Capítulo17

Noviembre avanzó, envolviendo a Nantucket en una niebla que parecía infinita. Cuando se levantaba, nunca era por mucho tiempo: pronto soplaba un viento continuo desde el Suroeste, y otra vez aparecía la niebla como una línea gris en el horizonte, para luego correr sobre el agua y cerrarse sobre la isla como una capa. Diez minutos después no se veía a menos de veinte metros. El aire húmedo y helado calaba hasta la médula de los huesos, y los pescadores se arropaban como si fuesen balleneros del Ártico. Pero la niebla formaba parte de la vida de Nantucket al igual que la pesca misma, y los que aprovechaban lo que ofrecía el Atlántico, se limitaban a abrigarse más y a aceptar los caprichos del viento.

Pasando Rip Point, donde las mareas inundaban los bajíos, arremolinándose en la orilla con un revuelo de espuma blanca, iban a alimentarse percas y peces azules. Todos los días, John Durning, Tom Morgan y otros como ellos desafiaban a los elementos y manipulaban las redes hasta que las manos se les ponían más azules que esos peces que pescaban.

Los barcos que llegaban a los embarcaderos al terminar la jornada, se asemejaban a visiones espectrales, deslizándose en medio de la niebla como navios fantasmas. Luego se oía una voz que saludaba y otra que respondía, aunque daba la impresión de que no había nadie en el sitio de donde provenían las voces, pues la niebla distorsionaba los sonidos y los hacía reverberar, huecos, en medio del aire turbio, como emisiones de entes desencarnados.

Durante esos días lúgubres que Rye compartía con Josiah, pensaba en la llegada de la primavera y en la posibilidades que presentaba el territorio de Michigan. Pensaba cada vez más en empezar allí una nueva vida, con Laura y con Josh. Pero, ¿realmente dejaría ella a Dan como le había prometido? Y si lo hacía, ¿podría estar divorciada cuando llegara el momento de partir? Quizá no quisiera abandonar la isla donde había nacido. Con todo, no dudaba de que DeLaine Hussey seguiría insistiendo con la posibilidad de ser su esposa. Pero, ¿él la quería? Tenía todo el invierno para responder esa pregunta pero, suponiendo que le hiciera la corte a DeLaine y decidiera casarse con ella, surgía el problema de su padre, que había demostrado claramente su desagrado hacia ella. ¿Podría convencer al viejo de ir a Michigan aunque fuese DeLaine como su esposa, en lugar de Laura?

Un día, Rye y Ship fueron caminando hacia la casa de Crooked Record Lane pero, al pisar el sendero de conchillas, comprendió que no era prudente llamar a la puerta. La contempló con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, con una gorra de lana encasquetada en la cabeza. Sabía que Laura estaba dentro porque las ventanas iluminadas destacaban en el día gris. Pero era indudable que también estaría Josh, y mirando la casa que un día fue su hogar, volvió a sentir el mismo dolor de aquel día en que el niño se había arrojado sobre él, golpeándolo y gritando:

– ¡Tú no eres mi papá!

Desde entonces, ¿cuán a menudo se había preguntado si ya había aceptado la verdad? Infinitas veces había maldecido su propio temperamento por haber estallado ese día, cuando Laura fue a buscar la tapa: de tan indignado que estaba, no le preguntó siquiera cómo estaba su hijo.

El viento sopló entre las hojas resecas de los manzanos y empujaba las ramas de las tuyas contra el dormitorio, arrancando un extraño chillido al borde de las tejas. Se estremeció.

De pronto, advirtió que la base de la casa no tenía colocado el balasto para el invierno. Así que Dan bebía tanto que no estaba en condiciones de cumplir sus responsabilidades. En todas las casas de la isla se colocaban refuerzos para protegerlas de las corrientes que, de lo contrario, se colaban por cada grieta posible durante los meses de frío, y estaba seguro de que Dan se había ocupado de hacerlo todos los inviernos que duró su ausencia. Qué ironía: ahora le tocaba a él encargarse de eso durante la «ausencia» de Dan.

Echó otro vistazo a la ventana, giró sobre los talones y desando el camino, en busca del capitán Silas, para preguntarle si conocía a alguien que pudiese encargarse de esa tarea.


Cayeron las primeras nevadas; los trineos sustituyeron a carros y carretas. Por los brezales ondulantes, los estanques se congelaron y los pequeños patinaban con patines de madera sujetos con correas a las botas. A veces, por las noches, se veían hogueras cerca de los estanques congelados, donde los jóvenes se reunían para patinar. En las salas chocaban las agujas de tejer, dando forma a abrigados calcetines de lana.

Un día, un trineo tirado por un caballo dejó una carga de algas para gran alivio de Laura, que había apilado edredones de plumas sobre las camas. Además, por las mañanas ya se había congelado el agua en el cuenco, y sus narices estaban en un estado lamentable.

