Al día siguiente, cuando salió a buscar a Josh a la casa de Jane, el semblante de Laura era tan lúgubre como el cielo de Nantucket. El brezal abierto ya no le parecía una mágica alfombra de color. Tanto el polipodio como la enredadera de Virginia y las matas de arándano habían sucumbido a la helada, y ya no lucían esos tonos dorados. Las ramas de los arándanos ya eran sólo unos dedos negros esqueléticos que se elevaban hacia el cielo sombrío. Las vides, que habían formado un muro verde, ahora envolvían las cercas en marchitos líos de maleza de entre las cuales salía el graznido solitario de un faisán que buscaba las últimas bayas que pudiesen quedar. La doble huella de carros se abría paso en la arena blanca de las dunas a la vista de Laura, con el aspecto solitario característico del otoño. El cielo se veía bajo y plomizo y, en algunos sitios, tan bajo que parecía lamer los brezales desiertos que se estremecían cuando soplaba el viento y gemía, despidiendo al otoño. Pronto soplarían los vientos del Norte y castigarían la isla los mares agitados, que luego quedarían paralizados por el hielo y la nieve.
Daba la impresión de que el mundo se había contagiado de su honda pesadumbre. Sentía el corazón oprimido y, temblando dentro de la capa de lana, se ajustó mejor la capucha bajo la barbilla y apretó el paso.
Con sólo un vistazo, Jane dijo:
– Será mejor que ponga el agua para el té: creo que te vendrá bien.
Como la mitad de sus hijos habían ido a la escuela, por una vez, la casa estaba apacible. En la chimenea ardía el fuego, y Josh entró corriendo, dio un abrazo de saludo a su tía, y después, esta tuvo la prudencia de mandarlos a él y a los primos a otro cuarto, con un cuenco lleno de semillas de calabaza tostadas y crujientes para que mordisquearan. Entonces, las dos hermanas se instalaron a ambos lados de la mesa y bebieron un té con fuerte sabor a menta.
– Tienes un aspecto terrible -abrió Jane la conversación, sin rodeos-. Tienes los ojos hinchados, y la cara también.
– Es porque anoche lloré bastante.
– ¿Por los dos hombres de tu vida?
– Por el que estoy tratando de evitar: Rye.
– Ah, Rye. Supongo que entonces habrás oído comentarios con respecto a DeLaine Hussey.
Laura alzó la cabeza de golpe, sorprendida.
– ¿Tú también lo sabes?
Jane la miró a los ojos sin vacilar.
– Toda la isla está enterada de la desvergonzada persecución de que DeLaine Hussey hace objeto a Rye. No debería de sorprenderte que yo también lo sepa.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– No nos hemos visto muy a menudo. Has estado escondiéndote, seguramente para no topezarte con Rye.
Laura suspiró:
– Tienes razón: he estado ocultándome, y creo que fue para no encontrármelo.
Por un momento se hizo el silencio, y Jane observó los ojos de su hermana, debajo de los cuales se veían oscuras ojeras.
– Es muy fuerte lo que existe entre vosotros ¿verdad?
La verdad estaba impresa en cada línea del rostro de Laura.
– Sí, Jane, lo es. Yo… nosotros… -Y las lágrimas se reanudaron sin advertencia. Se cubrió la cara con las manos y apoyó los codos sobre la mesa-. Oh, Jane, me he encontrado con Rye a solas, he… He estado otra vez con él, y por eso mi vida se convirtió en un infierno.
Con gesto consolador, Jane puso la mano en el antebrazo de su hermana y le frotó suavemente con el pulgar.
– Quieres decir que estuviste con él como un hombre y una mujer, en todo el sentido de la palabra.
En realidad, no era una pregunta.
Sin descubrirse la cara, Laura asintió desolada. La hermana esperó a que pasara la racha de llanto y, cuando se calmó, le puso un pañuelo en las manos. Mientras se sonaba la nariz, compartieron sonrisas trémulas.
– Oh, Jane, debes de considerarme muy malvada por admitirlo.
