Elizabeth se dirigió a los establos a la mañana siguiente, muy temprano, ansiosa por salir de la casa después de pasar la noche en blanco tratando de olvidar su perturbador encuentro con el duque. ¿Habría montado éste a caballo finalmente? Ella había permanecido despierta toda la noche, atenta a cualquier sonido que indicase lluvia, pero afortunadamente el tiempo no había empeorado. Esperaba que un poco de aire fresco y un paseo a caballo a paso ligero la ayudasen a desechar sus preocupaciones, por no hablar de la desilusión y el dolor que sintió al darse cuenta de que nunca llegaría a convencerlo de su clarividencia.
Sin embargo, sabía que el ejercicio por sí solo nunca borraría el recuerdo de aquel beso. Aquel beso increíble, conmovedor e inolvidable que la había emocionado hasta lo más hondo y había despertado en ella una pasión cuya existencia desconocía. También había encendido sentimientos…, anhelos que no se atrevía a analizar.
Deseaba, necesitaba desesperadamente olvidar su exquisito tacto, su sabor celestial, pero su corazón se negaba a cooperar.
Entró en las cuadras y Mortlin la saludó con una sonrisa.
– ¿Viene a ver los gatos, señorita Matthews? ¿O desea montar a caballo?
Elizabeth hizo un esfuerzo por dejar a un lado su agitación y le devolvió la sonrisa al mozo. Luego se agachó para rascar a George detrás de la oreja.
– Las dos cosas. ¿Qué le parece si voy a ver los gatitos mientras ensilla un caballo para mí?
– Buena idea -dijo Mortlin-. Mire, hay dos que usted no conoce escondidos junto a ese almiar.
Elizabeth echó un vistazo a las dos bolitas de pelo con manchas.
– Son adorables. ¿Cómo se llaman? -Le dedicó una mirada pícara-. ¿O es mejor que no pregunte?
A Mortlin se le subieron los colores al rostro enjuto, mientras frotaba incómodo los pies en el suelo.
– Bueno, el más grande se llama Ostras…
– Eso no es tan terrible.
– Y el otro es, eh… -Se sonrojó hasta las puntas de las prominentes orejas-. No puedo decir eso enfrente de una dama.
– Entiendo -contestó ella apretando mucho los labios para disimular su diversión.
– Supongo que tendré que cambiarles el nombre a los animalitos, pero fue lo primero que salió de mi boca cuando nacieron. -Sacudió la cabeza, ostensiblemente perplejo-. Los gatitos no paraban de salir. No había forma de detenerlos. Me dejaron pasmado.
– Sí, me lo imagino. -Le acarició la cálida barriga a George y se quedó quieta. Después de apretarle suavemente la panza peluda unas cuantas veces más, reprimió una sonrisa-. El periodo de gestación de una gata dura unos sesenta días. Me temo que ya no estaré aquí cuando George alumbre a su siguiente camada. De lo contrario, le ofrecería mi ayuda. Se me dan bastante bien estas cosas.
– Estoy seguro de que sí, pero… -Su voz se apagó y sus ojos se abrieron como platos-. ¿La próxima camada?
– Sí. Predigo que George volverá a ser mamá más o menos dentro de un mes.
Los ojos de Mortlin parecían a punto de salirse de sus órbitas.
– ¡Seguro que lo que le pasa a la gata es que ha engordado! ¡Pero si los gatitos no llegan a los tres meses de edad! ¿Cómo demonios ha pasado esto?
Ella tuvo que morderse las mejillas por dentro para no romper a reír al ver la expresión atónita del caballerizo.
– Del modo habitual, supongo. -Acarició una última vez la panza de George, se puso de pie y le dio unas palmaditas al hombre en el brazo-. No se preocupe, Mortlin. George estará bien, y usted dispondrá de un nuevo equipo de cazarratones.
– Ya hay más cazarratones por aquí de los que necesito -gruñó él-. Caramba, se supone que esto es un establo. Soy un mozo de cuadra, no un médico de gatos. Más vale que ensille un caballo para usted antes de que la condenada gata empiece a echar gatitos otra vez.
