Al día siguiente, la niebla se había extendido otra vez sobre Nantucket. Sus zarcillos húmedos parecieron olfatear las punteras de las botas de Rye Dalton como sabuesos de narices sensibles, y luego se retiraban en silencio para dejarlo pasar, sin tocarlo. Mientras se dirigía a grandes pasos a la oficina de Joseph Starbuek, la espesa niebla se movía y se rizaba por encima de su cabeza, y bajo las botas, los opacos adoquines grises parecían renegridos, brillantes de humedad. En el tazón de hierro de la fuente donde abrevaban los caballos se juntaban gotas que corrían en riachuelos, para luego caer con sonidos cantarines, aumentados por una extraña nota musical resonante, por esa niebla que todo lo envolvía. Casi formando un contrapunto, a continuación se oía el clic de las garras de Ship, que seguía a su amo.
Pero pese al día gris y húmedo, Rye Dalton gozó del lujo desacostumbrado de estar seco y limpio después de cinco años de ser salpicado por olas incesantes y de usar ropas endurecidas de sal.
Llevaba puesto un grueso suéter que le había tejido Laura hacía años, con un cuello que le llegaba hasta el mentón, casi rozándole las patillas que bajaban a su encuentro. Esas patillas tenían un color y una textura bastante parecidos al de la lana, y por las mangas bajaba una greca tejida que parecía delinear la fuerte curvatura de los músculos que cubría. Los pantalones acampanados, sin cintura, hechos de lana negra, sujetos por lazos por dentro de cada cadera, formaban una solapa sobre el estómago, donde metía las manos para abrigarlas mientras cruzaba los adoquines con zancadas largas, masculinas, que separaban la niebla y la impulsaban, rodando, tras él.
Los ladrillos de color salmón de la oficina de contabilidad tenían una apariencia espectral, se esfumaban ante la blancura deslumbrante de la puerta, los marcos de las ventanas y el cartel que resaltaba, incluso bajo ese cielo plomizo. En cuanto la mano de Rye tocó el cerrojo, Ship se sentó sobre la grupa, y se apostó ahí con la lengua colgando y la vista pegada a la puerta.
Dentro, un fuego encendido mantenía alejado el fresco de la primavera y el local bullía de actividad, como pasaba cada vez que llegaba a puerto un barco ballenero. Rye intercambió saludos con muchos conocidos de camino a la oficina de Joseph Starbuck, un individuo jovial, de patillas, que se apresuró a adelantarse con la mano extendida en cuanto él llegó a la puerta.
El apretón de Starbuck fue tan firme como el del tonelero.
– ¡Dalton! -exclamó-. Estoy orgulloso de este viaje que ha hecho. ¡Repleto, y a un valor de un dólar con quince el galón! ¡No podría estar más satisfecho!
– Sí, la verdad, la suerte fue halagüeña -replicó Rye, como se decía entonces.
Starbuck alzó una ceja.
– ¿Y se convertirá en un marino de agua dulce, o saldrá con el Omega en el próximo viaje?
Rye levantó las manos.
– No, basta de caza de ballenas para este tonto. Un viaje ha sido suficiente para mí. Me conformaré con fabricar barriles el resto de mi vida, junto con mi padre, pero aquí, en tierra firme.
– Aunque su parte es bastante jugosa, lo comprendo, Dalton. ¿Está seguro de que no se dejará tentar para salir otra vez… digamos, por un porcentaje de un quinto?
Sin dejar de clavar una mirada perspicaz en el rostro de Rye, Starbuck se dirigió al enorme escritorio de tapa móvil que dominaba la habitación.
– No, ni siquiera por un quinto. Este viaje ya me ha costado bastante.
Starbuck se puso serio, y metió los pulgares en los bolsillos del chaleco, mientras observaba al joven.
– Sí, y lo siento, Dalton. Qué conflicto para un hombre: llegar al hogar y… qué conflicto -clavó la vista en el suelo, pensativo, y finalmente volvió a mirarlo-. Y, por cierto, la señora Starbuck y yo le presentamos nuestras condolencias también por la pérdida de su madre.
