Un trueno retumbó, tan fuerte y tan repentino como un disparo.
Sin aliento y al borde del pánico, Elizabeth llegó a las cuadras poco después de la medianoche. Evidentemente Mortlin se había retirado, pues no lo encontró por ningún sitio. Sin vacilar, recogió la primera silla de montar que vio, gimiendo al levantar tanto peso, y ensilló a Rosamunde. Sólo cuando hubo conducido la yegua al exterior se percató de que le había puesto una silla de caballero. Sin detenerse a pensar por un segundo en lo impropio de sus actos, hizo algo que no había hecho desde que llegara a Inglaterra. Se levantó las faldas hasta los muslos y montó sobre el caballo a horcajadas. Los músculos de las piernas le dolieron, pero hizo caso omiso de la incomodidad.
Hizo girar a Rosamunde en círculo para estudiar los distintos senderos que se adentraban en el bosque. ¿Cuál de ellos la llevaría a Austin? Cerró los ojos y vació su mente, esforzándose por concentrarse. «El de la izquierda. Toma el de la izquierda.» Sin dudarlo, enfiló el camino de la izquierda, escrutando la oscuridad mientras el corazón le latía con fuerza. Rosamunde siguió el sendero de tierra, y Elizabeth continuó concentrándose, evocando la imagen de Austin en su ojo interior. Estaba acercándose…, lo intuía. Pero ¿llegaría a tiempo?
Otro trueno desgarró el silencio. Un relámpago surcó el negro cielo e iluminó por un instante el sombrío entorno.
Y entonces ella la vislumbró a lo lejos.
Era la torre que aparecía en sus visiones. Espoleó a Rosamunde y se lanzó al galope hacia allí. Varias ramitas le golpearon la cara y una rama más grande chocó contra su hombro, pero apenas percibió el dolor punzante. Empezó a chispear, y pronto la llovizna cedió el paso a un aguacero de gotas menudas y frías que la pinchaban como agujas. Llegó a la linde del bosque y cabalgó a toda velocidad a través del prado. La silueta de la torre se alzaba ante ella, recortada contra el fulgor de los relámpagos.
Cuando se hallaba a sólo unos diez metros, tiró de las riendas de Rosamunde hasta que la yegua se detuvo por completo y escudriñó la oscuridad, aguzando la vista. «¿Dónde estás, Austin?» Otro rayo iluminó el terreno. La torre se erguía frente a ella. Un caballo negro sin jinete pacía junto a un murete de piedra.
Una figura yacía despatarrada boca abajo en el suelo.
– ¡Austin!
El corazón le dio un vuelco de alivio y de miedo. Gracias a Dios, lo había encontrado… Pero ¿era demasiado tarde?
Se deslizó de la silla y corrió hacia él, dando traspiés sobre el suelo resbaladizo. Sin preocuparse por el barro, se arrodilló junto a él. Con el corazón en un puño y una oración en los labios, le posó la mano en el cuello.
Notó el latido en la punta de sus dedos.
Reprimió con firmeza el sollozo de alivio que iba a escapársele. No era el momento de dejarse llevar por la emoción. Tenía que determinar la gravedad de sus heridas.
Le dio la vuelta con sumo cuidado, escudándolo lo más posible con su propio cuerpo para resguardarlo de la intensa lluvia. El olor metálico de la sangre penetró en sus fosas nasales y el terror le formó un nudo en el estómago.
Parpadeando para sacudirse las gotas de lluvia de los ojos, Elizabeth lo miró a la cara. Tenía los ojos cerrados y le manaba sangre de un profundo corte cerca de la sien.
Le palpó todo el cuerpo rápidamente, buscando otras heridas, rezando porque no hubiese caído víctima del disparo que ella había oído en sus visiones. Pronto comprobó que no presentaba heridas de bala, pero sus dedos descubrieron un bulto del tamaño de un huevo en la parte posterior de su cabeza.
Le acarició el rostro con suavidad.
– Austin, ¿me oyes?
Él permaneció totalmente inmóvil y en un silencio aterrador.
Otro relámpago se dibujó en el cielo. Al alzar la vista, Elizabeth vio una abertura arqueada en la base de la torre. Tenía que ponerlo a cubierto para curarlo. Se puso de pie, lo sujetó por debajo de los brazos y tiró de él. Dios santo, el hombre pesaba una tonelada. Gracias al cielo que no tenía que llevarlo muy lejos.