Conteniendo su hilaridad, Elizabeth se entretuvo con los gatitos mientras Mortlin realizaba sus tareas. Poco después él se le acercó llevando de las riendas a una hermosa yegua marrón llamada Rosamunde y se ofreció a auparla. Ella cayó sobre la silla con un golpe seco que le sacudió todos los huesos. En América solía montar a horcajadas cuando daba un paseo a caballo, pero no se atrevía a hacer lo mismo en Inglaterra, por más que le disgustara montar a mujeriegas. El complicado atuendo de amazona inglesa que se veía obligada a ponerse también le crispaba los nervios. Metros y metros de tela y multitud de bullones y volantes. Recordaba con nostalgia el traje de montar sencillo y ligero que había confeccionado ella misma y que usaba en Estados Unidos. Tía Joanna le había echado una ojeada y casi se había desmayado. «Totalmente inapropiado, querida -había declarado-. Tenemos que hacer algo con tu vestuario de inmediato.»
Acomodó la pesada falda en torno a sí lo mejor que pudo y se puso en camino. Cuando llegó al final del sendero que conducía a las cuadras, se detuvo y miró atrás. Mortlin estaba acuclillado, con una expresión tierna en el curtido rostro, acariciando cariñosamente la barriga de George. Sin duda creía que ella ya no alcanzaba a oírlo, porque dijo:
– Tendremos que pensar en unos nombres un poco más decentes para los nuevos gatitos. No puede haber otro llamado Tócate los cordones.
Elizabeth sonrió para sí y guió a su montura hacia el bosque. Avanzó junto a la orilla del arroyo, disfrutando del aire limpio y del sol que le calentaba la cara. Sin embargo, no le complacía en absoluto la silla de montar de mujer ni el condenado atuendo que le aprisionaba las piernas.
Cuando llegó a la zona donde el arroyo se ensanchaba y desembocaba en el lago, tiró de las riendas de Rosamunde. Se removió de un lado a otro, desesperada por desembarazar sus piernas de los metros de tela incómoda que las envolvían, y de pronto notó que resbalaba de la silla. Soltó un chillido de susto e intentó agarrarse de la perilla, pero no fue lo bastante rápida, Cayó ignominiosamente del caballo, golpeándose el trasero.
Por desgracia el suelo estaba cubierto de lodo. Y, lo que es peor, era una pendiente. Ella rodó por el terraplén sin dejar de gritar y se dio un chapuzón en el arroyo. Se quedó sentada, inmóvil y sin habla debido a la impresión. Tenía las botas completamente sumergidas en el agua cenagosa, un agua fría que casi le lamía la cintura.
– ¿Un accidente? -preguntó una voz familiar a su espalda. Elizabeth apretó con fuerza los dientes. Era evidente que él estaba ileso, gracias al cielo, pero a ella no le entusiasmaba la idea de que presenciara su humillación.
– Pues sí, ya lo ve. Y no es el primero.
Quizá si no le hacía caso, él se marcharía. Su esperanza resultó ser vana.
– Caray -exclamó el duque, chascando la lengua comprensivamente. Ella lo oyó desmontar y acercarse al borde del agua-. Al parecer se ha metido en un buen aprieto.
Ella volvió la cabeza y lo fulminó con la mirada.
– No me he metido en un aprieto, excelencia. Sólo estoy un poco mojada.
– Y ha perdido su montura.
– Tonterías. Mi montura está…
Su voz se extinguió mientras recorría la zona con la vista. La yegua se había esfumado.
– Camino de las cuadras, seguramente. La habrán espantado esos gritos que ha pegado al caer. Algunos caballos son un poco asustadizos. Por lo visto Rosamunde es así. Qué pena. -Sus ojos grisáceo s despidieron un brillo travieso-. Le preguntaría si se encuentra bien, pero creo recordar que posee una complexión asaz robusta.
– Así es.
– ¿Le duele algo?
Ella intentó levantar las piernas y no lo consiguió.
– No estoy segura. Mi traje de montar está empapado y pesa tanto que casi no puedo moverme. -Su irritación se triplicó cuando se percató de que, en efecto, necesitaba que le echaran una mano-. ¿Os dignaríais prestarme vuestra ayuda?
Él se acarició la barbilla como si estuviese reflexionando seriamente.