A comienzos de diciembre, llegó el día en que la niebla se retiró, rodando sobre el Atlántico, y dejó un cielo nublado, tan gris que daba al día un aspecto de anochecer. Los vientos gemían desde el Noroeste, castigando a la isla con su bofetada punzante.

Laura había retrasado la fabricación de velas con bayas de laurel, esperando un día como ese. Esa mañana, cuando se levantó y vio las nubes bajas y los vientos fuertes, le dio una alegría a Josh anunciándole que se dedicarían a esa tarea. Como Josh había reanudado la amistad con Jimmy, también se reconcilió con su madre, y ya estaba junto a ella, «ayudando» en la confección de velas. Sentado ante la mesa de caballete a su lado, seleccionaba la primera tanda de bayas y quitaba ramas.

Cuando ya había bastantes, rogó:

– Mamá, ¿puedo meterlas en la tetera?

Algunas bayas cayeron al suelo y, rodando, fueron a dar a los rincones, donde fue a rescatarlas puesto a gatas.

Hacer velas era un proceso lento, que llevaba tiempo, y mientras removía la tetera sobre el fuego, Laura se alegraba con el parloteo del niño.

– ¿Esta noche papá vendrá a casa? -preguntó encaramado sobre un sólido taburete, delante del hogar.

– Claro que papá vendrá. Viene todas las noches.

– A cenar, quiero decir.

– No lo sé, Josh.

– Me prometió que este año podría tener esquíes, y dijo que iba a enseñarme a usarlos.

– ¿En serio? ¿Cuándo?

Él se encogió de hombros, y fijó la vista en las brillantes ascuas que se veían detrás de la tetera.

– Hace mucho tiempo.

Laura lo observó. «Pobre, mi querido Josh, -pensó-. No es que Dan tenga el propósito de decepcionarte, y tampoco yo, pero ya no encuentro cómo excusarlo».

– Podrías pedir esquíes para Navidad.

Pero la expresión del chico era apesadumbrada.

– ¡Falta mucho para Navidad! Jimmy ya ha ido a esquiar dos veces. Dice que cuando tenga esquíes, puedo ir con él.

Laura no tenía ninguna respuesta para su hijo.

– Ven, ¿no quieres remover las bayas un rato? -le propuso con animación.

– ¿Puedo?

Los ojos del niño se convirtieron en dos lagos azules de excitación.

– Acerca el taburete.

De pie sobre el alto banco, con el brazo de la madre sujetándolo por la cintura, removió las pepitas gris verdoso que ya empezaban a separarse, inundando la casa de un denso aroma vegetal. Cuando el sebo negruzco emergió a la superficie, se formó la cera. Era preciso dejar enfriar, espumar, tamizar ese primer cebo y luego derretirlo por segunda vez para obtener una cera casi transparente, que ya se podía verter en los moldes. Pero mucho antes de terminar con el proceso de refinamiento, Josh se había cansado y se mecía boca abajo sobre uno de los bancos largos.

Al mediodía cayó una lluvia torrencial y Laura, que estaba cortando mechas para los moldes, alzó la vista al oír las primeras gotas que golpeaban contra los vidrios de las ventanas.

– Un Noroeste -comentó distraída, contenta de estar protegida dentro de la casa.

Después de haber colocado las mechas y llenado los moldes por primera vez, se sirvió una taza de té caliente y se concedió un descanso antes de empezar con la segunda tanda de bayas. De pie sobre una silla, Josh miraba por la ventana, y su madre fue a pararse detrás de él. La lluvia se había convertido en aguanieve, que congeló la nieve y las ramas de los manzanos, que se convirtieron en dedos cubiertos de hielo.

– Quiero ir a esquiar -se quejó Josh, apretando la nariz contra la ventana.

Laura le revolvió el cabello y vio cómo el viento sacudía las ramas congeladas.

– Hoy no hay nadie esquiando. -Parecía abrumado y solitario y, por un momento, Laura deseó que hubiese otro niño para hacerle compañía. Se preguntó cuántos habría si hubiese estado casada con Rye todos esos años-. Ven, Josh, puedes ayudarme a seleccionar la tanda siguiente de bayas y a quitarle las ramas.

– No me gusta quitar ramas -afirmó-. Quiero ir a esquiar.

– ¡Joshua! ¿Estás poniendo la lengua en la ventana?

Con expresión culpable, el niño miró sobre el hombro y no contestó, pero dos copos se derretían sobre el cristal, y Laura no pudo contener una sonrisa:

– Bájate de ahí. Vamos a fabricar una tanda de velas.


En el transcurso del día, el tiempo empeoró. La cellisca cubrió todo con una peligrosa capa de hielo, y luego dejó lugar a una nevada dura y seca que precedió al ventarrón, describiendo trayectorias ondulantes por las calles pavimentadas de resbaladizos adoquines.