– Gracias, señor.
– ¿Y cómo está su padre?
– Ágil como siempre, cortando duelas tan rápido que ese inútil de aprendiz no puede seguirle el paso.
Starbuck rió con ganas.
– Como no puedo convencerlo de que se embarque como tonelero, tal vez pueda persuadirlos a usted y a su padre de que esta vez acepten mi encargo de barriles.
– Sí, será un placer aceptarlo.
– ¡Bien! Les enviaré a mi agente para acordar el precio con ustedes antes de terminar el día.
– Perfecto.
– Supongo que habrá venido a cobrar su parte.
– Sí, eso es.
– Tendrá que ver a su… eh, amigo… Morgan. -El hombre se puso un poco incómodo-. Es mi jefe de contables, ¿sabe? Su oficina está en la planta alta.
– Sí, eso me han dicho.
Starbuck observó el semblante de Dalton ante la mención de Dan Morgan, pero su expresión siguió siendo imperturbable, y se limitó a hacer un gesto afirmativo cortés, haciéndole saber que había entendido. Sacó un cigarro de diez centavos del humidificador, le ofreció uno a Rye, que lo rechazó, cortó la punta y pronto estaba lanzando una nube de humo perfumado.
– En este negocio, existen aspectos que no me agradan demasiado, ¿sabe, Dalton? Un hombre sale de su hogar con las mejores intenciones, tratando de convertirse en un buen proveedor para la esposa, para la familia pero, a menudo, la recompensa es bastante amarga. Sin embargo, no es culpa de ese hombre, ni tampoco mía. ¡Y aún así, me siento responsable, maldición! -Estrelló el puño contra el brazo gastado de su silla de capitán-. Si bien sé que no es un gran consuelo, la señora Starbuck y yo quisiéramos demostrarle nuestro aprecio invitando a mis empleados a una cena en nuestra casa, el sábado por la noche, para celebrar el regreso del Omega. Vendrá, ¿no es cierto?
– Sí, con mucho gusto -sonrió Rye-. Sobre todo si la señora Starbuck tiene pensado servir una comida que no haya preparado mi padre.
Aunque el joven sonreía y bromeaba, Starbuck comprendía el golpe que había sufrido al enterarse de que su mejor amigo le había arrebatado a su esposa. Era seguro que Dalton añoraba muchas más cosas que la comida de su mujer. Y si bien no era mucho lo que podía hacer, le dolía pensar en la situación del joven, y se prometió ofrecerle un generoso contrato para fabricar barriles.
En la planta alta, Rye se acercó al ancho escritorio con anaqueles tras el cual se sentaba Dan Morgan, sobre un taburete alto. Dentro de un quinqué con un reflector en forma de tazón, una vela iluminaba los libros abiertos sobre el escritorio, pues aunque Nantucket vivía del aceite de ballena, rara vez lo usaba para iluminación. Como decía la gente: «¿Para qué consumirlo si puedes venderlo y hacerte rico?». En cuanto sus pasos resonaron en el suelo de pino encerado, Morgan lo miró. La pluma se detuvo, y las comisuras de la boca se curvaron hacia abajo. Pero se levantó y lo recibió de pie.
Rye se detuvo junto al escritorio, con los pies bien separados en una postura a la que Dan aún no estaba habituado, y con los pulgares metidos dentro de la cinturilla del pantalón. De repente, lo intimidó con esa pose de hombre de mar, tan sólida y segura, además de recordarle que Rye le llevaba una cabeza.
También este observó a Dan: después de cinco años, aún estaba delgado y en buena forma. Llevaba una elegante chaqueta de lana peinada de color morado, un lazo impecablemente anudado y le cubría el torso un chaleco de rayas. Vestía como el que goza de seguridad económica y desea demostrarlo, incluso de ese modo discreto.
Por un momento, se preguntó si también Laura estaría orgullosa de la elegancia de Dan en el vestir.