– No estoy seguro de que deba ayudarla. Detestaría acabar mojado y sucio. Quizá deba dejarla ahí e ir en busca de ayuda. Volvería al cabo de una hora, más o menos. -La miró con las cejas enarcadas-. ¿Qué opina?
Elizabeth no tenía opinión alguna al respecto. De hecho, estaba bastante harta de que él se divirtiese a sus expensas. Había pasado la noche en vela preocupándose por él y ahora allí estaba, sano y salvo, prácticamente riéndose de ella. Ese hombre arrogante merecía que le borrasen esa expresión petulante de la cara. Pero ella apenas podía moverse.
Austin dio media vuelta, como si de verdad pretendiese dejarla ahí tirada, y Elizabeth al fin explotó. Agarró un puñado de lodo y lo arrojó con la intención de hacer ruido y llamar su atención.
Desafortunadamente, él eligió ese preciso instante para volverse.
Peor aún, ella había lanzado el barro con más fuerza de la que pretendía.
La pella grande y viscosa se le estampó al duque en pleno pecho, salpicando su prístina camisa blanca. La masa pegajosa le resbaló por el cuerpo, manchándole los pantalones de color beige, antes inmaculados, y fue a caer en la punta de una de sus lustrosas botas de montar.
Elizabeth se quedó paralizada. No tenía la intención de acertarle… ¿o sí? Dios santo, no se le veía muy contento. Una risilla horrorizada pugnaba por brotarle a Elizabeth de la garganta, y tuvo que luchar por contenerla. La expresión de Austin denotaba claramente que reírse no era lo que más convenía en esos momentos.
Él no se movió. Siguió con la vista la estela lodosa que la pella le había dejado en la ropa y luego miró a la joven.
– Ya no tenéis que preocuparas por acabar mojado y sucio, excelencia -le dijo Elizabeth con una sonrisa radiante-. Al parecer, ya tenéis una mancha bastante horrible en vuestro atuendo.
– Se arrepentirá de haber hecho eso -murmuró él en un tono claramente amenazador y lanzándole una mirada hostil-. Vaya si se arrepentirá.
– Bah -se mofó ella-. No me asustáis.
Austin dio un paso al frente.
– Pues debería estar asustada.
– ¿Por qué? ¿Qué pensáis hacer? ¿Arrojarme al agua?
Él avanzó otro paso.
– No. Creo que la pondré sobre mis rodillas y le propinaré unos buenos azotes.
– ¿Unos azotes? -preguntó ella, enarcando las cejas-. ¿En serio?
– En serio.
– Vaya. Bueno, si voy a recibir unos azotes, más vale que me los gane primero. -Y le arrojó otro puñado de lodo, que le dio de lleno en el estómago.
Austin se quedó petrificado. Contempló anonadado su camisa estropeada. Pocos hombres se habrían atrevido a provocarlo de esa manera. No podía creer que ella tuviese la osadía de mancharlo de barro una vez, y menos aún dos veces. Lo pagaría caro. Muy, muy caro.
Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por una bola de lodo que le pasó rozando la oreja. Faltó muy poco para que le impactara en plena cara.
Ésa fue la gota que colmó el vaso. Se metió en el agua provocando grandes salpicaduras, la agarró de los brazos y la puso en pie de un tirón.
– Supongo que es usted consciente de que esto es la guerra -farfulló, con la vista clavada en su rostro enrojecido… y sonriente.
– Por supuesto. Pero no olvidéis quién venció la última vez que los americanos y los ingleses se enzarzaron en una batalla.
– Confío plenamente en su derrota, señorita Matthews.
– Y yo confío plenamente en la vuestra, excelencia.
Austin se detuvo al oír estas palabras y fijó la vista en el barro que salpicaba la naricilla respingona de la joven. Los ojos de color ámbar de Elizabeth se encontraron desafiantes con los suyos, pero una sonrisa se asomaba a las comisuras de su boca, y sus hoyuelos aparecieron. La atención de Austin se desvió hacia sus labios carnosos y sensuales. Un cosquilleo le recorrió el espinazo cuando le vino a la memoria lo que sintió al tener esos labios contra los suyos. Se obligó a levantar la mirada y se topó de nuevo con sus ojos: luceros de color marrón dorado que lo contemplaban risueños.
