Poco antes del amanecer del día siguiente, Elizabeth salió de puntillas de su habitación con una bolsa.
– ¿Adónde vas tan temprano, Elizabeth?
Ésta por poco se desmaya del sobresalto.
– Cielo santo, tía. Joanna, me has asustado. -Le sonrió a la mujer que le había abierto sin reservas su corazón y su hogar-. Pensaba dar un paseo por los jardines y hacer algunos bosquejos. ¿Quieres acompañarme?
Una expresión de horror asomó al rostro rechoncho de su tía.
– No, gracias, querida. El rocío de la madrugada me arrugaría las plumas. -Y acarició tiernamente las plumas de avestruz que sobresalían de su turbante de color verde pálido-. Me iré a leer a la biblioteca hasta la hora del desayuno. -Tía Joanna ladeó la cabeza y Elizabeth se inclinó hacia atrás para evitar el roce de las plumas-. ¿Te encuentras mejor?
– ¿Cómo dices?
– Su excelencia me informó anoche de que te habías retirado debido a un dolor de cabeza.
Elizabeth notó que se ruborizaba.
– ¡Ah, sí! Me siento mucho mejor.
Su tía la observó con franca curiosidad.
– Obviamente tuviste oportunidad de hablar con el duque. ¿Qué impresión te causó?
«Que es arrebatadoramente atractivo. Y solitario. Y cree que soy una mentirosa.»
– Me pareció… encantador. ¿Te divertiste en la fiesta, tía Joanna?
Un resoplido impropio de una dama brotó de los labios de su tía.
– Estaba pasándolo bien hasta que lady Digby y sus espantosas hijas me rodearon y no me dejaron escapar. Nunca en la vida me había topado con semejante hatajo de atolondradas cotorras. Me sorprendería mucho que lograse casar a una sola de esas pécoras aduladoras. -Alargó el brazo y acarició la mejilla de Elizabeth-. Está verde de envidia porque mi sobrina es tan guapa. No nos costará mucho conseguirte un marido.
– Por si no lo has notado, tía Joanna, apenas podemos encontrar algún caballero dispuesto a bailar conmigo.
– ¡Pamplinas! -exclamó tía Joanna, quitándole importancia con un ademán-. Lo que ocurre es que casi no te conocen. Sin duda el hecho de que seas americana provoca cierta reacción de rechazo en algunos caballeros, por aquello de la rebelión del siglo pasado y las escaramuzas que se han producido allí hace poco. Pero las casas han vuelto a la calma, así que ahora sólo es cuestión de tiempo.
– ¿Qué es cuestión de tiempo?
– Mujer, pues que algún joven se fije en ti…
Elizabeth se abstuvo de señalar que hasta el momento prácticamente todos los que se habían fijado en ella le habían encontrado alguna falta.
– He preparado un tentempié -dijo, levantando la bolsa en alto-, así que te veré después del desayuno.
Su tía frunció el entrecejo.
– Tal vez deba pedirle a un criado que te acompañe. -Antes de que Elizabeth pudiera protestar, su tía se apresuró a añadir-: Bueno, supongo que no será necesario. Ve, querida, y diviértete. Después de todo, nadie más está despierto. ¿Con quién podrías encontrarte a estas horas intempestivas?
Elizabeth caminaba plácidamente, disfrutando de un silencio que sólo se veía interrumpido por el susurro del viento entre las hojas y los graznidos de los cuervos. Elegía los senderos al azar, sin importarle adónde la condujesen, contenta de estar al aire libre. Un poco más adelante, el bosque se hacía menos denso hasta acabar en un extenso claro donde las abejas zumbaban en torno a fragantes madreselvas. Mariposas de colores vivos revoloteaban alrededor de flores silvestres rojas y amarillas.
Pronto llegó a la orilla de un lago pintoresco. Pálidos rayos de luz trémula y dorada se colaban por entre las frondosas ramas de unos árboles que formaban un refugio umbrío acariciado por el resplandor del alba. Sacó su cuaderno de dibujo y se sentó en la mullida hierba, con la espalda apoyada en el tronco de un enorme roble.
