Al día siguiente, Josiah no dijo nada cuando Rye subió a la vivienda a la hora habitual y luego regresó con marcas recientes del peine en el cabello, y la camisa pulcramente metida en la cintura del pantalón.
– No tardaré -dijo el joven saliendo por las puertas dobles con paso confiado.
Pero tardó más que de costumbre, porque esperó, vigiló, y recorrió la plaza con la vista hasta que se dio por vencido treinta minutos después. Se oyó la advertencia que marcaban sus botas antes de que entrase, irritado, por la puerta de la tonelería, con los labios apretados y una expresión de ira contenida.
Josiah guiñó los ojos tras el humo de la pipa, siguiendo al hijo con la vista.
– Así que hoy ella no ha aparecido -comentó en tono tranquilo.
El puño de Rye se estrelló como un ariete sobre un banco de trabajo.
– ¡Maldita sea, ella es mía!
– Pero Dan no lo admite.
– Ella quiere serlo.
– Sí, pero, ¿eso qué importa, si la ley está del lado de Dan?
– Del mismo modo que la ligó a él, la ley puede liberarla.
El ceño de Josiah se hizo tan profundo que casi ocultó los ojos gris azulado tras las cejas grises.
– ¿Divorcio?
Rye perforó al padre con su mirada decidida.
– Sí, eso es lo que estoy pensando.
– ¿En Nantucket?
Esas dos palabras no necesitaban mayores aclaraciones. Las rígidas creencias puritanas de los fundadores de Nantucket perduraban; Rye no había oído hablar en su vida de que ninguna pareja de la isla se divorciara.
Con un suspiro se sentó sobre un barril, se inclinó adelante y entrelazó los dedos en la nuca, clavando la vista en el suelo.
Josiah apoyó en el suelo uno de los mangos de la cuchilla de desbastar, se quitó la pipa y cambió repentinamente de tema.
– He estado pensando. En los últimos tiempos, no me sirves de mucha ayuda, arrojando herramientas como si quisieras matar a alguien, rompiendo duelas en buen estado y olvidando en el agua las que dejas en remojo.
Rye alzó la vista: su padre jamás se quejaba; Josiah era el hombre más paciente que conocía. Siguió hablándole, con su seco acento de Nueva Inglaterra.
– Tenemos que establecer acuerdos con los de tierra firme para que nos envíen el suministro de invierno de duelas.
Como en Nantucket no había posibilidad de proveerse, Josiah compraba duelas sin desbastar a los granjeros de tierra firme, que tenían una provisión ilimitada de madera y que, a no ser por esos encargos, tendrían a los trabajadores ociosos durante el largo invierno. Todas las primaveras, cambiaban el suministro de un año entero de tablas de tamaño apropiado por barriles terminados y cubos, arreglo tan provechoso para el granjero como para el tonelero.
– Será mejor que vayas y hables con los granjeros de Connecticut. -En este punto, Josiah señaló a Rye con la pipa-. Me parece que podría convencerte de que fueras y te encargases de esa tarea.
Las palabras del padre empezaron a apaciguar la ira de Rye.
Josiah inclinó de nuevo la cabeza gris sobre el trabajo, y de la cuchilla seguían cayendo espirales de madera y la columna de humo de la pipa se elevaba para luego disiparse sobre su cabeza. Murmuró, como para sí:
– Si yo estuviese sentado sobre ese barril, pensaría en hablar con los abogados de tierra firme para averiguar cuáles son mis derechos. No me conformaría con la palabra de Ezra Merrill de que la cosa ya no tiene remedio.
