17

Con los párpados bien apretados Elizabeth se aferraba a la barra mientras trataba de asimilar el aluvión de imágenes que se agolpaban en su mente. El hombre que Austin buscaba había estado en ese preciso lugar, unas horas antes. Estaba convencida de ello.

Una escena nítida apareció en su imaginación.

– Lleva una pistola. -Sintió que le flaqueaban las rodillas-. Está acostumbrado a matar. Lo ha hecho más de una vez.

Él la tomó de la mano, y de inmediato tras los ojos cerrados de Elizabeth se materializaron más imágenes, que destellaron como relámpagos. El corazón se le aceleró y el pulso le latió con fuerza mientras las impresiones inconexas cobraban forma poco a poco. Una visión bien definida acudió a su cerebro, y aparecieron gotas de sudor en su frente. Notó que se mareaba y que le entraba una gran debilidad.

– Elizabeth, ¿qué ocurre?

A ella le pareció que el susurro angustiado de Austin le llegaba de muy lejos. Se esforzó por abrir los ojos, pero las imágenes que la asaltaban absorbían toda su energía. Se percató vagamente de un alboroto, de que alguien la levantaba en brazos y se la llevaba, pero estaba demasiado débil para protestar. La negrura la envolvió y se sumió en la inconsciencia.

Austin nunca había estado tan asustado. Maldita sea, Elizabeth había perdido el conocimiento. Tenía el rostro pálido como la cera y la piel húmeda, y respiraba trabajosamente. Sin hacer caso de las miradas de curiosidad que les dirigían varios clientes del garito, la levantó en vilo y salió a toda prisa del edificio. Una vez fuera, le gritó al cochero que los llevara a casa a toda velocidad. Subió con ella al coche, cerró la portezuela y la acostó con toda delicadeza en el asiento, con la cabeza sobre su regazo.

– Elizabeth -le dijo ansioso, con el cuerpo tenso de miedo-. Háblame, cariño. Por favor, dime algo.

Le dio unas palmaditas en las mejillas y se alarmó al notar que tenía la piel fría y sudada. Sin duda la atmósfera inquietante y los vapores tóxicos la habían afectado, pero, demonios, ¿por qué no se despertaba ahora que ya habían salido? No debería haberla traído. Si le ocurría algo…

La joven entreabrió los párpados y lo miró directamente a los ojos. El alivio que sintió Austin fue inmenso. Acariciándole la pálida mejilla, intentó sonreírle, pero sus músculos faciales se negaron a cooperar. Maldita sea, se sentía tan débil como un recién nacido.

Ella trató de incorporarse, pero él se lo impidió posándole con suavidad una mano sobre el hombro.

– Relájate -logró decirle.

Ella miró en torno a sí.

– ¿Dónde estamos?

– En el coche, camino de casa.

– ¿Camino de casa? -Frunció el entrecejo-. ¿Por qué?

– Me temo que has sufrido un vahído.

– ¿Un vahído? Tonterías.

De nuevo intentó incorporarse, y de nuevo él la sujetó.

– Un vahído -repitió, deslizando los dedos por su mejilla, incapaz de contener sus ganas de tocada-. Para ser una chica tan robusta, has caído redonda.

Ella sacudió la cabeza.

– No, no ha sido un vahído. He tenido una visión. Lo he visto, Austin. Lo he visto todo claro. A William, a Gaspard el francés…

El recuerdo de aquella espantosa noche, aquella escena obsesionante que había quedado grabada a fuego en la mente de Austin, irrumpió con ímpetu en su memoria, dejándolo trastornado. Ella le apretó la mano y abrió mucho los ojos.

Antes de que él pudiese pronunciar palabra, Elizabeth susurró:

– Dios santo, tú estabas allí. Los viste juntos, cargando cajas llenas de armas en un barco. -Austin intentó en vano apartar sus pensamientos de lo sucedido aquella noche. Apretándole la mano con más fuerza, ella añadió-: William te vio en las sombras. Se te acercó y discutisteis acaloradamente. Intentaste detenerlo, pero tu hermano no te hizo caso. Entonces le viste partir en ese barco… junto con un enemigo de tu país.

