Capítulo7

En la tonelería de la calle Water, Rye Dalton era acosado por los mismos recuerdos; eran pocos los momentos en que Laura estaba ausente de sus pensamientos. Después del encuentro en la huerta de manzanos, se precipitó sobre el trabajo con celo desmedido, arrastrando a su cuerpo hasta límites que no tenía derecho de imponerle cuando pasaron dos semanas, luego tres, y no tuvo noticias de ella.

Pero ella estaba allí, ante él, mientras desbastaba con la cuchilla o curvaba los hombros encima de la alisadora o giraba la manivela del torno para vencer la resistencia de las duelas de un barril y mantenerlas tirantes. Laura estaba ante él, atrayéndolo con su rostro, entregándosele con su cuerpo. Veía sus rasgos en la veta de la madera, imaginaba el contorno de sus pechos cuando pasábalos dedos, delicadamente, por el borde curvo de una duela. Cuando enroscaba las cuerdas del torno alrededor de ellas para cincharlas y poder pasar el aro, imaginaba la cintura de Laura, cinchada por lazos, aunque sabía que era Dan el que lo hacía todos los días.

A duras penas podía contenerse y no dejar el torno para subir la colina e ir a reclamarla. Pero le había pedido tiempo, y aunque no sabía cuánto necesitaría, accedió con la esperanza de que, llegado el momento, se decidiría en favor de él.

Sentía un modesto contento al estar otra vez en la tonelería, trabajando junto a su padre, inclinado sobre la labor en ese ámbito de dulce fragancia en el que había crecido.

En los días brumosos, un fuego perfumado ardía siempre en el hogar, pues nunca faltaban virutas de madera para alimentarlo. Cuando acababa un cubo de cedro, Josiah apartaba los desechos y los distribuía con cuidado en el fuego, con la suficiente frecuencia para mantener una constante fragancia que flotaba en el aire como incienso, mezclándose con el humo de su pipa.

Los días soleados, los portones quedaban abiertos hacia la calle y el perfume de las lilas entraba y se sumaba a los de las maderas, tanto frescas como secas. Había un permanente paso de transeúntes del pueblo, muchos de los cuales entraban unos minutos a saludar y a darle la bienvenida a Rye por su retorno. Todos estaban enterados de la extraña situación que había hallado al volver, pero nadie la mencionaba; sólo observaban y estaban a la expectativa de lo qué podría pasar.

El viejo tampoco hacía preguntas, aunque Josiah era lo bastante perspicaz para notar que la creciente inquietud ponía a Rye cada vez más nervioso y distraído. La tolerancia nunca había sido el fuerte de su hijo, y el padre se preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que hubiese un desenlace.

Era un día resplandeciente de principios de verano, con un cielo azul sin nubes, de cálido sol cuando el anciano se tomó el descanso de media mañana y salió arrastrando los pies por la puerta abierta, para fumar la pipa y estirar la espalda.

– El muchacho está «tardando» bastante para volver con esos aros -decía Josiah, en su rico acento de Nueva Inglaterra.

Se refería al hijo de su hermano, Chad Dalton, su último aprendiz, que había ido a la herrería a buscar un par de aros. Pero ahora que Rye estaba de vuelta, en ocasiones el muchacho aflojaba el paso, aprovechando el buen talante del tío Josiah.

Rye no alzó la vista siquiera, lo que no sorprendió a Josiah. El hijo estaba de pie ante la hoja fija de una garlopa de un metro y medio de largo, pasando por ella el borde de una duela. Para dar a ambos bordes una forma idéntica hacía falta criterio preciso, mano firme y no despegar la vista del trabajo. No le molestaba que Rye no levantara la vista; lo que le molestaba era que, al parecer, tampoco escuchase.

– ¡He dicho que ese chico está tardando demasiado para volver con esos aros!-repitió en voz más alta.

Al fin, las manos de Rye se detuvieron y levantó la vista, serio.

– Te he oído, ¿o acaso son tus oídos los que no funcionan bien?

– Mis oídos no tienen ningún problema. Lo que pasa es que no me gusta hablar solo.