Con los codos aún apoyados en las rodillas, Rye fijó la vista en la espalda del viejo, que se flexionaba con cierto ritmo cuando los vigorosos antebrazos tiraban y luego retrocedían para arrancar otro pedazo al listón de cedro. Contemplándolo y reflexionando, sintió que se le ablandaba el corazón. Sin hablar, se incorporó, se puso de pie, fue a pararse detrás del padre y apoyó una mano sobre el hombro fuerte y flexible. Sintió cómo abultaban y se endurecían los músculos bajo los dedos, cuando Josiah completó el movimiento. También sin hablar, el anciano dejó quieta la cuchilla y alzó la mirada sabia hacia el hijo, que lo miró con los ojos nublados por la ira. Josiah apretó los labios. Los abrió, dejando escapar una nubécula de humo. Rye le apretó el hombro y dijo en voz queda:
– Está bien, padre, iré. Es justo lo que necesito… gracias.
Josiah asintió, y Rye le apretó otra vez el hombro y luego dejó caer la mano.
Laura supo que Rye se había ido de la isla, y eso le ayudó a mantener la promesa hecha a Dan, aunque tenía la sensación de que él podía ver lo que habitaba en la zona oculta de su mente. Cada vez con más frecuencia, alzaba la vista y lo sorprendía contemplándola con expresión consternada, como si hubiese detectado sus pensamientos secretos. Empezó a sentir la irritación de saber que él tenía derecho a desconfiar de ella, pues aunque su cuerpo permaneciese leal a él, su mente vagaba a menudo con Rye por las colinas.
Le debía mucho a Dan. Había sido un buen esposo y, si era posible, un padre todavía mejor. Le había enseñado a Josh a volar una cometa, a caminar con zancos, a distinguir una gaviota de un gaviotín y a manejar la pluma, cosa bastante difícil. Si hasta Josh comenzaba a dominar el alfabeto y sus letras temblorosas inspiraban los constantes elogios de Dan. Ambos pasaban largas sesiones inclinados sobre la mesa de caballete, con las cabezas juntas. Y cuando se volcaba la tinta, en lugar de cólera mostraba paciencia; cuando las letras salían mal, le daba ánimos en lugar de criticarlo.
Pero casi todas las noches, cuando terminaban las lecciones, Dan se quedaba en la casa por un breve lapso para después ponerse la chaqueta y el sombrero y salir en busca del solaz que, al parecer, le proporcionaba el alcohol. Entonces ella se paseaba inquieta por la casa, tocando los innumerables objetos de lujo que Dan le había comprado: la pila de cinc, la parrilla de latón para asar, colocada delante del hogar y, encima, el torno con manivela para dar vueltas a las carnes puestas a asar. A veces, deslizaba los dedos por la repisa mientras recorría la habitación silenciosa, y contemplaba las piezas de metal blanco que Dan había insistido en comprar, para que no tuviera que estar constantemente fundiendo y rehaciendo las de peltre, que se rompían, se torcían o se agujereaban a menudo.
Después, comenzó a llevarle regalos: primero apareció con jabón perfumado, y la convenció de que dejara de tomarse la molestia de prepararlo ella. Cuando Laura protestó, Dan restó importancia al regalo insistiendo en que no era costoso, pues cualquier candelera de la isla podía hacerlo con los mismos materiales y empleando procesos similares a los que se utilizaban para fabricar velas. Cuando atracó un barco proveniente de Francia, llegó a la casa con un colorido azucarero pintado y barnizado y un bote para guardar té.
Ella sabía por qué le traía regalos cada vez más a menudo, y esas constantes ofrendas aumentaban su sentimiento de culpabilidad. Incluso cuando los aceptaba, se preguntaba cómo romper con esa buena vida que él les brindaba, tanto a ella como a su hijo, sin dañar a ninguno de ellos.
Cuando volvió del viaje al continente, Rye se encontró con que había recibido un cheque… de parte de Dan. El alquiler de la casa. Obstinado, se negó a hacerlo efectivo, ¡y le gritó a Josiah que hubiese sido como aceptar una renta de Dan por el uso de Laura!
Entretanto, la muchacha necesitaba hablar con alguien, una persona que pudiese ayudarla a ordenar los confusos sentimientos de una mujer que sopesaba el deber hacia un hombre y resistía la tentación de buscar a otro: de este último, durante el día llevaba apretada contra el corazón la ballena que le había tallado, y de noche, su imagen poblaba sus sueños.
