14

Austin despertó poco a poco, y en su duermevela se percató de que unas manos le acariciaban el pecho. Abrió un ojo soñoliento y se vio recompensado con la visión de un seno perfectamente redondeado coronado por un pezón rosado y turgente. Decidió que aquello requería una investigación más a fondo, de modo que abrió el otro ojo y se deleitó con la imagen y el tacto de su esposa desnuda que, sentada a horcajadas sobre su cintura, le deslizaba las manos por el torso.

Su magnífica cabellera la rodeaba como una nube de color castaño rojizo, cayéndole en cascada sobre los hombros hasta tocarle los generosos pechos y acariciarle las caderas. Las rizadas puntas descendían por su espalda hasta descansar sobre las piernas de Austin.

El hecho de estar excitado no lo sorprendió en absoluto, considerando que había pasado los últimos tres días en un estado de excitación constante.

Pero hoy todo cambiaría. Había enviado un mensaje a Bow Street y le habían informado de que al menos hasta la víspera nadie había recibido noticias de James Kinney.

Y ya bien entrada la noche había recibido otra carta de chantaje que le exigía que reuniese la desorbitada suma de cinco mil libras y esperara nuevas instrucciones. Al interrogar al muchacho que le había dado la misiva, había averiguado que ti gabacho frecuentaba varios establecimientos del barrio de la ribera. La descripción que el chico había hecho del hombre no le había dejado lugar a dudas de que se trataba de Gaspard. Austin planeaba visitar esos lugares esa tarde con la esperanza de encontrarse cara a cara con aquel bastardo.

Así pues, pese a que ese breve interludio con su mujer le había resultado de lo más placentero, había llegado la hora de centrar su atención en otros asuntos.

– Buenos días, excelencia -lo saludó ella. Se inclinó y lo besó en los labios-. ¿O debería decir «buenas tardes»?

Sus dedos se deslizaron por su pecho y le hicieron cosquillas en el ombligo. Él contraía los músculos con espasmos de placer allí donde ella lo tocaba. Sí, era una pena que ese interludio tuviese que terminar.

Ella le rodeó la erección con los dedos y lo acarició suavemente.

– ¿Vas a volver a dormirte?

Por toda respuesta, él la aferró por la cintura, la levantó y la sentó sobre su erección.

– Estoy totalmente despierto y tienes toda mi atención -le aseguró con una voz que se convirtió en un gemido ronco cuando ella lo apretó dentro de su conducto sedoso y húmedo.

Austin alzó el brazo, enredó los dedos en su cabello y atrajo hacia sí su cabeza para besarla. Le introdujo la lengua en la boca mientras le ponía la otra mano entre los muslos. Cuando sus dedos la acariciaron, ella emitió un gemido profundo. Su clímax llegó rápidamente, consumiéndola por completo. Con la cara contra el hombro de Austin, gritó su nombre una y otra vez mientras se contraía espasmódicamente en torno a él y se derretía entre sus brazos.

En cuanto su mujer se relajó, él rodó con ella sobre la cama hasta que la tuvo debajo. Se acomodó entre sus muslos separados y se movió muy despacio dentro de ella, saliendo casi por completo sólo para sumergirse hasta el fondo.

Apoyándose sobre las manos, admiró su bello rostro mientras la acariciaba por dentro, lenta y rítmicamente, hasta que ella empezó a retorcerse debajo de él. Las reacciones de Elizabeth no eran en absoluto contenidas. Esa mujer no tenía nada de tímida ni retraída en la cama. La visión de Elizabeth poseída por la pasión, con su larga cabellera desparramada alrededor, era una de las más eróticas que Austin había tenido delante de los ojos. Un quejido le salió de lo más hondo cuando ella lo rodeó con sus largas piernas y aferró sus tensos bíceps con los dedos.

– Austin -gimió ella, arqueándose debajo de él.

Cuando alcanzó el orgasmo, apretó con fuerza a Austin, que la penetró una última vez, derramando su simiente en lo más profundo.

Estrechándola en sus brazos, rodó con ella hasta que quedaron de costado, y hundió la cara en su fragante cabello.

– Ha sido un despertar muy bonito -murmuró cuando recuperó el habla.

Le acarició la región baja de la espalda y las redondas nalgas con un movimiento suave y circular.

– Para mí ha sido muy bonito también -dijo ella con un guiño descarado que lo hizo sonreír.

