Austin, arrodillado junto al catre, no despegaba la vista del rostro de Elizabeth. Maldición, permanecía tan inquietantemente inmóvil, tan pálida…
William se había marchado hacía casi una hora en busca de un médico y del magistrado. ¿Cuándo demonios regresaría? Echó un vistazo al otro lado de la habitación, donde Claudine dormitaba con Josette entre sus brazos. Estaban agotadas, pero en buen estado. Ojalá hubiese podido decir lo mismo de Elizabeth…
Le tocó la mejilla con una mano temblorosa. Tenía la piel suave como la seda. Era tan bella… y valiente. No cabía la menor duda de que le había salvado la vida a Josette.
Dios, la amaba. Con toda su alma. No podía ni quería ya evitarlo. Quería amarla, decírselo, demostrárselo cada día durante el resto de su vida.
– Es lo único que importa -susurró, acariciándole la cara-. Lo que ocurrió entre nosotros antes… Ya no tiene importancia. Me da igual por qué te casaste conmigo. Me da igual que quisieras ser duquesa, me da igual tener o no tener hijos. Sólo me importas tú. Si lo deseas, adoptaremos niños, tantos como quieras. Docenas de niños…
La voz se le quebró y tragó saliva, paseando la mirada por su rostro de su mujer.
– Eres tan hermosa -prosiguió trabajosamente debido al nudo que tenía en la garganta-. Dios, te quiero, te quise desde el momento en que te vi salir de los arbustos dando traspiés. Te llevo en el corazón, en el alma. De hecho, eres mi alma. -El corazón le latía con tanta fuerza que el pecho le dolía-. Por favor, abre los ojos. -Agachó la cabeza y colocó su frente contra la de ella-. No me dejes, Elizabeth. Por favor, cariño. Por favor. Ni siquiera puedo imaginar lo que sería estar sin ti. No me dejes.
Elizabeth oyó su voz desde muy lejos, como si se encontrara dentro de una cueva. «No me dejes…»
Austin. Ese nombre inundó su mente. Luchó por abrir los ojos, pero alguien le había cosido pesados sacos de arena a los párpados. La enorme debilidad que la embargaba contrastaba enormemente con el dolor agudo de su hombro.
Pero tenía que decírselo. Tenía que hacerle saber su arrepentimiento, expresarle cuánto lo quería y explicarle que le había dicho todo aquello para protegerlo. Confesarle que la mera idea de abandonado le había hecho añicos el corazón. Quería que él lo supiese, pero, Dios santo, no tenía fuerzas para hablar. Su cuerpo, atormentado por el dolor, buscaba la inconsciencia, dejar de sentir.
Haciendo acopio de energía, abrió los párpados a duras penas. Vio el rostro compungido de Austin encima de ella, y la sombría expresión de sus ojos le partió el alma. Sus miradas se encontraron y a él se le cortó la respiración.
– ¡Elizabeth, estás despierta! -La tomó de la mano y se la llevó a los labios-. Gracias a Dios.
Ella intentó hacer que sus labios resecos articularan las palabras, pero le sobrevino un mareo y la imagen de Austin se tornó borrosa y ondulante. Los párpados se le cerraban; no obstante luchó por mantenerlos abiertos, fijos en el rostro de su marido, pues temía que una vez que se le cerraran del todo ya nunca volvería a verlo.
Reuniendo todas sus fuerzas, logró pronunciar la palabra que más ansiaba decir.
– Austin.
Aunque su voz apenas era audible, él la entendió y le apretó con suavidad la mano.
– Estoy aquí, cariño. Todo irá bien. Descansa -susurró, y sus dulces palabras la envolvieron como una manta tibia y aterciopelada.
Tenía tantas cosas que decide… Pero ella estaba agotada, maltrecha. Una punzada le provocó un espasmo, y acto seguido su mareo se agudizó. Pugnó por mantenerse despierta y lúcida, pero su visión periférica comenzaba a ennegrecerse. Un dolor intenso le recorrió todo el cuerpo. Los párpados cada vez le pesaban más, y se dio cuenta de que no podría decírselo todo. Pero había al menos una cosa que él debía saber.
Con la vista fija en él, intentó sonreír, aunque no supo si lo había conseguido o no.
– Te… quiero -musitó.
Los ojos se le cerraron. Oyó que él repetía su nombre una y otra vez, suplicante, pero la debilidad y el dolor la estaban venciendo.
