Treinta minutos después Elizabeth contemplaba su imagen en el espejo de cuerpo entero. Ni sus propios padres la habrían reconocido.
Llevaba unos pantalones negros ajustados. Iba calzada con unas botas gastadas que le venían un poco grandes. Una holgada camisa blanca de hombre le ocultaba el busto, que se había ceñido con una faja. Llevaba el pelo recogido y tapado con una gorra de marinero encasquetada hasta los ojos. Podía pasar fácilmente por un hombre joven, alto y esbelto. Una vez que se pusiera el abrigo negro que colgaba de un poste de la cama, nadie se daría cuenta de que era una mujer, y menos aún una duquesa.
La puerta de la alcoba se abrió y apareció Austin.
– Muy bien. Ya se han marchado todos al teatro. ¿Estás… -al verla se detuvo en seco- lista?
Ella se volvió hacia él.
– Sí. ¿Qué opinas?
La miró de arriba abajo, y luego de los pies a la cabeza. Acto seguido se le acercó, muy serio, y se detuvo justo enfrente de ella.
– Tú no vas a salir de esta casa vestida así -barbotó con los dientes apretados.
Ella puso los brazos en jarras.
– ¿Puedo preguntarte por qué no? Es un disfraz perfecto. Nadie sospechará que no soy un hombre.
– Eso es lo que tú te crees. El modo en que esos pantalones marcan tu figura… -Agitó la mano, con los labios reducidos a una línea muy fina-. ¡Es indecente!
– ¿Indecente? ¡Eres tú quien me los ha dado!
– No sabía que tendrías ese aspecto con ellos puestos.
Ella empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie.
– ¿Qué aspecto?
– El aspecto de… -De nuevo agitó la mano, como intentando hacer aparecer la palabra que buscaba por arte de magia-. Ese aspecto -concluyó, señalándola.
Ella exhaló un suspiro. Por lo visto él iba a dejar que su sentido de posesión diese al traste con el plan. Elizabeth tomó el abrigo del pilar de la cama, se lo puso y se lo abrochó.
– Mira -dijo, girando lentamente ante él-. Estoy tapada desde la barbilla hasta las rodillas.
Él continuó echando fuego por los ojos. Después de que ella diese dos vueltas delante de él, soltó algo parecido a un gruñido.
– No te quitarás ese abrigo ni por un segundo. Y lo llevarás siempre abrochado. Los parroquianos de la taberna que al parecer frecuenta Gaspard son gente muy ruda. Si alguien llegase a sospechar que eres una mujer podría haber consecuencias desastrosas.
– Entiendo.
Austin posó la vista en su gorra.
– ¿Está bien sujeta?
– Como si me la hubiese fijado a la cabeza con clavos.
La expresión de Austin no se relajó un ápice y por un momento ella temió que se negara rotundamente a llevada consigo. Hizo lo que pudo por mantener el rostro impasible y esperó en silencio. Al fin, él habló.
– Vámonos.
Salió de la habitación y ella lo siguió, cuidándose de disimular el alivio que sentía. Y la aprensión. Desde luego, no quería que la dejase en casa.
Porque sabía que algo importante ocurriría esa noche.
Media hora después, cuando el coche de alquiler se detuvo frente a un edificio destartalado, Elizabeth descorrió ligeramente la cortina y escrutó la oscuridad. Aunque no sabía exactamente dónde estaban, el hedor a pescado podrido indicaba la proximidad del río. Le entraron ganas de taparse la nariz.
– ¿Estás lista, Elizabeth?
Ella apartó su atención de la ventana y miró a Austin, sentado delante de ella. Incluso en la penumbra alcanzaba a ver su ceño fruncido. Su marido parecía irradiar tensión en ondas oscuras. Ella sonrió forzadamente, con la esperanza de desterrar su evidente inquietud.
– Sí, estoy lista.
– ¿Has entendido exactamente qué es lo que quiero que hagas? -preguntó él sin devolverle la sonrisa.
– Por supuesto. Si tengo alguna premonición, te avisaré de inmediato.
Aunque parecía imposible, el gesto de Austin se tornó aún más adusto.
– Gracias, pero no me refería a eso.
Entonces fue Elizabeth quien frunció el entrecejo.
– No lo entiendo. Creía que querías que te avisara si tenía alguna premonición.