Abajo, en el puerto, no se movía ninguna embarcación. Los aparejos estaban engalanados con carámbanos que, congelados por el viento en extraños ángulos, parecían la obra de un artista natural. Las gaviotas se acurrucaban debajo de los muelles y el viento que les llegaba desde atrás, les erizaba las plumas. Los viandantes se agazapaban, sujetándose el cuello del abrigo al dirigirse hacia las casas, al final de la jornada.

Dan Morgan salió de la contaduría, y él también se alzó el cuello del abrigo, sujetándose el sombrero de castor que el viento amenazaba con hacer volar rumbo a España. Se agazapó más, encaminando sus pasos hacia el Blue Anchor, regodeándose por anticipado con el calor que le produciría el ponche de ron caliente, en ese día endiablado. Allá abajo, los mástiles principales de los veleros se columpiaban locamente en el agua, que se agitaba y ondulaba. Se resbaló una vez, y puso más cuidado en sus pasos.

Dentro del Blue Anchor rugía el fuego, y en el aire reinaba el olor de los moluscos hirviendo. Rechazó el ofrecimiento de guisado de almejas, pidió un ponche y se encorvó sobre la jarra después de haber bebido el primer sorbo de su ansiado contenido.

Vació la jarra, volvieron a llenársela, y alrededor del fuego se juntaron los acostumbrados parroquianos, que no querían moverse de los cómodos asientos para salir a enfrentarse al viento y la nieve.

Entró Ephraim Biddle, pidió un trago cargado y se acercó a Dan, comentando:

– Ya puse una carga de algas alrededor de tu casa, tal como lo pediste.

Era la primera vez que Dan pensaba en su descuido con respecto a ese refuerzo.

– ¿Ah, sí?

– Bueno, hombre, ¿acaso no lo viste?

– Oh, sí, desde luego.

Ephraim alzó la bebida, le dio un buen trago y luego se limpió los labios con el dorso de la mano.

– Bueno, ojalá sea cierto. El otro día, vino el capitán Silas a las cabañas y dijo que tenía dos dólares para cualquiera que lo ayudara a colocar algas alrededor de tu sótano, así que acepté esos dos dólares y lo hice.

– Rye -musitó Dan dentro de la jarra, y comentó por lo bajo-: Rye Dalton… maldito sea ese tipo. -Dio un buen trago al ponche, apoyó la jarra con un golpe, y ordenó-: ¡Otra!

Llegó la noche, y los codos se apoyaron más pesadamente sobre las niesas del Blue Anchor. Fuera, el ancla que pendía sobre la puerta gimió y crujió, castigada por el viento. La nieve empezó a amontonarse a los lados de las cercas, dejando lenguas de tierra. En los rincones protegidos se amontonaba entre los huecos de las paredes de ripia hasta bastante altura, subiendo lentamente y formando esbeltas picas blancas, que hacían un extraño contraste con los vientos furiosos que esculpían semejantes bellezas. Fuera del pub, en las calles, la nieve cubría los adoquines, ocultando el peligroso hielo que quedaba debajo. En el campanario de la iglesia, el viento balanceaba la campana, arrancándole funestos tañidos que flotaban alejándose hacia los barcos anclados junto al muelle, donde se mezclaban con el silbido del viento entre el cordaje.

Eran las diez y media cuando, por fin, Dan se levantó tambaleándose del banco del Blue Anchor y fue hacia la puerta con paso inseguro. A sus espaldas, los únicos que le dieron las buenas noches fueron Héctor Gorham, el encargado de la cerveza, y Ephraim Biddle. Dándoles la espalda, alzó la mano respondiendo al saludo y salió hacia la noche donde aullaba el viento. No había alcanzado a dar un paso por la calle cuando se le voló el sombrero de la cabeza y se fue dando tumbos hacia la bahía de Nantucket, primero en el aire y después rodando por la tierra y saltando sobre el ala.

– Maldishión -farfulló mientras se volvía para seguirlo, tratando de concentrarse en ese objeto negro que, muy pronto, desapareció de su vista. Dio el sombrero por perdido, y se dirigió de nuevo hacia su casa, debatiéndose contra el viento que le hacía flamear el abrigo abriéndolo, obligándolo a sujetarlo una y otra vez con la mano desnuda-. Tendría que haber traído guantes -murmuró para sí.

Continuó su marcha oscilante por las calles, donde el ventarrón había logrado apagar todas las lámparas, dejando el camino a oscuras con el único resplandor vago de los copos de nieve que se arremolinaban a sus pies.