– Lo más probable es que el muchacho esté haciendo rodar esos aros en la dirección contraria, desde la herrería de Gordon… ya sabes qué pasa cuando se juntan un muchacho y un aro.

Rye se dispuso otra vez a trabajar con la garlopa.

– Había pensado en mandarlo después a buscar naranjas frescas a la plaza: acaban de llegar desde Sicilia. Ya sería hora de que volviese; las naranjas deben estar pudriéndose al sol del mediodía.

Desde donde estaba, incluso Josiah podía oír los gritos de los vendedores en la plaza de la calle Main, donde el mercado de todos los días estaba en pleno ajetreo.

– Ve a buscarlas tú mismo. Te hará bien dar una caminata y salir de aquí unos minutos.

Josiah, todavía de espaldas a la tonelería, chupó la pipa y vio pasar a las señoras con las canastas al brazo.

– Hoy tengo las rodillas un poco duras… no sé por qué el reumatismo está molestándome un día despejado como este. -Escudriñó el cielo sin nubes-. Debe de estar aproximándose el mal tiempo.

Tras él, Rye midió el largo de la madera con un calibre. Sin hacer caso de la insinuación del anciano, la examinó con aire crítico, la encontró satisfactoria y tomó una duela terminada para compararlas. Las vio perfectamente iguales, y después de arrojarlas a un montón de piezas acabadas, tomó otra pieza de madera sin desbastar para empezar a trabajarla.

En la puerta, Josiah metió los dedos entre la cintura del pantalón y la camisa, se balanceó sobre los talones, y se quejó, hacia el cielo azul:

– ¡Ahá! Bien podría ir ahora a buscar naranjas frescas.

Tras él sonó un estrépito: era que Rye había dejado caer la tabla. El viejo sonrió para sí.

– Está bien, si quieres que yo vaya al maldito mercado a buscar naranjas para ti, ¿por qué no lo dices, simplemente?

Josiah apuntó al hijo con el ojo entrecerrado.

– Últimamente estás un poco irritable, ¿no?

Sin responderle, Rye atravesó la tonelería y pasó alrededor de su padre, manifestando la irritación a cada paso.

– Tengo la impresión de que tú necesitas salir un rato de aquí, no yo.

– ¡Ya voy, ya voy! -ladró el joven.

Cuando salió a la calle pisando fuerte, Josiah sonrió otra vez, chupó la pipa y murmuró:

– Sí, muchacho, lo estás… como para irte al infierno en bote, y pretendes arrastrarme contigo.

Era impresionante ver a Rye Dalton pasando como una exhalación por la calle adoquinada, con los pantalones ajustados de color tostado y una camisa de algodón blanco de hombros caídos, con mangas anchas fruncidas en la muñeca. El cuello abierto dejaba expuesta una honda V de piel tras la prenda sin botones, y el vello dorado chispeaba contra la carne bronceada. Le rodeaba el cuello un pañuelo rojo atado al modo de los marineros, hábito tomado de sus compañeros de travesía y que había conservado, pues le resultaba práctico para secarse las sienes cuando sudaba, en la tonelería.

Era una mañana cálida, que vibraba con los gritos exuberantes de las gaviotas y el rechinar de las ruedas por las calles. Rye dio la vuelta a una carreta que pasaba y saltó sobre la nueva acera adoquinada. Mientras andaba a grandes zancadas furiosas hacia Market Square, el viento agitaba el cabello descolorido por el sol y le azotaba las mangas abullonadas.

Los granjeros vendían flores frescas y manteca desde carros de madera de grandes ruedas. Los pescadores pregonaban abadejos, arenques y ostras, y, en las traseras de los carretones, los carniceros mantenían fresca la carne cubriéndola con pesadas telas mojadas. En un extremo de la plaza, un subastador gritaba su cháchara a medida que iban saliendo a la venta muebles y artefactos domésticos.