– Y es verdad. Pero no debes apartarte de mi lado.
– No lo haré. Yo…
Él extendió los brazos y la tomó de las manos, interrumpiendo sus palabras. La intensidad de su mirada le puso a Elizabeth la carne de gallina.
– Prométemelo -le dijo Austin en un susurro apremiante.
– Te lo prometo, pero…
– No hay pero que valga. Este lugar es extremadamente peligroso. No podré protegerte si te alejas de mí. ¿Me he expresado con claridad?
– Con claridad meridiana. Me pegaré a ti como una lapa.
Él soltó un suspiro.
– Maldición, no ha sido buena idea. Hay mil cosas que podrían salir mal.
– Hay mil cosas que pueden salir bien.
– Estoy poniéndote en peligro.
– No correré más peligro que tú mismo.
La soltó y se pasó las manos por el pelo.
– Cuanto más lo pienso más me convenzo de que no es buena idea. Voy a pedirle al cochero que te lleve a casa.
Hizo ademán de abrir la puerta.
– No -replicó ella dándole un manotazo en la muñeca.
Él arqueó una de sus cejas color ébano, sorprendido.
– Si me obligas a irme a casa, alquilaré otro coche y regresaré aquí -declaró su mujer.
Él le clavó una mirada acerada. Elizabeth nunca lo había visto tan enfadado, y aunque sabía que no le haría daño, sintió escalofríos al ver la furia que despedían sus ojos.
– No harás nada por el estilo -dijo él pronunciando las palabras muy despacio y articuladamente.
– Lo haré si es necesario. -Antes de que él pudiese formular otra objeción, ella le sujetó la cara entre las manos-. ¿Crees que puedo ayudarte?
Él la miró durante un buen rato mientras Elizabeth se preguntaba si tenía la menor idea de lo mucho que le dolían las sombras de su mirada. Intuía que él le ocultaba algo, algún secreto oscuro y terrible que lo atormentaba, y sospechaba que evitaba deliberadamente pensar en sus sentimientos y sus ideas para que ella no pudiese «verlos».
Dios santo, resultaba doloroso presenciar su sufrimiento. Si al menos él le confiase sus secretos…, si se diese cuenta de lo mucho que deseaba, que necesitaba ayudarlo…
De lo mucho que lo amaba.
Nunca se lo había dicho, pues no estaba preparada para expresar sus sentimientos más íntimos en voz alta, ni estaba segura de que él quisiera oídos, pero ¿es que acaso no lo veía en sus ojos, por Dios?
– Si no creyera que William sigue vivo -dijo él al fin- y que puedes ayudarme a encontrarlo, nunca te habría traído.
– Entonces permite que te ayude, por favor. No quiero que sufras más. Deja que te ayude a encontrar las respuestas que buscas. Permaneceré tan cerca de ti que incluso sentirás latir mi corazón.
Ella esperaba arrancarle una sonrisa, pero la seriedad no desapareció de la mirada de Austin. Él levantó las manos, le acarició las mejillas y entrelazó los dedos con los suyos, apretándoselos con tanta fuerza que ella sintió un cosquilleo en las yemas. No alcanzaba a leer sus pensamientos con claridad, pero era evidente que estaba confundido.
Justo cuando empezaba a creer que él la enviaría de vuelta a casa, Austin se llevó su mano a los labios y le estampó un beso cálido en los dedos.
– Entremos -dijo.
El letrero colgado en la fachada del establecimiento rezaba «EL CERDO ROÑOSO».
En el momento en que Elizabeth entró en el establecimiento concluyó que el nombre era de lo más apropiado. La peste a licor agrio y cuerpos sin lavar la envolvió como una nube tóxica. Tuvo que reprimir una arcada al percibir la mezcla de ese hedor y del humo acre y denso que flotaba en el aire.
La mortecina luz interior le permitió distinguir las figuras de unos hombres de aspecto tosco, sentados a unas mesas pequeñas de madera, inclinados sobre unos vasos mugrientos. Cuando ella y Austin aparecieron en la puerta, el rumor de la conversación se interrumpió y todos miraron a los recién llegados con ojos hostiles y suspicaces.
A pesar de sus bravatas de unos momentos antes, Elizabeth sintió que la invadía el miedo y se arrimó a Austin. Daba la impresión de que esa panda no dudaría en clavarles una navaja a la menor provocación, pero la mirada claramente intimidatoria de Austin no les daba opción a acercarse.