Desde algún rincón de su mente obnubilada llegó la noción de que no se había abotonado el abrigo y, en el preciso momento en que intentaba hacerlo, una ráfaga lo volteó como a un ariete. Se le resbalaron los pies y trató de recuperar el equilibrio pero se sintió como si una fuerza mágica lo levantara en el aire, alzando su cuerpo y dejándolo caer luego sobre los adoquines como un niño descuidado que observara un juguete para después arrojarlo como si no valiera la pena. Se golpeó la cabeza contra los ladrillos con ruido sordo, que se perdió en la noche tormentosa. El viento abrió el abrigo que intentaba abotonarse mientras caía, y quedó aleteando contra los muslos de Dan, sobre la calle cubierta de hielo. Las manos sin guantes quedaron, palmas hacia abajo, sobre los ladrillos helados, y la nieve comenzó a juntarse sobre su cabello cubriendo la mancha de sangre tibia que se congeló rápidamente, formando un charco de hielo rojo. Sin preocuparse por lo que había hecho, el viento del Noroeste descargó su furia sobre el hombre inconsciente y sobre su isla natal, que, cuando era joven le había enseñado muy bien lo inclementes que eran sus vientos. Tendido boca arriba, y con una respiración tenue la nieve caía sobre su rostro y se amontonaba igual que junto a las cercas, del lado protegido, dejándolo desnudo del lado expuesto al viento.


Pasó más de una hora y Ephraim Biddle, después de tragar el último sorbo, emitió un ruido gutural de resignación y se descolgó de su confortable refugio, abotonándose la chaqueta.

– No hay más remedio que enfrentarse a la larga caminata hasta casa -tartajeó-. Buenas noches, Héctor -farfulló al encargado de la cerveza.

– Buenas noches, Eph.

Contento, Héctor acompañó a su último parroquiano hasta la puerta, y bajó la persiana tras él. Fuera, Ephraim arrancó a andar con dificultad por la calle, lanzando maldiciones por lo bajo, inclinándose mucho, luchando por conservar un equilibrio que la borrachera hacía más precario aún. El viento y la nieve se abatían con furia, y se sujetó el cuello agazapándose todavía más para protegerse de sus iras. Tropezó con el cuerpo inerte de Dan Morgan y retrocedió un paso, observando ese bulto inmóvil a sus pies, murmurando:

– ¿Qué-qué es esto? -Mirándolo más de cerca, distinguió una forma humana y, apoyándose en una rodilla, intentó aclararse la vista-. ¿Morgan? ¿Eres tú? -Le sacudió el brazo, sin encontrar la menor reacción-. ¡Eh, Morgan, levántate. -De repente, recuperó la sobriedad-. ¿Morgan? -dijo, ya alarmado-. ¡Morgan! -Lo sacudió más fuerte, pero fue en vano. El hombre no se movía, no hablaba, y alrededor ya se había amontonado la nieve-. Oh, no, Jesús…

Ephraim se puso de pie y corrió otra vez hacia el Blue Anchor, logrando mantener los pies pegados a los adoquines helados, impulsado por la desesperación.

Héctor ya se había bajado los tirantes de los hombros cuando oyó unos golpes estrepitosos que venían de abajo.

– Maldito sea -refunfuñó, poniéndose otra vez los tirantes y tomando una vela para iluminar la escalera al bajar-. ¡Ya voy! ¡Ya voy!

– ¡Héctor! ¡Héctor! -oyó a través de la puerta junto con los golpes, que cada vez eran más fuertes-. ¡Abre, Héctor!

Cuando abrió, vio el semblante de Ephraim Biddle desencajado por el pánico:

– ¡Héctor, tienes que venir! ¡He encontrado a Dan Morgan tirado en la calle, muerto!

– ¡Oh, Dios, no! ¡Iré a buscar mi abrigo!

Biddle esperó junto a la puerta tiritando, temeroso de moverse por sí mismo. Cuando Héctor volvió, aguantaron juntos la tormenta, guiándose por las huellas cada vez más débiles de Biddle hasta la silueta inmóvil que yacía sobre la nieve. Sin la menor vacilación, Héctor se inclinó, pasó los brazos fuertes bajo los hombros y las rodillas de Dan Morgan y, cargándolo hasta el Blue Anchor, lo depositó sobre una mesa ante el fuego, donde ya se habían cubierto las ascuas.

– ¿Está muerto?

Los ojos de Biddle parecían los de una escultura sin terminar: enormes, hundidos, como pozos de temor en la cara. Héctor apretó las yemas de los dedos bajo la mandíbula de Dan:

– Todavía puedo sentir el pulso.

– ¿Qué-qué vamos a hacer con él?

– No lo sé. No quiero que se muera aquí, pues eso le daría mala fama al lugar. -Pensó un momento: el padre de Morgan estaba muerto; ¿qué podían hacer la madre o la esposa?-. Yo traeré una manta y atizaré el fuego, y tú irás a la tonelería a buscar a Rye Dalton. Dile lo que ha sucedido: él sabrá qué hacer.