– No, querida, no te considero así. Ya te lo dije: siempre supe cómo eran las cosas entre tú y Rye. ¿O crees, acaso, que he estado ciega todos estos años que estuviste casada con Dan? Sabía que algo… bueno, que algo faltaba entre los dos. Mi única duda es cuándo lo admitiste. Al parecer, fue necesario que regresara Rye para que pudieras hacerlo.
– Intenté mantenerme alejada de él, créeme Jane que lo intenté. -La mirada atormentada buscó comprensión-. Pero me encontré con él un día que subí a las colinas, cuando iba al molino a encargar harina. Josh estaba conmigo… y viéndolos juntos, tan semejantes… yo… bueno, me propuso que nos encontráramos, y lo hice. Al día siguiente. Ese fue el día que traje a Josh aquí, el día que… murió Zachary.
Jane recibió el impacto profundo de las palabras de su hermana, y se compadeció:
– Oh, no, Laura…
Laura tragó con esfuerzo y asintió. Bebió un sorbo de té para darse ánimos, y se calentó las manos con la taza.
– Pensé que, sin duda, tú lo adivinarías.
– Creo que sí, que pensé en lo difícil que resultaba todo para ti y Rye. Pero no tenía idea de que había sucedido precisamente ese día.
Recordando, la muchacha fijó la vista en la taza.
– Qué casualidad que Rye y yo nos encontráramos y… engañado a Dan mientras él había salido a buscar a su padre junto a la barra.
– Oh, Laura, no estarás culpándote por la muerte de Zachary, ¿no?
Los ojos de Laura, cargados de dolor, se fijaron en la hermana.
– ¿No entiendes? Estuvimos juntos y, cuando regresamos al pueblo, nos enteramos de que Zach había desaparecido. Después de eso, encontré a Rye en el… embarcadero. Pero también estaba Dan, y… oh, Jane, nunca olvidaré ese cuadro: Dan volviéndose hacia Rye cuando volvió con la partida de búsqueda. Trató de… de no ir hacia él, pero no pudo resistir. Necesitaba consuelo y, ahí mismo, ante todo el pueblo, los dos se abrazaron, inmediatamente después de que Rye y yo… oh, todo es tan confuso… -Ocultó de nuevo la cara entre las manos-. ¡Me siento muy culpable!
– Si bien es algo natural, es una tontería que te culpes por la muerte de Zach, ¡No tienes la culpa de que se ahogara, como tampoco la tienes de que Rye Dalton no! ¡Admito que fue inoportuno, pero nada más!
– Tú no estabas presente la noche del funeral, cuando Dan estaba tan borracho.
– No estaba, pero me lo contaron.
– Oh, Jane, fue espantoso. Y sin embargo, todas las acusaciones que me hizo son ciertas. Soy yo la que he impulsado a Dan a beber, y no encuentro el modo de ocultar lo que siento por Rye. He prometido mantenerme alejada de él por seis meses, al menos durante el período de duelo. Pero Dan se da cuenta de cuáles son mis sentimientos. Por las noches, nunca llega a casa hasta tarde, y luego irrumpe tambaleándose, demasiado ebrio para que podamos hablar, siquiera. No dejo de preguntarme si, incluso después de estos seis meses, me divorcio de Dan y me uno a Rye, ¿cómo nos enfrentaremos a Dan?
De repente, Jane se levantó para ir a buscar más agua caliente para el té.
– Tú sabes la respuesta, Laura. Siempre la supiste. Esta isla no es lo bastante grande para los tres. Nunca lo fue.
– ¿Que no es lo bastante grande?
Jane colocó la tetera en el fuego y, al volverse, atravesó a la hermana con una mirada destinada a obligarla a decir la verdad.
– Claro. No importa con quién estés casada. De todos modos, habrá habladurías con respecto al otro, y es imposible que no se enfrenten una y otra vez y revuelvan el pasado. Tarde o temprano, alguno tendrá que marcharse.
– ¡Pero Nantucket es nuestra patria, es de los tres! -gimió Laura.
Jane se sentó con agilidad, pero de pronto pareció incómoda. Levantando la taza, fijó la vista en ella como si estuviese leyendo las hojas de té.
– Ha habido habladurías, Laura.
– ¿Habladurías?