Rye buscó con la vista entre los vendedores hasta que encontró los manchones luminosos de los cítricos: limas, limones y naranjas apiladas en pirámides en las carretas, ofreciendo un tentador despliegue de colores. El perfume era delicioso y las frutas eran siempre codiciadas, porque sólo aparecían en esa época.

Dio un largo paso y recogió una naranja de piel brillante, sintiendo que se le hacía agua la boca, y admitiendo que el anciano tenía razón: la fruta era tentadora y era bueno salir al aire fresco y meterse en medio del bullicio del mercado. Había un constante estrépito de voces: el redoble agudo del subastador, los gritos indolentes de los dueños de las carretas y el canturreo musical de los vendedores que intercambiaban banalidades, y allá arriba las gaviotas que interrumpían, exigiendo trozos de pescado, migas de pan o cualquier cosa que pudiesen arrebatar.

Rye apretó la naranja, eligió otra y se la acercó a la nariz para aspirar su picante perfume frutal, diciéndose que debía ser más tierno con su padre, pues no tenía la culpa de que él estuviese en semejante situación. Había sido más que paciente con él las pasadas semanas, cuando Rye se encolerizaba o se ponía melancólico y silencioso. Sonrió, resuelto, mientras elegía frutas de la pirámide. Había elegido tres naranjas perfectas cuando oyó una voz junto a él que ronroneaba:

– Caramba, señor Dalton, ¿usted haciendo las compras?

– Señorita Hussey… buenos días -saludó, volviéndose al oír esa voz.

La joven lo miraba bajo el ala de un sombrero de color lavanda, con una sonrisa seductora.

– Sí, mi padre tenía un antojo, y cree que todavía soy un aprendiz de pantalones cortos.

Rió con aire indulgente.

Ella también rió, y empezó a elegir sus propias naranjas.

– Mi madre me mandó con el mismo propósito.

– Debo admitir que son tentadoras. Estoy impaciente por pelar una para mí. -Sonrió con picardía y la miró de soslayo-. Pero no se lo diga a mi padre pues, si lo hace, me hará correr aquí todas las mañanas, como si fuese la criada.

– Señor Dalton, si usted tuviese esposa no tendría que molestarse en venir al mercado a comprar naranjas.

– Tengo esposa, señorita Hussey, aunque al parecer no me sirve de mucho.

Se le escapó sin que pudiera contenerse y lo lamentó de inmediato pues las mejillas de DeLaine Hussey se habían cubierto de un sonrojo poco favorecedor, y comprendió que la joven no sabía qué decir. Se apresuró a concentrarse en la elección de la fruta, negándose a mirarlo a los ojos. Rye le tocó la mano un instante:

– Le pido disculpas, señorita Hussey. Cinco años en el mar me han hecho olvidar los buenos modales. La he puesto incómoda. He dicho algo muy desagradable.

– De cualquier modo, es verdad. Todo el pueblo se pregunta qué piensa hacer ella al respecto, viviendo ahí, en su casa, con el mejor amigo de usted…

Tartamudeó y se interrumpió, y se le dilataron los ojos de sorpresa al ver a la mujer y al niño que habían aparecido, en silencio, por el otro lado de la carreta.

Rye vio a Laura un segundo tarde, pero de inmediato retiró la mano de la de DeLaine Hussey. Al lado del exagerado atavío de la joven, Laura era la imagen de la simplicidad femenina, de pie en el sol, con el ala de un gracioso sombrero amarillo inclinado sobre la cara y un gran lazo de satén debajo de una oreja. Aunque el vestido tenía cintura ceñida, ese día no tenía miriñaque puesto, y Rye no pudo menos que preguntarse si llevaría el corsé: era tan delgada que, mirándola, no podía deducirlo.

Sujetaba con fuerza la mano del niño, y mirando a Laura, Rye olvidó todo lo que no fuera su imagen. De repente recordó la presencia de la otra mujer y retrocedió como reconociéndola, pero antes de que pudiese hacerlo, Laura sonrió y dijo:

– Hola, señorita Hussey. Qué agradable volver a verla.

– Hola -respondió DeLaine con expresión agria.