Dejando a un lado los celos, le extendió la mano, y por un instante pensó que Dan le negaría ese gesto de cortesía pero, al fin, Dan se la estrechó brevemente. No pudieron evitar la evocación de sus años de amistad. Dentro de cada uno existía el anhelo de restablecer esa amistad en su vigor original y, al mismo tiempo, la comprensión de que no se podría recuperar jamás.
– Hola, Dan -saludó.
– Rye.
Bajaron las manos. Estaban por completo a la vista y oído de los empleados y subordinados que iban y venían atendiendo sus tareas. Hacia ellos giraban miradas curiosas, y eso los volvía cautelosos.
– Starbuck me mandó aquí a recoger mi parte.
– Desde luego. Te haré la letra de cambio para el banco. No me llevará más de un minuto.
Dan también notó que Rye había adquirido una nueva manera de hablar, propia de los marinos.
Se sentó otra vez en su taburete, sacó un gran libro contable y empezó a registrar una entrada. De pie, Rye le observaba las manos y recordaba los cientos de veces en que habían enganchado la carnada uno para el otro, que iban a arponear tortugas en Humock Pond, o a desenterrar almejas, cuando la marea estaba baja, y compartían lo que habían obtenido, cociéndolo en una fogata abierta en la playa, casi siempre con Laura sentada entre ambos. Contemplaba las manos bien formadas de Dan, mientras trazaba cifras en el libro contable y luego escribía con una elegante cursiva inglesa -manos cuadradas, competentes, con unas finas salpicaduras de cabello claro en el dorso-, y supo que ellas habían conocido tanto a Laura como las suyas. Dentro de él, la antigua lealtad y la nueva rivalidad formaron un torbellino de emociones.
«Amigo, amigo mío -pensó-, ¿ahora tendrás que ser mi enemigo?»
– Puedo decir que has mantenido bien a Laura -dijo, hablando en voz lo bastante baja para que nadie más lo oyese-. Te lo agradezco mucho.
– No es necesario que me lo agradezcas -replicó Dan, sin alzar la vista-. Es mi esposa. -Entonces sí levantó la mirada, con expresión desafiante-. ¿Qué esperabas?
Se enfrentaron sin hablar, conscientes de que a los dos les esperaban días de sufrimiento.
– Por lo que parece, espero una buena pelea por ella.
– Yo no espero semejante cosa. -Dan se levantó y le tendió el cheque, sujeto entre dos dedos en forma de tijera-. La ley me apoya. A ti te declararon perdido en el mar. En tales casos, hay lo que, en términos legales, se llama presunción de muerte, de modo que, de acuerdo con la ley, Laura es mi esposa, no tuya.
– No has perdido tiempo en averiguar los términos legales, ¿eh?
– Ni un día.
«Que haya pelea, pues», pensó Rye, decepcionado por esa declaración. Y, sin embargo, si Dan se tomaba tantas molestias, debía ser porque Laura había arrojado cierta sombra de duda acerca de sus intenciones.
– Entonces, ¿las líneas de batalla están trazadas, viejo amigo? -preguntó con tristeza.
– Dilo como quieras. No renunciaré a Laura ni a mi hijo.
Habló con claridad, y su postura fue inflexible.
De modo que así debía ser. Pero Rye no resistió la tentación de dejar caer un dardo bien dirigido, mientras guardaba el cheque en el bolsillo y saludaba, cortés:
– Envíales mi amor a ambos, por favor, Dan.
A continuación, giró sobre los talones y se marchó.
Pero en cuanto salió, su actitud despreocupada se desvaneció, y en su lugar apareció una expresión seria, mientras se detenía para mirar en dirección a Crooked Record Lane. Ship levantó la cabeza entre las patas y se levantó con dificultad, contemplándolo con mirada paciente. Rye, que parecía no notar la atención de la perra, metió las manos dentro de la solapa del pantalón, y dijo en voz baja:
– Bueno, Ship, aparentemente ella es en verdad su esposa. ¿Y qué podremos hacer al respecto, compañera?