Laura no entendía.
– Ya veo que no lo sabes.
– ¿Saber qué?
– Un hombre de apellido Throckmorton ha estado de visita en la isla. Es agente de una compañía de tierras que está organizando un grupo de familias para ir al Territorio de Michigan cuando llegue la primavera.
– ¿M… Michigan?
Los ojos castaños se dilataron.
– Michigan. -Jane tragó el sobro de té-. Para fundar allí un pueblo nuevo. Y ya sabes que ningún pueblo puede sobrevivir sin un tonelero.
Cuando entendió, Laura se quedó con la boca abierta.
– Oh, no -susurró.
– Más de una vez han visto a ese sujeto, ese Throckmorton, en la tonelería.
Laura se quedó mirando la puerta con aire estúpido, como si pudiese ver la tonelería desde donde estaba sentada.
– ¿Rye? ¿Rye piensa irse a la frontera?
Una vez más, buscó con la mirada la de su hermana, esperando que negara.
– No lo sé. No he oído nada al respecto. Lo que sí oí es que este señor Throckmorton ha sido enviado a Nueva Inglaterra para provocar entusiasmo, para buscar hombres capacitados, la clase de hombres que puedan ganarse la vida en un lugar incivilizado. Dicen que uno puede apropiarse de toda la tierra que desee, que es gratis. Lo único que tiene que hacer es vivir en ella, despejarla y labrarla durante un año.
– Pero Rye no es granjero.
– Claro que no. Y no creo que vaya a instalarse. Irá dondequiera que su destreza para fabricar barriles le brinde más resultados que labrar la tierra.
– ¡Oh, Jane! -gimió Laura.
– No aseguro que Rye vaya a irse. Lo único que digo es lo que he oído. Me pareció que debías saberlo.
Laura recordó la actitud rígida y severa que tenía Rye el día anterior, cómo le dio la espalda y las palabras impetuosas que ella le espetó en la calle. ¿Sería posible que estuviese pensando en huir de Nantucket, que representaba para él un triángulo de tensión e inclinándose por DeLaine Hussey, aceptara ambos desafíos?
Esa idea no dejó de perseguirla hasta el día en que volvió a la tonelería a buscar la tapa que había encargado. Tenía la intención de hablar con Rye y preguntarle qué intenciones tenía para el futuro, pero no tuvo ocasión pues, cuando llegó, sólo estaba Josiah. Tuvo toda la impresión de que Rye había estado esperando su llegada y que escapó de prisa hacia la vivienda de la planta alta, pues vio que Josiah estaba cerca del pie de la escalera, mirando hacia arriba.
– Buenos días, Josiah.
El anciano la saludó con la cabeza.
– Hija.
– He venido a buscar mi tapa.
– Ahá. Está lista.
Fue a buscarla, se la entregó y vio cómo la sostenía, casi acariciándola. Laura levantó la vista hacia él.
– Yo… quería hablar con Rye. ¿Está?
Los perspicaces ojos gris azulado recorrieron la tonelería, pero Josiah contestó, evasivo:
– No lo ves por aquí, ¿verdad?
– No, Josiah, no lo veo -replicó, intencionada.
– Entonces, será un poco difícil que hables con él, ¿no es cierto?
– ¿Está evitándome adrede?
Josiah le volvió la espalda.
– Eso no puedo responderlo. Tendrás que preguntárselo cuando lo veas.
– Josiah, ¿ha estado aquí un señor Throckmorton, conversando con Rye?
– Throckmorton… bueno, veamos… -Se rascó pensativo la barbilla-. Throckmorton… ehhh…
– ¡Josiah! -estalló, impacientándose.
– Sí. Ahora que lo pienso, ha estado.
– ¿Qué quería?
El anciano fingió estar concentrado en la limpieza del banco de trabajo, haciendo mucho barullo mientras colocaba las herramientas.
– No escucho toda la cháchara de cualquiera que venga aquí para hablar con ese hijo mío. Si lo hiciera, no tendría tiempo de trabajar.
– ¿De dónde venía el señor Throckmorton?
– ¿Que de dónde venía? ¿Cómo que de dónde venía?