Una ardilla juguetona la miraba desde una rama cercana, y Elizabeth trazó un rápido bosquejo de ella. Una familia de tímidos conejos le sirvió de modelo antes de alejarse brincando para refugiarse entre las hierbas altas. Hizo un dibujo detallado de Parche, su querido perro, con el corazón encogido al pensar en él. Había deseado desesperadamente llevárselo a Inglaterra consigo, pero era viejo y enfermizo, y ella sabía que no sobreviviría a la rigurosa travesía del océano. Lo había dejado atrás, junto con un pedazo de su corazón, a cargo de personas que lo querían casi tanto como ella.
Apartó los pensamientos melancólicos que le evocaba el recuerdo de Parche y trazó un retrato de Diantre. Sin embargo, cuando hubo terminado, se apresuró a borrar al gatito de su mente. Si pensaba en el peludo animalillo se acordaría de lo que ocurrió en el jardín… y del hombre al que había conocido allí. El hombre cuya tristeza y soledad ocultas la habían conmovido, un hombre que guardaba secretos que le corroían el alma.
Ella se había ofrecido a ayudarlo, pero luego había pasado media noche preguntándose si no se habría precipitado. El duque de Bradford obviamente no creía en su don de clarividencia.
¿Habría algún modo de convencerlo? Después de lo sucedido la noche anterior parecía que no, pero ella quería, ansiaba ayudarlo. Deseaba ahuyentar las sombras que ella había notado que empañaban su felicidad. Y Elizabeth necesitaba, por su propio bien, resarcirse del lío que había armado en Estados Unidos. Sin duda su sentimiento de culpabilidad remitiría si conseguía de alguna manera volver a unir al duque con el hermano al que creía muerto.
No, no se había precipitado al ofrecerle su ayuda. De hecho, estaba resuelta a brindársela, tanto si él la quería como si no. Todo lo que ella tenía que hacer era conseguir alguna prueba concluyente de que su hermano estaba vivo en realidad. Para eso, no obstante, debería tocarlo de nuevo.
Notó que la recorría una ola de calor. Apenas había podido dormir pensando en él, en su hermoso rostro, su mirada intensa, su cuerpo musculoso. Por unos breves instantes ella había deseado inútilmente presentar un aspecto elegante y atractivo, a fin de que un hombre como él pudiera sentir interés por ella durante más de un momento fugaz.
Y, de hecho, él se había sentido interesado, como Elizabeth descubrió cuando le tocó la mano.
Había deseado besada.
Ella había leído sus pensamientos con tanta claridad y de forma tan inesperada… Se le cortó el aliento al imaginar sus labios en contacto con los de ella, sus fuertes brazos atrayéndola hacia sí, apretándola contra su cuerpo. ¿Qué sentiría si un hombre semejante la besara? ¿Si la tocara y la estrechase en sus brazos? Sería… como estar en el cielo.
Se le escapó un suspiro, el tipo de suspiro femenino que nunca se habría creído capaz de exhalar. Se removió para colocarse en una postura más cómoda y se dejó llevar por su fantasía. Con los ojos cerrados, se imaginó cómo sería la sensación de besarlo.
Austin avistó una falda amarilla agitada por la brisa y tiró de las riendas de Myst para frenarlo. Maldita sea, ¿es que nunca lo dejarían estar a solas?
Habría dado media vuelta, pero había estado galopando sobre Myst durante una hora y el caballo necesitaba descansar y beber agua.
Resignado a entablar una conversación superficial y breve con una de las invitadas de su madre, se acercó al lago. Rodeó el grueso roble y se paró en seco.
Era ella. La mujer que había perturbado su sueño e invadido su mente desde que despertó. La mujer sobre la que necesitaba informarse. Estaba sentada bajo el umbroso árbol con los ojos cerrados y una media sonrisa en los labios.