Descartó la posibilidad de ir a hablar con su madre. Tampoco podía hacerlo con sus amigas casadas, porque también eran amigas de Dan. Sólo quedaba su hermana Jane, que vivía en Madaket Harbor, a media hora de caminata hacia el Oeste.
El marido de Jane era pescador, y seguía la costumbre de salir de pesca en Nantucket y alrededores, de acuerdo con la temporada: en marzo, el arenque que poblaba los canales de las islas; en abril, el bacalao y el abadejo, en el extremo oriental de la isla. Pero Laura sabía que, en ese momento, John Durning debía de estar pescando bacalao en Sankaty Head, y que ella y Jane podrían conversar tranquilas.
Se puso una abrigada capa con capucha y cruzó las colinas al oeste del pueblo, siguiendo una línea paralela a los altos acantilados que recorrían la curva interior de la isla, dichosa de hallarse otra vez en los salados brezales, aunque el día estuviese nublado y amenazara con llover. Mientras Josh la precedía dando saltos, Laura avanzó por Cliff Road, que se curvaba entre las zonas más estrechas de Long Pond. Al aproximarse a las colinas del lado Noroeste de la isla y mirar más allá de Madaket Harbor, apenas se distinguía la isla Tuckernuck a través de la llovizna que caía. Se puso a temblar, y se apresuró.
La casa de Jane era del mismo tipo que la suya, gastada por las inclemencias del tiempo y, a medida que crecía la familia, se le habían agregado dos cuartos en voladizo, pues Jane tenía seis hijos, y cualquier día se podía encontrar allí a otros tres, entorpeciendo el paso… ¡hasta dar la sensación de que brotaban niños de entre las tablas que formaban los muros! Jane se movía con sorprendente calma en medio del barullo y las peleas, frenando las riñas que necesitaban ser arbitradas, atendiendo las exigencias constantes de alimento, y limpiando la suciedad inevitable que seguía a las meriendas de los niños con leche y tartas de mermelada.
En cuanto entró en la casa de su hermana, Laura supo que había cometido un error al elegir un día lluvioso para una charla confidencial. El clima había confinado a sus seis sobrinos dentro de la casa y, al parecer, cada uno de ellos había llevado consigo un batallón de amigos. Josh estaba en la gloria, porque fue inmediatamente incluido en el juego de búsqueda del tesoro, en cuyo desarrollo toda la tribu se dispersó por los rincones de la sala, sin dejar de lado las faldas de Laura y de Jane: los niños no vacilaron en revisar los bolsillos de ambas mujeres, sus orejas, e incluso sus zapatos, en busca del tesoro escondido.
Risueña, Jane estimuló el alboroto sugiriéndoles posibles escondites, mientras Laura se impacientaba cada vez más. Pero cuando ya desesperaba de tener una ocasión para abordar el tema, fue Jane misma la que lo trajo a colación:
– Toda la isla habla acerca de tú y Rye… y de Dan, por supuesto.
– ¿En serio? -preguntó Laura, sorprendida.
– Se dice que te encuentras con Rye en secreto.
– ¡Oh, Jane, no es verdad!
– Pero has estado viéndolo, ¿no es así?
– Sí, claro que lo he visto.
Jane observó a su hermana un instante, y le dijo.
– También nosotros. Tiene un aspecto maravilloso, ¿verdad?
Laura sintió que se sonrojaba, y sabía que Jane la observaba con atención, mientras proseguía.
– Vino a visitarnos, trayendo unas chucherías que había tallado para los niños, aunque no sabía que teníamos tres más. Se sorprendió bastante al saber que teníamos hijos como para tripular un ballenero. -Jane rió entre dientes y luego, poniéndose seria, posó la mirada de los ojos almendrados en la hermana-. Lo han visto mucho caminando por las marismas, y dicen que recorre la costa con la perra pegada a los talones, y que él mismo tiene aspecto de perro perdido.