– ¿Era del territorio de Michigan?
Josiah volvió a rascarse la barbilla, hasta que al fin se dio la vuelta de cara a ella, con expresión bastante despreocupada.
– Bueno, creo que he oído mencionar a Michigan, aunque no presté mucha atención.
El corazón de Laura se estremeció dentro del pecho.
– Gracias, Josiah. ¿Cuánto le debo por la tapa?
– ¿Deberme? No seas tonta, muchacha. Si llegara a cobrarte, Rye me emplumaría.
Por un momento, el ánimo de Laura se elevó, pero no pudo menos que preguntar, mirando la tapa nueva:
– ¿La hizo usted o él?
El anciano le dio otra vez la espalda.
– Él.
En ese momento, Laura oyó crujir las tablas del piso de arriba. Alzó la vista y dijo en voz más alta:
– Dele las gracias por mí, por favor, Josiah.
– Ahá, lo haré. Puedes estar tranquila.
Unos minutos después, Rye bajó la escalera y se detuvo con el pie en el último peldaño, la mano apoyada en el poste vertical.
– Se ha ido -refunfuñó el padre-. No hace falta que te escondas más. Y no la engañaste: se dio cuenta de que estabas arriba.
– Sí: oí que me daba las gracias.
– Las cosas han llegado demasiado lejos si tienes que dejar a un viejo para que le mienta a tu mujer -protestó Josiah-, mientras tú te ocultas arriba como un ladrón.
– Si en verdad fuese mi mujer, sólo mía, esto no sería necesario.
– La novedad de Throckmorton y su plan la inquietaron.
– Pero no lo suficiente para dejar a Dan.
– ¿Cómo lo sabes, si no la dejas decir lo que tiene que decir?
– Si se hubiese decidido, subiría esta escalera y nada la detendría. La conozco.
– Supongo que sí, pero no le viste la expresión cuando habló de Throckmorton. ¿Quién crees que se lo contó?
– No tengo idea, pero ese tipo está hablando con otros hombres. En la isla, muchos saben a qué ha venido.
– ¿Y tú estuviste pensando en su propuesta?
Rye unió las cejas hasta casi tocarse, pero no respondió.
Josiah tomó una herramienta, se volvió de espaldas, fue hasta la piedra de afilar y probó la hoja con el pulgar, mientras preguntaba como de pasada:
– Bueno, eso significa que has estado pensando en la propuesta de esa jovencita
Rye giró con brusquedad y fijó la vista en la espalda del padre. Le pareció notar un tono de ironía en su voz.
– Sí, estoy pensándolo.
Josiah miró sobre el hombro, y vio que su hijo esbozaba una mueca irónica con la boca ladeada.
– Esa mujer hace unos bizcochos de naranja estupendos.
– ¡Ja!
El chirrido de la muela contra el acero cortó todo intento posterior de conversación.
La fiesta de final de temporada se hacía todos los años cuando ya se habían hecho todas las reservas para el invierno, y las playas aún no estaban heladas. El capitán Silas era el guardián permanente de la hoguera, y todos los años se le veía el día anterior al acontecimiento, recogiendo de las rocas las algas, que resultaban indispensables, y los mejillones que crecían en ellas. Con suma paciencia, llenaba sacos de arpillera con casi cuarenta y cinco kilos de algas de un marrón amarillento que contenían pequeños sacos de aire para dar sabor a la comida a medida que explotaban. Iba arrastrando innumerables sacos hasta el lugar donde se haría la comida al aire libre, sin hacer caso de los vientos que soplaban hasta a setenta kilómetros por hora… cosa normal en esa época del año.
– Ya encontraremos refugio -decía, y siempre resultaba cierto.
Los animosos isleños estaban acostumbrados a soportar las inclemencias del tiempo en semejante fecha, pues la recompensa eran los suculentos mariscos y las almejas, recogidos en Polpis Harbor, que esperaban en cestos junto con patatas, calabazas y salchichas que se cocerían junto con los alimentos provenientes del mar.