Se le encogió el corazón cuando él emitió un quejido. Aunque se esforzaba lo indecible por no hacerle daño; sabía que las piedras puntiagudas lo raspaban. Le dolía la espalda de soportar tanto peso. Resbaló una vez y dio con el trasero en tierra. Apretando los dientes, acabó de arrastrado el corto trecho que faltaba hasta el refugio de la torre. Luego salió corriendo bajo la lluvia para desligar su bolsa de medicamentos de la silla de Rosamunde. La yegua y Myst se habían acercado a la torre. Decidió no atarlos por si se asustaban y se desbocaban, en cuyo caso seguramente se dirigirían de regreso a los establos.
Una vez dentro de la torre, Elizabeth se hincó de rodillas junto al cuerpo inerte de Austin y acto seguido abrió la bolsa y se puso manos a la obra. Primero extrajo un farol pequeño y lo encendió. Lo colocó junto a la cabeza de Austin y le examinó la herida. Enseguida advirtió que necesitaría puntos, pero le preocupaba más que no hubiese recuperado la conciencia. Si tenía una hemorragia interna…
Ahuyentó ese pensamiento sin contemplaciones y se concentró en la tarea que tenía entre manos. La invadió una tranquilidad controlada. Sabía exactamente qué había que hacer para curarle la herida. Y había que hacerlo de inmediato.
Sacó dos cuencos pequeños de madera de la bolsa, corrió al exterior y rápidamente los llenó de agua de lluvia. Se arrodilló de nuevo junto a Austin y se puso a mezclar raíces y hierbas con silenciosa concentración.
Después de lavar la herida, la suturó con una serie de puntos diminutos y precisos, y luego le vendó cuidadosamente la cabeza con una larga tira de gasa limpia.
Le posó la mano en la cara y suspiró aliviada al notar que no le ardía la piel y que su respiración se mantenía pausada y estable, señal de que tenía los pulmones despejados y las costillas intactas.
Ya no le restaba más que esperar a que despertase.
Y rezar porque eso ocurriese.
Después de guardar meticulosamente sus pertrechos, se levantó para friccionarse los tensos y doloridos músculos de los hombros. Un profundo cansancio se apoderó de ella y estiró los brazos sobre la cabeza para aliviar la tensión de la parte inferior de la espalda.
– Elizabeth.
La voz de Austin era apenas un susurro áspero, pero a Elizabeth el corazón le dio un brinco en el pecho al oírla. Gracias a Dios. Olvidó su agotamiento de inmediato, se puso de rodillas junto a él y le dedicó una sonrisa a su rostro pálido y agraciado.
– Aquí estoy, Austin.
Él movió la cabeza e hizo un gesto de dolor.
– Me duele la cabeza.
Austin no estaba demasiado contento de haber despertado. Una punzada aguda en el cráneo le hizo aspirar de golpe una bocanada de aire. Maldición, se sentía como si alguien le hubiese abierto la cabeza con una piedra. De hecho, le habría costado mencionar una parte del cuerpo que no le doliese de un modo u otro. ¿Y por qué diablos estaba mojado?
Fijó la mirada en Elizabeth. Tenía un aspecto desastrado, cosa que no le sorprendió demasiado.
– ¿Dónde estamos? -preguntó, paseando la vista por el recinto.
– En una especie de ruina. En la planta baja de una torre.
La miró fijamente, con la mente en blanco.
– ¿Por qué?
– ¿No recuerdas lo que te ha pasado?
Se obligó a concentrarse y de pronto recordó lo sucedido. La nota de Kinney. Información. Las ruinas. Pero Kinney nunca llegó…, sin duda a causa de la lluvia. Él había emprendido el camino de regreso a la casa. Un rayo había caído muy cerca. Un trueno. Myst encabritado. Una caída…
– Los rayos y relámpagos espantaron a Myst. Se empinó y me arrojó de la silla. -Levantó la mano y se estremeció de dolor cuando rozó con los dedos la venda que le cubría la frente-. ¿Qué es esto?
– Te hiciste un corte profundo en la frente. Te lo he limpiado, cosido y vendado. También tienes un chichón considerable en el cogote.
Maldita sea, con razón le dolía tanto el cráneo. Se había golpeado la cabeza contra una piedra.
– ¿Myst está bien?
– Sí. Está fuera, con Rosamunde. Ahora que estás despierto, iré a echarles un vistazo. Vuelvo enseguida.