Aquella mujer era un caso perdido. Impertinente a más no poder. Le había desgraciado la indumentaria, y él estaba allí, en medio del maldito lago. Mojado, incómodo y… furioso.
¿Acaso no estaba furioso?
Frunció el entrecejo. Sí, por supuesto que lo estaba. Furioso. La situación no le resultaba divertida. En absoluto. No era graciosa, en modo alguno. Y él no estaba pasándolo bien. Ni un ápice.
– Prepárese para recibir unos azotes -le advirtió, volviéndose hacia la orilla y arrastrándola tras de sí.
– ¡Primero tendréis que atraparme!
Elizabeth se soltó de golpe de la mano con que él la sujetaba, se recogió hasta la rodilla la falda empapada y se adentró aún más en el lago.
– Vuelva aquí. Ahora mismo.
– ¿Así que os pensabais que podíais darme unos azotes? ¡Ja! ¡Pues me parece que no! -Retrocedió varios pasos más, hasta que el agua le llegó a la cintura. De pronto, su melodiosa risa estalló-. ¡Dios santo! ¡Deberíais veros! ¡Estáis graciosísimo!
Austin miró hacia abajo. Tenía la camisa mojada y mugrienta pegada al pecho como una segunda piel, y unos manchurrones alargados, negros y fangosos en los pantalones de montar. Llevaba varias hojas secas adheridas a sus botas estropeadas.
– Apuesto a que nunca habíais tenido un aspecto tan desastrado en toda vuestra aristocrática vida -rió ella-. Debo deciros que vuestra apariencia en estos momentos resulta escandalosamente impropia de un duque.
– Venga aquí.
– No.
– Ahora mismo.
Ella negó con la cabeza sin dejar de sonreír. Austin avanzó hacia ella, abriéndose paso en el agua helada, lleno de determinación y arreglándoselas para disimular el repentino e indeseado regocijo que estaba sintiendo. Maldita mujer. No era más que una plaga para la cordura de un hombre. Suponía que ella trataría de huir, pero se mantuvo firme, aguardándolo con una sonrisa esplendorosa en su hermosa cara. Austin se detuvo a un paso de ella y esperó.
– Me he levantado esta mañana de bastante mal humor, pero este episodio me ha animado considerablemente -dijo ella, y sus hoyuelos parecían hacerle guiños-. Tenéis que reconocer que esto resulta bastante gracioso.
– ¿Ah sí?
Ella bizqueó exageradamente y lo miró a la cara. A pesar suyo, a Austin se le escapó una sonrisa.
– ¡Ajá! -exclamó ella-. Os he visto sonreír.
Por más que lo intentaba, Austin no acertaba a explicarse por qué encontraba divertida esa debacle. El célebre duque de Bradford, el soltero más codiciado de Inglaterra, cubierto de lodo, metido en el lago hasta las caderas, conversando con una mujer cuya deslumbrante sonrisa no mostraba la menor señal de remordimiento, sólo diversión. Muchos miembros destacados de la alta sociedad quedarían postrados de la impresión si lo viesen ahora, completamente sucio y empapado, en compañía de una americana no menos sucia y empapada.
Ella bajó la vista hacia la camisa mojada de Austin.
– Era una camisa preciosa. Siento haberla estropeado, excelencia, de verdad. -Alargó el brazo y pasó la mano sobre la manga mojada. Lo miró a los ojos-. Al principio no tenía la intención de mancharos con el lodo, pero una vez que lo hice, bueno, me pareció una pena no aprovechar la oportunidad. Para ser del todo sincera, creo que necesitabais que alguien os hiciera reír. Por lo que a mí respecta, esta aventura es lo más divertido que me ha ocurrido en muchos meses.
Los músculos de Austin se contrajeron involuntariamente al notar su contacto. Escrutó los ojos de Elizabeth en busca de algún signo de engaño o falsedad y no vio más que inocencia y calidez. Era lo más divertido que a ella le había ocurrido en muchos meses. Diablos, él podría decir lo mismo. Por supuesto, no era necesario que ella lo supiese.
