Austin iba y venía por el salón, pasándose los dedos por el cabello. El médico llevaba más de una hora con Elizabeth. ¿Cuánto rato necesitaba para quitarle el vendaje del hombro y determinar si la herida se había cerrado del todo? Habían vuelto a casa hacía un mes. Sin duda era tiempo más que suficiente para que se curase por completo.
Unas risas lo arrancaron de su ensimismamiento. Se acercó a la ventana: toda su familia, menos Caroline y Miles, que estaban de viaje de novios en Brighton, estaba sentada en torno a la mesa redonda de la terraza. Su madre miraba con una sonrisa radiante a William, que hacía saltar sobre sus rodillas a una Josette muy divertida. Claudine y lady Penbroke conversaban animadamente, mientras Robert intentaba sacar de su taza de té la punta de la boa que esta última llevaba al cuello. Debajo de la mesa, Diantre y sus numerosos hermanos jugaban con el cachorrito blanco que Austin había adquirido hacía poco. Tuvo que recorrer casi toda Inglaterra en busca de un perro idéntico al bosquejo de Parche que Elizabeth había dibujado, pero al final lo consiguió.
Elizabeth se había echado a reír y a llorar a la vez cuando él le había depositado el peludo animalito en los brazos. El brillo de gozo en los ojos de su esposa lo había conmovido… y le había tocado esa fibra a la que sólo ella tenía acceso.
Alguien llamó a la puerta.
– Adelante -dijo, apartando su mirada de la ventana. Elizabeth entró en el salón, y él fue a su encuentro rápidamente.
– ¿Cómo te encuentras?
– El médico ha dicho que estoy bien -respondió con una sonrisa.
Un enorme suspiro de alivio salió de sus pulmones.
– Gracias a Dios. -La atrajo hacia sí y le dio un beso en la frente. Al apartarse ligeramente se percató de que ella sostenía una carta en la mano-. ¿Es de Caroline?
– No, es de mi amiga de Estados Unidos, Alberta.
– ¿La joven a la que advertiste que no se casara?
– Sí. Por desgracia, mis premoniciones se cumplieron. -Fijó en él una mirada triste-. David le fue infiel. Murió en un duelo a manos del marido de su amante.
– Cuánto lo siento, Elizabeth.
– Yo también. En su carta Alberta me suplica que la perdone, y lo haré con gusto, además de enviarle una invitación para que nos visite.
El sonido de risas atrajo su atención, y los dos se acercaron a la ventana. Austin vio que Elizabeth sonreía cuando Robert, al reparar en ellos desde la terraza, los saludó con la mano. Ella le devolvió el saludo y luego se quedó quieta, mirando alternadamente la carta que sostenía y el rostro alegre de Austin.
– Oh, no -dijo Austin-. ¿Qué estás viendo ahora?
Ella titubeó y una sonrisa jugueteó en sus labios.
– Sólo estaba pensando que le escribiré a Alberta hoy mismo. Creo que un viaje a Inglaterra es justo lo que necesita. Y, bueno, tal vez a Robert también le parezca buena idea.
Austin captó de inmediato la intención de sus palabras y se le escapó una sonrisa.
– Entiendo. ¿Debo poner a mi querido hermano sobre aviso?
– Oh, no creo que eso sirva para nada -dijo ella, y aparecieron sus hoyuelos a cada lado de la boca. Se guardó la carta en el bolsillo y luego respiró hondo-. No te he contado todo lo que ha dicho el médico, Austin.
La sonrisa se borró al instante de la cara de su marido.
– Pero si has dicho que estás bien…
– Y lo estoy. Soy de naturaleza robusta, ¿recuerdas? Puedo volver a mis actividades normales, pero me ha advertido que no realice tareas demasiado pesadas, dado mi… delicado estado.
– ¿Delicado?
Ella asintió con la cabeza, con un destello de alegría en los ojos.
– Sí, es una palabra que usamos en América para decir: «Voy a tener un hijo».
El corazón de Austin dejó de latir un momento, y luego comenzó a palpitar aceleradamente. Iba a tener un hijo. El hijo de los dos. Cerró los ojos, absorbiendo la dicha, saboreando el milagro.
– Dame la mano -susurró ella.
Austin se la tendió. Ella la tomó entre las suyas y se la puso contra el vientre, apretándola con suavidad sobre el vestido.
– ¿Ves algo? -preguntó él, mirándola atentamente.
Una sonrisa iluminó su bello rostro.
– Mmm… Al parecer estás haciendo planes que tienen que ver contigo, conmigo y con ese sofá frente a la chimenea.
Él soltó una carcajada.
– Eres una mujer difícil de sorprender, amor mío.
De pronto, ella abrió mucho los ojos y la diversión de Austin se desvaneció al momento.
– Y ahora ¿qué ves?
– Veo un bebé… Un hermoso varón -dijo ella, maravillada-. Va a ser como tú…, con tu cabello negro, tu barbilla enérgica y tu noble porte.
– Te equivocas -replicó Austin en voz baja. La miró a los ojos, unos ojos que irradiaban amor, cariño y bondad, y el corazón le brincó en el pecho-. Va a ser como tú…, como su madre: una visión. Una visión de amor.