Elizabeth salió por la puerta en forma de arco y regresó unos minutos después conduciendo a ambos caballos por las riendas. Los llevó al fondo del recinto y dedicó un buen rato a acariciarlos y hablarles en un tono reconfortante. Austin cerró los ojos mientras la escuchaba. No alcanzaba a distinguir sus palabras, pero su voz sonaba suave y relajante.
Ella volvió a su lado y se puso de hinojos junto a él.
– Los dos están bien. ¿Cómo te sientes?
– Dolorido, y la cabeza me martille a como si una legión de demonios le estuviesen dando mazazos. Aparte de eso, creo que estoy bien.
Intentó incorporarse, pero le entró un fuerte mareo.
– No trates de moverte, Austin -le dijo ella, posándole una mano en el hombro para impedírselo-. Es demasiado pronto para eso.
– Tal vez tengas razón.
Cerró los párpados, tragó saliva y esperó, ansioso por recuperar el equilibrio. Después de aspirar a fondo varias veces, la náusea remitió y él se atrevió a abrir los ojos.
Ella lo observaba, arrodillada a su lado, y Austin escrutó su rostro en la penumbra. El cabello de Elizabeth era una maraña de rizos mojados que le caían sobre los hombros. Tenía los ojos muy abiertos a causa de su evidente preocupación, pero una sospecha asaltó a Austin, corroyéndolo por dentro. ¿Cómo lo había encontrado? ¿Lo había seguido? Nadie sabía que él se había dirigido a las ruinas. La única persona que él había visto era Mortlin, y le había dado permiso para retirarse. ¿Le habría indicado el mozo la dirección en la que se había marchado?
– ¿Cómo me has encontrado?
Ella titubeó y luego respiró hondo.
– Me ha despertado una visión de ti. Sabía que estabas en peligro. Te he visto. Herido. Sangrando. Junto a una especie de torre de piedra. Me he vestido, he ensillado a Rosamunde y he dejado que mi instinto me guiase… hasta ti.
El gruñido de incredulidad que Austin debería haber soltado se ahogó en su garganta. Los ojos de Elizabeth relucían con sinceridad y preocupación, como almenaras en una tormenta. Por muy desquiciadas que sonaran sus palabras, él no podía desecharlas. Aun así, seguro que había otra explicación…, una explicación lógica.
– ¿Has visto a Mortlin en las cuadras?
– No. Era pasada la medianoche. Debía de haberse retirado ya.
¿Pasada la medianoche? Austin había salido de la casa justo antes de las diez, y, según Caroline, Elizabeth se había recogido media hora antes de eso. Si se había quedado en la cama… ¿cómo podía saber dónde estaba él o qué le había sucedido? Si de veras ella poseyera el don de ver cosas con la mente… Pero no, sencillamente él no podía dar crédito a semejante disparate. Lo que ocurría era que Elizabeth era extraordinariamente intuitiva, como su madre cuando él era pequeño, pues siempre adivinaba cuándo sus hijos habían cometido alguna travesura. Además, Rosamunde estaba familiarizada con los senderos que conducían a las ruinas…
Pero tendría que pensar sobre todo eso más tarde, cuando se sintiese un poco mejor y su cabeza no amenazara con desprenderse de sus hombros. En todo caso, de una cosa estaba seguro: Elizabeth le había salvado la vida, indudablemente. Sólo Dios sabía cuánto tiempo habría pasado tirado en el suelo, desangrándose, si ella no hubiera aparecido por allí. No sólo lo había encontrado, sino que le había curado la herida.
– Estoy en deuda contigo y mereces todo mi agradecimiento, Elizabeth.
Ella frunció el entrecejo y sus ojos centellearon con lo que parecía enfado.
– No hay de qué. Pero si hubieras escuchado mi advertencia de que no montaras a caballo por la noche, esto no habría ocurrido.
Él se quedó callado. Cielo santo, era verdad: ella se lo había advertido…, le había advertido del peligro. «Maldita sea, contrólate, hombre -se dijo-. No es más que una coincidencia. Siempre existe el riesgo de hacerse daño cuando uno monta a caballo en la oscuridad.»
– ¿Cómo se te ocurrió salir a cabalgar de noche? -preguntó ella.
Austin estuvo dudando si debía contarle la verdad, y decidió hacerlo para evaluar su reacción. Observándola atentamente, le dijo:
– Contraté a un alguacil de Bow Street para que investigase a un francés que vi con William poco antes de su muerte. El alguacil había descubierto algo y supuestamente iba a encontrarse conmigo en estas ruinas.
– ¿Supuestamente?