Tras exhalar un suspiro de resignación, preguntó:
– ¿Acaso la calamidad la sigue allí adonde va, señorita Matthews? Es la segunda vez que prácticamente cae a mis pies.
– Me temo que este tipo de caídas son corrientes en mi familia.
– ¿A qué se refiere?
– Así se conocieron mis padres. Mamá salía de una tienda de sombreros de señora cuando tropezó y cayó a los pies de papá. Se torció el tobillo al caer y papá le curó la lesión.
– Entiendo. Al menos reconoce con sinceridad su desafortunada propensión a rodar por los suelos.
– Sí, pero yo no la consideraría desafortunada.
– ¿Ah no? ¿Y eso por qué?
Ella titubeó y él quedó fascinado por la repentina seriedad de sus ojos castaños.
– Aunque sois algo arrogante y más que un poco testarudo, resulta que…, bueno, que me caéis bien.
Austin se quedó mirándola, atónito.
– ¿Le caigo bien?
– Sí. Sois un hombre afectuoso y cordial. Por supuesto -añadió en un tono seco-, lo disimuláis bastante bien a veces.
– ¿Afectuoso y cordial? -repitió él, desconcertado-. ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
– Lo sé porque os he tocado. Pero aun cuando no lo hubiese hecho, lo habría notado de todos modos. -Su vista se posó en la camisa lodosa de Austin-. Os habéis tomado todo esto con extraordinaria deportividad. Apuesto a que nunca habíais hecho nada parecido, ¿me equivoco?
– No, nunca.
– Me lo figuraba. Y a pesar de todo le veis el lado gracioso a esta situación, si bien vuestra conmoción inicial era evidente. -Adoptó una expresión especulativa-. Guardáis las distancias con la gente y cultiváis una imagen fría y circunspecta. Sin embargo, tratáis a vuestra hermana con cariño y a vuestra madre con cordialidad y cortesía. He pasado con vos el tiempo suficiente y os he observado relacionaros con bastantes personas como para saber qué clase de hombre sois en realidad…, un hombre bueno y decente.
Estas palabras le produjeron una tensión en lo más hondo del pecho y lo dejaron confuso y desorientado. Se sorprendió aún más cuando una cálida oleada de placer le subió a la cara. Le costó apartar de su mente la asombrosa revelación de que esa mujer lo consideraba afectuoso y cordial. Decente. Y bueno con su familia. «Si supieras cómo le fallé a William, te darías cuenta de lo equivocada que estás.»
Antes de que pudiese discurrir una respuesta, ella dijo:
– Soy consciente de que nuestro encuentro de anoche terminó de un modo un poco violento, pero ¿no podríamos comenzar de cero?
– ¿De cero?
– Sí, es una expresión americana que significa «desde el principio». He pensado que quizá si hacemos un esfuerzo muy, muy grande, podemos ser… amigos. Y, como muestra de nuestra naciente amistad, quisiera que me tutearais y me llamaseis Elizabeth.
¿Naciente amistad? Maldita sea, lo que le faltaba por oír. ¿Ser amigo de una mujer? ¿Y, más concretamente, de esta mujer? Imposible. Sólo había un puñado de hombres a los que consideraba sus amigos. Las mujeres podían ser madres, hermanas, tías o amantes, pero no amigas. ¿O sí?
Le escudriñó el rostro y le chocó lo diferente que le parecía de todas las mujeres que había conocido. ¿Cómo era posible que, a pesar de sus extrañas historias sobre visiones y a pesar del hecho evidente de que guardaba secretos, le causara la impresión de ser digna de confianza? Fuera lo que fuese, no podía negar, ni siquiera para sí, que se sentía atraído por ella como una polilla por una llama.
Si ella se empeñaba en creer que eran amigos,.él no movería un dedo para desengañarla, al menos hasta que averiguase todo lo que necesitaba saber de ella.
Sin embargo, cada vez le costaba más creer que estuviera implicada de alguna manera en una trama de chantajes o de cualquier otro tipo.
Carraspeó y dijo:
– Estaré encantado de llamarte Elizabeth. Gracias.
– De nada. -Sus ojos despidieron un brillo travieso-. Excelencia.