La imagen de Rye desolado, vagando por la isla con Ship pegada a los talones hizo que el semblante de Laura se crispara.
– Oh, Jane, ¿qué debo hacer?
Se tapó los ojos, ahora arrasados por las lágrimas.
Uno de los niños pasó chillando, pero Jane lo ignoró y acarició el cabello de su hermana en gesto de simpatía.
– ¿Qué quieres hacer?
– Quiero impedir que alguien resulte herido -sollozó, desdichada.
– No creo que eso sea posible, pequeña.
Al oír el apelativo cariñoso, Laura tomó la mano de la hermana y se la apoyó un instante en la mejilla, para luego apoyarla sobre la mesa, donde quedó entre las dos.
– Si lo que dicen es cierto, entonces los he hecho desdichados a los dos. Rye, vagando por las dunas con la perra, esperando que yo le diga que sí, y Dan, que sale todas las noches de casa para beber hasta que se le pasa el miedo de que le diga que no. Y, entre ellos, Josh, que no tiene ni idea de que Rye es su padre. Ojalá supiera qué hacer.
– Tienes que hacer lo que te dicte el corazón.
– Oh, pero… tú no has visto la expresión de Dan cuando vuelve a casa con otro regalo para mí, con la esperanza de que… oh, Jane, es espantoso. -Otra vez estalló en lágrimas-. Ha sido tan bueno conmigo… y con Josh.
– Pero, ¿tú a quién amas, Laura?
Los ojos enrojecidos elevaron la vista. Los labios temblorosos se separaron. Laura tragó saliva, y bajó la vista de nuevo.
– Tengo miedo de responder.
Jane volvió a llenar la taza.
– ¿Porque los amas a los dos?
– Sí.
Acercando la mano por encima de la mesa, Jane frotó con suavidad el dorso de la de Laura.
– Yo no puedo decirte lo que tienes que hacer. Lo que puedo decirte es esto: yo ya estaba casada cuando… bueno, cuando tú y Rye os convertisteis en adolescentes. Os vi crecer ante mis ojos. Observé lo que sucedía entre vosotros, y el modo en que Dan te seguía con la misma expresión que debe de tener ahora, cuando te lleva regalos, intentando conquistar tu amor. Querida Laura… -Con un dedo, levantó la barbilla trémula de su hermana, y la miró a los ojos castaños de expresión angustiada-. Mucho antes de que os casarais, yo sabía cómo eran las cosas entre tú y Rye. Lo supe porque John y yo estábamos tan enamorados que fui capaz de reconocer los síntomas en otros. Vosotros dos no podíais quitaros la vista de encima… y sospecho que tampoco las manos, cuando estabais solos. ¿Sería descabellado por mi parte preguntarte si tu actual desdicha tiene algo que ver con eso?
– Jane, no hemos hecho nada desde que él regresó. Él… nosotros…
Tartamudeando, terminó por quedarse callada.
– Ah, ya entiendo. Quisieras que sucediese.
– Por Dios, Jane, lo he combatido.
– Sí. -La pausa de Jane fue elocuente-. Así que Rye anda por las dunas con la perra, y tú vienes a llorar a mi cocina.
– Pero estuve casada con Rye menos de un año, y cuatro con Dan. ¡Le debo algo!
– Y a ti… ¿qué te debes a ti? Por lo menos la verdad. Que si la falsa noticia de la muerte de Rye Dalton no hubiese llegado jamás a Nantucket no estarías casada con Dan más que cuando tenías diecinueve años y elegiste a Rye.
– ¿Y qué hay de Josh?
– ¿Qué pasa con él?
– Quiere mucho a Dan.
– Es joven y flexible. Se adaptaría al enterarse de la verdad.
– Oh, Jane, si pudiera estar tan… tan segura como tú…
– Estás segura. Lo que sucede es que estás asustada.
– Estoy legalmente casada con Dan. Haría falta un divorcio.