Biddle asintió y fue hacia la puerta, con una expresión enloquecida en la cara. Jamás había tenido tanto miedo. Había pasado muchas veladas bebiendo con Morgan y, en más de un sentido, haber encontrado a su compañero de borrachera tan herido a causa del alcohol, lo empujaba a la sobriedad. «¡Caramba, por todos los Santos, podría haber sido yo!», pensaba.

Tanto Rye como Josiah dormían profundamente cuando los despertaron los golpes que llegaban de abajo.

– ¡Qué demonios…! -murmuró Rye, apoyándose en un codo y pasándose la mano por el cabello, en la oscuridad.

Desde el otro lado del cuarto llegó la voz de Josiah:

– Al parecer, alguien trae un asunto urgente.

– Iré -dijo Rye, rodando hacia el borde de la cama, buscando el pedernal.

Una vez que encendió la mecha, se puso rápidamente los pantalones y fue hasta los bastos escalones que llevaban a la caverna oscura que era la tonelería, en la planta baja.

– ¡Dalton, levántate!

– ¡Ya voy, ya voy!

Al abrir la puerta, Rye hizo entrar a Ephraim Biddle sin ceremonias

– Biddle, ¿qué demonios quieres a esta hora de la noche?

Por los ojos de Biddle, daba la impresión de que había pasado por algo peor que una mala borrachera.

– Se trata de tu amigo Dan Morgan. Se emborrachó y se cayó en la calle, y lo encontramos ahí tendido y medio congelado.

– ¡Oh, no, Jesús!

– Héctor dice que todavía tiene pulso, pero…

– ¿Dónde está?

Rye ya subía los peldaños de dos en dos, gritando sobre el hombro.

– Héctor lo acostó sobre una mesa, en el Blue Anchor, y no sabe qué hacer con él. Dijo que viniera a buscarte, que tú sabrías lo que teníamos que hacer.

– ¿Qué pasa? -preguntó Josiah desde la cama.

Rye se precipitó por el cuarto pasándose un suéter por la cabeza, recogiendo el chaquetón, los mitones y una gorra abrigada:

– Encontraron a Dan a la intemperie, en medio de la tormenta.

Josiah también buscó su ropa.

– ¿Quieres que te acompañe?

Ship gimió y siguió con la vista cada movimiento de Rye, que se puso las botas con gestos bruscos, y fue otra vez hacia la escalera.

– No, tú quédate aquí, al abrigo de la tormenta. Cuando vuelva, necesitaré un fuego encendido. -Ship se le pegó a los talones, y el amo ordenó-: Vamos, Biddle -abriendo la marcha hacia fuera con demasiada prisa para mandar a la perra de vuelta adentro.

Rye Dalton había doblado el cabo de Hornos en una goleta, y conocía los riesgos de una cubierta helada que se balanceaba arriba y abajo y amenazaba con arrojar a los hombres al mar turbulento. Para alguien que pasó semejante experiencia, correr sobre los adoquines helados no era nada. Golpeó la puerta del Blue Anchor antes de que Ephraim Biddle tuviese ocasión de seguirlo. Atravesó a zancadas el salón en penumbras, en dirección a la figura inerte que yacía sobre la mesa.

– ¡Apártelo del fuego! -vociferó-. ¿Es usted tonto, hombre? -Sin detenerse, se apoyó con todo su peso contra el borde de la mesa y la empujó lejos del calor, y a continuación quitó de un tirón la manta con que Héctor, bien intencionado, había cubierto a Dan-. ¡Traiga una vela!

Héctor se apresuró a cumplir la orden, mientras Rye buscaba una de las manos de Dan. A la luz vacilante de la vela, vio enseguida que tenía los dedos congelados. Con un rápido manotazo, arrojó la manta al suelo, alzó a Dan y lo tendió sobre ella mientras seguía dando órdenes.

– ¿Pueden calcular cuánto hace que estaba allí?

– Más o menos una hora, a juzgar por el momento en que se fue de aquí…

– ¡Héctor, si descongela tan rápido la carne congelada de un hombre, puede perderla!

– Yo no…

– Vaya a casa del doctor Fulger y dígale que vaya de inmediato a mi casa… a la casa de Dan, quiero decir. Dan necesitará la clase de cuidados que sólo su esposa podrá brindarle, después de que el doctor haya echado un vistazo a estas manos. -Puso a Dan sus propios mitones y su gorra, lo envolvió en la manta como si fuese un recién nacido, lo levantó del suelo y fue hacia la puerta-. Y junto con el médico, mande medio litro del coñac más fuerte que tenga. ¡Y ahora a moverse, Héctor!

Ni se detuvo para cerrar la puerta de un puntapié al salir a la noche barrida por la nieve.


El ruido de los golpes en la puerta arrancó a Laura del sueño. Pensando que era Dan, posó los pies en el suelo helado y corrió hacia la sala, donde continuaba el estrépito, como si estuviese tratando de romper la puerta.

– ¡Laura, abre!