Desmontó y se acercó silenciosamente, sin apartar la vista de ella. Unos rizos de color castaño rojizo, despeinados por el viento, le enmarcaban el rostro. La observó sin prisas, admirando su piel de porcelana, sus largas pestañas y sus labios extraordinarios y tentadores.
Su mirada descendió atraída por su esbelto cuello y la nívea piel que asomaba de su recatado corpiño. Sus piernas parecían increíblemente largas bajo el vestido de muselina.
Otro rizo, movido por el viento, se soltó de su moño desarreglado y le rozó la boca. Sus labios se contrajeron varias veces y sus ojos se entreabrieron mientras se apartaba el molesto mechón de la cara.
Austin supo exactamente en qué momento ella vio las botas de montar negras que tenía delante. Se puso tensa y parpadeó. Luego alzó la vista y reprimió un grito de sorpresa.
– ¡Excelencia!
Se levantó de un salto y ejecutó una reverencia que muchos habrían considerado poco elegante, pero que a Austin le pareció encantadora.
– Buenos días, señorita Matthews. Por lo visto tenía usted razón cuando predijo que no me costaría demasiado encontrarla. Me tropiezo con usted por todas partes.
Las mejillas de Elizabeth enrojecieron. Cuán desconcertante resultaba fantasear con que un hombre la besaba y abrir los ojos para descubrir que ese mismo hombre estaba ahí delante, mirándola. Un hombre de lo más atractivo, por cierto.
La luz matinal que se filtraba por entre las hojas hacía brillar su cabello negro como el azabache. Un solitario mechón, agitado por el viento, le caía sobre la frente, confiriéndole un atractivo casi juvenil que contrastaba de manera chocante con la imponente intensidad de sus ojos grises. Su figura alta y robusta, de porte aristocrático, destilaba fuerza masculina.
Una camisa blanca y lisa le cubría el ancho torso. Al llevar desabrochados los botones superiores, la firme y bronceada columna de su cuello se elevaba desde la abertura en la fina batista. Los latidos del corazón de Elizabeth se aceleraron cuando atisbó el vello negro que asomaba por ese fascinante resquicio, si bien la camisa le impedía ver más.
El amplio pecho de Austin se estrechaba hacia las esbeltas caderas formando una V perfecta, y sus largas y musculosas piernas estaban enfundadas en pantalones de montar de color beige que desaparecían en el interior de sus lustrosas botas negras. Ella supuso que las calles de Londres debían de estar repletas de damiselas con el corazón roto por su causa. Desde luego, él sería un modelo maravilloso para un dibujo.
– ¿Y bien? ¿He pasado la inspección? -preguntó Austin, divertido.
– ¿La inspección?
– Sí. -Esbozó una sonrisa-. Es una palabra inglesa que significa «examinar a fondo».
Aunque saltaba a la vista que estaba tomándole el pelo, Elizabeth se sintió abochornada. Cielo santo, había estado contemplándolo como una muerta de hambre ante un banquete. Pero al menos él ya no parecía disgustado con ella.
– Perdonadme, excelencia. Es sólo que me ha sorprendido veros aquí. -Achicó los ojos al fijarse en una marca de su mejilla-. ¿Os habéis hecho daño?
Él se tocó la marca con cuidado.
– Un arañazo de una rama. No es más que un rasguño.
Un suave relincho llamó la atención de Elizabeth, que se volvió para observar el magnífico corcel negro que abrevaba en el lago.
– ¿Estáis disfrutando con vuestro paseo a caballo? -preguntó.
– Sí, mucho. -Él se dio la vuelta-. ¿Dónde está su montura?
– He venido a pie. Es una mañana estupen…
Una imagen le vino a la mente e interrumpió sus palabras.
Era la imagen de un caballo encabritado, un caballo negro muy parecido al que bebía junto al lago.
– ¿Se encuentra bien, señorita Matthews?
La imagen se desvaneció y ella desechó aquella vaga impresión.
– Sí, estoy bien. De hecho, estoy…
– Como un roble.