– No se presentó. Supongo que se retrasó debido a la tormenta, pero estoy seguro de que se pondrá en contacto conmigo lo antes posible.
Con toda probabilidad, si ella sabía algo de Gaspard o de su relación con William, se pondría nerviosa, se sentiría culpable o se mostraría recelosa. Seguramente no se mostraría enfadada.
– Por todos los santos -le espetó ella con ira-. ¿Podrías explicarme por qué era necesario que fueses a encontrarte con ese hombre en el exterior? ¿A caballo? ¿Durante una tormenta? ¿Es que nunca has oído hablar de un salón? -Agitó las manos en un gesto de resignación-. Da igual. No te molestes en explicármelo. Es una suerte que tengas una cabeza tan dura. De lo contrario, podrías haberte matado.
Maldición, tendría que enseñarle a esa mujer a tratarlo con un poco de respeto. Abrió la boca para cantarle las cuarenta, pero antes de que pudiese pronunciar una palabra, ella dijo:
– Al menos no te han pegado un tiro.
Él la miró fijamente.
– ¿Un tiro?
– Sí. En mi visión oí claramente un disparo, pero supongo que se trataba de un trueno… Y, sin embargo, percibí la cercanía de la muerte. La percibí con mucha intensidad. -Su expresión se tornó grave-. ¿Estás seguro de que fue un trueno lo que espantó a Myst? ¿No pudo ser un disparo?
Estaba a punto de contestar con un «no», pero algo en el semblante de Elizabeth le hizo detenerse a reflexionar sobre su pregunta.
– Todo sucedió muy deprisa. Recuerdo los rayos, truenos ensordecedores… y después que me caí. Me parece de lo más improbable que alguien haya salido a pegar tiros durante una tormenta.
– Sí, supongo que tienes razón. Obviamente me he equivocado.
– Obviamente. -Carraspeó-. Y no tengo la cabeza dura.
Ella arqueó una ceja en señal de incredulidad.
– Creo que el hecho de que estés aquí herido es prueba más que suficiente de que la tienes. Sin embargo, si prefieres que te llame testarudo, no tengo inconveniente en hacerlo.
– No lo prefiero. De hecho…
– Me niego a discutir con un hombre herido -le interrumpió ella con brusquedad-. ¿Tienes frío?
– ¿Frío?
– Sí. Es una palabra que usamos en América y que significa «ausencia de calor». Estás calado hasta los huesos, pero no tengo con qué taparte.
Austin tardó varios segundos en recordar que efectivamente estaba empapado. Miró a Elizabeth de arriba abajo y se dio cuenta de que ella también estaba mojada y tenía el vestido pegado a sus suaves curvas como si lo llevase pintado sobre la piel. Centró la mirada en sus redondos pechos y en sus pezones, visiblemente erectos. Lo recorrió una oleada ardiente.
– No, no tengo frío.
De hecho, cada vez tenía más calor.
Contempló, fascinado, cómo el pecho de la joven subía y bajaba con cada respiración. Se obligó a levantar la vista, y lo que vio le dejó sin aliento. El tenue y parpadeante resplandor del farol iluminaba la gloriosa cabellera, cuyos rizos mojados se derramaban sobre los hombros y la espalda de Elizabeth como una cortina de satén, y las puntas rozaban el suelo de piedra donde estaba arrodillada. Al instante se la imaginó en su cama, sin otro atavío que ese increíble cabello y una sonrisa en su sensual boca.
Su sensual boca… Clavó los ojos en esos labios, y a pesar de sus numerosos dolores y del incesante martilleo en la cabeza, la lujuria y el deseo se apoderaron de él. Se le escapó un gemido de agonía.
– ¿Te duele mucho?
Apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza.
– No te lo imaginas.
Ella se alejó, y Austin la oyó moverse de un lado a otro. Aprovechó la oportunidad para intentar conseguir que se le pasara la erección. Se imaginó que Elizabeth era fea. Intentó desesperadamente persuadirse de que detestaba las lilas.
Pero nada de eso funcionó. Su miembro excitado palpitaba bajo el pantalón, haciéndolo gemir de nuevo.
– ¿Quieres beberte esto? -le dijo ella.
Austin abrió los ojos. Estaba sentada junto a él, tendiéndole una taza de madera.
– ¿Qué es eso?
– Sólo es una mezcla de hierbas, raíces yagua de lluvia. -Le levantó la cabeza suavemente para que pudiese beber-. Te aliviará el dolor. Intentar volver a la casa mientras no amaine la tormenta es demasiado peligroso. Mientras esperamos, debes descansar y recuperar las fuerzas.