Ese día, Rye y DeLaine Hussey llegaron a las dunas a últimas horas de la tarde, y se encontraron con que ya se había juntado mucha gente, y Silas ordenaba la preparación del fuego, dirigiendo cada paso como un déspota. Habían cavado un pozo de poca profundidad en la arena, lo tapizaron de leña y luego lo llenaron de rocas.
– Este es el truco -peroró el viejo Silas, como hacía todos los años-. Hay que armar el montículo de manera que pueda filtrarse el aire entre las piedras, ¡pues, de lo contrario, no se calientan lo suficiente!
Inclinándose hacia Rye, y cubriéndose la boca con la mano, DeLaine le susurró:
– ¡Oh, gracias a Dios que nos lo dijo!
Rye rió en sordina y luego, uniendo las cejas con aire burlón, replicó:
– Necesitamos que haya un buen tiro.
Aunque Rye no tenía especiales deseos de pasar el día con DeLaine Hussey, el humorístico comentario, en cierto modo lo relajó. No era una mujer fea, y comprendió que no había pasado con ella tiempo suficiente para saber si tenía o no sentido del humor. De pronto advirtió que sabía poco de ella. Ahora, parado ante el hoyo, en medio del viento que los azotaba, resolvió disfrutar lo más posible de la jornada. Era un alivio que la familia Morgan, aún de duelo, no pudiera asistir.
Silas encendió el fuego y, fiel a sus palabras, lo hizo con habilidad. Pronto, se extendió y creció. Mientras los participantes entibiaban jarras de sidra de manzanas, esperaban a que Silas dieran la orden de comenzar. Cuando las piedras empezaron a crujir y a partirse, las esparció con cuidado y las cubrió con una capa de algas. Sobre ellas se disponían los alimentos, y encima, otra capa de algas. Rye ayudó junto con otros hombres a tender una lona sobre el montículo, única tarea que Silas permitía realizar a otro que no fuese él. Él mismo se ocupó de sellar la lona con arena para retener el calor. Por fin, el hoyo ardía, y la gente se dispersó para hacer volar cometas, actividad que se había convertido en tradición para esa fecha.
DeLaine y Rye se alejaron de la hoguera con paso tranquilo, y él la observó con el rabillo del ojo. La muchacha llevaba puesto un sencillo sombrero de rígida seda azul que le cubría hasta las orejas. Tenía una capa de lana abotonada hasta la barbilla, y las manos enfundadas en guantes grises. Rye se levantó el cuello del chaquetón marinero, y reafirmó su decisión de divertirse.
Parados sobre una escarpadura, con el viento a la espalda, dejaron que su cometa se uniera con las otras que sobrevolaban sobre el océanohenchido. Llegaron las rompientes, salpicando las colas de las cometas, que se hundían y se sacudían como provocando a las olas.
Hacía años que Rye no volaba una cometa, y hacerlo le dio una intensa sensación de libertad, observando el colorido triángulo que luchaba con el viento y restallaba como una vela bajo una driza. Alzando la vista, vio cómo la cometa se empequeñecía. De pronto oyó junto a él la risa de DeLaine. Se volvió y vio que tenía la cara vuelta al cielo, sujetaba la cuerda y la sentía tironear entre las manos enguantadas.
– ¿Sabes que, cuando éramos niños, solía soñar que hacía esto contigo?
– No -respondió, sorprendido.
DeLaine lo miró.
– Es verdad. Pero ya sabes lo que se dice. -Se volvió otra vez hacia la cometa-. Más vale tarde que nunca.
A Rye no se le ocurrió absolutamente nada que decir, y se quedó con las manos en los bolsillos, contemplando la cometa. La voz de la muchacha era grave.
– Yo envidiaba a Laura Traherne más que a ninguna otra chica.
Rye sintió que se sonrojaba, pero DeLaine estaba concentrada en el juguete.
– Te seguía a todas partes y, para ser una chica, tenía tanta… tanta libertad… Siempre le envidié esa libertad. Mientras todas nosotras debíamos quedarnos en la sala aprendiendo a remendar y a bordar, ella correteaba descalza por la playa. -En ese momento sí se volvió hacia él, contemplando la nítida línea de su barbilla, enmarcada por las patillas, que anhelaba tocar desde la primera vez que lo vio con ellas-. Rye, ¿estoy avergonzándote? No es mi intención. No importa que ames a Laura, ¿sabes?