La perra abrió la boca y levantó la vista hacia Rye esperando una señal. Al fin, el hombre se volvió de espaldas al lugar que había estado mirando y se encaminó en dirección contraria, acompañado por el repiqueteo de las uñas caninas mientras cruzaba la plaza.
Pero no habían andado diez metros cuando unos pasos que se aproximaban resonaron, fantasmales, y se detuvieron delante de ellos. Rye alzó la vista y detuvo la marcha. Los ojos rodeados de arrugas del padre de Dan estaban relajados en ese día nublado, y las líneas que irradiaban desde las comisuras eran de un blanco asombroso en contraste con el rostro de color caoba. Estaba más delgado, y tenía menos cabello que nunca. Por un momento, ninguno de los dos habló, y luego, el placer de volver a ver a ese hombre, al que quería hacía tanto tiempo, impulsó a Rye a adelantarse.
– Hola, Zach.
Le tendió la mano, y Zach avanzó para estrechársela. Las tenía duras, correosas, propias de un pescador que había cargado velas y redes toda su vida. Estaban tan tostadas por el sol y curtidas por la sal, que habían adquirido el color y la textura del jamón curado en salmuera.
– Hola, Rye. -El apretón fue breve, pero capaz de romper huesos-. Me enteré de las noticias. – Por encima del hombro del joven, Zachary Morgan echó una mirada fugaz a la oficina donde trabajaba su hijo, y luego, miró a Rye con expresión incómoda-. Me alegro de saber que, a fin de cuentas, estás vivo.
– Sí, bueno, me alegro de estar en tierra firme, se lo aseguro.
Entre los dos flotaban las cosas no dichas. Compartían una historia que los impulsaba al cariño, pero existían nuevos obstáculos entre ellos
Zach se acuclilló para rascar la cabeza de Ship.
– Ah, la muchacha está contenta de haberte recuperado, ¿no es así, Ship? Pasó mucho tiempo sin verte. -La perra representaba una distracción, pero sólo por unos momentos. Cuando Zach se incorporó, la incomodidad seguía presente-. Lamento lo de tu madre, Rye.
– Sí, bueno, las cosas cambian, ¿no es así?
Las miradas se encontraron, se dijeron cosas. «Y ahora, mi hijo es su nieto -pensó Rye-, y la madre de mi hijo, su nuera. No podré seguir entrando y saliendo de su casa como solía hacerlo».
– Pero mi padre me contó que su esposa está saludable y vigorosa.
– Sí, como siempre.
Percibieron un enorme vacío, un vacío de cinco años. Solía ser tan fácil conversar entre ellos…
– Hoy no ha salido a pescar.
– La niebla es demasiado densa.
– Sí.
– Bueno…
– Mándele mis saludos a Hilda -dijo Rye.
– Se los daré. Y tú, a Josiah.
No dijeron nada. Lo dijeron todo. Dijeron: «Comprende, esto es duro para mí… yo también los amo a los dos». Se dieron la espalda y sus pasos se separaron en la niebla, hasta que Rye se dio la vuelta y vio desaparecer a Zach en la oficina, seguramente para hablar con su hijo acerca de ese extraño giro del destino.
La niebla parecía el fondo perfecto para el lúgubre estado de ánimo de Rye. Él y Ship andaban con paso fatigoso entre sus hilachas, los dos con la cabeza gacha. Por las calles silenciosas, las casas humildes, plateadas por la intemperie marina, se fundían con la blancura que las envolvía, y las persianas pintadas eran la única nota de color de ese día triste. Cada tanto, esas persianas eran azules, color reservado sólo a los capitanes de barcos balleneros. Los patios apiñados estaban rodeados por cercas de estacas puntiagudas, que pronto daban paso a otras hechas con costillas de ballena. Cerca de las refinerías, el olor a podrido flotaba en el aire, y era imposible escapar al humo gris de la descomposición de la grasa de ballena, atrapado por el velo de niebla que cubría la isla.
¡La caza de ballenas! Estaba por todas partes y, de repente, Rye Dalton sintió deseos de escapar.