Sólo había una cosa capaz de aliviarle el dolor y desde luego no estaba en esa taza, pero como la mirada de Elizabeth indicaba con toda claridad que no toleraría una negativa y él estaba demasiado cansado para discutir, bebió.
– Puaj -protestó con una mueca mientras ella le bajaba la cabeza con suavidad-. Es el brebaje más repulsivo que he probado jamás.
– No es para que lo paladees. Es para que te sientas mejor.
El sabor amargo del elixir le provocó un estremecimiento en todo el cuerpo.
– Es imposible que algo tan repugnante me haga sentir bien.
No obstante, incluso mientras pronunciaba estas palabras, una extraña languidez se adueñó de él, relajándole los músculos y mitigando su dolor.
Alzó la mirada hacia ella, encandilado por la calidez y la preocupación inconfundibles que reflejaban sus ojos. No recordaba haber visto una expresión tan tierna en otra mujer, salvo en Caroline y en su madre. Incapaz de resistir la tentación de tocarla, levantó la mano y pasó los dedos por entre sus rizos húmedos. Las hebras de color castaño rojizo le rozaron la piel como una caricia sedosa.
– Tienes un cabello precioso. -La cara de extrañeza de Elizabeth lo impulsó a añadir-: Seguro que mucha gente te lo habrá dicho ya.
– En realidad no. Me temo que la palabra «precioso» y mi nombre no suelen aparecer juntos en la misma oración.
– Precioso -repitió él-. Suave. -Enrolló un bucle en torno a su dedo, se lo acercó a la cara y aspiró su aroma-. Lilas.
A ella se le cortó el aliento, y él se preguntó cómo reaccionaría si le tocase algo más que el cabello. ¿Se le entrecortaría la respiración de esa manera si deslizase las manos por su cuerpo?
– Destilo mi propia agua de lilas -susurró Elizabeth, con los ojos muy abiertos, fijos en los suyos.
Él aspiró de nuevo, dejando que su fragancia le inundara los pulmones.
– En los jardines de Bradford Hall florecen muchas lilas. Te ruego que recojas las que desees con toda libertad para preparar esa agua.
– Gracias. Eres muy amable.
«No, no lo soy -pensó-. Un hombre amable no estaría calculando cuánto tardaría en despojarte de ese vestido mojado. Un hombre amable no te imaginaría desnuda, temblando de deseo por él.»
Cerró los párpados con fuerza para erradicar sus pensamientos lujuriosos. Un hombre amable se obligaría a levantarse y a acompañarla de regreso a la casa antes de que alguien reparase en su ausencia, en lugar de dejarse llevar por el deseo que ardía en su interior como una hoguera.
No, no era un hombre amable.
Tiró suavemente del rizo enrollado en su dedo.
– Ven aquí.
Elizabeth se aproximó a él.
– Acércate más.
Ella se arrimó un poco más, hasta que sus piernas, envueltas en la falda, se apretaron contra su costado.
– Más.
Un brillo de diversión asomó a los ojos de Elizabeth.
– Si me acerco más, Austin, te traspasaré.
Él enredó los dedos en su cabello y lentamente atrajo su cabeza hacia sí.
– La boca. Más cerca. Así.
La expresión divertida se esfumó del semblante de la joven, que inspiró bruscamente.
– Quieres besarme.
La mano de Austin se inmovilizó mientras él la miraba a los ojos…, unos ojos llenos de preocupación y anhelo. «Quiero hacer el amor contigo. Desesperadamente.»
– Sí, Elizabeth, quiero besarte.
– Debes descansar. Y no quiero hacerte daño.
– Entonces, ven aquí.
De nuevo la atrajo hacia sí hasta que sus labios se tocaron. El pulso se le aceleró y estuvo a punto de reírse de su propia e intensa reacción. Maldición, apenas la había tocado y el corazón ya le latía tres veces más deprisa que de costumbre. ¿Qué demonios le ocurriría si alguna vez llegaba a verla desnuda? «Le haría el amor muy despacio, durante horas, y luego le haría el amor otra vez. Y otra.»
– Austin -musitó ella.
Él sintió su aliento cálido en los labios y reprimió un gemido. Le hundió más los dedos en la espesa cabellera y apretó los labios con más fuerza contra los suyos.