Al mirarla a los ojos, vio que la mirada era firme y segura.
– Todos los isleños saben lo que sentís el uno por otro. Lo único que yo quería era que tú supieras que yo también lo sé, y que no me importa. Tenía la intención de disfrutar de tu compañía porque es algo que deseé durante mucho, mucho tiempo.
Otra vez Rye se quedó mudo, con los labios entreabiertos de sorpresa.
Repentinamente, DeLaine adoptó otra vez un aire alegre y juguetón.
– Dime, Rye, ¿estuviste en Portugal?
– Por supuesto que sí.
DeLaine exhaló un resoplido por las fosas nasales dilatadas, y fijó la vista en el horizonte lejano.
– Siempre he querido conocer Portugal. Está allá -imagínate-, hacia donde estoy mirando. Daría cualquier cosa por verlo, o por ver cualquier otro lugar además de esta pequeña isla sofocante. Estoy harta de ella, y del olor a aceite de ballena y a alquitrán.
– Esa no fue la impresión que me diste aquella noche que hablaste de la masonería femenina. Hablaste como si estuvieses orgullosa de Nantucket y de sus… balleneros.
– Ah, eso… -Esbozó una sonrisa de desdén hacia sí misma-. Sólo lo dije para ver si captaba tu atención, ya lo sabes. Me importa muy poco que un hombre haya matado o no a una ballena. -El viento le agitó un mechón de cabellos, que se le atravesó en los labios, y él se apresuró a apartar la vista-. Dime, Rye, ¿es cierto que dicen que te propusieron ir al territorio de Michigan, donde van a fundar un nuevo pueblo?
La miró de soslayo pero, como ella lo observaba, volvió la atención a las olas que se veían allá abajo.
– Me lo han propuesto.
– ¡Oh, como te envidio también a ti por ser hombre! Los hombres tienen libertad de elegir en tantas cosas…
– Yo no elegí marcharme de Nantucket.
– Pero, si quieres, puedes hacerlo, del mismo modo que decidiste irte a cazar ballenas. Este último tiempo he pensado mucho en eso; en que las mujeres debemos quedarnos, ociosas, dejando pasar los años y esperando que algo cambie el curso de nuestras vidas. Pensé en lo diferente que es Laura, que se burló de las convenciones e hizo lo que le dio la gana, y se me ocurrió lo siguiente: «¡DeLaine Hussey, ya es hora de que tú también hagas lo que te dé la gana!». Por eso estoy aquí, diciéndote cosas que ninguna dama debería decirle a un hombre. Pero ya no me importa… no me rejuvenezco, y todavía soy soltera, y… y… no quiero serlo. -Suavizó la voz, como si estuviese hablando consigo misma-. Y daría cualquier cosa por tener la oportunidad de empezar una nueva vida en un lugar como… como el territorio de Michigan.
Rye la contempló de perfil, mientras ella, a su vez, contemplaba la cometa. ¡Por Dios, esa mujer estaba proponiéndole matrimonio!
– DeLaine, yo…
– Oh, no te sientas tan apesadumbrado, Rye, y no te molestes en decir nada. ¡Limitémonos a disfrutar de un día maravilloso y comamos toneladas de almejas!
Le dirigió una sonrisa radiante, aunque él sospechaba que debía de estar sintiéndose bastante abrumada por lo que acababa de confesar. Nunca se le había ocurrido pensar en el dilema de una mujer que quiere casarse y nadie se lo pide.
Sin advertencia, la cometa se soltó y se lanzó a volar sobre el Atlántico.
– ¡Oh, mira! -DeLaine se llevó una mano al ala del sombrero, que el viento sacudía. Rió otra vez, y el sonido fue llevado hacia el Este, donde unas gaviotas daban volteretas y chillaban-. ¡Se dirige a Portugal!
También se alzó la delantera de su abrigo, y flameó contra las perneras del pantalón.
Rye sonrió y, tomándola del brazo, se dirigió con ella otra vez hacia la hoguera.