– Hola, Rye -dijo entonces Laura, girando hacia él el ala del sombrero.

Abrigó la esperanza de que DeLaine Hussey no advirtiese cómo se le subía el corazón a la garganta al ver a Rye, alto y apuesto, hasta el punto de que le daban ganas de comérselo junto con las tres naranjas que tenía en la mano abierta. El sol acentuaba el azul de sus ojos y ponía de relieve la franja de pecho expuesta, convirtiéndolo en un suntuoso dorado detrás de la camisa blanca.

– Hola, Laura -logró decir, olvidadas por completo las naranjas y DeLaine Hussey mientras contemplaba ese rostro que lo perseguía día y noche.

La expresión de Laura reveló lo que sentía pues, de repente, los labios rosados perdieron la sonrisa y se entreabrieron. Los ojos, negándose a obedecer la orden de cautela, muy abiertos, clavaron la vista en los de él para después bajar al pecho bronceado, y luego subió otra vez. Oprimió con tanta fuerza la mano de Josh que el chico se retorció, dio un grito de dolor y después se soltó.

Recordando la presencia del niño, Rye le sonrió:

– Hola, Josh.

– Tú eres el del nombre raro.

– Sí, ¿lo recuerdas?

– Te llamas Rye.

– Sí, así es. Entonces, la próxima vez espero un buen saludo cuando nos encontremos.

Pero volvió la vista una vez más hacia Laura, y ella no pudo resistir preguntar con dulzura:

– ¿Ustedes dos están comprando naranjas?

Rye se puso encarnado, y el sonrojo fue claramente visible en el rostro bronceado hasta llegar al color de un penique de cobre, más oscuro de lo que Laura recordaba de antes del viaje en el Omega.

– Eeeh, no… bueno, sí, yo salí a comprar naranjas para Josiah.

– Y yo estaba comprando naranjas para mi madre -intervino la señorita Hussey, frunciendo la boca.

– Y nosotros salimos a comprar naranjas para papá -canturreó Josh, inocente.

Esa palabra puso serio a Rye, que observó la expresión de Laura.

A DeLaine Hussey no se le escapó el intercambio de miradas, pero se empecinó en permanecer allí.

– Bueno, ¿qué les parece si todos comemos una… yo invito -ofreció Rye, sin poder pensar en ningún otro modo de aflojar la tensión.

– ¡Mmm… me encantan las naranjas! -exclamó Josh, ansioso y con los ojos brillantes.

– ¿Cuál prefieres?

Resultó evidente que Laura y Rye estaban tan ansiosos como Josh. El hombre contemplaba las manos regordetas que tocaban todas las naranjas, como si fuese muy importante cuál elegía. Ese primer encuentro inocente bajo el radiante sol del verano en el ajetreado mercado de la plaza parecía representativo de todas las experiencias de paternidad que Rye se había perdido, y Laura no tuvo corazón para negarle esa pequeña alegría. Los ojos le brillaban, encantados, cuando al fin Josh eligió una naranja y la depositó en la mano grande de Rye, exclamando:

– ¡Esta! -como si con eso resolviese un intrincado enigma.

Rye rió, jubiloso y apuesto, apropiándose del corazón de Laura que veía cómo los dedos oscuros y esbeltos arrancaban la piel de la naranja para su hijo.

Sintiéndose una absoluta extraña en esa pequeña escena de familia, DeLaine decidió que era hora de retirarse, y disparó una radiante despedida hacia Rye y una breve inclinación de cabeza a Laura, que resultó innegablemente grosera.

En cuanto estuvo lo bastante lejos para no oírlos, Rye captó la mirada de Laura,

– Estuve preguntándome cuándo volvería a verte -dijo, muy consciente del significado implícito y conteniendo el deseo de tocarla.

– Vengo al mercado todas las mañanas.

– ¿Todas las mañanas? -repitió, maldiciéndose a sí mismo por las oportunidades perdidas.

– ¡Eh, date prisa, Rye! -exigió Josh, viendo que el proceso de mondado se demoraba mientras Rye y Laura se regalaban mirándose las caras.

