidamente.
– Lo sé todo sobre William -dijo, aliviada de que su voz sonase tranquila.
Gaspard se quedó totalmente inmóvil.
– ¿Quién?
– William. El inglés al que compraste armas el año pasado.
La mujer emitió un quejido amortiguado por la mordaza. Gaspard la fulminó con la mirada.
– Silencio, pute. -Centró de nuevo su atención en Elizabeth-. No sé de qué está hablando.
Ella arqueó las cejas.
– Claro que lo sabes. Os vieron en el muelle. -Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua-. Actuaste como un vil aficionado. Fue un trabajo de contrabando muy poco profesional.
– Taisez-vous! ¡Cierre la maldita boca! Fue un trabajo perfecto, excepto porque ese bâtard anglais me traicionó. -Escupió en el piso de madera-. Pero tendrá exactamente lo que merece. Morirá. Lentamente.
Sus palabras le helaron la sangre a Elizabeth.
– Tú sabes dónde está.
– Oui -respondió él con una expresión que anunciaba peligro-. Supuestamente estaba muerto, pero un amigo lo vio hace unas semanas, a unos pocos kilómetros de aquí. Entonces supe que Claudine andaba por los alrededores. Y supe que, una vez que la tuviese prisionera, él vendría a buscada. Y, en efecto, vino.
– ¿Dónde está William?
Una sonrisa siniestra le torció los labios.
– Lo bastante cerca para oírla gritar. Quiero que se pregunte qué estoy haciéndole a esta pute. Disfrutaré enseñándole su cuerpo sin vida… antes de matarlo a él.
La mujer soltó otro quejido y Gaspard se volvió bruscamente hacia ella.
– ¡Cállate!
Varias escenas se arremolinaron en la mente de Elizabeth, sucediéndose con tanta rapidez que apenas pudo asimiladas. William. Atado y amordazado. Pugnando por soltarse. Dios santo, tenía que seguir tirándole de la lengua a Gaspard. Una imagen apareció ante sus ojos.
– Claudine… es la esposa de William.
El rostro carnoso de Gaspard enrojeció de repente.
– No es más que una pute traicionera. Mientras los cerdos ingleses mataban a nuestros compatriotas, amigos y vecinos, a nuestro propio hermano, ella estaba rescatando al bâtard anglais, abriéndose de piernas para él. Tardé más de un año en dar con ella, pero ahora que la he encontrado lo pagará muy caro. Y él también.
Elizabeth miró a Claudine, a quien las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
– William estaba herido -dijo Elizabeth-. Ella lo cuidó mientras se recuperaba, y se enamoraron.
– El amor. -Gaspard escupió de nuevo en el suelo; luego echó una mirada cargada de odio a su hermana y, dirigiéndose a ella, prosiguió-: Has olvidado lo que nos hicieron a nosotros, lo que le hicieron a nuestra familia. Los cabrones ingleses nos lo robaron todo. Y ese hijo de perra mató a Julien. -Su voz se elevó prácticamente hasta convertirse en un grito-. Nuestro hermano murió en la batalla en la que resultó herido tu cerdo inglés. Nos traicionaste a todos al salvado y casarte con él. ¿Cuántas de las vidas de nuestros compatriotas sacrificaste para tener a ese desgraciado entre las piernas?
Sus labios se torcieron en una sonrisa sardónica mientras miraba de arriba abajo a la mujer atada.
– Al enterarme de lo que habías hecho -continuó-, de que nos habías traicionado, salí en su busca. Pero cuando di con él, me hizo creer que, gracias a ti, simpatizaba con nuestra causa. Como un idiota, le di la oportunidad de demostrado. -Achicó los ojos-. Me vendió armas inglesas. Probé media docena de ellas y comprobé que estaban en buen estado. ¡No podía esperar a matar cerdos ingleses con sus propias pistolas! Pero me había mentido. Sólo las armas colocadas encima funcionaban. Cuando mis hombres utilizaron las demás fueron masacrados. Por tu culpa. ¡Tu culpa!
Se volvió de nuevo hacia Elizabeth, con un brillo de demencia en los ojos.
– El regimiento del maldito William mató a Julien. Después el tal William deshonró a mi hermana y la convirtió en una traidora. -Su voz se tornó inexpresiva-. Ella tiene las manos manchadas con la sangre de mis compatriotas. La sangre de mi hermano. Y me encargaré de que pague por ello. Es mi deber.
Bajó la vista hacia la pistola que empuñaba, y Elizabeth intuyó de inmediato que estaba a punto de llegar su hora. Desesperada por distraerlo, abrió la boca para hablar, pero se interrumpió al percibir un sonido en su cabeza.
Un sonido apremiante. Palabras.
Con el entrecejo fruncido, intentó concentrarse. De pronto, la voz de Austin resonó en su cerebro. «Apártate de la ventana.»
Era como si él se encontrase a su lado y le hubiese hablado en voz alta.
«Apártate de la ventana. Apártate de la ventana.»
Dio un pequeño paso a un lado y Gaspard clavó la mirada en ella.
– No te muevas o disparo.
Dios santo, ¿qué iba a hacer ella ahora? Claramente Austin estaba a su espalda, ante la ventana, y necesitaba que ella se apartara para tener a Gaspard a tiro. Pero si se movía, éste la mataría. Obviamente planeaba matarla de todas maneras, pero ella no quería impulsarlo a realizar la tarea antes de lo previsto.