En busca de soledad, enfiló hacia las marismas de Brant Point. La tierra baja se extendía como un mar verde, brindando cobijo a miles de especies de pájaros. Sus voces sonaban, alegres, a través de la bruma que se apretaba por encima de juncias y espadañas. Las aves que acudían a alimentarse creaban una agitación constante en los matorrales de arándano, y la niebla que se arremolinaba moviéndose sin cesar daba a la escena una cualidad surrealista. ¿Cuántas veces habían ido ahí tres niños a buscar nidos y huevos? Rye evocó a los tres, como eran cuando iban a ese sitio, pero de inmediato sólo el rostro de Laura ardió en su recuerdo, no como la vio el día anterior, sorprendida y atónita, sino en la época del despertar sexual de los dos, cuando lo miró por primera vez con ojos de mujer, inquisitivos y vacilantes. A continuación, la imaginó dándose la vuelta desde el hogar, con el mango de la cuchara envuelto en el delantal; el hijo de ambos irrumpiendo, sin saber…
Y una inmensa soledad se abatió sobre él.
Avanzó a través de las tierras bajas, formulando deseos inútiles, preguntándose qué estaría haciendo Laura en ese momento.
Se detuvo junto a una ribera alta, donde ahora languidecían las algas del año anterior, inclinadas bajo el peso de las gotas de agua. La niebla se arremolinó en torno a sus rodillas, y le impidió la visión de la costa lejana. Pero desde lejos llegaba el palpitar incesante de las olas que entraban en la playa, mientras que la parte de adelante del astillero de Brant Point estaba enmarcada por la bruma. Allá abajo, el Omega estaba siendo sometido a un completo reacondicionamiento. Como una ballena varada, había sido izado sobre una rampa en forma de esqueleto, y volcado y puesto de lado para su limpieza. Sobre él, los trabajadores se movían como hormigas, refregando cada milímetro del casco, volviendo a calafatear las junturas, restregando con piedras o frotando y barnizando de nuevo las cubiertas. Ya se estaban construyendo seis nuevos botes salvavidas de cedro para colocar en sus pescantes, al tiempo que en la cordelería del pueblo se fabricaban cuerdas de cáñamo para las jarcias fijas y para las de labor, con las que el montador podría empalmar la intrincada red de sogas, escotas y tirantes en el viaje siguiente. Y en el almacén del fabricante de velas, encima del taller de la calle Water, volaban agujas y pasadores sobre las velas que estaban confeccionándose.
Pero en un malecón pasando el astillero de Brand Point, un hombre solitario con su perra contemplaba, melancólico, el ciclo implacable del imperio de la caza de ballenas, que jamás se interrumpía. ¡Caza de ballenas! Apretó los puños.
¡Maldita seas! ¡Por ti he perdido a mi esposa!
Contempló el Omega allá abajo, pensando con dolor si no sería mejor contratarse para hacer otro viaje antes que quedarse allí, a ver que Laura seguía casada con Dan.
Pero luego, con una mueca crispada de decisión, regresó por donde había ido, andando a zancadas por el camino oceánico, mientras las gaviotas chillaban y a través de los velos de la bruma aturdían los martillos a sus espaldas.
«Dan está junto a su escritorio en la oficina, y Laura sola, en la casa».
El largo paso se hizo más largo aún, y a sus talones, la perra rompió a trotar.
Laura Morgan esperaba la llamada, pero cuando oyó golpear, se sobresaltó y apretó una mano contra el corazón.
«¡Vete, Rye! ¡Me da miedo lo que me provocas!»
El golpe sonó de nuevo, y Laura se mordió el labio inferior, que temblaba. Resuelta, avanzó hacia la puerta, pero cuando la abrió, se quedó mirando transfigurada a Rye, que estaba ahí afuera, con el peso ladeado hacia una cadera y las manos metidas dentro de la cinturrilla del pantalón. En su mente bailotearon bandadas de impresiones, demasiado veloces para interpretarlas: se para de una manera diferente; lleva puesto el suéter que le tejí; necesita un corte de pelo; él también ha pasado una noche en vela,
– Hola, Laura.