– ¡Sí, sí! -respondió Rye, con su acento marinero, apartando con desgana la atención de la mujer el tiempo suficiente para terminar.

Le entregó media naranja al niño y empezó a quitar la piel a la otra mitad, mirando otra vez a la madre.

Laura no perdía uno solo de los diestros movimientos de los dedos, de las uñas cuadradas que separaban los delicados filamentos con tanta habilidad que no cayó una sola gota de jugo. «Manos, manos -pensó-, es imposible que yo olvide esas manos».

En ese preciso instante, una de esas manos se extendió hacia ella, ofreciéndole un luminoso gajo de fruta. Le miró los ojos. «No es nada -pensó-, nada más que un trozo de naranja, y entonces, ¿por qué siento un diminuto tamborileo que tatúa un mensaje a través de mis venas, diciéndome que responda a la muda insinuación?», mientras aceptaba el ofrecimiento.

Sin apartar la vista de la de ella, Rye se llevó un trozo de naranja a los labios, que se abrieron en lentos movimientos para recibir la jugosa fruta madura, y cuando la mordió, saltó al aire tibio del verano un chorro de suculento jugo.

Como hipnotizada, ella también levantó el gajo con delicadeza, creyendo saborear antiguos recuerdos al hincar el diente en esa maravilla, con todos los sentidos despiertos por el hombre que estaba ante ella.

A su turno, él comió un segundo trozo, y esta vez un dulce riachuelo le corrió por la barbilla, y la mirada de Laura lo siguió, incapaz de contenerse.

Una súbita carcajada de Rye rompió el hechizo y ella lo imitó mientras él se desataba el pañuelo rojo para enjugarse la barbilla y luego se lo ofrecía.

Cuando se lo pasó por los labios, olía a sal, a cedro y a él. Rye peló otra naranja para Josh, que estaba demasiado entretenido para notar las miradas que intercambiaba su madre con el alto tonelero.

– Así que ¿vienes al mercado todas las mañanas? -preguntó Rye.

– Bueno, casi todas. Josh y yo venimos a buscar leche.

– Y yo también la llevo -declaró Josh, orgulloso, limpiándose los labios de naranja con el dorso de la mano y provocando la risa de los dos adultos.

Algo infinitamente dulce colmó el corazón de Rye. Se había perdido la experiencia de ser padre de este niño, y no sabía siquiera que para un chico de cuatro años eran un gran logro cargar una jarra de leche. Compartir por primera vez ese descubrimiento con el niño era una revelación fuerte.

– ¡No me digas! -exclamó Rye, inclinándose para tantear los bíceps de Josh-. Ya me lo explico. Tienes unos buenos músculos en ese brazo. Debes de haber izado trampas o tirado de redes.

Josh lanzó una risa alegre.

– Todavía no tengo suficiente edad para eso, pero cuando sea grande como mi papá, seré ballenero.

Rye lanzó una mirada fugaz a Laura y luego volvió la vista al hijo.

– Los balleneros están muy solos en esos grandes barcos, Josh, y a veces, como se van por tanto tiempo, echan mucho de menos la diversión. Tal vez convendría que fueses empleado, como… como tu papá.

– No, no me gusta la oficina. Ahí dentro está oscuro, y no se puede oír bien las olas. -Después, con la característica volubilidad infantil, casi sin hacer pausa, cambió de tema-. Quiero oír al subastador, mamá. ¿Puedo ir a escucharlo?

La miró desde abajo, entrecerrando los ojos.

Captando la mirada suplicante de Rye y el martilleo de su propio corazón, que parecía haber duplicado el ritmo, aunque sabía que sería más seguro mantener a Josh junto a ella, obedeció el dictado de su corazón. ¿Qué podía ocurrir ahí, en medio del mercado?

– Está bien, pero quédate allí hasta que yo vaya a buscarte, y no vayas a ningún otro sitio.

– ¡Sí, sí! -respondió, imitando el acento de Rye.

Salió disparando hacia el extremo más bajo de la plaza.