En efecto, los tres últimos días habían sido los más felices que Austin había vivido. Habían salido de la casa sólo una vez, para dar un paseo en carruaje por Hyde Park, y después para curiosear por las tiendas de Bond Street. Austin se había prendado de unos pendientes de diamantes y perlas en una joyería de moda y se los había comprado a su esposa a pesar de sus protestas. Después Elizabeth descubrió una librería pequeña en una callejuela adoquinada y lo había arrastrado al interior.

– Creía que habías dicho que no te gustaba ir de compras -había bromeado él mientras ella examinaba los volúmenes de las estanterías.

– No me interesa ir a comprar cosas, pero esto son libros.

Él no estaba muy seguro de haber entendido la distinción, pero le encantó poder complacerla. Le compró más de una docena de libros y se percató, divertido, de que ella se mostraba mucho más entusiasmada con ellos que con los pendientes de precio exorbitante que acababa de regalarle.

Aparte de esta salida, hecha el día anterior, habían pasado casi todo el tiempo en la alcoba de Austin, desnudos, tocándose, aprendiendo, disfrutando el uno del otro, compartiendo sus cuerpos. Incluso les servían la mayor parte de las comidas allí, y sólo salían de la habitación para cenar en el comedor formal. Pero en cuanto terminaban huían de nuevo a su mundo íntimo, donde él le enseñaba a su esposa el significado de la pasión, descubriendo de paso que, aunque había tenido muchas amantes, nunca había experimentado la honda ternura que Elizabeth le hacía sentir.

En su segunda noche, juntos habían hecho una escapada de medianoche al estudio privado de Austin. Él le había asegurado que tenía una sorpresa para ella y le había pedido que cerrase los ojos y se dejase conducir de la mano al estudio. El fuego de la chimenea bañaba la habitación en un brillo cálido y tenue. Ella paseó la mirada por todo el estudio y avistó el bosquejo que le había regalado, colgado en un lugar destacado de la pared situada frente al escritorio.

Él se acercó a ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.

– Cada vez que alzo la vista hacia ese retrato, pienso en ti -le dijo en voz baja.

Después había dedicado una hora a enseñarle los pasos del vals y descubrió que ese baile era mucho más sensual de lo que nunca había imaginado. Quizás Elizabeth no fuese la pareja de baile más diestra que había tenido, pero nunca lo había pasado tan bien.

Acabaron haciendo el amor muy despacio y sin prisas sobre la gruesa alfombra al calor del fuego, y Austin supo que nunca volvería a entrar en su estudio sin ver en su mente a Elizabeth acostada sobre el tapiz, con los ojos brillantes de deseo y los brazos extendidos hacia él.

Ahora, ella le rozó el cuello con los labios. Dios, esa mujer lo hacía feliz, cosa que lo inquietaba, lo desconcertaba y lo ponía eufórico al mismo tiempo. Aunque en los últimos días ambos habían pasado muchos momentos románticos juntos, riendo y charlando, ella no le había revelado los motivos secretos que la habían impulsado a marcharse de América. Él había tocado el tema una vez, pero ella había desviado inmediatamente la conversación. Para su sorpresa, la renuencia de Elizabeth a contarle cosas de su pasado le molestó, pues él deseaba que ella le hablara de eso.

– ¿Qué te gustaría hacer hoy? -le preguntó Austin, acariciándole con delicadeza su tersa piel.

– Mmmm… Lo estoy haciendo ahora mismo.

– ¿Ah sí? ¿Y qué es?

– Abrazarte. Sentirte cerca de mí. Sentirte dentro de mí. -Echó la cabeza hacia atrás y lo miró con ojos sombríos y cargados de emoción. Le posó con ternura la mano en la cara-. Tocarte. Amarte.

¿Estaba diciendo que lo quería? ¿O se refería sólo a hacer el amor con él? Austin no lo sabía, y aunque nunca antes había solicitado el amor de una mujer, de pronto deseaba oír palabras amorosas de boca de Elizabeth.

No podía negar que ese matrimonio de conveniencia estaba dando un vuelco inesperado. Además, la sensación de vulnerabilidad y confusión que lo embargaba era algo que no le gustaba demasiado.

Ella le pasó la punta de los dedos por las cejas.

– ¿Y a ti? ¿Qué te gustaría hacer hoy?

– Me gustaría quedarme aquí contigo y hacer el amor durante toda la tarde, pero hay unos asuntos que reclaman mi atención.

– ¿Puedo hacer algo para ayudarte?

Él sonrió al percibir el ansia en su voz.

– Me temo que no. Tengo que hacer varias diligencias y ocuparme de un enorme montón de correspondencia aburrida.