Cuando su lengua intentó penetrar en la boca de Elizabeth, los labios de la joven se abrieron con un leve suspiro que lo llenó de un sutil sabor a fresas. Nunca había besado a una mujer que tuviese un sabor tan dulce, cuya piel resultase tan suave al tacto, que lo hiciese desear estar muy cerca de ella para no perderse ni uno solo de los tenues efluvios que despedía su piel.
Ella le posó las manos en los hombros y le tocó la lengua con la suya, encendiéndolo por dentro. Rodeándole firmemente el talle con el brazo que tenía libre, Austin la atrajo hacia sí hasta que la parte superior de su cuerpo descansó sobre él. Sus suaves senos se apretaron contra su pecho, abrasándole la piel a través de varias capas de ropa.
El beso se convirtió en una profusión inacabable de suspiros apasionados y gemidos de placer. «Sólo uno más… uno solo bastará… Quedaré satisfecho.»
Pero no era suficiente. Por más que la estrechaba entre sus brazos, la sentía y la saboreaba, no era suficiente. Sus manos se deslizaban incansables por su espalda, abriéndose camino entre su sedoso cabello, luego abarcándole la cintura y palpándole el redondo trasero, estrechándola contra él. Quería cambiar de posición y colocarse encima de ella, pero la languidez que se había apoderado de él aumentaba por momentos, y le dejaba sin fuerzas en los brazos, hasta que se sintió tan débil como un recién nacido.
Ella emitió un suave quejido y se apartó de él con delicadeza. Los párpados le pesaban a Austin y pugnó por mantenerlos abiertos, pero era una batalla perdida.
– Estoy tan cansado… -susurró.
– Descansa. Seguiré aquí cuando despiertes.
Austin intentó responder, pero ni siquiera pudo mover los labios. La inconsciencia lo cubrió como una sábana de terciopelo.
Elizabeth lo observó mientras él se abandonaba al sueño. Sabía que ese reposo le era necesario, pero ella tendría que vigilarlo y despertarlo periódicamente para asegurarse de que dormía normalmente y de que aquel sopor no significaba una pérdida de sentido debido a la herida. Escuchó el rítmico sonido de su profunda respiración y, al ponerle la mano en la frente, advirtió que tenía la piel seca y fresca, indicio de que su sueño era del todo natural.
Aliviada, le pasó los dedos suavemente sobre el rostro. Austin tenía los músculos de la cara perfectamente relajados y sus oscuras pestañas proyectaban sombras sobre sus mejillas. Sin el menor rastro de tristeza o amargura en los labios, parecía libre de preocupaciones. Ella le apartó un mechón de pelo que tenía sobre la frente. Su aspecto le recordaba al de un muchacho vulnerable.
Recorrió su fornido cuerpo con la mirada y estuvo a punto de soltar una carcajada: ese hombre no tenía nada de muchacho.
Su amplio pecho subía y bajaba pausadamente, atrayendo su mirada hacia el intrigante vello negro que asomaba por el cuello de la camisa. La acometió un deseo de tocarlo tan incontenible, tan tentador…
Incapaz de aguantarse, le abrió la camisa manchada de tierra y le colocó la palma de la mano en el pecho. El corazón de Austin latía contra los dedos de Elizabeth, y un escalofrío la estremeció hasta las puntas de los pies. De pronto, los ojos se le arrasaron en lágrimas.
– Dios mío, he estado a punto de fracasar de nuevo. A punto de perderte. -La funesta imagen de Austin inconsciente en el suelo le vino a la mente-. Mis visiones… Siempre he considerado que no eran más que un engorro, algo que me impedía ser como los demás. Pero esta noche doy gracias a Dios por ese don, pues me ha ayudado a encontrarte. No dejaré que nada te haga daño otra vez. Lo juro.
Mientras fuera continuaba diluviando, ella veló a Austin: le miraba dormir y le acariciaba la cara cada cuarto de hora hasta que él abría los ojos para comprobar que no hubiese perdido el sentido. Despuntaba el alba cuando ella finalmente quedó por completo convencida de que él dormía con normalidad; la fatiga la invadió y se permitió el lujo de recostarse…, sólo por un momento. El suelo de piedra estaba muy frío, de modo que se acurrucó junto a Austin para entrar en calor.
«Sólo echaré una cabezada», se dijo, pero menos de un minuto después se estaba adormilando. Un pensamiento le hizo arrugar el ceño e impidió que se entregase al sueño. Algo… algo no marchaba bien. En su visión… estaba segura de que había oído un disparo…
Pero su cerebro cansado no fue capaz de determinar la causa de su inquietud, y el agotamiento la venció.