La mirada de Rye siguió al niño, y dijo en voz suave:

– Ah, qué guapo es.

Estaban solos, pero titubeaban en mirarse o decir una palabra más. Laura buscó recomponerse dándose la vuelta hacia las naranjas, y eligiendo algunas iba guardándolas en su bolso, que se cerraba con una cuerda. Mientras movía la mano de una a otra fruta, a su lado Rye hacía lo mismo. Apretó una, la separó, apretó otra pero, al fin, la mano se quedó inmóvil. Hubo una larga pausa de inmovilidad, hasta que Laura levantó la vista y encontró la de él sobre ella, complaciéndose en mirarla a gusto, ahora que no estaban DeLaine y Josh con ellos.

La mirada de Rye subió hacia los rizos diminutos que escapaban del sombrero, luego a los labios de Laura, apenas separados, y a los ojos castaños, atrapados en los de él.

– ¡Jesús, cómo te he echado de menos! -exhaló.

Los labios de ella se abrieron más, y tartamudeó:

– N-no digas eso, Rye.

– Es la verdad.

– Pero es mejor que no lo digas.

– ¿Y ahora también puedo sentirme desdichado pensando en el niño?

Pero la idea la hacía tan desdichada a ella como a él. Había percibido la añoranza del hombre en cada mirada que lanzaba a Josh, en cada retazo de la conversación y en el don insignificante de una naranja pelada: la primera ofrenda de un padre a su hijo.

– Rye, lo siento.

– Sueña con cometer los mismos errores que yo.

– Tiene un buen pad… un buen hombre para educarlo.

– Sí, es cierto, y saberlo me hiere en lo vivo.

– Por favor, Rye, no te sientas así: lo haces más difícil.

Él echó una mirada fugaz al edificio de ladrillos que estaba al otro lado de la plaza, donde Dan Morgan debía estar trabajando ante su escritorio.

– ¿Has hablado con él? ¿Le has dicho… le has preguntado?

Laura negó con la cabeza, apoyó el mentón en el pecho y, de repente, las naranjas quedaron difuminadas por las lágrimas.

– No puedo. Perder a Josh ahora lo mataría.

– ¿Y yo? Josh es mi hijo… ¿acaso has pensado en lo que yo estoy sintiendo?

– He pensado miles de veces en lo que estás sintiendo, Rye. -Elevó hacia él una mirada atormentada, y Rye vio lágrimas suspendidas de sus pestañas-. Pero, si pudieses verlos a los dos juntos…

– ¡Los he visto! ¡Los veo! Los veo en mis pesadillas, como estaban el día que volví a nuestro hogar. Pero eso no cambia el hecho de que yo quiero ser su padre ahora, aunque empiece con cuatro años de atraso.

– Tengo que irme, Rye. Ya hemos estado demasiado tiempo juntos. Sin duda, Dan va a descubrirlo.

– ¡Espera! -La retuvo con un movimiento rápido de la mano ancha sobre la manga amarilla. Del contacto se irradiaron estremecimientos por el brazo de la mujer. Contemplando esos ojos castaños, Rye comprendió la reacción, y retiró la mano de inmediato-. Espera -repitió, con más suavidad-. ¿Quieres encontrarte conmigo aquí, en el mercado, mañana por la mañana? Tengo algo para darte… algo que hice para ti.

– No puedo aceptarte regalos, pues Dan haría preguntas.

– De este no se enterará. Por favor.

Cuando levantó la vista, Laura vio que el semblante de Rye desbordaba de dolor y añoranzas, y se preguntó si sólo sería cuestión de tiempo que se entregase a él… por completo. Retrocedió un paso sintiéndose culpable por pensarlo, se colocó otra vez a distancia segura, y aún así, no pudo negarle lo que pedía.

– Será preferible que no nos encontremos otra vez ante el puesto de naranjas.

Rye miró alrededor, observando la plaza atestada.

– ¿Ya has plantado el jardín?

– Buena parte… no todo.

– ¿Necesitas semillas?

– Chirivías.

– Nos encontraremos junto al carro de flores. También venden semillas.