– Bueno, sí, lo estoy -contestó ella con una sonrisa-, pero lo que iba a decir es que estoy hambrienta. ¿Os gustaría compartir conmigo mi almuerzo? He traído más que suficiente.
Se arrodilló y empezó a sacar comida de su bolsa.
– ¿Se ha traído el desayuno?
– Bueno, no exactamente. Sólo unas zanahorias crudas, manzanas, pan y queso.
Austin la observaba, intrigado. Nunca lo habían invitado a un picnic tan informal. Era una oportunidad ideal para pasar algo de tiempo con ella. ¿Qué mejor manera de sonsacarle sus secretos y averiguar lo que sabía de William y de la carta de chantaje? Se acomodó en el suelo a su lado, y aceptó una rebanada de pan y un trozo de queso.
– ¿Quién os ha preparado la bolsa?
– Yo misma. Ayer por la mañana, antes de salir de Londres, ayudé a la cocinera de tía Joanna, que había tenido un percance. En señal de gratitud, me invitó a servirme lo que quisiera.
Le sacó brillo a una manzana frotándola contra su falda. Austin hincó el diente en el queso, y le sorprendió que algo tan sencillo supiese tan bien. Nada de salsas elaboradas, ni del entrechocar de los cubiertos de plata, ni de sirvientes revoloteando alrededor…
– ¿Cómo fue que ayudó usted a la cocinera?
– Se había hecho una herida en el dedo que necesitaba varios puntos. Yo estaba en la cocina buscando algo de sidra cuando ocurrió el accidente. Naturalmente, le ofrecí mi ayuda.
– ¿Mandó llamar a un médico?
Ella arqueó las cejas, con un brillo de diversión en los ojos.
– Le curé la herida y se la suturé yo misma.
Austin por poco se atraganta con el queso.
– ¿Usted le suturó la herida?
– Sí. No había por qué molestar a un médico cuando yo era perfectamente capaz de ocuparme de ella. Creo haber mencionado anoche que mi padre era médico. A menudo me pedía que lo ayudara.
– ¿Y usted llegó a realizar tareas… propias de un médico?
– Pues sí. Papá era muy buen profesor. Os aseguro que la cocinera estuvo bien atendida.
Le dedicó una sonrisa y acto seguido dio un mordisco a la manzana.
La mirada de Austin se posó en los labios carnosos de ella, brillantes de jugo de manzana. Su boca tenía un aspecto húmedo y dulce. E increíblemente tentador. Él no creía en realidad que ella pudiera leerle el pensamiento, pero, en vista de su extraña perspicacia, decidió apartar su atención de aquellos labios.
– Qué mañana tan hermosa -comentó ella-. Me encantaría ser capaz de reproducir esos colores, pero no tengo talento para las acuarelas. Sólo se me da bien el carboncillo, y me temo que viene en un único color.
Austin señalo con un movimiento de la cabeza el cuaderno de dibujo que estaba junto a ella.
– ¿Me permite?
– Por supuesto -respondió ella, alargándole el cuaderno.
Austin examinó cada uno de los esbozos y comprobó enseguida que ella tenía mucho talento. Sus trazos vigorosos componían imágenes tan vívidas, tan llamativas, que parecían salirse del papel.
– ¿Habéis reconocido a Diantre? -preguntó ella, mirando por encima de su hombro.
El suave aroma a lilas lo envolvió de repente.
– Sí, es un retrato muy fiel de la bestezuela.
Levantó la vista del dibujo, y los curiosos destellos dorados en los ojos de Elizabeth captaron su atención. Eran unos ojos enormes, de color ámbar con toques dorados, como el brandy. Sus miradas se encontraron, y él quedó cautivo durante un rato largo. Una chispa le recorrió el cuerpo, acelerándole el pulso. Aunque estaba sentado en el suelo, de pronto se sintió como si hubiese corrido un kilómetro. Esta mujer producía un efecto de lo más extraño en sus sentidos. Y en su respiración.
Se aclaró la garganta.