– Fea palabra. Es suficiente para asustar a cualquiera que haya sido criado en esta región puritana, y para que los más benevolentes te miren con desprecio en la calle. ¿Es eso lo que estás pensando?
Con gesto cansado, Laura negó con la cabeza y apoyó la frente en la mano.
– Ya no sé qué es lo que pienso. No sabía que todos en la isla nos observaban a Rye y a mí con tanta atención.
Jane se quedó pensativa largo rato; después se irguió en la silla, tamborileó con la mano sobre la mesa como si fuese un juez bajando el martillo, y comentó:
– Se dice que es frecuente ver a Rye vagando por las dunas. Si te encontraras por ahí con él, ¿quién podría asegurar que no fue por casualidad? ¿Y quién os vería?
– Caramba, Jane…
Pero antes de que pudiese agregar algo más, se abrió la puerta y entró John Durning, robusto y vocinglero, lanzando un atronador saludo a los niños y depositando un franco beso en la boca de su esposa, antes incluso de quitarse el impermeable amarillo. Saludando con un alegre hola y una sonrisa a Laura, se colocó detrás de la silla de Jane y le apoyó las manos a los costados del cuello, masajeándola con los pulgares, mientras bromeaba:
– ¿Qué hay para que un hombre se caliente el cuerpo al llegar a su hogar con un tiempo como este?
Jane giró la cabeza para sonreírle:
– Hay té, entre otras cosas.
El evidente cariño entre los dos, y la manera en que disfrutaban de su mutua compañía y bromeaban, recordó a Laura cómo solían ser las cosas con Rye cuando llegaba a casa. Era como eso: la sonrisa, la caricia atrevida, las frases con doble intención. Los simples hechos cotidianos se veían magnificados hasta convertirse en algo sublime, porque eran compartidos.
Si te encontraras por ahí con él, ¿quién podría asegurar que no fue por casualidad?
Y aunque sin duda era tentador, desde ese día Laura evitó con cuidado las dunas.
A los habitantes de la isla se les había hecho habitual ver a Rye Dalton y a su perra vagando por los caminos. Podía vérselos al principio y al final del día, andando por los innumerables senderos del interior de la isla, o por alguna de las playas de arena blanca, el hombre delante, la perra pisándole los talones.
A menudo se recortaban las siluetas de los dos contra el encendido cielo, hacia el Naciente, en los amaneceres cargados de rocío, sentados en la cima de Folger Hill o de Altar Rock, los puntos más altos de la isla, y como telón de fondo, la vista panorámica de la lengua de tierra bordeada de blanco y el infatigable Atlántico más allá. Y si el amanecer era sombrío, los viejos pescadores que vivían en las minúsculas chozas en las costas de Sconset, solían verlos a los dos emerger de los velos de neblina en la orilla del mar, merodeando abatidos con la cabeza gacha, el hombre con las manos metidas en la delantera del pantalón, mientras que la perra daba la impresión de que hubiese imitado al amo si le fuera posible.
Otras veces, esos dos compañeros inseparables corrían por la superficie endurecida del pedregal; los tacones de Rye se hundían en la arena apisonada y las huellas iban desapareciendo a medida que las olas las lavaban, mientras que Ship, con la lengua colgando a un lado de la boca, galopaba sobre la resaca a la par del hombre, que corría como si lo llevaran los demonios, con el aliento entrecortado, obligando a su cuerpo a superar los límites físicos. Agotados, caían jadeando sobre las arenas planas; él boca arriba, contemplando la profundidad del cielo; la perra, escudriñando el ondulado horizonte como si buscara velas.
Al anochecer, a veces estaban de pie sobre los altos riscos que dominaban el abandonado Codfish Park, donde los pescadores subían su pesca y la dejaban secar en los bastidores de madera, en primavera y en otoño, cuando abundaba el bacalao.