A Austin casi se le escapa la risa al percibir el tono descarado con el que lo invitaba a devolverle el honor. ¿Es que esa muchacha no veía lo impertinente que era insinuarle que podría darle otro tratamiento que no fuera el de excelencia? Semejantes confianzas, semejante intimidad estaban totalmente fuera de lugar.
Intimidad. De pronto, lo asaltó un deseo irrefrenable de oír esos labios extraordinarios pronunciar su nombre.
– Algunos me llaman Bradford.
– Bradford -repitió ella lentamente, arrastrando las sílabas con una voz suave y ronca que le hizo apretar los dientes. ¿Qué efecto produciría en él oída pronunciar su nombre de pila?- y unos pocos me llaman por mi nombre, Austin.
– Austin -dijo ella en voz baja, encendiéndolo por dentro-. Es un nombre estupendo: fuerte, imponente, noble. Te sienta de maravilla.
– Gracias -dijo él, sorprendido no por el elogio sino por la calidez que le recorrió el cuerpo al oírlo-. Mis amigos me llaman Austin. Puedes hacerlo tú también si así lo deseas.
Gruñó para sus adentros, estupefacto por su oferta sin precedentes. Debía de estar perdiendo la razón. ¿Qué demonios pensaría la gente de ella si la oyese llamarle Austin? Tendría que advertirle de que no lo hiciese delante de nadie…, que sólo le llamase así cuando estuviesen los dos a solas.
Los dos a solas. ¡Maldita sea, no había duda de que estaba perdiendo la razón!
– Vaya, gracias… Austin. Entonces, ¿me perdonas?
Él volvió a poner los pies en la tierra.
– ¿Perdonarte?
– Sí, por… esto… -dijo ella señalando con los ojos su ropa estropeada.
Él siguió su mirada.
– Ah, sí. El lastimoso estado de mi atuendo. ¿Lo lamentas de verdad?
– Oh, sí -afirmó ella, asintiendo vigorosamente con la cabeza.
– ¿Prometes no volver a cometer un acto tan ruin?
– Hum… ¿Quieres decir nunca…, como en «nunca jamás en toda mi vida»?
– A grandes rasgos, sí.
– Vaya. -Frunció los labios, pero los ojos le centellearon con malicia-. Me temo que no puedo hacer una promesa a tan largo plazo.
– Entiendo. -Soltó un suspiro de resignación-. Bueno, en ese caso, ¿podrías hacer un esfuerzo por comportarte al menos durante el camino de regreso a la casa?
– Oh, sí -accedió ella con una sonrisa de oreja a oreja-. Eso puedo prometértelo.
– Gracias a Dios. Siendo así, supongo que tendré que perdonarte. Salgamos del agua antes de que nos quedemos arrugados. -Se dio la vuelta y echó a andar hacia la orilla-. ¿Vienes? -preguntó al percatarse de que ella no lo seguía.
– Ojalá pudiera -contestó, pugnando por moverse-. Los pies se me han hundido en el cieno y las faldas me pesan demasiado. -Sus hoyuelos se hicieron más profundos-. ¿Os dignaríais prestarme vuestra ayuda?
Austin alzó los ojos al cielo.
– La última vez que me preguntaste eso acabé recibiendo un baño de lodo. -La miró fijamente-. Confío en que cumplirás tu promesa de comportarte. Podría abandonarte aquí, ¿sabes?
– Te lo prometo -aseguró ella, poniéndose la mano sobre el corazón.
Él regresó chapoteando hacia ella, mascullando palabras poco halagadoras sobre las mujeres en general.
– Sujétate a mi cuello.
Elizabeth obedeció y él la levantó en brazos, a punto de tambalearse bajo el peso combinado de ella y su ropa empapada. De todas sus prendas chorreaba un agua fría que se le escurría a Austin por todo el cuerpo, y sus botas rezumaban barro. Ella recostó la cara en su hombro y los músculos de él se tensaron al sentir el cuerpo mojado de ella acurrucado contra su pecho. Agachó la cabeza y aspiró la fragancia floral de su cabello. Maldición, hasta cubierta de lodo olía a lilas.