Se alejó flotando hacia un lugar donde el dolor no existía.
Austin estaba sentado en los escalones que conducían a la entrada de la cabaña, sintiéndose vacío y desgarrado por dentro.
Con la cabeza entre las manos, intentaba no pensar en lo peor, pero era imposible. Se sumió en la desolación.
– Por favor, Dios mío -susurró-, no me digas que la he matado al traerla aquí.
El médico llevaba casi una hora con ella, y cada minuto que pasaba aumentaba un poco más la angustia que sofocaba a Austin.
El magistrado había llegado con varios hombres que se habían llevado el cuerpo de Gaspard. Austin, William y Claudine habían respondido a sus preguntas. Sirviéndose de ésta como intérprete, Austin había explicado que Gaspard le enviaba cartas amenazadoras y que él había contratado a un alguacil de Bow Street para que lo localizara. Dejó que el magistrado creyese que el alguacil le había indicado el paradero de Gaspard. Cuando el magistrado se hubo marchado, William se dirigió al pueblo a comprar provisiones.
Y Elizabeth aún no había vuelto en sí.
Maldición, si ese médico no salía de ahí pronto, irrumpiría él mismo en la cabaña, lo agarraría del cuello y le obligaría a decir que Elizabeth estaba bien.
La puerta de la casita se abrió y Austin se puso en pie de un salto. El doctor y Claudine aparecieron en el umbral.
– ¿Cómo está? -preguntó Austin, ansioso, mirando alternativamente a uno y a otro. Sabía que ellos notarían el terror que no podía disimular.
– Descansando -contestó el médico en inglés con un fuerte acento francés.
Austin estuvo a punto de desplomarse.
– ¿No se va a… morir?
– Al contrario, pronostico que su esposa se recobrará por completo, aunque está débil y la herida le duele mucho ahora. Le he cambiado el vendaje y le he administrado una dosis de láudano.
Elizabeth iba a recobrarse por completo. No iba a morir.
Austin apoyó la mano en la pared para mantenerse en pie.
– ¿Se ha despertado?
– Sí. Ha preguntado por usted y le he asegurado que estaba aquí fuera. Le he recomendado que se mueva lo menos posible, al menos durante una semana; pero en cuanto tenga ánimos podrá emprender el viaje de regreso a Inglaterra. -El doctor se quitó los quevedos y se los limpió con la manga-. Es una joven excepcional. De naturaleza muy robusta.
Austin por poco se echa a reír, cosa que creía que nunca volvería a hacer.
– Sí, en efecto, mi esposa es de lo más robusta.
«Gracias a Dios», pensó.
– Puede verla ahora -le indicó el médico.
Austin no vaciló ni un instante.
Entró en la cabaña y cruzó la habitación, con una flojera incontrolable en las piernas. Elizabeth yacía en la estrecha cama, en un rincón, bien arropada por las mantas.
Se arrodilló a su lado, estudiándole el rostro con ansia. Aunque estaba pálida, su piel ya no tenía aspecto ceroso. Su pecho subía y bajaba al compás de su respiración regular. Él extendió el brazo para apartarle de la frente uno de sus rizos color castaño rojizo. Una mezcla de alivio y cariño lo acometió con tanta fuerza que se quedó sin aliento.
Elizabeth, la maravillosa e impredecible Elizabeth, se pondría bien. Había dicho que lo quería, y aunque esa declaración sólo hubiera sido fruto de su delirio, Austin estaba convencido de que significaba que había buenas perspectivas de sacar adelante su relación. Él conseguiría granjearse su amor, de un modo u otro. Por obra de algún milagro, ahora tenían una segunda oportunidad y, costara lo que costase, haría todo cuanto estuviese en su mano para convencerla de que olvidase el pasado y permaneciese a su lado. La quería demasiado y no estaba dispuesto a imaginarse una vida sin ella. Elizabeth le pertenecía, y él dedicaría el resto de su existencia a demostrárselo.
Bajó la cabeza para apoyar la frente sobre las mantas y susurró las dos únicas palabras que pudo pronunciar:
– Te amo.
Esa noche, Austin, sentado a la mesa de madera, intentaba calentarse las manos sujetando una taza de té. El fuego que ardía en la chimenea bañaba el interior de la cabaña con una suave claridad.