Por las mañanas, después de que la marea alta depositaba las ofrendas del Atlántico en las costas del Sur de la isla, Rye y Ship solían encontrar buscadores de algas revolviendo los restos de los botes abandonados, aunque el hombre casi no notaba la presencia de otras personas en la misma franja de playa que él recorría.
Otras veces, él y Ship se abrían paso alrededor de las lomas de Saul's Hill, ahuyentando bandadas de mirlos. En otra época, estos pájaros constituían tal plaga que todo varón habitante de la isla tenía asignada una cantidad que debía matar para poder obtener autorización para casarse.
– Ah, Ship -suspiraba buscando a tientas la cabeza del animal-, si pudiese matar quinientos mirlos y, de ese modo, quedase libre para casarme con ella…
Llegó un día en que no soplaba un solo hálito de viento, y los dos contemplaban el mar casi inmóvil. Las orejas de Ship se alzaron y se le erizó el pelo del lomo. Alerta, se puso en guardia, buscando detrás de ella para identificar el origen del violento siseo que llegaba no se sabía bien de dónde. Pero no se veía nada, y sólo se oía una especie de fantasmagórico silbido, como si algo dejara escapar un gigantesco chorro de vapor. Los viejos denominaban bramido a ese inexplicable sonido que emitía el océano, aunque todos ignoraban su origen y sólo sabían que, sin duda, era seguido por vientos malhumorados, portadores de lluvia, que soplaban hacia el Este.
Fiel a la predicción, antes de que terminase el día el cielo parecía haber bajado sobre la tierra, y tenía un amenazador tono gris verdoso. Sorprendió a Rye y a Ship contemplando las agitadas aguas de Miacomet Rip, donde las corrientes ocultas empujaban y chupaban la base de la isla, al tiempo que los vientos hacían revolotear el cabello del hombre, azotando el aire alrededor de su cabeza como salpicaduras de mar.
A esto siguieron tres días de intensa lluvia que golpeaba desde el Sur, y que les obligó a quedarse dentro. La cuarta mañana la lluvia acabó, dejando un banco de niebla tan densa que nublaba hasta las curvas ondeadas de las costas de la península Coatue.
Tras los tres días de confinamiento forzado, Rye estaba nervioso e irritable. Por eso, cuando a media mañana del cuarto día salió el sol y el cielo azul fue extendiéndose lentamente de Oeste a Este, Josiah le sugirió que fuese a Mill Hill a tratar el cambio de barriles por harina, transacción habitual entre el tonelero y Asa Pond, el molinero.
Poco después de mediodía salió con la perra a cumplir el encargo, contento de librarse una vez más de la tonelería. El sol, ya alto, hacía brillar los adoquines de la calle Main, y en maceteros, en los alféizares de las casas que flanqueaban calles más angostas, se derramaban alegres manchas de geranios rojos y coralinos. Rye recordó los geranios que había junto a la puerta de Laura y se preguntó si también habrían florecido, pero hizo un esfuerzo y la apartó de su mente.
Con Ship a los talones pasó ante Sunset Hill, donde se erguía la casa de Jethro Coffin, uno de los primeros moradores de la isla, desde hacía 150 años. Pasó junto a los acantilados de Nantucket, donde las aguas verde claro señalaban la presencia de la barra, y las de color azul oscuro, la de aguas más profundas de la bahía. Encima, un par de gaviotas blancas perseguían a una negra, y sus agudos chillidos entrecortados resonaban en la tarde estival.
Siguió avanzando hacia los cuatro molinos de viento de diseño holandés, que subían las pendientes de las cuatro colinas que quedaban hacia el Sur y el Oeste del pueblo. El molino de Asa Pond había sido construido en 1746 con madera recogida de los buques hundidos, pero cuando empezaba a presentarse a la vista sobre la colina parecía atemporal, con sus cuatro brazos de rejilla recubiertos de velas de lino que, en ese momento daban al Sudoeste, gracioso y desmañado a la vez; el suave girar de los brazos, cuyas velas se rizaban como las de un velero, le daba la gracia; desgarbado por la larga pértiga que se extendía desde la parte trasera, como la gmpa de una extraña bestia agazapada sobre el suelo. El grueso mástil de madera sobresalía de la estructura y se apoyaba en una rueda, por medio de la cual se podía hacer girar toda la construcción para adaptarse a la dirección del viento. La rueda había formado un surco circular en la tierra, y Rye saltó sobre él, cruzó el círculo de hierba y subió la escalera hacia el piso del molino propiamente dicho, que quedaba en la parte alta.