– ¿Podría acompañarte mientras haces tus diligencias?

– Me temo que debo encargarme de ellas solo. -No le hacía gracia llevarla consigo al barrio de la ribera-. Me distraerías demasiado. Estaría concentrado en ti, no en el trabajo.

Ella se quedó quieta y le puso las manos a los lados de la cara.

– Me ocultas algo. Vas a algún sitio adonde no quieres que yo vaya. -Soltó un suspiro-. Deja que te ayude, Austin.

Maldición, ¿es que esa mujer podía leerle el alma? Era, cuando menos, una pregunta perturbadora. ¿Podía ella ver el afecto creciente que le estaba tomando?

¿Afecto? Casi hizo un gesto de disgusto ante la insulsez de eso palabra, que no describía ni remotamente lo que sentía por ella. La idea de que ella pudiera ver o percibir cosas que él aún no estaba preparado para compartir lo desconcertaba, aunque Elizabeth no había vuelto a mencionar sus visiones ni a afirmar que le hubiese leído el pensamiento.

Deslizó el dedo por el tabique nasal de ella. En cuanto a llevarla consigo a los sitios a los que.tenía que ir, eso quedaba terminantemente descartado. No estaba dispuesto a exponerla al peligro o a…

– No quieres exponerme al peligro. Lo entiendo. Pero estaré contigo. Estaré perfectamente a salvo.

– No puedo llevarte a esos lugares, Elizabeth. Son sórdidos, en el mejor de los casos. No son la clase de sitios que frecuentan las damas.

– ¿Qué te traes entre manos exactamente?

Contempló la posibilidad de no decírselo, pero descubrió que no tenía las menores ganas de mentirle.

– ¿Recuerdas que en las ruinas te dije que había contratado a un alguacil de Bow Street para que investigase a un francés que vi con William antes de su muerte?

– Sí. Habías quedado en encontrarte con ese alguacil esa noche.

– Exacto. Bueno, pues he recibido informes de que el francés que busco, al que conozco por el nombre de Gaspard, ha sido visto hace poco en una taberna y antro de juego situado cerca del barrio ribereño. Iré a ver si lo encuentro.

– ¿Por qué?

«Porque ese bastardo amenaza con destruir todo lo que me importa -pensó-. Podría acarrear la ruina a mi familia…, de la que ahora formas parte.» Pese a su renuencia a mentir, sabía que tendría que hacerlo.

– Tengo motivos para creer que le robó varias cosas a William, y quiero recuperarlas.

– ¿Por qué no dejas que tu investigador lo encuentre?

– Deseo seguir su rastro mientras aún esté caliente.

Ella clavó la mirada en sus ojos, que estaban muy serios.

– Quiero acompañarte.

– De eso ni hablar.

– ¿No entiendes que podría ayudarte? ¿Por qué no intentas al menos creer en esa posibilidad? Podría percibir algo que te facilitase esa búsqueda. Si toco algo que él haya tocado o a alguna persona con quien haya hablado, tal vez podría adivinar su paradero.

– Diablos, ya sé que quieres ayudarme, y aunque no puedo negar que posees una intuición muy aguda, no eres maga. Sencillamente no hay manera de que puedas ayudarme en esto. Además, por nada del mundo voy a llevarte a los barrios bajos de Londres. Agradezco tu interés, pero…

– Pero no permitirás que vaya contigo.

– No. El barrio de la ribera es peligroso. Si sufrieras algún daño nunca me lo perdonaría.

– Y sin embargo pones tu propia vida en peligro.

– El riesgo es mucho menor para un hombre.

Una expresión de frustración asomó a los ojos de Elizabeth.

– ¿Qué debo hacer para probarte que puedo ayudarte?

¿Probar que sus supuestas visiones podrían conducirlo hasta Gaspard, un hombre a quien el mejor alguacil de Bow Street no había sido capaz de localizar? Deseaba con toda su alma poder creer eso, pero había dejado de creer en cuentos de hadas hacía mucho tiempo.

– No hay nada que puedas hacer -respondió en voz baja, y se sintió mal al ver el dolor que denotaba la mirada de ella, pero no tenía alternativa.

Elizabeth no iba a ayudarlo. De eso estaba seguro.


Elizabeth bajó las escaleras con un ejemplar de Sentido y sensibilidad en la mano, uno de los numerosos libros que Austin le había comprado la víspera. No tenía ganas de leer, pero anhelaba distraerse para librarse del nudo que se le había formado en el estómago de tanto preocuparse por él.