Elizabeth aún no había despertado, pero su respiración se mantenía regular y no mostraba señales de fiebre. Josette dormía en el camastro del otro rincón, con William y Claudine arrodillados junto a ella, hablando entre sí en voz baja.
Mientras tomaba un sorbo de té, Austin observó a Claudine. Era una mujer menuda, muy bonita, de cabello lustroso de un negro azabache y grandes ojos color avellana. Daba la impresión de ser una persona competente y discreta. Austin reparó en que tenía callos en las manos y trajinaba por la casa con la agilidad de una mujer acostumbrada a las labores domésticas. Evidentemente no era una dama adinerada ni de alcurnia.
Vio a su hermano acariciar con delicadeza la magulladura que Claudine tenía en la mejilla; William tenía los labios tan apretados que habían quedado reducidos a una delgada línea. Claudine le atrapó la mano y le plantó un beso amoroso en la palma. El brillo de amor en sus ojos era inconfundible.
William ayudó a Claudine a tumbarse junto a Josette y, cuando vio que estaba cómoda, él fue a sentarse a la mesa frente a Austin.
Éste miró a su hermano, fijándose en su cojera pronunciada y en los cambios que había sufrido su aspecto. Tenía la cara más delgada, y unas arrugas profundas le enmarcaban la boca y le surcaban la frente. No vio en ese hombre tan serio el menor rastro del muchacho travieso que había conocido, y se le encogió el corazón al pensar en todas las vicisitudes que sin duda había padecido. Austin tenía tanto que decir, tantas preguntas que hacer, que no sabía por dónde empezar. Carraspeó y dijo al fin:
– Josette se te parece mucho.
– Sí, es verdad.
– ¿Cuántos años tiene?
– Dos. -William lo miró directamente a los ojos-. Tu mujer le ha salvado la vida. Siempre estaré en deuda con ella por eso.
– Y tu mujer ha contribuido a salvarle la vida a Elizabeth. Siempre estaré en deuda con ella por eso. -Austin se inclinó sobre la mesa para apretarle los antebrazos y se sintió gratificado al ver que su hermano correspondía a su gesto-. No puedo creer que esté sentado aquí delante de ti, hablando contigo. No puedo creer que estés vivo. Dios mío, madre, Robert y Caroline se pondrán…
– ¿Cómo están?
– Bien. Se llevarán una enorme sorpresa… y se pondrán eufóricos cuando te vean. -Respiró hondo-. Oí a Gaspard hablar con Elizabeth y yo mismo hablé con él, así que ya sé más o menos lo que ocurrió, pero ¿por qué nos has hecho creer todo este tiempo que estabas muerto?
– No me quedaba otro remedio. No podía arriesgarme a que Gaspard encontrase a Claudine y a Josette. Ponerme en contacto contigo, dar señales de vida, habría entrañado un gran riesgo para mí y para ellas. Y también habría significado ponerte en peligro a ti y a la familia.
– Unos soldados de tu regimiento declararon haberte visto caer en la batalla.
– Y es verdad que caí. Una bala alcanzó a mi caballo y los dos nos vinimos abajo, pero, a diferencia de muchos otros, mi montura no me aplastó bajo su peso. Después de la batalla de Waterloo reinaba una gran confusión, con miles de soldados muertos y heridos desperdigados por doquier. Logré liberarme y deslicé mi reloj bajo el cadáver de un soldado muerto, un soldado que sabía que nadie identificaría.
Dio un apretón a los brazos de Austin y luego se reclinó en la silla.
– Volví a casa con Claudine y Josette -prosiguió-. Sabía que Gaspard estaría buscándolas para vengarse de mi traición…, si es que había sobrevivido. Tuvimos que ocultarnos mientras yo averiguaba si estaba vivo o no. Pronto descubrí que lo estaba.
– ¿Cómo conociste a Claudine?
– Me salvó la vida dos años atrás. Me habían clavado una bayoneta en la pierna. Lo siguiente que recuerdo es que cuando recobré el sentido tenía ante mí los ojos más bondadosos y amables que jamás hubiese visto. Ella me explicó que me había encontrado en el bosque, a unos tres kilómetros del escenario de la batalla. Supongo que me arrastré hasta allí, aunque no recuerdo haberlo hecho. Ella me cuidó hasta que me recuperé.
– ¿Por qué ayudó a un soldado británico?