Dentro flotaba el polvo de grano, siempre presente en el aire por el cereal que caía desde el tubo alimentador sobre la muela, y los aprendices cribaban la harina, dándole diversos grados de molido. Los suelos de madera elevados vibraban constantemente por el golpeteo de los engranajes de madera, cuando rodillos gigantescos encajaban en piñones de roble del torno. El olor del grano era agradable para Rye, pero, a través de las motas de polvo suspendido, vio que Asa tenía un pañuelo atado sobre la nariz y la boca para protegérselas mientras trabajaba. El molinero lo saludó con la mano y señaló la puerta: el estrépito de las muelas y el golpeteo de los engranajes hacía imposible cualquier conversación. Asa salió del molino tras él, quitándose el pañuelo de la cara, y los dos se detuvieron junto a la base del edificio, realizando la transacción bajo el agradable sol veraniego mientras las velas les proporcionaban un mudo acompañamiento.
También Josh estuvo inquieto y aburrido los tres días que duró el mal tiempo. En cuanto el cielo empezó a despejarse, le rogó a Laura que lo llevase a recoger frutos de arrayán, uno de sus entretenimientos preferidos. Como ella le explicara, paciente, que aún no estaban lo bastante maduros, Josh insistió en dar otro paseo a casa de la tía Jane. Al fracasar también esta sugerencia, pensó en otra de sus diversiones favoritas: un paseo al molino, donde a veces le permitían montar en el mástil mientras los bueyes hacían girar la construcción en el sentido del viento. Pero Laura le contestó, casi de mal modo:
– No, no tengo tiempo. Hay que quitar la maleza del jardín, y el mejor momento es ahora, inmediatamente después de la lluvia.
– Pero, mamá, el señor Pond podría…
– ¡Joshua!
Rara vez lo llamaba por el nombre completo.
Las comisuras de la boca de Josh descendieron, y merodeó por el jardín mientras la madre trabajaba, aburrido, haciéndole preguntas con respecto a bichos, polillas de las calabazas, y pepinos enanos. Se acuclilló entre las filas y señalaba con dedo inquisitivo cada maleza que la madre tocaba, preguntándole:
– ¿Esa cuál es? -Y también-: ¿Cómo sabes que no es una planta buena?
– Lo sé, eso es todo. Hace mucho tiempo que hago esto.
Josh miró cómo arrancaba unas cuantas hierbas más.
– Yo puedo hacerlo.
Laura casi no lo miró.
– Josh, ¿por qué no te vas a jugar?
– Papá me dejaría.
– ¡Bueno, yo no soy papá, y tengo mucho que hacer!
Siguió arrancando maleza mientras Josh revoloteaba alrededor, con la mejilla apoyada en una rodilla, canturreando desafinado y cavando la tierra con un dedo.
Laura avanzó por una hilera, y Josh siguió observándola. Unos momentos después, se acercó a ella de cuclillas y le mostró, orgulloso, una planta que había arrancado.
– Mira, mamá, yo puedo ayudar… ¿lo ves?
– Ohhh, Josh -gimió-, has arrancado un nabo que estaba creciendo.
– Oh. -Lo contempló desolado, y luego le dirigió una sonrisa radiante-. ¡Volveré a plantarlo!
Impaciente, la madre replicó:
– ¡No, Josh, no sirve! Una vez que lo arrancas, se seca y muere.
– ¿En serio? -preguntó, confundido y decepcionado porque sólo pretendía ayudar.