En medio del vestíbulo recubierto de mármol, miró con indecisión a derecha e izquierda. Tal vez intentaría encontrar la cocina para hurtar un vaso de sidra.

– ¿Puedo ayudaros, excelencia? -preguntó una voz profunda.

– ¡Ah! -Se llevó la mano al pecho-. ¡Carters! Menudo susto me ha dado.

– Os ruego que me perdonéis, excelencia.

Hizo una reverencia y luego se irguió con la espalda tan recta que ella se preguntó si alguien le habría metido una tabla por la parte de atrás de los pantalones.

– No se preocupe, Carters -dijo con una sonrisa que no fue correspondida-. ¿Podría indicarme por dónde queda la cocina?

Carters se quedó mirándola con el rostro desprovisto de toda expresión.

– ¿La cocina, excelencia?

El desaliento se apoderó de ella al oír el tono intimidatorio del mayordomo. Ella se puso recta también y le sonrió de nuevo.

– Sí. Quisiera un poco de sidra.

– No hay necesidad de que entréis jamás en la cocina, excelencia. Me encargaré enseguida de que un criado os traiga algo de sidra.

Giró sobre sus talones y echó a andar, presumiblemente para llamar a un criado. Ella reparó de inmediato en su cojera.

Estaba segura de que no lo había visto cojear cuando Austin se lo presentó. Durante un momento lo observó alejarse con su andar irregular.

– Carters.

El mayordomo se detuvo y se volvió hacia ella.

– ¿Sí, excelencia?

– No quiero que me tome por grosera, pero no he podido evitar fijarme en su cojera.

Por un segundo él se quedó estupefacto. Después recuperó su máscara inexpresiva.

– No es nada, excelencia.

– Tonterías. Obviamente sí es algo. -Se acercó a él y, cuando se encontraba justo enfrente, tuvo que contener la risa. La parte superior de su calva apenas le llegaba a la nariz-. ¿Ha sufrido un accidente de algún tipo?

– No, excelencia. Se trata sólo de mi calzado. El cuero está demasiado rígido y no he conseguido domado todavía.

– Entiendo. -Bajó la vista hacia sus lustrosos zapatos negros y asintió con la cabeza, comprensiva-. ¿Se le han levantado ampollas?

– Sí, excelencia. Varias. -Alzó la barbilla-. Pero no impedirán que cumpla con mis obligaciones.

– Cielo santo, esa posibilidad ni siquiera me ha pasado por la cabeza. Salta a la vista que es usted la eficiencia personificada. Sólo me preocupa que esté sufriendo. -Le sonrió a aquel hombre de semblante adusto-. ¿Le ha examinado alguien esas ampollas? ¿Un médico, quizá?

– Desde luego que no, excelencia -replicó enfurruñado, y echó los hombros hacia atrás de tal manera que Elizabeth se maravilló de que no se cayera de espaldas.

– Ya veo. ¿Dónde está la biblioteca, Carters?

– Es la tercera puerta a la izquierda por este pasillo, excelencia -señaló el mayordomo.

– Muy bien. Quiero verle ahí dentro de cinco minutos, por favor.

Se dio la vuelta para encaminarse a las escaleras.

– ¿En la biblioteca, excelencia?

– Sí. Dentro de cinco minutos.

Dicho esto, subió a toda prisa.


– ¿Sabes qué ha sido de la duquesa? -preguntó Austin al ayudante del mayordomo cuando salió al vestíbulo dando grandes zancadas. Había regresado del barrio ribereño y llevaba un cuarto de hora buscando a Elizabeth, sin éxito.

– Está en la biblioteca, excelencia.

Austin recorrió con la mirada el recibidor, que estaba vacío salvo por ellos dos.

– ¿Dónde está Carters?

– Creo que en la biblioteca con la duquesa, excelencia.

Poco después Austin irrumpió en la biblioteca y se detuvo en seco. Su esposa estaba arrodillada frente al mayordomo, que le encontraba sentado en su sillón favorito. Estaba descalzo, y tenía las perneras enrolladas y las pantorrillas delgadas y velludas al descubierto.

Austin, estupefacto, observó con incredulidad desde la puerta cómo Elizabeth se ponía hábilmente el pie descalzo de Carters sobre el regazo y le friccionaba el talón y la planta con una especie de crema. Justo cuando Austin creía que había llegado ni límite de su asombro, ocurrió algo que lo dejó boquiabierto.

Vio a Carters sonreír. ¡Sonreír!