– ¿Ha tenido la oportunidad de conocer a la familia de Diantre?
– Sólo a su madre, George.
– Entonces debe pasarse por los establos para conocer a Recórcholis, Caramba, Por Júpiter y a todos los demás.
Ella prorrumpió en carcajadas.
– Os estáis inventando esos nombres, excelencia.
– No, son auténticos. Mortlin iba bautizando a las bestias conforme nacían… y nacían… y nacían. Fue una camada de diez gatitos en total, y Mortlin les ponía nombres cada vez más… eh, floridos a medida que su madre los paría. La decencia me impide mencionar algunos de ellos. -Haciendo un gran esfuerzo, logró bajar de nuevo la vista hacia el cuaderno de dibujo-. ¿De quién es este perro?
La alegría desapareció del rostro de Elizabeth.
– Es mi perro, Parche.
La profunda melancolía con que ella miraba el bosquejo lo impulsó a preguntar:
– ¿Y dónde está Parche?
– Es demasiado viejo para hacer la travesía hasta Inglaterra, así que lo dejé en manos de personas que lo quieren. -Alargó el brazo y pasó cariñosamente el dedo sobre el dibujo-. Yo tenía cinco años cuando mis padres me lo regalaron. Parche era muy pequeñito, pero al cabo de pocos meses había crecido y ya era más grande que yo. -Apartó la mano lentamente y agregó-: Lo echo mucho de menos. Aunque es totalmente irremplazable, espero tener otro perro algún día.
– Dibuja usted muy bien, señorita Matthews -le aseguró Austin, devolviéndole el cuaderno.
– Gracias. -Ladeó la cabeza-. ¿Sabéis, excelencia? Seríais un buen modelo.
– ¿Yo?
– Sin duda alguna. Vuestro rostro es…
Hizo una pausa para estudiado durante un largo rato, inclinando la cabeza a un lado y al otro.
– Horrendo, ¿verdad?
– Cielo santo, no -replicó ella-. Tenéis un rostro de lo más interesante. Lleno de carácter. ¿Os importaría que os dibujara?
– En absoluto.
¿«Interesante»? ¿«Lleno de carácter»? No sabía muy bien si eso era bueno o malo, pero de una cosa estaba seguro: ésos no eran los piropos que le lanzaban habitualmente las mujeres de buen tono. Parecía que, al menos en lo tocante a los hombres, la señorita. Matthews actuaba sin malicia ni intenciones ocultas. «Es difícil de creer -pensó-. Y sumamente improbable. Pero pronto descubriré a qué está jugando.»
– ¿Os parece bien posar sentado debajo del árbol? -preguntó ella, escudriñando la zona circundante-. Apoyad la espalda en el tronco y poneos cómodo.
Juntó sus enseres, y Austin, sintiéndose un poco tonto, hizo lo que le pedía.
– ¿Así está bien? -preguntó cuando encontró un sitio cómodo.
– Parecéis un poco tenso, excelencia -observó ella, arrodillándose enfrente de él-. Procurad relajaros. Esto no os dolerá, os lo prometo.
Austin cambió de posición e inspiró a fondo.
– Eso está mucho mejor. -Ella recorrió su rostro con la mida-. Y ahora quiero que rememoréis algo.
– ¿Que rememore algo?
– Sí. -Un brillo travieso asomó a los ojos de Elizabeth-. Rememorar es una palabra americana que significa «evocar sucesos del pasado».
Lo asaltó la súbita sospecha de que ella quizás intentara extraerle información. Esforzándose por mantener el semblante inexpresivo, preguntó:
– ¿Qué es lo que quiere saber?
– Oh, nada, excelencia. Me basta con que penséis en uno de vuestros recuerdos más gratos mientras os dibujo. Me ayudará a captar vuestra expresión correctamente.
– Ah, entiendo.