– En serio -respondió disgustada, y luego siguió arrancando malas hierbas.
Josh permaneció unos momentos junto a ella, observando el nabo inmaduro, que ya estaba marchitándose.
– ¿Qué es morir? -preguntó con toda inocencia.
Sin quererlo, la asaltó la idea: morir es lo que creímos que le pasó a tu padre, y la razón por la que me casé con otro. Perturbada e irritada con el niño, exclamó:
– ¡Josh, tíralo y búscate otra cosa para hacer! Si sigues fastidiandome con tus preguntas interminables, jamás terminaré!
La pequeña boca tembló, y el niño se pellizcó la mejilla con un dedo sucio. Al instante, Laura se odió por ser tan impaciente con su hijo, que sólo quería ayudar. En los últimos tiempos, esto ocurría con frecuencia, y cada vez se prometía que no volvería a hacerlo. Deseaba ser como Jane, con la misma paciencia cercana a la santidad hacia su pandilla de hijos. Pero Jane era muy dichosa, ¡y la felicidad era lo que marcaba la diferencia! Cuando una era feliz, podía manejar las cosas con más facilidad. En cambio, su tensión creciente buscaba una válvula de escape, y a veces la encontraba en situaciones inesperadas y, por desgracia, su hijo cargaba con las consecuencias. Para empeorar las cosas, Laura comprendió que Josh decía la verdad: Dan le hubiese explicado con toda paciencia cómo distinguir las malezas de las verduras, por más que eso retardase la tarea.
Josh hacía valientes esfuerzos por no llorar, pero las lágrimas titilaban en las pestañas doradas mientras observaba el lamentable nabo malogrado, preguntándose por qué mamá estaba tan molesta. Laura suspiró y se apoyó en los talones.
– Josh, querido, ven aquí.
La barbilla del niño se hundió más en el pecho, y las lágrimas rodaron una tras otra.
– Josh, mamá lo siente. Tú sólo querías ayudar, ¿verdad?
El chico asintió, sin levantar la cabeza.
– Ven aquí si no quieres que mamá también llore, Josh.
Josh alzó los ojos cuajados de lágrimas hacia ella, dejó caer el nabo y corrió a los brazos de su madre, abrazándola con vehemencia, hundiendo la cabeza entibiada por él sol en su cuello. Laura se arrodilló en el surco de la huerta, estrechando con fuerza al hijo de Rye contra el delantal, sintiendo que le faltaba poco para echarse a llorar.
«Estoy cambiando, -pensó-, pese a mis esfuerzos para conservar la ecuanimidad en mi matrimonio. Estoy volcando mi irritación en Josh, me siento infeliz con Dan, y no trato bien a ninguno de los dos. Oh, Josh, Josh, lo lamento. Si fueras lo bastante mayor para entender lo mucho que amo a tu padre, y que, también, amo francamente a Dan…» Cerró los ojos apoyando la cabeza sobre el cabello del niño, la mejilla de Josh apoyada en su pecho, donde en ese mismo momento tenía oculta la ballena tallada. Lo meció con suavidad, tragándose las lágrimas, para luego apartarlo y poder contemplar ese rostro adorable.
– ¿Sabes?, en realidad, no tengo ningunas ganas de arrancar malezas. ¿Qué te parece si damos una caminata hasta el molino. Necesito encargarle harina a Asa.
– ¿En serio, mamá?
La cara de Josh se iluminó, y con la misma rapidez, olvidó las lágrimas.
– En serio. -Le pellizcó la nariz-. Pero antes tendrás que lavarte las manos y la cara, y peinarte.
Josh ya corría cuatro filas adelante, saltando sobre nabos, guisantes, judias y zanahorias, hacia donde estaban el agua y el jabón.
– ¡A que te gano! -vociferó sin dejar de correr.
– ¡A que no!
Y Laura también se incorporó, se sujetó las faldas, y corrió tras él hacia el patio trasero.