No había en toda Inglaterra un mayordomo más retraído, adusto y glacialmente correcto que Carters. Durante todos los años en que Carters había servido a su familia, Austin nunca había visto al hombre esbozar una media sonrisa. Jamás le habían temblado siquiera los labios. Hasta ahora.

Pero lo que sucedió a continuación dejó a Austin aún más pasmado. Una carcajada brotó de la garganta de Carters. El hombre se estaba riendo, ¡por el amor de Dios!

Austin sacudió la cabeza para despejársela. De no ser porque no había bebido, habría jurado que la escena que tenía ante sí era producto de un exceso de brandy. Pero estaba totalmente sobrio, de modo que debía de ser real. ¿O no? Intentando poner sus confusas ideas en orden, atravesó la habitación.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó, acercándose a su mujer, que no dejaba de sorprenderlo, y a su mayordomo, a quien al parecer no conocía en absoluto.

Elizabeth le dirigió una mirada inquisitiva, con los ojos llenos de preocupación. Carters parecía terriblemente apurado. Austin saludó con la cabeza a Elizabeth y la miró con una expresión tranquilizadora que alivió la tensión de su rostro.

– ¡Excelencia! -exclamó el mayordomo, sonrojado. Intentó ponerse en pie, pero Elizabeth se lo impidió con un gesto.

– Quédese sentado, Carters -le ordenó con firmeza-. Ya casi he terminado.

Carters tosió y se hundió de nuevo en el sillón. Ella le puso el pie en el suelo y le levantó el otro para aplicarle con delicadeza una ligera capa de bálsamo que sacaba de un cuenco de madera. Tenía la bolsa de medicinas en el suelo, abierta, a su lado.

– ¿Qué demonios le estás haciendo a Carters, Elizabeth? -preguntó Austin, con los ojos clavados en el extraordinario espectáculo que ofrecía su esposa al curar con ternura los pies de su temible mayordomo.

– El pobre Carters tiene unas ampollas espantosas que le han producido sus zapatos nuevos -explicó ella-. Le sangraban y era muy probable que se le infectaran, así que le he limpiado las heridas y preparado un ungüento para aliviar su incomodidad. -Acabó de colocar la venda y le desenrolló a Carters las perneras del pantalón-. ¡Listo! Ya está. Ya puede volver a ponerse los calcetines y zapatos, Carters.

El mayordomo obedeció con presteza.

– ¿Cómo siente los pies? -le preguntó Elizabeth.

Carters se puso de pie, botó varias veces sobre los talones y dio unos pasos de ensayo. El asombro se dibujó en su enjuta cara.

– Caramba, no me duelen nada, excelencia.

Caminó adelante y atrás varias veces delante de ella.

– Estupendo. -Elizabeth le alargó el cuenco a Carters-. Llévese esto a su habitación y tápelo con un pañuelo mojado para mantenerlo húmedo. Aplíquese la crema antes de irse a dormir y luego otra vez por la mañana. Sus ampollas desaparecerán enseguida.

Carters tomó el cuenco de manos de Elizabeth y miró de reojo a Austin, vacilante.

– Gracias, excelencia. Habéis sido en extremo amable.

– Ha sido un placer, Carters. Si necesita ayuda para ponerse la venda, no dude en pedírmela. Y mañana tendré preparado ese cataplasma para su madre.

Elizabeth le dedicó una sonrisa angelical y Carters le sonrió como un colegial enamoradizo.

– Eso será todo, Carters -lo despidió Austin, señalando la puerta con un movimiento de la cabeza.

Al oír la voz de su patrón, Carters recordó de pronto cuál era su sitio. Se irguió, se alisó la levita de un tirón y borró toda expresión de su semblante. Giró elegantemente sobre sus talones y salió de la habitación con la cojera apenas perceptible.

En cuanto la puerta se hubo cerrado tras él, Elizabeth se levantó de un salto.

– ¿Has descubierto algo? -preguntó.

– No. He podido confirmar que Gaspard ha estado en esa zona, en efecto, pero no lo he encontrado.

– Lo siento. -Lo observó detenidamente-. ¿Estás bien?

– Sí. Frustrado, pero bien. -Sintió la necesidad de tocarla, deslizó las manos en torno a su cintura y la atrajo hacia sí. Era de lo más agradable tened a entre los brazos, de modo que desterró de su mente los recuerdos de toda la inmundicia que había visto esa tarde-. Estoy asombrado. Nunca había visto a Carters sonreír, y tú has logrado que se riera. -Le plantó un beso rápido en la nariz-. Increíble.