– Mantén la vista baja y no hables -musitó Austin.
La guió a una mesa cubierta de marcas de vasos situada al fondo.
Ella notó las miradas de los clientes en su espalda, pero en cuanto se sentaron el murmullo de la conversación se reanudó.
Una mujer con un vestido sucio y manchado de grasa se acercó a su mesa.
– ¿Qué va a ser, caballeros?
Elizabeth echó un vistazo por debajo del ala de la gorra y la embargó una gran compasión. La mujer era alarmantemente delgada y tenía varias magulladuras en la piel. Al mirarla con más detenimiento, descubrió que tenía los labios hinchados y un moretón amarillento en la mejilla, y que sus ojos eran los más mortecinos que Elizabeth hubiese visto jamás.
– Whisky -pidió Austin-. Dos.
La mujer se irguió, hizo un gesto de dolor y se llevó una mano a la parte baja de la espalda.
– Marchando dos whiskys. Si desean ustedes algo aparte de licor, me llamo Molly.
Elizabeth respiró hondo. Dios santo, qué terrible que alguien se viese obligado a vivir en un entorno tan sórdido. Se le encogió el corazón de lástima por Molly, y se preguntó si la pobre mujer había conocido alguna vez la felicidad.
– ¿Estás bien? -susurró Austin.
– Esa mujer. Es…
Sacudió la cabeza y se mordió el labio, incapaz de describir su desesperación.
– Una prostituta. -Se inclinó hacia delante-. ¿Has percibido algo a través de ella?
A Elizabeth se le humedecieron los ojos. Al echar una ojeada subrepticia al otro extremo del bar, vio a Molly abriéndose paso entre la muchedumbre de hombres. Casi todos la manoseaban al pasar, le toqueteaban los pechos o le apretaban las nalgas, pero ella apenas rechistaba y seguía adelante con la mirada perdida.
– No he percibido más que abatimiento -musitó Elizabeth-. Nunca había visto una desesperanza semejante.
– Seguro que no dudaría en robarte si se le presentase la ocasión. De hecho, apuesto a que antes de que nos vayamos intentará vaciarte el bolsillo.
– Si llevara monedas en el bolsillo, con gusto se las daría a la pobre mujer. Dios santo, Austin, la han pegado y tiene el aspecto de no haber tomado una comida decente en semanas.
Justo entonces apareció Molly con dos vasos pringosos que contenían whisky. Austin se llevó la mano al bolsillo, extrajo varias monedas y las colocó sobre la mesa. En la mirada de Molly no se apreció la menor reacción.
– Muy bien -dijo en una voz carente de toda emoción-. ¿Cuál de los dos será el primero? -Sus ojos amoratados se achicaron hasta quedar reducidos a rendijas-. No se les ocurra pensar que voy a atenderlos a los dos a la vez, porque yo no hago esas cosas.
Elizabeth apretó los labios, esperando que no se notase que esa insinuación la había escandalizado. No se atrevía a imaginar los horrores a los que tenía que enfrentarse esa mujer a diario. Sintió tanta compasión que tuvo que pestañear para contener las lágrimas.
– Sólo quiero información -dijo Austin en voz baja-, sobre un hombre llamado Gaspard. -Describió al francés-. ¿Lo has visto?
Molly reflexionó un momento y luego sacudió despacio la cabeza.
– No estoy segura. Muchos hombres entran y salen cada día de esta pocilga y, para ser sincera, trato de no mirarlos a la cara. Sólo sé que huelen mal y todos tienen manos grandes y malas.
– Desvió la vista hacia las monedas que descansaban sobre la mesa-. ¿Necesitan algo más?
– No, Molly, gracias.
Austin recogió las monedas y se las dio. A continuación metió la mano en el bolsillo y extrajo varias monedas de oro que le entregó también.
Molly abrió unos ojos como platos y dirigió a Austin una mirada atónita e inquisitiva.
– ¿Todo esto? -preguntó-. ¿Sólo por hablar un poco?
Austin asintió con la cabeza.
Molly se guardó las monedas en el corpiño y se alejó a toda prisa, como si temiera que él le exigiese que se las devolviera.
– ¿Cuánto dinero le has dado? -preguntó Elizabeth.