– Portugal no tiene nada tan bueno como las almejas de Nantucket. Vamos.
Volvieron junto al hoyo, con los ánimos otra vez aligerados.
El capitán Silas realizó el proceso inverso al que había supervisado una hora antes: quitó la lona, dejando escapar una oleada de vapor, y apartó las algas, cuyo aroma penetrante se elevó en el aire salino.
Rye y DeLaine se sentaron juntos sobre una manta a comer sabrosas almejas, escalopes, verduras tiernas y la picante salchicha de la isla, que jamás quedaba tan deliciosa cuando se asaba en un homo doméstico. Se lamieron los labios y rieron, y se pasaron el dorso de la mano por el mentón, sintiéndose cada vez más cómodos en la mutua compañía. Cuando terminó la comida, casi todos los hombres que había en el círculo encendieron una pipa o un cigarro.
– Tú no fumas -comentó DeLaine.
– Nunca lo hice: me bastaba con aspirar el aire que iba dejando mi padre.
Rieron de nuevo, Rye rodeando con los brazos las piernas cruzadas y levantadas, mientras que DeLaine pensaba en los años que hacía que esperaba una noche como esa.
Ya estaba oscuro para cuando las brasas se habían enfriado, y los isleños empezaron a regresar a sus hogares, caminando por la playa. Aunque al llegar la noche el viento había cesado, seguía haciendo frío, y la humedad que subía desde el mar se metía por los cuellos y debajo de las enaguas.
Rye y DeLaine regresaron en silencio. Cada tanto, sus hombros chocaban. La muchacha se sujetaba el cuello del abrigo y veía el revuelo oscuro de su falda a cada paso que daba.
– ¿Tienes frío? -le preguntó el hombre, al verla temblar.
– ¿Acaso no lo tenemos todos en esta época?
– Sí, y lo peor aún no ha llegado.
Jamás había tocado a DeLaine de manera personal y, en ese momento, le rodeó los hombros con un brazo, estrujando la manga del abrigo y viendo cómo los alientos de los dos formaban nubéculas blancas en el aire nocturno.
Llegaron a las calles del pueblo donde, cada tanto, una lámpara formaba un charco de luz en la densa oscuridad. DeLaine vivía en una casa de tablas cerca de la plaza y, cuando llegaron a la cerca de picas, Rye le quitó el brazo de los hombros, abrió la cancela y la hizo pasar. Cuando se acercaron a la puerta, DeLaine aminoró el paso y se volvió de cara a él.
– Rye, he disfrutado hasta el último minuto, y lamento si…
– DeLaine, no hay nada que lamentar.
Contempló ese rostro que se alzaba hacia él en las sombras. Era más pequeña que Laura, y tenía otro perfume, picante en lugar de floral. Con un pequeño sobresalto, advirtió que era la primera vez en la velada que pensaba en Laura.
DeLaine lo miró a la cara; estaba tan cerca que el borde de su falda le rozaba los pantalones.
– Rye, hay algo que he querido hacer desde aquella noche, la de la cena en casa de los Starbuck. ¿Te molestaría mucho si… si me diese el lujo?
No estaba seguro de querer besar a DeLaine Hussey, pero no había modo de evitarlo con elegancia.
– Por favor -repuso, en voz baja.
Pero en lugar de alzarse de puntillas, la muchacha se quitó un guante, levantó la mano y la ahuecó sobre la mejilla y la patilla.
– ¡Son suaves! -exclamó.
Rye rió entre dientes mientras ella le pasaba el dorso de los dedos por el otro lado, luego probaba otra vez el primero, jugueteando con el vello facial, pasándole las yemas.
– Claro que son suaves, ¿Qué esperabas?
– Yo… no lo sé. Hacen que tu mandíbula parezca dura como un yunque, y esperaba que las patillas fuesen… duras.
Dejó la mano quieta, pero no la retiró. Rye la sentía tibia sobre la mejilla, en contraste con el aire frío de la noche.
– DeLaine Hussey, ¿siempre fuiste tan impetuosa?
– No, no siempre. Como a toda señorita bien educada, me enseñaron que nunca mostrase mis sentimientos.