– No es ni de lejos tan temible como lo imaginaba -comentó ella, posándole las manos sobre las solapas-. De hecho, es un hombre bastante afable.

– ¿Carters afable? Dios santo, lo que me faltaba por oír. -Volvió los ojos al cielo y ella se rió-. Debo decir que verte arrodillada ante mi mayordomo, curándole los pies, me ha sorprendido.

– ¿Y eso por qué?

– No es algo que suelan hacer las duquesas, Elizabeth. No deberías tratar a los sirvientes con tanta familiaridad. Y, desde luego, no deberías ponerte sus pies descalzos sobre el regazo.

Sonrió para quitar algo de hierro a su reprimenda, pero ella se ofendió de inmediato.

– Carters estaba sufriendo, Austin. No puedes esperar que deje que alguien lo pase mal sólo porque soy una duquesa y resulta inapropiado que le ayude. -Alzó la barbilla, desafiante, con los ojos echando chispas-. Me temo que estoy profundamente convencida de esto.

Austin sintió una mezcla de respeto e irritación. No estaba acostumbrado a la derrota, pero era evidente que desde el momento en que se conocieron, a Elizabeth no le había importado un pimiento su rango elevado ni su posición social. El hecho de que se encarase a él con los ojos centelleantes, sin pestañear ni amedrentarse ante su posible ira, lo llenó de orgullo y respeto hacia ella. Su esposa sabía curar a la gente y estaba decidida a hacerlo, con o sin su aprobación.

¿Y quién diablos se creía él que era para tachar de indecoroso el comportamiento de ella? Dios sabía que él había vulnerado las conveniencias sociales en muchas ocasiones, últimamente al convertir a una americana en su duquesa. Maldita sea, tenía ganas de abrazarla, aunque por supuesto no era preciso que ella lo supiese. Por el contrario, adoptó una expresión seria, que era lo adecuado.

– Bueno, supongo que si ayudar a los que sufren es tan importante para ti…

– Te aseguro que lo es.

– ¿Y te gustaría contar con mi aprobación y mi bendición?

– Sí, mucho.

– ¿Y si me niego a dártelas?

Ella no vaciló ni por un instante.

– Entonces me veré obligada a ayudar a la gente sin tu aprobación ni tu bendición.

– Entiendo. -Le parecía tan generosa que quería aplaudida por su valor y su temple a pesar de su actitud desafiante.

– Por favor, compréndeme, Austin -dijo ella, poniéndole la mano en el rostro con suavidad-. No tengo el menor deseo de desafiarte o hacerte enfadar, pero no soporto ver sufrir a la gente. Tú tampoco, ¿sabes? Eres demasiado bondadoso y noble para permitir que otros sufran.

Austin la estrechó con más fuerza, tremendamente complacido de que su esposa lo considerase bondadoso y noble.

– Me alegro tanto de que estés en casa -le susurró ella al oído. Su aliento cálido le hizo cosquillas y una oleada de escalofríos deliciosos le recorrió la espalda-. Estaba tan preocupada…

El «efecto Elizabeth» lo inundó como si alguien hubiese abierto las compuertas. Ella se preocupaba por él. Y si esa mujer tan extraordinaria se preocupaba por él, quizá no fuese tan malo después de todo.

La emoción le hizo un nudo en la garganta. Se inclinó hacia atrás, tomó el rostro de ella entre sus manos y le acarició las tersas mejillas con los pulgares.

– Estoy bien, Elizabeth. -Una sonrisa traviesa le curvó los labios-. Quizá no sea tan robusto como tú, pero estoy bien. Y te doy mi aprobación y mi bendición para que cures a quien te plazca. Con una sola condición.

– ¿A saber?

Austin bajó la cara hasta que su boca se encontró justo encima de la de ella.

– Quiero ser el principal objeto de tus atenciones.

Ella le echó los brazos al cuello.

– Por supuesto, excelencia. -Se arrimó más a él, apretándose contra su evidente erección-. Oh, cielos -musitó-. Al parecer necesitas esas atenciones ahora mismo. Creo que deberíamos empezar. En el acto.

– Excelente sugerencia -convino él con voz ronca mientras fundía sus labios con los de ella.

Elizabeth pronunció su nombre en un suspiro, y el sentimiento de culpa lo estrujó como una soga anudada.

Sabía que ella no se pondría muy contenta cuando le dijese que se veía obligado a regresar al barrio de la ribera esa noche.

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