Aunque no le sonrió, se le veía cómodo, esperando con paciencia en el umbral. Y sucedió lo mismo que pasaba desde que ella tenía catorce años: esa oleada de alegría cada vez que lo veía. Sólo que en ese momento, la cautela la hizo dominarse.
– Hola, Rye.
Resuelta, sujetó el quicio de la puerta.
– Tenía que venir.
En algún recóndito rincón de la mente de Laura se registró la forma de hablar cortada que Rye había adquirido en alta mar, y supo que le añadía magnetismo: era algo que tenía que explorar, pues lo hacía aparecer como un extraño, en cierto modo. Apretó los dedos que sujetaban la puerta, pero su vista permaneció clavada en él.
– Eso me temía.
Rye arrugó el entrecejo al oír su respuesta, y apretó los labios. Una vez más, Laura notó la marca de viruelas en el de arriba, y contuvo con esfuerzo las ganas de tocarlo con la yema de un dedo.
Él la estudiaba como si ella fuese un diamante raro y él un cortador de gemas.
Laura, a su vez, como si esperase oír sonar unas cadenas fantasmales. La bruma de Nantucket formaba un fondo apropiado, como si Rye Dalton levitase, acercándolo a ella, y luego se hubiese quedado en suspenso, esperando a ver qué hacía Laura.
– ¿Puedo entrar?
Qué pregunta tan absurda: ¡esa casa era suya! Fuera, estaba húmedo y frío, y tras ella ardía el fuego. Y sin embargo, aun viendo que Rye tenía las manos metidas dentro de la cinturrilla del pantalón, vacilaba, como si fuese una portera.
Echó una mirada nerviosa a lo largo del sendero de conchillas, y por fin quitó la mano de la puerta.
– Sólo un minuto.
Cuando Rye avanzó, la perra se movió instintivamente junto a él.
– Quédate.
Sólo al oírlo Laura notó la presencia de la perra Labrador, y sonriendo de inmediato, se inclinó para saludarla.
– ¡Ship… oh, Ship… hola, muchacha!
Con un gemido y un meneo de la cola, Ship devolvió el saludo. Laura se acuclilló en la entrada, sujetando la mandíbula inferior de la perra con una mano y rascándole con la otra la coronilla. La falda gris claro se extendió alrededor, tapando las botas de Rye que seguía de pie, contemplando la cabeza de la mujer. Pero fue la perra la que recibió el cariñoso recibimiento.
– Así que, al fin viniste, tonta… y ya era hora. Podrías haber venido a visitarme de vez en cuando… -A continuación, soltó una risilla al recibir un lametón breve de la lengua rosada en su mejilla. Laura se echó atrás, pero la invitó, riéndose-: No hace falta que te quedes afuera, muchacha: tu alfombra todavía está aquí.
Mirándolas, Rye contuvo a duras penas las ganas de atraer a la mujer a sus brazos y exigir la bienvenida que también él merecía.
Laura se levantó y precedió el camino adentro. Cuando la puerta estuvo cerrada, se quedó de cara a ella, mientras que Rye se detuvo dándole la espalda; los dos vieron cómo Ship olfateaba el aire un instante y daba dos vueltas antes de tenderse sobre la alfombra trenzada entre los tobillos de Rye, con un gruñido satisfecho.
Los ojos azules de Rye Dalton salieron al encuentro de los castaños de Laura. La sensación de regreso al hogar fue abrumadora. Ship apoyó el hocico entre las patas con un suspiro, mientras que el amo metió otra vez los dedos dentro de la solapa del pantalón, como si así los sintiera más seguros. Cuando habló, su voz pareció brotar de lo más hondo de su garganta.
– El animal ha recibido una bienvenida más cariñosa que el amo.
Laura dejó caer la vista pero, por desgracia, se posó en las manos del hombre, metidas dentro del pantalón. Sintió un calor que subía hacia sus mejillas.
– Ella… recuerda su antiguo hogar -alcanzó a decir, casi en un susurro.
