25

Un dolor lacerante recorrió el cuerpo de la joven con tal intensidad que le provocó náuseas. Un líquido tibio le resbaló por la clavícula y percibió el olor metálico de la sangre. Empezó a sentirse mareada.

«La niña -pensó-. ¿Estará bien? ¿Habré reaccionado a tiempo?»

– ¡Elizabeth!

La voz de Austin sonaba muy lejana. Un instante después sintió que unos brazos fuertes la levantaban en vilo. Abrió los párpados haciendo un gran esfuerzo y vio el rostro de su marido, cuyos ojos grises reflejaban un gran temor.

– Dios santo, Elizabeth -dijo con voz ronca.

Ella tenía que preguntárselo, necesitaba saberlo, pero su lengua era como un trozo de cuero grueso. Tragó saliva y con mucho trabajo logró decir:

– La niña.

– Está viva -aseguró Austin, apartándole un mechón de la frente-. La has salvado.

La invadió un gran alivio. La niña estaba bien, gracias a Dios, y Austin estaba sano y salvo. Eso era todo lo que le importaba.

Lo miró, desconcertada por su aspecto tan abatido. Debería estar contento: la niña seguía viva.

Y sin embargo, aunque el alivio que sentía le aportó cierta paz, a Elizabeth la embargó el arrepentimiento. Pero ya era demasiado tarde. El mareo y el dolor aumentaron, recordándole lo preciosa que es la vida…, sobre todo cuando está a punto de llegar a su fin y no queda tiempo para enmendar los errores. Y su error más grande había sido negarse a darle la vida a su hija…, la hija de Austin. Podrían haber aprovechado al máximo el breve tiempo de que disponían para compartirlo en familia, y ella podría haberlo ayudado a superar la pena. De un modo u otro.

Anhelaba decirle, explicarle, hacerle saber cuánto lo lamentaba, lo mucho que lo quería, pero la lengua le pesaba demasiado para moverla y apenas era capaz de mantener los ojos abiertos.

Quería dormir. Estaba tan cansada… El dolor la atenazaba, dejándola sin respiración. Todo le dolía tanto… Los párpados se le cerraron y la oscuridad la envolvió.


Austin vio que sus ojos se iban cerrando, y el pánico se adueñó de él.

– ¡Elizabeth!

Ella permanecía exánime en sus brazos, tan pálida como la cera.

Tenía que sacarle ese cuchillo como fuera. Ella tenía que sobrevivir. Pero él necesitaba ayuda.

Con un esfuerzo hercúleo, se sobrepuso al terror que sentía ante la posibilidad de perderla y la tendió con todo cuidado boca abajo. Le costaba alejarse de su lado, pero no tenía elección. Cruzó la habitación en dirección a Claudine. La niña acababa de quitarle el trapo de la boca. Mientras hablaban agitadamente entre sí en francés, Austin se extrajo la navaja de la bota y cortó las cuerdas con que Gaspard la había atado.

En cuanto tuvo los brazos libres, la mujer estrechó a la criatura contra su pecho.

– Josette, ma petite. Gracias a Dios que estás bien. -Con la niña abrazada a su cuello, Claudine alzó la vista hacia Austin-. ¿Está malherida la señora?

– Está viva, pero necesitamos un médico inmediatamente.

Claudine sacudió la cabeza.

– El pueblo queda lejos, pero yo soy buena enfermera. -Se puso de pie y se frotó los brazos entumecidos-. Debemos darnos prisa en ayudarla, para liberar después a William.

– Dios mío, ¿dónde está?

– Encerrado en una leñera que hay en la parte posterior de la propiedad. Sé que está vivo y puede esperar un poco más. Pero su esposa no puede esperar un segundo. -Señalando con la cabeza un cubo metálico que estaba cerca de la chimenea, añadió-: Necesitamos agua. Hay un arroyo justo detrás de la casa. ¡Vaya a por agua! Rapidement!

Austin recogió el cubo, salió a toda prisa y regresó poco después con el agua. Cuando entró en la cabaña, Claudine estaba acomodando a Josette en un camastro situado en un rincón, al fondo.

Austin se acercó a Elizabeth y se puso de rodillas, esforzándose por no dejarse arrastrar por la desesperación. Si ella no se recuperaba…

Se negó a considerar esa posibilidad.