Sus dedos vagaron hasta el hueco de la mejilla, mientras la voz iba convirtiéndose en un murmullo. La noche era densa en torno a ellos, y el resplandor de las velas que se filtraba por las ventanas de la casa daba a sus perfiles un aura anaranjada.
– DeLaine, con respecto a lo que dijiste hoy… yo no tenía modo de saber qué…
– Shh.
Le apoyó un dedo sobre los labios.
El dedo tibio también se demoró en sus labios, inconfundible invitación en la caricia y en la mirada. Rye no quería besar a ninguna otra mujer que no fuese Laura. No tenía intenciones de llevar a DeLaine Hussey al territorio de Michigan. Pero era mujer, lo deseaba, y el dedo que rozaba su labio inferior se deslizó por él, y de pronto a Rye se le alborotó la sangre en las ingles.
«Qué importa -pensó-. Pruébala».
Mordió con suavidad la yema del dedo y la sujetó por la cintura con las manos. Cuando se inclinó para apretar su boca contra la de ella, DeLaine se elevó hacia él, alzó los brazos y entrelazó los dedos de la mano sin guante en el cabello de la nuca del hombre.
Rye Dalton había sido manipulado durante todo el día y lo sabía pero, en ese momento, no le importó. Se sentía solo y vulnerable, y la muchacha sabía vagamente a manteca y olía a sándalo; su boca se abrió tan dispuesta que obligó a la de Rye a hacer lo mismo, sin querer. De la garganta de DeLaine brotó un sonido ahogado y se apretó más a él, hasta que su abrigo se tocó con la lana áspera del chaquetón.
«DeLaine Hussey -pensó-, ¿quién iba a imaginar que esto sucedería contigo alguna vez.?» La nuchacha movió la boca y la cabeza con gestos insinuantes, metió la mano en la tibieza del cuello y Rye se vio asaltado por una natural curiosidad. Pasó la mano por el abultado costado del abrigo de ella, y la muchacha se apretó contra él. Una vez más, emitió ese sonido gutural de pasión, y la mano de Rye fue a desabotonar el primer botón de su chaqueta, y después, el del abrigo de ella, para luego pasar los brazos hacia la espalda tibia.
Los dos cuerpos se amoldaron uno a otro, y DeLaine Hussey sintió la dura masculinidad que había ansiado durante años y años. La palma de Rye se deslizó sobre un pecho, y la muchacha se estremeció.
Él lo percibió, y sintió una breve oleada de satisfacción recordando lo que le había dicho esa tarde: que hacía años que estaba enamorada de él. El pecho era más lleno que el de Laura, y su boca, diferente bajo la suya.
Pero cuando las caderas se balancearon una vez, comprendió lo que estaba haciendo: estaba comparando.
Interrumpió el beso y alzó la cabeza, apretando la cintura dentro del abrigo y apartándola un poco.
– DeLaine… yo… escucha, lo siento. No tendría que haber empezado con esto.
– Rye, ya te dije que no importa si, para ti, Laura está primero…
– Eh, eh -dijo en voz suave, como expulsando las palabras, soltándola y retrocediendo un paso-. Por esta noche, dejémoslo así, ¿de acuerdo? En este preciso momento, mi vida es un embrollo y no tengo por qué imponerte mis complicaciones.
– ¿Imponerme, dices? Rye, no entiendes…
– Entiendo, pero no estoy libre para…
Suspiró, se pasó una mano por el cabello y dio otro paso atrás.
De repente, la mujer se miró las manos y volvió a ponerse el guante.
– Lamento haberte presionado, Rye. -Alzó la vista con expresión implorante-. ¿Me perdonas?
Ya tranquilo, le cubrió los antebrazos con las manos.
– No hay nada que perdonar, DeLaine. Yo también he disfrutado el día -Le dio un breve beso de despedida, le oprimió los brazos, y dijo-: Buenas noches, DeLaine.
– Buenas noches, Rye.
Se fue por el sendero, y ella oyó el chirrido de la cancela, y después los pasos que se perdían en la oscuridad.
«¡Maldita seas, Laura Morgan! -pensó-. ¿No te basta con un hombre?»