Una vez en la orilla, la bajó muy despacio hasta que sus pies tocaron el suelo. La ropa mojada se pegaba a su cuerpo, resaltando las curvas de su figura, y él reprimió un gemido. La tela empapada resaltaba claramente los pezones erectos de Elizabeth, y sus piernas parecían interminables. Dios, era increíble. Incluso embadurnada de barro, él la deseaba.
Todo su físico se inundó de ímpetu vital y, cuando ella intentó apartarse, las manos de Austin se apretaron en torno a su cintura. Que Dios lo ayudase: nunca había deseado tanto a una mujer. Aunque las campanas tocaban a rebato en su cabeza, acercó lentamente la boca a la de ella. Tenía que saborearla de nuevo… sólo una vez.
Ella le palmeó el pecho.
– ¿Qué estás haciendo?
– Disponiéndome a cobrarme lo que me debes.
– ¿Lo que te debo?
– Por estropearme el traje.
– ¿Y pretendías cobrártelo con un beso?
– Por supuesto. Es una antigua y noble tradición inglesa. Un beso por llenar de lodo una camisa y unos pantalones. ¿Nadie te lo había dicho?
– Me temo que nunca había salido el tema.
– Bueno, pues ahora que lo sabes, más vale que saldes tu deuda. De lo contrario, irás a la cárcel de morosos.
Ella arqueó las cejas.
– ¿Un solo beso?
– Con gusto te cobraré con dos. De hecho…
– Ah no -replicó ella apresuradamente-. Con uno basta.
– Bueno, ya que insistes… -La atrajo hacia sí, hasta sentir sus senos contra su pecho, y luego le cubrió la boca con la suya.
En el instante en que sus labios se juntaron, él se perdió irremisiblemente. Se perdió en el tacto sedoso de ella, en su cálido sabor, en su aroma suave y floral. Todo pensamiento racional se borró de su mente mientras sus manos se deslizaban por los costados de ella y le cubrían los pechos. Jugueteó con sus pezones hasta ponérselos turgentes, y ella emitió un jadeo, dejando caer la cabeza hacia atrás. Él se aprovechó de ello rápidamente y recorrió con sus labios su largo cuello, adentrándose cada vez más en un tórrido frenesí en el que no existía otra cosa que la mujer que estrechaba en sus brazos.
– Austin -susurró ella-. Por favor. Debemos detenernos.
Haciendo un esfuerzo descomunal que casi acaba con él, Austin levantó la cabeza y la miró a los ojos, unos ojos aturdidos y llenos de deseo. La lujuria lo embistió con tal fuerza que las rodillas estuvieron a punto de fallarle. Nada le habría gustado más que arrancarle el vestido mojado y hacerle el amor. Y si ella no se apartaba de él en ese mismo instante, tal vez lo hiciera.
Retrocedió un paso e inmediatamente echó en falta el sentirla apretada contra sí. Incapaz de resistir el impulso de tocarla, extendió el brazo, la tomó de las manos y entrelazó los dedos con los suyos.
Elizabeth trató de despejarse la mente. Por segunda vez, este hombre la había dejado sin aliento, sin sentido, con un beso. Había conseguido que nada le importase excepto él.
Pero era imperativo que le parase los pies. Había permitido que se tomase más libertades de las que habría tolerado cualquier mujer decente. Pero había tenido que echar mano de toda su fuerza de voluntad, porque deseaba con todas sus fuerzas que él continuase besándola, tocándola, encendiéndole la piel, colmándole los sentidos con su sabor celestial y su olor a bosque.
En ese instante él le apretó las manos y los pensamientos de Austin irrumpieron en la mente de ella con una nitidez sobrecogedora.
Quería hacerle el amor.
Arrancarle el vestido empapado y tocarla por todas partes. Hacer el amor. Amor. Sintió que se abrasaba y que el corazón iba a salírsele del pecho. ¿Era ése el sentimiento que se había apoderado de ella, que le derretía los huesos, que no la dejaba respirar, que le impedía dejar de pensar en él, que la hacía desear que ese beso no acabara nunca? ¿Por eso sentía esa necesidad imperiosa de ayudarlo y protegerlo?
Dios bendito, ¿estaba enamorándose de Austin?