Un gran dolor y un sentimiento de culpa embargaron a Austin.

– Él les estaba entregando las armas -musitó, apenas consciente de lo que decía-. Al verme desembarcó. Me llevó a un callejón, donde Gaspard no pudiese vernos. Le pregunté cómo era capaz de hacer eso, pero se negó a contestarme. Me dijo que me ocupara de mis asuntos y que me fuera. Discutimos. Lo amenacé con entregarlo… Le dije que ya no era mi hermano.

– ¿Se lo has contado a alguien?

– No. -Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos-. Si alguna vez saliese a la luz la traición de William, esa ignominia destrozaría a mi familia. Tenía que proteger a Caroline y a Robert. A mi madre. Aunque no puedo creer que William traicionase a Inglaterra, estoy seguro de lo que vi, y él no lo negó. La pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué lo hizo?

Sabía que debía mirarla, observar su reacción, pero temía levantar la vista hacia sus ojos. ¿Qué haría si viese en ellos una expresión condenatoria? Había muchas probabilidades de que ella lo rechazara, a él y a su familia, ahora que sabía la verdad. Y, puesto que era su esposa, ella también estaría expuesta a la deshonra.

Preparándose para lo peor, abrió los ojos y la miró. Se le cortó la respiración. La mirada de Elizabeth expresaba una mezcla de emociones, pero no condena. Sólo afecto, cariño y preocupación.

Elizabeth alzó las manos para sujetarle la cara con suavidad.

– Dios santo, Austin, cuánto debes de haber sufrido al guardar este secreto para intentar proteger a tu familia. Me apena mucho tu dolor. Pero ya no estás solo.

La compasión sincera que irradiaban sus ojos, el suave y balsámico tacto de sus manos, y sus palabras pronunciadas a media voz se combinaron con la avalancha de emociones que lo asaltaba para hacer pedazos la desolación en que estaba sumido. «Ya no estás solo.»

La atrajo hacia sí y apoyó la cara en la cálida curva de su hombro. Un largo escalofrío recorrió su cuerpo, y la abrazó con más fuerza, tanta que a su esposa debieron de dolerle los huesos, pero ni una queja salió de sus labios. Ella lo estrechó contra sí, acariciándole el pelo y la espalda para calmado, mientras el sentimiento de culpa que llevaba tiempo pudriéndose en la conciencia de Austin estallaba en un torrente incontenible.

Transcurrió un largo rato antes de que sus temblores cesaran. Después permaneció entre los brazos de Elizabeth e intentó poner en orden sus pensamientos.

Los últimos momentos que pasó con William siempre pesarían sobre su conciencia, pero ahora existía la esperanza de que surgiese una segunda oportunidad. William estaba vivo. Tenía que encontrado, hablar con él y descubrir los motivos de lo que había hecho.

Elizabeth aseguraba que William corría peligro. ¿Por qué? ¿Acaso alguien pretendía tomar represalias contra él por las actividades que había desarrollado durante la guerra? ¿O alguna otra amenaza se cernía sobre su hermano y lo mantenía cautivo? ¿Estaría William intentando escapar del mal que lo había impulsado a traicionar a su país? Si William necesitaba su ayuda, él se la daría sin importarle el pasado.

Austin tomó una resolución firme. Encontraría a William y a Gaspard. Costara lo que costase.

Por primera vez desde aquella horrible noche de hacía más de un año, respiró con tranquilidad. El alivio que experimentó al liberar su alma de aquella pesada carga lo dejó casi aturdido. Había pasado tanto tiempo solo, encerrado con su secreto… Pero ya no lo estaba. Ahora tenía a alguien con quien compartirlo. Elizabeth. Ella conocía su secreto más oscuro.

Esa hermosa mujer que ahora lo abrazaba contra su corazón, absorbiendo su dolor y reemplazándolo por su propia bondad, lo había liberado y le había devuelto la vida. Además, le había dado esperanza en el futuro.

Dios, cuánto la necesitaba.

Alzó la cabeza y la miró a los ojos. Tenía tantas cosas que decirle, que quería que supiese, pero la emoción le impedía emitir sonido alguno.