Sólo podía hacer una cosa.
Justo cuando se le ocurría esa posibilidad, la voz de Austin retumbó en su cerebro.
«¡Tírate al suelo!»
Elizabeth se dejó caer como una piedra.
El vidrio se hizo añicos tras ella, y el estampido ensordecedor de una pistola atronó el aire.
Austin echó un vistazo a través de la ventana rota. Gaspard estaba de rodillas, con el rostro contraído de dolor, apretándose el estómago con las manos. La sangre de color rojo brillante le manaba entre los dedos, empapándole la camisa. Su pistola se encontraba en el suelo, detrás de él.
Elizabeth. ¿Estaba herida? En cuanto le pasó por la cabeza esta espantosa posibilidad, ella se puso en pie de un salto y se acercó a él. Su paso era vacilante, pero estaba bien.
Estaba bien.
El alivio que sintió Austin casi convirtió sus rodillas en gelatina.
– Abre la puerta -le ordenó en voz baja.
Ella hizo lo que le pedía de inmediato. Él entró en la casa y, protegiendo a Elizabeth con su cuerpo, recogió la pistola de Gaspard. Acto seguido se volvió hacia ella.
– ¿Estás herida?
La joven lo observó con inquietud de arriba abajo.
– No. ¿Y tú? ¿Te encuentras bien?
En realidad, no. Había estado a punto de perder todo lo que le importaba. Pero no era el momento de hablar de eso.
– Estoy bien -respondió. Apartó la vista del rostro lívido de su mujer y la posó en Gaspard, que luchaba por levantarse-. Quédate detrás de mí -le susurró a Elizabeth.
Con la pistola de Gaspard, apuntó a éste en el pecho.
– No te muevas -le ordenó.
Una ojeada le bastó para comprobar que la herida que el francés tenía en el estómago era mortal. Sin embargo, Gaspard logró ponerse en pie y se apoyó con todo su peso en la mesa. Contempló a Austin un momento y luego soltó una carcajada jadeante.
– Por fin nos conocemos, monsieur le duc. Tiene gracia, n'est-ce pas? Tu hermano mató al mío. Tantos hermanos. Todos muertos.
Conteniendo la ira que hervía en su interior, Austin empuñó con más firmeza la pistola.
– Tantos muertos -convino con fría serenidad-, y tú serás el siguiente.
Los ojos de Gaspard relampaguearon con malevolencia.
– Tal vez. Pero al menos sé que habré librado al mundo del cabrón de tu hermano.
– Te he oído a través de la ventana. Has dicho que está vivo.
– Pero no lo estará cuando lo encuentres…, si es que lo encuentras.
– Lo encontraré en cuanto acabe contigo. ¿Por qué mataste a mi alguacil?
La sangre chorreaba entre los dedos de Gaspard, que hizo una mueca de dolor.
– Otro cerdo inglés. Iba por ahí haciendo preguntas sobre mí. Cuando quiso reunirse contigo supe que había averiguado algo. Lo seguí. No podía correr el riesgo de que te revelara lo que había descubierto, especialmente si se trataba de mi escondite o del hecho de que yo estaba enviándote cartas. Lo habría estropeado todo. -Respiró trabajosamente-. Pero el cerdo se negó a decirme nada, así que le pegué un tiro en la cabeza.
Detrás de él, Elizabeth soltó una exclamación de horror.
– ¿Por qué tardaste un año en empezar a hacerme chantaje? -preguntó Austin.
– Fui herido en Waterloo, debido a las armas defectuosas que nos proporcionó tu hermano. Tardé meses en restablecerme. No supe hasta hace poco que el marido de la pute provenía de una familia tan adinerada. -Entornó los ojos-. Pero tenía que andarme con cuidado…, permanecer oculto. Justo cuando me disponía a mandarte la siguiente carta, me enteré de que el bâtard anglais estaba vivo y se había dejado ver en esta parte de Francia. Volví a casa para encontrarlo.
Una imagen de William acudió a la mente de Austin, como si lo hubiese visto la noche anterior. Conversaba apresuradamente con Gaspard, embarcando cajas llenas de armas en un buque. No estaba traicionando a su país, sino arriesgando la vida en pro de la causa inglesa, entregándole a ese demente armas defectuosas. Apretó con fuerza la culata de la pistola.
– Nunca volverás a hacerle daño a nadie, Gaspard. Yo…
Un quejido interrumpió sus palabras. Al mirar hacia el fondo de la habitación, vio que la niña se rebullía y se ponía a cuatro patas.
Austin percibió un movimiento con el rabillo del ojo y se volvió rápidamente hacia Gaspard. Un cuchillo relucía en la mano del francés, cuyos ojos, llenos de odio, estaban clavados en la niña.
– Así que sigues viva, ¿eh? -bramó-. Ningún hijo de ese bâtard anglais vivirá para contarlo.
Austin oyó un grito ahogado a su espalda. En un abrir y cerrar de ojos, Gaspard tomó impulso con el brazo y arrojó el cuchillo. Era imposible que Austin alcanzase a la niña a tiempo de salvarla. Apretó el gatillo y Gaspard se encogió y cayó al suelo.
Austin se volvió hacia la niña y se quedó petrificado. Elizabeth yacía boca abajo, con el cuchillo hundido en la espalda.