Pero no entendía en absoluto. ¿Un recuerdo grato? ¿De qué? Había posado para varios retratos, todos los cuales estaban ahora expuestos en la galería de Bradford Hall, y no había tenido que hacer nada excepto permanecer sentado e inmóvil durante horas interminables. Rebuscó en su mente, pero se quedó totalmente en blanco.
– Sin duda guardáis algún recuerdo grato en algún rincón de vuestro cerebro, excelencia.
Muy improbable. Pero Austin no estaba dispuesto a dejar que ella lo supiera. Decidido a desenterrar algún pensamiento alegre, se concentró mientras la joven no le quitaba ojo.
– Dejad vagar vuestra mente… y relajaos -le indicó ella en voz baja.
Austin dirigió su mirada más allá de ella y la posó en Myst, que pacía no muy lejos de allí. Una imagen de William le vino a la memoria de repente… William, a los trece años, corriendo hacia las cuadras en pos de Austin, mientras Robert seguía de cerca a sus hermanos mayores…
– Observo una sonrisa de lo más intrigante -dijo ella-. ¿Compartiríais vuestros pensamientos conmigo?
Consideró la posibilidad de negarse, pero decidió que no perdería nada contándoselo.
– Estoy pensando en una gran aventura que viví con mis hermanos. -Una sensación cálida se apoderó de él conforme evocaba aquel día con todo detalle-. Tuvimos que huir y refugiarnos en las cuadras después de confabularnos para conseguir que la avinagrada institutriz de Caroline renunciase a su puesto. Habíamos colocado un barril de harina y un cubo de agua sobre la puerta de su dormitorio. Cuando la abrió, sus chillidos de indignación hicieron temblar las vigas del techo. Nos escondimos en el pajar, carcajeándonos hasta quedarnos sin respiración.
– ¿Qué edad teníais?
– Yo, catorce. William, trece, y Robert, diez.
El recuerdo se desvaneció lentamente, como una voluta de humo a merced de una leve brisa.
– ¿Qué otras travesuras hicisteis?
Otra imagen acudió de inmediato a su mente y su garganta dejó escapar una risita.
– Un día, ese mismo verano, los tres caminábamos junto al lago cuando Robert, que ha sido un diablo desde el día en que nació, desafió a William a que se quitara la ropa y se diese un chapuzón, actividad que nuestro padre nos había prohibido terminantemente. Para no ser menos, yo a mi vez lo desafié a que hiciese lo mismo. Poco después estábamos los tres desnudos como vinimos al mundo, chapoteando y zambulléndonos, divirtiéndonos como nunca. Pero de pronto nos percatamos de que no estábamos solos.
– ¡Huy! ¿Acaso os sorprendió vuestro padre?
– No, eso habría sido mejor. Fue nuestro amigo Miles, hoy conde de Eddington. Estaba de pie en la orilla, con toda nuestra ropa entre las manos y una expresión inconfundible en los ojos. Arrancamos a correr detrás de él, pero Miles era demasiado rápido para nosotros. Nos vimos obligados a colarnos en la casa, en cueros, por la puerta de la cocina. -Sacudió la cabeza y se echó a reír-. Logramos eludir a nuestro padre, pero dimos mucho que hablar al personal de la cocina durante varios meses.
Su risa se apagó mientras una rápida sucesión de recuerdos desfilaba por su mente: William y él nadando juntos, pescando juntos; el día en que le explicó a William las complejidades de cómo se hacen los niños para luego estallar en carcajadas al ver su expresión horrorizada. Luego, ya mayores, las ocasiones en que comían juntos en el club, jugaban al faraón o echaban una carrera a caballo. Habían compartido tantos momentos… momentos que se habían marchado para siempre. «Dios, cómo te hecho de menos, William.»
– He terminado.
La dulce voz arrancó a Austin de su ensueño.
– ¿Cómo dice?
– He dicho que he terminado con vuestro dibujo. -Le alargó el cuaderno-. ¿Os gustaría verlo?