– Me contó que su hermano menor acababa de morir en la guerra y que, aunque yo era inglés, no quería que nadie más sufriera la pérdida de un ser amado ni quería tampoco que mi muerte pesara sobre su conciencia. Decidió hacer lo posible por ayudarme a restablecerme, y luego dejarme marchar. -Enlazó las manos sobre la mesa y continuó-: No teníamos la menor intención de enamorarnos, pero ocurrió. Después de dos semanas yo estaba lo bastante repuesto para reincorporarme a mi regimiento, pero no fui capaz de dejarla. Se negaba a casarse conmigo, pues temía que tener una esposa francesa me pondría en peligro, pero yo me empeciné. Viajamos hasta un pueblo que quedaba a varias horas de camino y nos casamos allí.
»Después de eso, me establecí en otra localidad, con un nombre falso. Quería alejada de Gaspard, cuyo odio enfermizo a los británicos se había convertido en una manía peligrosa después de la muerte de Julien. La necesidad de mantener a Claudine a salvo se volvió aún más crucial para mí cuando supe que estaba embarazada. -Miró durante unos segundos a su mujer e hija, que dormían plácidamente-. Gaspard encontró la iglesia donde nos casamos y salió en mi busca. Quería matarme, y después localizar a Claudine y acabar con ella también. Logré convencerlo de que había abrazado la causa francesa, pues, después de todo, mi esposa lo era. ¿Cómo iba a ser fiel a Inglaterra? Para probarle mi lealtad, le prometí conseguir armas para él y para sus hombres.
– Y eso es lo que estabas haciendo aquella noche en el muelle -dijo Austin-. Pero las armas eran defectuosas.
– Sí, salvo las que había colocado encima de todo en cada caja, por si se le ocurría probarlas, cosa que hizo. -Se pasó las manos por la cara-. Cuando te vi allí me entró el pánico. No podía explicarte la situación, ni dejar que Gaspard te viese; nuestra vida estaba en juego.
– Quiero que sepas cuánto me arrepiento del modo en que me comporté ese día, William. Te taché de traidor y renegué de ti como hermano…
– No podías saberlo, Austin.
– Hubiera debido confiar en ti, saber que tú nunca traicionarías a tu patria.
– Creíste lo que yo quise que creyeras. Podría haberte revelado qué estaba ocurriendo en realidad, pero no quise arriesgarme a que alguien me oyese o te interrogase después. Yo habría dicho cualquier cosa, te juro que cualquier cosa, con tal de proteger a Claudine y a Josette, aunque ello significara fingir ante mi hermano que yo era un traidor.
Austin posó la vista en Elizabeth. Sí, él podía entender que el amor llegase a ser tan profundo.
– Siento que por mi culpa, tú, madre, Robert y Caroline pasarais este último año de luto -murmuró William-, pero mientras no me ocupase de Gaspard no podía arriesgarme a regresar con la familia. Al matarlo me has liberado.
Austin se estremeció.
– Ese hijo de perra casi acaba con mi mujer -declaró-. Lo mataría de nuevo si pudiera.
– Tu esposa es muy valiente. ¿Lleváis mucho tiempo casados?
– No, pero ella me ha cambiado la vida por completo. -Levantó los ojos hacia William y ambos intercambiaron una mirada de comprensión-. Lo entiendes, ¿verdad?
– Perfectamente. Claudine ha cambiado la mía.
Guardaron silencio durante unos segundos, y entonces Austin dijo:
– La noche que conocí a Elizabeth me dijo que estabas vivo. Pero no la creí.
William frunció el entrecejo.
– ¿Cómo demonios sabía que estaba vivo?
Austin contempló el catre junto al fuego en el que yacía la mujer que le había robado el corazón y el alma. No tenía intención de restarle mérito a todo lo que Elizabeth había hecho por él y su familia manteniendo en secreto su don de clarividencia… Porque eso es lo que era: un don. Se volvió de nuevo hacia William y le contó lo verdaderamente extraordinaria que era su esposa.
Cuando hubo terminado, William sencillamente se quedó mirándolo.
– Eso es increíble.
Una vez más, la mirada de Austin se desvió hacia Elizabeth.
– Sí, William, la has descrito perfectamente. Mi mujer es increíble.
Y en cuanto ella volviese en sí, él se dedicaría a convencerla de que lo era. Y de que su sitio estaba junto a él.