– De acuerdo.

Las miradas se encontraron por última vez.

– No me fallarás, ¿verdad, Laura, amor?

Laura tragó saliva, pues nada deseaba tanto como echarle los brazos al cuello y besarlo ahí mismo, y que toda la plaza se fuese al infierno.

– No, no te fallaré, Rye, pero ahora tengo que irme.

Se dio la vuelta con el corazón colmado de una dicha que hacía años no sentía, esa exquisita tortura del primer amor invadiéndola una vez más. La embriaguez de las citas secretas, de compartir intimidades mínimas bajo las narices de los demás. Cuántas veces habían hecho cosas por el estilo… Y aunque hacerlas de nuevo era peligroso, la idea la sedujo de un modo que la hizo sentirse más vibrante, más llena de vida de lo que se sentía desde que Rye Dalton se había embarcado.

No había dado más que tres pasos cuando oyó su voz queda desde atrás.

– Trae al niño. Casi no lo conozco.

Sin volverse, Laura asintió y se encaminó a la parte baja de la plaza.


Cuando Rye entró en la tonelería y le arrojó tres naranjas en rápida sucesión para que las atrapase, más rápido de lo que Josiah podía, este notó el cambio en su hijo, pero no dijo nada.

– ¿Lo ves, viejo lobo de mar? No tenías motivo para preocuparte de que te diese escorbuto. ¿Ha vuelto ya el chico?

– Sí, y se fue de nuevo. Tengo la impresión de que está aprovechándose de mí pues, como bien sabes, mi viejo corazón está ablandado y permito que todos mis ayudantes salgan al sol y me dejen aquí, enmoheciéndome en la sombra de este sitio, y atendiendo la tonelería sin nada de ayuda.

Lanzó una risa queda.

– Cuando Chad regrese tengo un encargo para darle, así que sujétalo de la oreja la próxima vez que se le ocurra obstruir la puerta por un minuto.

Cuando Chad regresó, Rye, sacando una moneda del bolsillo le ordenó:

– Quiero que corras a la farmacia de la calle Federal y me traigas todas las golosinas de zarzaparrilla que te den por esto. Quédate con una, pero no te comas las demás en el camino de vuelta aquí -Josiah fingió no prestar atención.

Le había asegurado a Laura que Dan no se enteraría de que él le hacía un regalo, pero no dijo nada con respecto a hacerle obsequios a Josh, si bien sabía que llegaría a oídos de Dan el comentario de que había llevado caramelos de zarzaparrilla al pequeño. Si no podía lograr que Laura diese el primer paso para separarse de su actual esposo, tal vez lograra que lo diese el propio Dan.


Esa noche, Rye abrió el arcón marino, aún evocando la imagen de Laura y el niño parados al sol, con el telón de fondo de las frutas de colores vivos y de un carro tirado por un pony cargado de margaritas, lilas y tulipanes. Después de tantos días solitarios escrutando los rostros de las personas por la calle cada vez que salía, fue completamente inesperado alzar la vista y encontrársela.

¿Cuántas veces en los pasados cinco años había pensado en ese rostro tal como lo vio ese día, con los grandes ojos brillantes, los labios delicados entreabiertos y esa expresión que le confirmaba que seguía sintiendo lo mismo?

El rostro de Laura lo había acompañado los primeros días solitarios en que aún le pesaba en el alma la culpa por haberla dejado sola. Lo había acompañado durante horas interminables, oyendo el rumor de las aguas que rodaban sobre las agitadas planchas de la proa del Massachusetts, mojando las rodillas de madera del mascarón, única mujer que viajaba en el barco. Fue su motivo de euforia en las breves horas en que se arrimaba una ballena al costado del navio y él, instalado en el alcázar, afilaba palas mientras el contramaestre cortaba la grasa. Su único sostén mientras armaba los barriles, sintiendo el repugnante olor de la grasa que empezaba a descomponerse y el ruido del caldero que siseaba y escupía sobre cubierta derritiendo grasa en diversos grados de putrefacción, era el perfume de Laura. Ese nombre fue la plegaria que acudió a sus labios en los días de terror al doblar el cabo de Hornos, cuando estaba convencido de que no la convertiría en una esposa rica sino en una viuda pobre.