Austin tomó el bosquejo y lo estudió con detenimiento. El retrato lo mostraba muy diferente de cómo él estaba acostumbrado a verse. El hombre del dibujo parecía del todo relajado, con la espalda reclinada en el tronco del árbol, una pierna doblada y los dedos enlazados con naturalidad sobre la rodilla levantada. Sus ojos despedían un brillo juguetón y una leve sonrisa se insinuaba en las comisuras de sus labios, como si estuviese pensando en algo divertido y alegre.
– ¿Os gusta? -preguntó ella, inclinándose sobre su hombro para examinar su obra.
Su tenue fragancia a lilas invadió de nuevo los sentidos de Austin. El cabello brillante y desmelenado de Elizabeth enmarcaba su hermoso rostro. Un largo rizo castaño rojizo rozó el brazo de Austin y él se quedó mirándolo, un borrón rojo oscuro sobre su manga blanca, luchando contra el impulso de alargar la mano para tocarlo.
– Sí -respondió con un carraspeo-. Me gusta mucho. Ha plasmado usted perfectamente mi estado de ánimo.
– Habéis mencionado a un hermano menor llamado Robert.
– Sí. Ahora está de viaje por el continente.
Ella lo escrutó con la mirada.
– Y a William… vos lo queréis mucho.
– Sí -contestó él con un nudo en la garganta.
No hizo ningún comentario sobre el hecho de que ella empleara el presente del verbo «querer». Dios, sí, había querido mucho a William. Incluso al final, cuando había asegurado que él no…, cuando había sido testigo, con sus propios ojos y sus propios oídos, de la impensable traición de su hermano.
– Sí, lo quería. -Le devolvió el cuaderno.
Elizabeth posó la vista sobre su mejilla.
– ¿Os duele mucho la herida?
– Escuece un poco.
– En ese caso, insisto en preparar un bálsamo para vos. -Extrajo una bolsa de su saco.
– ¿Qué es eso?
– Mi bolsa de medicinas.
– ¿Lleva usted consigo su bolsa de medicinas incluso cuando va de paseo?
Ella asintió con la cabeza.
– A pie o a caballo. De niña, siempre me despellejaba los codos y las rodillas. -Sus ojos centellearon con socarronería-. Como ya conocéis mi afición a arrastrarme entre las matas, estoy segura de que esto no os sorprenderá. Al final, papá preparó una bolsa para que la llevase siempre que saliese de casa. Prácticamente he agotado las reservas, de modo que la bolsa no pesa mucho.
– ¿Cómo lo hacía para despellejarse las rodillas? ¿No la protegían sus faldas?
Las mejillas de Elizabeth se sonrojaron.
– Me temo que solía…, bueno, levantarme un poco las faldas. -Ante la evidente estupefacción de Austin, se apresuró a añadir-: Pero sólo para trepar a los árboles.
– ¿Trepar a los árboles?
Se la imaginó con la falda levantada y las largas piernas al aire, riendo, y notó que le subía la temperatura corporal.
– No temáis, excelencia -le dijo ella con una sonrisa burlona-. Dejé de trepar hace ya varias semanas. Pero aún llevo conmigo la bolsa de medicinas. Nunca se sabe cuándo puede una toparse con un apuesto caballero que necesite cuidados médicos. Más vale estar siempre preparada.
– Supongo que tiene razón -murmuró Austin, complacido en cierto modo de que lo considerase apuesto, pero sorprendido de que sus palabras no le sonasen insinuantes, sino sencillamente amistosas.
La observó con interés mientras ella extraía varios saquitos y pequeños cuencos de madera de la bolsa. Luego la joven se disculpó y se dirigió hacia el lago, para volver con una vasija llena de agua. Después de disponer estos objetos en torno a sí, se puso manos a la obra, con una inequívoca expresión de concentración en el rostro.
– ¿Qué está mezclando? -preguntó Austin, fascinado por su insólita actividad.
– Nada más que hierbas secas, raíces yagua.
Aunque él no entendía cómo unas cuantas hierbas con agua podrían aliviar el dolor de su mejilla, guardó silencio y se limitó mirarla, consciente de que cuanto más la observara más averiguaría sobre ella.