Supo que era la voz de Rye en el mismo momento en que el viento le arrebató la puerta de la mano y la golpeó contra la pared con ruido sordo.

– ¿Rye? ¿Qué pasa?

Él entró, llevando algo en los brazos.

– Laura, cierra la puerta y enciende una vela.

Aún antes de que ella fuese capaz de moverse para obedecerla, él ya se encaminaba hacia la puerta del dormitorio. La sombra voluminosa de Ship se escabulló dentro, luego la puerta dejó el viento afuera y ella buscó a tientas el pedernal. En la oscuridad, volcó un cesto de bayas de laurel y oyó cómo rodaban por el suelo, pero no les prestó atención, y preguntó en voz alta:

– Rye, ¿qué ha sucedido?

– Trae aquí la vela. Necesito tu ayuda.

– Rye, ¿se trata de Dan?

Le tembló la voz.

– Sí.

Por fin, la vela se encendió y Laura avanzó hacia la entrada del dormitorio con creciente temor. Dentro, Rye ya había acostado a Dan en la cama y se inclinaba sobre él, palpándole el cuello con las yemas de los dedos. El susto hizo que el estómago de Laura pareciera perder peso de golpe y, con la misma rapidez, cayese como una bola de plomo. Se le humedecieron las manos y corrió al otro lado de la cama, para inclinarse sobre el hombre inconsciente.

La conmoción despertó a Josh, que se bajó de la cama y siguió a su madre hasta la entrada del dormitorio, donde se quedó mirando a los dos mayores, que ignoraban su presencia.

– ¡Oh, Dios querido! ¿Qué le pasó?

– Se emborrachó en el Blue Anchor y se cayó cuando volvía para acá. Al parecer, estuvo ahí tendido una hora hasta que Ephraim Biddle se tropezó con él.

– ¿Está vivo?

– Sí, pero tiene los dedos congelados y no sé qué más.

Josh percibió el miedo en la expresión de su madre y el apremio de Rye, viéndolos a los dos inclinados sobre Dan desde los lados opuestos de la cama. Casi no se miraban entre sí, pero los dos tocaban a Dan como si quisieran reanimarlo. Luego, Rye empezó a quitarle los zapatos a Dan, con verdadera prisa.

Laura apoyó una mano en la sien y en la frente de Dan, esforzándose por controlar el miedo que la hacía temblar y le estrujaba los músculos del pecho. Se mordió los labios y sintió que empezaban a agolpársele las lágrimas a medida que el temor y lá impotencia la dominaban. «¡Laura Morgan, no te hundas ahora!». Se enjugó esas lágrimas inútiles con el costado de la mano, se volvió hacia Rye y logró controlar sus emociones.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó en tono vivaz.

– Quítale los calcetines. Tenemos que ver si también se le han congelado los dedos de los pies.

Le sacó el primer calcetín, y comprobó que tenía los dedos enrojecidos pero flexibles.

– Gracias a Dios, no se congelaron -suspiró Rye, examinando el cuarto con mirada práctica, mientras su mente se adelantaba-. El doctor Foulger viene hacia aquí. Necesitaremos un martillo y un punzón, y puedes encender fuego fuera de esta habitación, pero poco a poco. -Se quitó la chaqueta, la tiró al suelo, y se volvió otra vez hacia Dan. -Y trae un paño absorbente y una jarra pequeña. -En ese momento, vio al niño en camisón, agarrado al marco de la puerta, con los ojos agrandados de miedo e incertidumbre. Cuando Laura se dirigía hacia la sala, le dio otra orden, pero en tono más suave-: Y manten al niño fuera de aquí.

– Ven, Josh. Haz lo que Rye dice.

– ¿Papá está muerto?

– No, pero está muy enfermo. Y ahora, vete a la cama, donde estarás abrigado, y yo iré…

– Pero quiero ver a papá. ¿Va a morirse como el abuelo?

– Rye está cuidándolo. Por favor, Josh, ahora apártate.

Mientras buscaba las cosas que Rye le había pedido, Laura no tenía demasiado tiempo para ocuparse del chico. Tampoco lo tenía para preguntarse para qué las quería.

Le llegó su voz firme desde la puerta del dormitorio:

– Laura, ¿tienes una tabla pequeña, de esas para cortar el pan?

– Sí.

– ¡Tráela!

Cuando iba a buscarla, Ship soltó un ladrido agudo, y por primera vez Laura advirtió a la Labrador, que estaba tendida sobre una alfombra. Acababa de levantar la vista cuando se oyó un golpe impaciente en la puerta, y al abrirse la puerta, en lugar del doctor Foulger entró Nathan McColl, el boticario, llevando un maletín de cocodrillo.

McColl entró sin detenerse.

– ¿Dónde está?

– Ahí dentro.