Y en los días afiebrados de la viruela, con los sentidos obnubilados, Laura había acudido a él en el delirio, dándole un motivo para luchar por la vida.

Ahora, sacando del arcón un pequeño trozo de hueso de ballena tallado, evocó las imágenes del rostro y el cuerpo que guiaron sus manos cuando trataba de llenar las peores horas, las de esos días exasperantes que todos los hombres a bordo, desde los mozos de cubierta hasta el capitán, que siempre había timoneado un buque de vela, consideraban los más insoportables: los de calma chicha.

Las calmas en que los vientos caprichosos le negaban el aliento a la nave, dejándola flotar a la deriva, sobre un mar sin piedad y sin viento. Las calmas en que la añoranza de la patria se convertía en una tortura. Las calmas en que los días ociosos parecían alargar el viaje, sin provecho alguno, causando una sensación de impotencia absoluta hasta que estallaba la cólera y se producían peleas a bordo.

Había compartido las calmas con compañeros de a bordo que combatían el aburrimiento con el único pasatiempo a mano: pintar y tallar conchas marinas y maderas. Al principio, cuando Rye tomó un cuchillo para tallar un hueso de ballena, se mostró torpe e impaciente. Como las primeras piezas que salieron de sus manos eran toscas y no valía la pena conservarlas, las arrojaba por la borda. Pero insistió y, con ayuda de los otros, pronto logró un acabado pasador de cabos -cuña para separar las hebras de una cuerda-, y luego un bastón. A continuación, probó con un cofrecillo para alhajas, y cuando estuvo lustrado, con las líneas del tallado hondas y certeras, los compañeros dejaron de burlarse diciéndole que hiciera una ballena para corsé, porque sabían que había dejado a su esposa en tierra.

La ballena era una tira de barba unos treinta centímetros de largo, y del grosor de una uña, y podía meterse dentro de la pestaña de tela en la delantera de un corpiño, como esos listones que se meten en las velas. Era algo muy personal, y tenía el propósito de recordar a la mujer que lo usara que debía mantenerse fiel al navegante hasta que este regresara.

Pese a todas las bromas, ninguno de ellos talló una pieza con el cuidado con que él hizo la ballena, pues al final terminó siendo una válvula de escape de la soledad y un símbolo de su esperanza en el fin del viaje.

Cuando terminó la ballena para el corsé de Laura, fue lo más terso que había hecho hasta el momento, y pulió las imperfecciones con carburo de silicato hasta que quedó satinado como el pecho mismo de la destinataria. El diseño consistía en el entrelazamiento de las rosas silvestres de Nantucket entre las cuales él y Laura habían jugado de niños, con unas gaviotas y un delicado corazón bordeado de conchillas. Pensó mucho tiempo en el mensaje que grabaría, modificando durante semanas un breve poema, hasta que estuvo convencido de haber logrado las palabras exactas.

En ese momento, sacando la ballena del arcón, las leyó:

Hasta que mis labios amantes

Se posen con amor sobre tu pecho rosado

Usa este regalo hecho de hueso

Y sabe que sólo de ti anhelo el beso.

Mientras la tallaba jamás imaginó que tendría el significado que había llegado a cobrar. Se preguntó si Laura la guardaría en lo más profundo de algún cajón de la cómoda, o si la usaría, en secreto, contra la piel.

Evocó el rostro iluminado por el sol bajo el ala del sombrero amarillo, y recordó los alegres rayos que traspasaban el sabroso trozo de naranja haciéndolo casi transparente, hasta que los dientes blancos de Laura se hincaron en él. Recordó los ojos castaños y cómo habían captado la atención de él, y cómo le brillaba en los labios el jugo de la naranja. Pensó en el modo en que había agarrado la mano de Josh, al principio, para luego permitirle disfrutar de sus privilegios de padre.

Y el corazón se le llenó de esperanzas.

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