Claudine se colocó junto a él y examinó rápidamente a Elizabeth. A continuación lo miró a los ojos, muy seria.

– La herida es grave y ha perdido mucha sangre. Cuando extraigamos el cuchillo perderá más.

– No puede morir.

Tal vez si lo decía con convicción, si lo pensaba con convicción, su deseo se haría realidad.

– Espero que no. Pero debemos proceder deprisa. Necesitamos vendas. Quítele la enagua y córtela a tiras. ¡Rápido!

Pugnando por concentrarse en lo que estaba haciendo, Austin siguió las concisas instrucciones de Claudine. La mirada se le desviaba hacia el cuchillo hundido en el hombro de Elizabeth, y se le revolvió el estómago con una mezcla de miedo y dolorosa impotencia.

– Ahora voy a sacarle el cuchillo -anunció Claudine-. Prepárese para aplicar presión a la herida con las vendas.

Austin asintió con la cabeza, con la vista fija en el hombro de Elizabeth. En cuanto Claudine extrajo la hoja del arma, él se enfrascó en la difícil tarea de restañar el derrame de sangre. Se concentró en la labor, sin permitir demorarse en el hecho de que la sangre empapaba las vendas casi al instante.

«No morirá», pensó con fría determinación. Aplicó una venda tras otra al hombro de Elizabeth, apretando al máximo para contener la hemorragia hasta que los brazos le temblaban a causa del esfuerzo.

Al fin, después de quince minutos que a él le parecieron horas, el flujo de sangre quedó reducido a un goteo. Austin ayudó a Claudine a lavar la herida y a envolver el hombro de Elizabeth con vendas limpias.

– ¿Cuánto tardará en volver en sí?

– No lo sé, monsieur. Sólo puedo rogarle a Dios que eso ocurra.

– Se pondrá bien. Tiene que ponerse bien. -Su voz bajó hasta convertirse en un susurro-. No puedo vivir sin ella.

– Hemos hecho por ella todo lo que estaba en nuestras manos -dijo Claudine-. Ahora debo liberar a William. -Corrió hacia la chimenea y de la tosca repisa de madera tomó una llave-. Bertrand mantenía la llave a la vista para provocarme.

– ¿Debo…?

– No, monsieur. Usted quédese aquí con su esposa. Le pido que vigile también a Josette. Está dormida.

– Por supuesto.

Ella salió corriendo de la cabaña. Austin echó una ojeada a Josette: yacía de costado, con el pulgar en la boquita. Se estremeció al pensar en los horrores que habría presenciado la criatura. Esperaba que con el tiempo pudiera olvidarlos.

Pero sabía que él no los olvidaría.

Se volvió de nuevo hacia Elizabeth y le acarició cariñosamente el rostro y el cabello. Tenía la cara lívida, los labios blancuzcos, los rizos enmarañados y el vestido manchado con su propia sangre. Él habría dado su alma a cambio de verla abrir los ojos.

Austin perdió la noción del tiempo. Cada minuto que ella pasaba sumida en la inconsciencia le parecía una eternidad. No tenía idea de cuánto rato había transcurrido cuando de pronto oyó voces. La puerta se abrió y él se puso de pie.

Un hombre entró en la cabaña; un hombre que al momento le resultó extrañamente familiar, pero no del todo. Su rostro presentaba huellas de sufrimiento y cojeaba al andar. Pero los ojos…, esos ojos grises, tan parecidos a los suyos… Eran inconfundibles, incluso desde el otro lado de la habitación.

Se miraron atónitos durante un rato interminable, mientras Austin pugnaba por recobrar el aliento, por comprender el milagro viviente que tenía ante sí. Aunque había deseado, creído desesperadamente que William estaba vivo, en su mente lógica había pervivido un asomo de duda, que le decía que en realidad no era posible. Pero lo era.

Mudo de emoción, cruzó la habitación hasta detenerse a unos palmos del recién llegado. A Austin el corazón le latía tan fuerte que se preguntó si William alcanzaba a oírlo.

Vio que las lágrimas y un montón de preguntas asomaban a los ojos de su hermano.

– Austin -susurró éste.

Un sollozo brotó de la garganta de Austin. Asintiendo con la cabeza, extendió los brazos y pronunció una sola palabra:

– Hermano.

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