Laura indicó con la cabeza hacia el dormitorio, y siguió al hombre enfundado en una capa negra, llevando en las manos los elementos que le había pedido Rye.

Al entrar el recién llegado, Rye se incorporó, con una profunda arruga cruzándole la frente.

– ¿Dónde está el doctor?

– Varado en el otro lado de la isla. Como Biddle no lo encontró, tuvo el buen tino de acudir a mí.

Si bien médicos y boticarios estaban autorizados a practicar casi los mismos métodos, Rye jamás había confiado en McColl, ni le agradaba, pero no tenía demasiadas alternativas puesto que el sujeto ya se adelantaba con aires de importancia.

McColl le tomó el pulso a Dan, y luego le examinó una mano.

– Helado.

– Sí, y no hay que perder un minuto mientras se descongela -afirmó Rye, impaciente, recibiendo las cosas que le daba Laura.

– No se las puede salvar. Será mejor que nos concentremos en prevenir que contraiga neumonía.

Rye miró, ceñudo, a McColl.

– ¡Que no se las puede salvar! ¡Hombre, usted está loco! ¡Pueden y deben salvarse, si actuamos rápido, antes de que se descongelen!

El rostro de McColl adquirió una expresión de astucia, y echando un vistazo a la tabla, el martillo y el punzón, dijo:

– Por lo que dice, deduzco que usted cree saber más que yo de medicina.

– Deduzca lo que quiera, McColl. Usted jamás ha estado en un ballenero ni ha visto las manos de un marinero que ha estado toda la noche tirando de las cuerdas en una tormenta de nieve. ¿Qué supone que hace el capitán con los dedos congelados? ¿Cree que los corta? -El semblante de Rye era amenazador-. No permitiré que esos dedos se descongelen sin intentar hacer todo lo que pueda para salvarlos. De todos modos, si no puedo, el dolor no será peor. Necesitaría una mano.

Se acercó a la cama como para acomodar los elementos, pero McColl se adelantó, interponiéndose.

– Si va a hacer lo que yo creo, no pienso participar. No quiero que me hagan responsable por huesos rotos e infecciones que…

– ¡Quítese de mi vista, McColl! ¡Estamos perdiendo tiempo!

Viendo que se esfumaban minutos preciosos, la expresión de Rye se tornaba dura y colérica.

– ¡Dalton, se lo advierto…!

– ¡Maldito sea, McColl, este hombre es mi amigo y se gana la vida como contable… escribiendo! ¿Cómo podría hacerlo sin dedos? ¡Ahora bien, o me ayuda o se aparta de mi camino! -Su voz fue casi un bramido. Empujó al otro con el hombro y se inclinó sobre la cama-. ¿Laura?

– ¿Qué?

Rye apoyó la tabla sobre el pecho de Dan, una mano de este sobre la tabla y, al fin, miró a Laura a los ojos:

– Como McColl ha decidido no ayudarme, tendré que pedírtelo a ti.

La mujer asintió en silencio, amedrentada por la tarea, porque sin duda lo que Rye tenía en mente debía de ser algo difícil de soportar.

– Sólo dime qué hacer, Rye.

Primero, Rye le dirigió una mirada tranquilizadora, y luego le espetó a McColl:

– ¿Ha traído el coñac?

El sujeto le entregó el frasco y lo miró con altanería:

– Supuse que sería para darles coraje a usted y a la señora Morgan.

Rye no le hizo caso.

– Laura, sácale el corcho y vierte un poco en la jarra. Luego, ven a sentarte sobre la cama y manten firme la mano de Dan. -Cubrió la tabla con el paño absorbente, puso la mano de Dan encima e hizo girar todo el conjunto hasta que los dedos quedaron planos.

– Dalton, terminará por romperle los dedos, se lo advierto.

«¡Si el tiempo no fuese tan esencial! -pensó Rye-, ¡le atizaría una buena en el mentón!»

– Es preferible un hueso roto que un dedo perdido. Los huesos se soldarán.

Laura ya tenía la jarra lista, pero estaba pálida y tenía los ojos dilatados por el temor. Rye hizo una pausa y la miró:

– Tienes que sostener los dedos planos mientras yo los punzo, y cuando te diga, verter coñac en los agujeros. ¿Puedes hacerlo, querida?

Por un momento, parpadeó y dio la impresión de que iba a descomponerse. Pero tragó saliva, procurando extraer fuerzas de Rye, de confiar en su decisión y, por fin, asintió.

– Bueno, siéntate ahí. Ya hemos perdido demasiado tiempo.

Laura fue al otro lado de la cama y se sentó, viendo cómo Rye colocaba con cuidado el primer dedo de Dan, de manera de que estuviese aplastado contra la tabla, y luego levantaba la vista hacia ella.

– Manténlo así.