Cuando ella terminó, se arrodilló frente a él y mojó los dedos el cuenco de bálsamo.
– Quizás esto os duela un poco al principio, pero sólo será un momento.
Austin ojeó el mejunje cremoso con desconfianza.
– ¿Está segura de que eso me hará algún bien?
– Ya lo veréis. ¿Puedo proceder?
Al ver que él vacilaba, ella arqueó las cejas con un brillo travieso en los ojos.
– ¿No tendréis miedo de un poco de bálsamo, excelencia?
– Por supuesto que no -refunfuñó, irritado por el hecho de que ella aventurase cosa semejante, incluso en broma-. Aplique usted el bálsamo, sin más demora.
Ella se inclinó hacia delante y frotó suavemente la mejilla herida con la crema. Escocía como el demonio, y él tuvo que contenerse para no recular y quitarse aquel ridículo remedio de la cara.
En un intento de distraerse del picor de su piel, centró su atención en Elizabeth. Ella frunció el entrecejo con preocupación mientras le ponía un poco más de bálsamo. Haces de luz matinal se colaban por entre los árboles, arrancando destellos rojizos y dorados a su cabello. Por primera vez él reparó en las pecas que salpicaban la nariz de Elizabeth.
– Sólo un poquito más, excelencia, y habré terminado.
Él notó su cálido aliento en la cara. Bajó la mirada hacia su boca, y la garganta se le oprimió todavía más. Maldita sea, ella poseía la boca más increíble que hubiese visto. De pronto se percató no sólo de que la mejilla ya no le dolía, sino también de que el suave contacto de la mano de la joven le provocaba oleadas de placer que lo recorrían de la cabeza a los pies.
Su cuerpo entero palpitaba, lleno de vida. El deseo de besarla, de sentir aquellos labios extraordinarios contra los suyos, de tocarle la lengua con la suya, se apoderó de él de manera incontenible. Si se inclinaba hacia adelante sólo un poquito…
Ella se echó para atrás de repente.
– ¿Escuece todavía?
Austin parpadeó varias veces. Se había quedado aturdido. Pero sin beso.
– Hum, no. ¿Por qué lo pregunta?
– Os he oído gemir. O quizá fuera más bien un gruñido.
Lo invadió una gran irritación, hacia ella y hacia sí mismo. Allí estaba él, fantaseando con besarla, con una incomodidad creciente en los pantalones, gimiendo -¿o gruñendo?-, y ella salía con esa pregunta sobre si se encontraba bien.
Prácticamente lo estaba matando.
Estaba perdiendo el juicio. Necesitaba concentrarse en los asuntos que se traía entre manos, pero eso resultaba de lo más difícil teniendo aquella tentación tan cerca. «Concéntrate en William -se dijo-. En la nota de chantaje. En lo que ella pueda saber sobre eso.»
– Gracias, señorita Matthews. Me siento mucho mejor. ¿Ha terminado?
Ella frunció el ceño y luego asintió con la cabeza, limpiándose los dedos con un trapo. Austin se preguntó en qué estaría pensando. El silencio y la expresión preocupada de Elizabeth despertaron su curiosidad.
– ¿Ocurre algo malo, señorita Matthews?
– No estoy segura. ¿Me permitís… tocaros la mano?
Esta petición hizo que una sensación de calor le recorriese la columna vertebral. Sin una palabra, levantó la mano.
Ella la apretó ligeramente entre las suyas y cerró los párpados. Después de lo que pareció una eternidad, sus ojos se abrieron lentamente. Austin leyó en ellos un temor y una inquietud ostensibles.
– ¿Hay algún problema?
– Eso me temo, excelencia.
– ¿Ha vuelto a…, ejem, a ver a William?
– No. Os he visto… a vos.
– ¿A mí?
Ella asintió con la cabeza, consternada.
– Os he visto. Lo he percibido.
– ¿Qué ha percibido?
– El peligro, excelencia. Me temo que corréis un grave peligro.