– Lo suficiente para que se alimente.
– ¿Durante cuánto tiempo?
Él titubeó por un instante, como si le incomodara responder, pero luego se encogió de hombros.
– Durante al menos seis meses. ¿Has tenido ya alguna visión?
– No. Suele ser difícil en medio de una multitud. Percibo demasiadas sensaciones a la vez, y todas se mezclan y se confunden. Necesito cerrar los ojos y relajarme.
– Muy bien. Hazlo, y mientras tanto echaré un vistazo alrededor a ver si reconozco a alguien.
Ella asintió con la cabeza y cerró los ojos. Austin se fijó con cuidado en cada uno de los clientes, pero ninguno le resultaba familiar.
Al cabo de un rato, Elizabeth abrió los ojos.
– Lo siento, Austin, pero no logro discernir nada que pueda ayudarnos.
– Entonces vámonos -dijo él, poniéndose de pie-. Hay otros establecimientos donde investigar.
Salieron del tugurio sin percances y subieron al carruaje que los esperaba. Austin dio una dirección al cochero y se acomodó enfrente de Elizabeth. En realidad, bajo aquella luz tenue y con su atuendo masculino, podía pasar por un hombre joven, cosa que le pareció extrañamente perturbadora a Austin, que tantas pruebas tenía de su feminidad.
– Siento no haber podido percibir nada en esa taberna -se disculpó ella-, pero tal vez tendremos más suerte en el siguiente local. ¿Adónde vamos ahora?
– A un antro de juego. Según mis informes, Gaspard fue visto ahí hace poco.
– De acuerdo. -Vaciló, y él notó que estaba retorciéndose los dedos-. Quiero agradecerte el gesto que has tenido con Molly.
La conciencia de Austin lo impulsó a decide que ni siquiera se habría fijado en esa prostituta de no ser por ella, pero antes de que pudiera abrir la boca, su esposa alargó el brazo y le posó la mano sobre la manga.
– Eres un hombre extraordinario, Austin. Un hombre extraordinario y fuera de lo común.
A él se le hizo un nudo en la garganta. Maldición, ya volvía a las andadas, convirtiéndolo en un cuenco de gelatina con sólo tocarlo y dedicarle unas palabras amables y una mirada afectuosa. Lo hacía derretirse como nieve arrojada al fuego.
Pero en lugar de indignarse por ello, en lugar de sentir ganas de huir o apartarla de un empujón, ansiaba estrechada entre sus brazos, amarla, intentar explicarle de alguna manera los sentimientos inquietantes que despertaba en él.
La tomó de la mano enguantada y se la besó con vehemencia, casi con desesperación.
– Elizabeth, yo…
El coche se detuvo de golpe, interrumpiendo sus palabras. Al mirar por la ventanilla, vio que habían llegado a su destino. Ayudó a Elizabeth a apearse y la condujo a un callejón estrecho que discurría entre dos edificios de ladrillos ruinosos y abandonados. Bajaron por una escalera cubierta de desperdicios y entraron en la casa de juegos.
El interior era ruidoso, mal iluminado y lúgubre. Hombres de todas las condiciones sociales estaban sentados a las mesas jugando a las cartas o a los dados. Marineros bravucones, un grupo de dandis de Londres con espíritu aventurero, miembros de los bajos fondos; se permitía la entrada a todo aquel que tuviese dinero que apostar.
Después de indicarle de nuevo que se bajase el ala de la gorra y mantuviese la vista baja, Austin la guió despacio en torno a la habitación. Ella se detuvo cerca del extremo de la rayada barra de madera.
Tapándola de la vista de los demás con la espalda, Austin susurró:
– ¿Qué ocurre?
Ella arrugó el entrecejo y sacudió la cabeza. Sin una palabra, se quitó los guantes y se los guardó en el bolsillo. A continuación, colocó las manos sobre la barra y cerró los ojos.
Austin la observaba atentamente, ocultándola de los clientes del antro. Ella empezó a respirar más profundamente y justo cuando él creía que no soportaría un segundo más su silencio, abrió los ojos.
– Gaspard ha estado aquí -dijo.
Austin se puso tenso.
– ¿Cuándo?
La mirada de Elizabeth se tornó sombría.
– Esta noche, Austin. Ha estado aquí esta noche.