– Sí.
Pronunció la afirmación de una forma desconocida, que casi no alcanzó a las paredes más alejadas, y Laura siguió luchando contra el apremio de estudiar las diferencias que encontraba en él. Vio que una mano tostada salía de su escondite y se estiraba hacia su codo.
– Rye, no puedes…
– Laura, he estado pensando en ti.
Los dedos de esa mano le rodearon el brazo, pero ella se alejó de su alcance y retrocedió un paso, mientras su mirada volaba hacia la de él.
– ¡No lo hagas!
La mano quedó suspendida en mitad del movimiento en un instante cargado de tensión, y luego quedó colgando a un lado. Rye lanzó un pesado suspiro y, dejando caer la barbilla, fijó la vista en el suelo.
– Temí que dijeras eso.
Laura echó una mirada nerviosa hacia la alcoba, y susurró:
– Está Josh durmiendo la siesta.
Rye alzó la cabeza con brusquedad, y él también miró al otro lado del cuarto. Laura sorprendió la expresión anhelante que apareció en su rostro. Una vez más, los ojos azules escudriñaron los suyos.
– ¿Puedo verlo?
Por un instante, la indecisión asomó a los ojos de la mujer, que se retorcía los dedos, pero al final, respondió:
– Por supuesto.
Entonces, Rye se movió para atravesar la habitación con pasos leves que parecieron llevar siglos hasta que, por fin, se detuvo ante la cama, y escudriñó entre las sombras. Laura se quedó donde estaba siguiéndolo con la vista, viendo cómo hacía una pausa, enganchaba otra vez el pulgar en el borde de los pantalones, y se inclinaba hacia un lado. Por largo rato permaneció en silencio, inmóvil. Luego se estiró hacia el fondo del gabinete para sujetar el reborde de la pequeña manta de Josh entre los dedos índice y medio. El fuego ardía, acogedor. Lo único que se oía era el ruido de un ascua al caer. Un padre contemplaba a su hijo dormido.
Rye… oh, Rye.
El grito estaba encerrado en su garganta, y en sus ojos apareció una expresión dolorosa observando al hombre que se enderezaba lentamente y, con más lentitud aún, giraba la cabeza para mirarla a ella por encima del hombro. La mirada azul se posó en el estómago de Laura, y ella supo entonces que tenía las manos ahí apretadas, como si en ese preciso momento estuviese atrapada en los dolores del parto. Sonrojada, las dejó colgando a los lados.
– ¿Cuándo nació? -preguntó Rye en voz baja.
– En diciembre.
– ¿Qué día?
– El ocho.
Rye acarició otra vez al niño con la mirada, y luego se volvió y avanzó, silencioso pero decidido, hacia la puerta del nuevo dormitorio. Ahí se detuvo otra vez y miró dentro, recorriendo con la vista el interior para luego detenerse en la cama.
Laura sintió que una mezcla extraña de sensaciones le revolvía el estómago: familiaridad, cautela, anhelos. Contempló los hombros anchos de Rye cubiertos por el suéter que ella le había tejido hacía años, y que parecían llenar el hueco de la puerta. Mientras observaba el dormitorio que ella y Dan compartían, Rye daba la impresión de estar relajado y tenso a la vez, y Laura se preguntó si se habría puesto adrede ese suéter. Era asombrosa la forma en que subrayaba su fuerza, y viéndolo con la prenda puesta se sintió atrapada por una súbita oleada de sensualidad, viéndolo girar lentamente hacia ella y caminar sin prisa por el contorno de la sala, mirando los objetos, pasando el dedo por el borde de la repisa, abarcando tanto las cosas nuevas como las conocidas. Cuando llegó de nuevo junto a Laura, se detuvo ante ella con su nueva postura de piernas abiertas, propia de los hombres de mar.
– Cambios -dijo, con voz ahogada.
– En cinco años, son inevitables.
– Pero, ¿todo esto?
Ahora, su voz había adquirido un matiz de dureza. Otra vez tendió la mano hacia ella y esta vez también lo eludió.