El coche se detuvo con una sacudida. Austin se obligó a apartar la mirada de ella y vio que habían llegado a su casa. Sin una palabra, la ayudó a apearse y pagó al cochero.

Sujetándola firmemente del brazo abrió la puerta de roble. El vestíbulo estaba vacío, pues Carters se había retirado hacía varias horas. Sin siquiera detenerse a quitarse el abrigo, la condujo escaleras arriba y a continuación a sus aposentos. Una vez dentro, cerró la puerta con llave.

Sentía una necesidad intensa, como nunca antes la había experimentado. Tenía que tocarla, abrazarla. Piel con piel. Corazón con corazón. Una afirmación de la vida, después de haber pasado tanto tiempo sintiéndose muerto por dentro.

Anhelaba expresarle sus sentimientos, pero no sabía de qué modo, ya que esa clase de palabras estaba fuera de su alcance. Necesitaba sentirla pegada a él, alrededor de él, debajo de él. Mostrarle de otra manera lo que las palabras no alcanzaban a expresar.

Sin despegar la vista de su rostro, empezó a desvestirse. Dejó caer descuidadamente el abrigo y después la chaqueta. El fular, el chaleco y la camisa se añadieron al montón de ropa en el suelo. Con el torso desnudo, se acercó a ella, incapaz de esperar un instante más para sentir sus manos sobre su cuerpo.

Ella hizo ademán de quitarse el abrigo, pero él le sujetó las manos y se encargó él mismo de hacerlo. Capa a capa fue desvistiéndola, y después acabó de despojarse de las últimas prendas que le quedaban, hasta que por fin estuvieron ambos frente a frente, desnudos.

Nunca en la vida se había sentido tan necesitado, tan vulnerable.

Alargó los brazos y tomó la cara de ella entre sus manos, rozándole las mejillas con los pulgares. Tenía tantas cosas que decirle, tantas cosas que contarle, pero le faltaba la voz.

– Elizabeth -susurró en tono bajo.

Fue la única palabra que consiguió pronunciar. Pero le mostraría lo que no lograba decirle. La estrechó entre sus brazos y posó los labios sobre los de ella, lleno de una ternura que contrastaba con la fiebre que ardía en su interior.

Ella susurró su nombre y lo rodeó con los brazos.

Y el dique estalló.

Austin la apretó contra su cuerpo, poseído por la necesidad de tocarla por todas partes al mismo tiempo. Sus labios se fundieron con los de Elizabeth en un beso cada vez más ardiente y apasionado. Su lengua exploraba el suave interior de su boca, entrando y saliendo una y otra vez.

Pero no le bastaba con besarla. Se apartó ligeramente y estudió su rostro. El corazón, que ya le latía a un ritmo frenético, se aceleró todavía más al ver la pasión y el deseo que brillaban en sus ojos.

– Elizabeth, Dios mío, no sé qué es lo que me haces… -gimió con voz ronca e irregular.

Se puso de rodillas y aplicó la boca a la nívea piel de su vientre.

– Tan suave… -murmuró, deslizando los labios por su abdomen-, tan hermosa…

Le introdujo la lengua en el ombligo antes de proseguir su recorrido hacia abajo. Le lamió y besó una de sus largas piernas de arriba abajo y luego subió por la otra, mientras deslizaba los dedos por la parte posterior de sus muslos y pantorrillas.

Cuando llegó a la base de las nalgas, alzó la cabeza.

– Mírame, Elizabeth.

Ella abrió los ojos y bajó la vista hacia él, mostrándole sus iris dorados encendidos de pasión.

– Abre las piernas para mí -le ordenó él en tono dominante con la boca pegada a la tersa piel de su vientre.

Cuando ella obedeció, él le deslizó una mano por el cuerpo, desde el cuello hasta los rizos de color rojo oscuro que cubrían su feminidad, y luego la acarició entre los muslos. Ella apretó los párpados, y un largo gemido se formó en su garganta.

– Eres tan hermosa… Y estás tan húmeda…, tan caliente -gimió él, hundiendo sus labios en su ombligo.