– Rye, fui a ver a Ezra Merrill.
Se alegró de que ese anuncio lo distrajese, y se contuviese de volver a tocarla.
– ¿Tú también? Ya son dos.
– ¿Dos?
Levantó la vista, perpleja.
– Parece que Dan fue a verlo ayer.
«Ayer -pensó Laura-. ¿Ayer?»
Ante su expresión consternada, Rye prosiguió:
– Esta mañana, cuando lo vi en la oficina, me lo dijo.
– Entonces, ¿ya lo sabes?
– Sí, lo sé. Pero también sé que la ley no puede decirme lo que debo sentir.
Laura se volvió para no enfrentarse a esa mirada decidida. Desde atrás, Rye vio que se llevaba la mano a la sien.
– Este es un asunto muy confuso, Rye.
– Al parecer, la ley tampoco puede decirte a ti lo que debes sentir.
La mujer giró sobre sí y lo miró.
– Yo no estoy hablando de sentimientos sino de legalidad. Soy su esposa, ¿no entiendes? ¡En este preciso momento, tú… no deberías estar aquí, siquiera!
Tenía la cabeza un tanto ladeada y la parte superior del cuerpo adelantada, en su fervor por hacerle comprender. Rye habló con calma mortífera:
– Pareces bastante desesperada, Laura.
Ella se enderezó de inmediato.
– Rye, tengo que pedirte que te vayas y que no te dejes ver por aquí hasta que podamos aclarar esta situación. Anoche, Dan estaba… estaba muy alterado, y si te encontrase otra vez aquí, yo… yo… -Tartamudeó hasta interrumpirse, con la vista fija en la curva fuerte del mentón de Rye, donde las nuevas patillas casi se tocaban con el grueso cuello del suéter, dándole un fuerte e inquietante atractivo-. Por favor, Rye -concluyó, contrita.
Por un momento, creyó que él alzaría el puño y clamaría a los cielos, liberando su ira a duras penas contenida. Pero, en cambio, se relajó, aunque con esfuerzo, y concedió.
– Sí, me iré… pero el niño está dormido.
Su mirada voló hacia la cama infantil, luego otra vez a la mujer, y antes de que Laura pudiese impedírselo, dio una sola zancada adelante, la sujetó por la nuca, manejándola con una sola mano poderosa, y abatió su boca sobre la de ella. Laura apoyó las palmas contra la lana del suéter, y se encontró allí con el corazón retumbando dentro del pecho. Hizo fuerza para alejarlo, pero él la sujetaba tan férreamente que las horquillas de barba de ballena se le incrustaban en el cráneo. Ya le había humedecido los labios con la lengua, antes de que ella hubiese logrado soltarse. Cuando lo hizo, los labios de Laura provocaron un desesperado sonido de succión.
– Rye, esto…
– Shh… -Pasando de la violencia a la ternura, el cambio abrupto la confundió, y la admonición le interrumpió las explicaciones-. Un minuto… me iré en un minuto. -Inflexible, sin soltarle la nuca, la obligó a adelantarse, gesto que se contradecía con el suave y repetido-: ¡Shh!
Laura se quedó donde estaba, si bien algo rígida, con la barbilla de él apretada contra su frente, mientras Rye cerraba los ojos con fuerza. Sintió bajo los dedos el golpeteo del corazón de él, y encerró en los puños la lana áspera del suéter, agarrándola y retorciéndola, como si así pudiese evitar hundirse. Aun así, tanto Rye como ella estaban temblando.
– Te amo, Laura. -Las palabras retumbaron en su garganta, y las rodillas de la mujer temblaron-. Josh… -Lo oyó tragar-. Josh se parece a mi madre -dijo, con voz ronca.
Luego, tan repentinamente como había exigido el beso, se marchó, con un brusco giro y un tirón a la puerta, sin agregar una palabra.
– ¡Vamos!
Pero Ship ya estaba de pie.
Y Laura Morgan se quedó, ansiando poder seguir la orden con la misma libertad que la perra.