Después comenzó a descender, cada vez más, hasta que su lengua la acarició del mismo modo en que la habían acariciado sus dedos. Ella le aferró los hombros y jadeó.

Sosteniéndole las nalgas con las manos, la veneró con los labios y la lengua, aspirando su almizcle femenino, su delicada esencia, amándola hasta que ella se desbordó junto a él y, hundiéndole los dedos en los hombros, profirió un grito mientras el éxtasis le recorría todo el cuerpo. Cuando los espasmos remitieron, él la levantó en brazos, la llevó a su lecho y la depositó cuidadosamente sobre el cubrecama. Se colocó entre sus muslos y contempló su bello rostro, sonrojado de pasión.

– Mírame.

Elizabeth abrió los ojos y él la penetró con una acometida larga y enérgica, incrustándose en su húmedo calor. Ella soltó un gemido gutural, deslizando las manos por la espalda de Austin. Sin dejar de moverse muy despacio en su interior, él observó toda la gama de emociones que desfilaron por su expresivo rostro, mientras sus embestidas se volvían más largas, vigorosas y rápidas. Ella respondió moviendo las caderas al mismo ritmo que él, hasta que Austin notó que el placer se apoderaba de su mujer una vez más.

En el instante en que ella lo apretó en su interior, él perdió todo asomo de control. Todo su mundo quedó reducido al punto en que su cuerpo se unía al de Elizabeth. Nada le importaba excepto ella. Estar dentro de ella. Tenerla alrededor de él. La acometió una y otra vez, incapaz de detenerse, ciego de pasión. Con una última embestida, se derramó dentro de ella y, por un momento interminable, susurró su nombre una y otra vez, como una oración.

Cuando la tierra se enderezó, él se desplomó y rodó hasta quedar de costado, arrastrando a Elizabeth consigo. Quería acariciarle la espalda, pero no podía moverse. Ni siquiera podía cerrar los puños. A decir verdad, apenas podía respirar. Nunca había hecho el amor de un modo tan intenso, y un calor interior, más maravilloso que cualquier sensación que hubiese tenido nunca, se extendió por todo su cuerpo.

La amaba.

Por Dios, la amaba.

La amaba tanto que le dolía.

Se quedó inmóvil. Pero ¿y si ella no correspondía a sus sentimientos? ¿Y si…?

Desechó esta idea sin contemplaciones. Elizabeth sencillamente tenía que amarlo, y no había que darle más vueltas. Y si no lo amaba ahora él encontraría el modo de conseguir que acabase amándolo. Tanto como él la amaba a ella.

Las palabras que nunca le había dicho a nadie pugnaron por salir. Tenía que decírselas. Tenía que hacerlo. Se preguntó si ella ya lo sabría. ¿Le habría leído el pensamiento y captado sus sentimientos? Quizá, pero en todo caso no se lo había comentado. De todos modos, aunque hubiese adivinado lo que sentía por ella, Elizabeth merecía oír esas palabras.

Volvió la cabeza y le rozó la sien con los labios. Después se echó hacia atrás, decidido a mirarla a los ojos al tiempo que le decía que la amaba.

Con el corazón desbocado, abrió la boca para hablar, y acto seguido la cerró.

Su esposa, su robusta esposa, siempre llena de energía, se había quedado dormida.

– ¿Elizabeth?

Por toda respuesta, ella soltó un suave ronquido.

Vaya, maldita sea.

Enseguida se sintió muy avergonzado. Qué egoísta de su parte, atender a sus propias necesidades cuando ella había pasado un día agotador. Por todos los diablos, se había desmayado en sus brazos hacía una hora. Si quería ganarse el amor de una mujer tenía que mandar al infierno su egoísmo. No podría comprar a su Elizabeth con baratijas, títulos ni joyas. Pero podía ganársela con cariño. Y amor.

Amor. Su boca se torció en una sonrisa.

Por fin había encontrado un nombre para el «efecto Elizabeth».

Procurando no despertarla, tiró del cubrecama para taparse los dos y la acurrucó cómodamente junto a sí. Después de escuchar su respiración regular durante varios minutos, le dio un beso en la frente.

– Te quiero -susurró-. Te quiero.

Загрузка...