Laura apretó el dedo contra la tela, percibiendo con horror lo rígido y helado que estaba. La invadió la náusea al ver que Rye tomaba el martillo y el punzón… una herramienta de mango de madera con una punta aguda como una pica para hielo. Apoyó la punta aguzada sobre la yema del dedo de Dan, y golpeó con el martillo una, dos veces. Laura sintió que se le cerraba la garganta al ver cómo se hundía el punzón en la carne congelada.

– Maldición, Laura, amor, no vayas a desmayarte ahora.

Al oír ese tono, a medias tierno, a medias áspero, alzó la vista y vio que Rye la miraba como dándole ánimos otra vez.

– No me desmayaré, pero date prisa.

El punzón perforó el primer dedo tres veces, en cada una de las almohadillas de las articulaciones, y luego Rye ordenó:

– Echa.

El coñac entró por los orificios y se derramó sobre el paño blanco, manchándolo de un marrón claro. Si bien McColl se negaba a ayudar, se quedó mirando, fascinado por el procedimiento y por los apelativos cariñosos que intercambiaban Rye Dalton y Laura Morgan. Tras él, un niño de pie en la entrada también observaba. Junto al chico estaba la perra, los dos tan silencioso que nadie advirtió su presencia, mientras en el cuarto silencioso se oía una y otra vez el golpe del martillo sobre el punzón, y a continuación, la orden dada en voz firme y tranquila:

– Echa.

Por fortuna, el hombre yacente seguía inconsciente: por primera vez en su vida, el alcohol cumplía un propósito útil, pues no sólo lo mantenía dormido sino que gracias a su presencia en la corriente sanguínea, Rye tenía que punzar menos veces de lo que hubiese sido necesario.

Para Laura fue muy difícil ayudar. Varias veces tuvo que contener las náuseas que la amenazaban. Las lágrimas convertían las manos de Rye y las de Dan en figuras que parecían nadar ante ella y, encorvando un hombro, se secó los ojos con la manga, se esforzó por controlar mejor sus emociones y procuró fortalecerse para sujetar el dedo que seguía.

Rye no titubeó ni una vez. Procedía con movimientos firmes y eficientes, manipulando las herramientas con delicados golpes, midiendo con gran cuidado la profundidad de cada orificio. Hasta que el último dedo estuvo bañado con coñac, Laura no volvió a levantar la vista hacia él. Al hacerlo, fue una sacudida encontrarse con que tenía el rostro ceniciento, la vista fija en Dan. Abrió la boca sorbiendo una honda bocanada de aire como si se esforzara por conservar el equilibrio y, de pronto, arrojó el martillo y el punzón al suelo y salió corriendo del cuarto. Un instante después se oyó golpear la puerta que daba al exterior.

Laura miró a los ojos a McColl y, de repente, recordó que Rye le había dicho «Laura, amor». Entonces, vio a Josh con la barbilla temblorosa y las lágrimas corriéndole por la cara. Se inclinó hacia él y lo abrazó con fuerza, besándolo en el cabello, consolándolo:

– Shh, Joshua. Papá se pondrá bien. Ya verás. No es necesario que llores. Vamos a cuidar bien a papá y, en cuanto se ponga bien otra vez, haremos que te enseñe a esquiar -Lo acostó de nuevo en la cama, lo arropó y murmuró-: Trata de dormir, querido. Yo… yo saldré a buscar a Rye.

Fue a buscar un chal de lana y salió a la noche desapacible. Rye estaba sentado sobre un banco de madera, abatido hacia delante, con la cabeza sobre los brazos cruzados. Ship estaba delante de él, gimiendo, yendo de un lado a otro y tratando de meter el hocico bajo los brazos del amo para lamerle la cara.

– Rye, tienes que entrar. No tienes puesta la chaqueta siquiera.

– Dentro de un minuto.

El viento levantó los flecos del chal y se los arrojó a la cara, y la nieve que seguía cayendo le mordió la piel expuesta. Se acuclilló junto al hombre y le puso un brazo sobre los hombros. Sintió que temblaba de manera incontrolable, y comprendió que no era sólo por el frío.

– Shh -lo consoló, como si él también fuese un chico-. Ya terminó, y has estado magnífico.

– ¡Magnífico! -Giró con brusquedad-. Si estoy temblando como un recién nacido.

– Es lógico. Has hecho algo bastante duro. Pero si ni siquiera McColl tuvo valor para hacerlo. Y yo… bueno, si tú no te hubieses mostrado tan seguro y confiado, yo me habría hecho pedazos.

Rye alzó la cabeza y se limpió las mejillas con las grandes manos, con aire exhausto.

– Hasta ahora, nunca había hecho algo así en mi vida.

Bajo el brazo, Laura sintió que los estremecimientos continuaban, y lo besó con suavidad en la coronilla, sintiendo la nieve en su cabello.

– Entra, ya. No nos convendría a ninguno de los dos pillar una neumonía.

Con un suspiro trémulo, Rye se puso de pie, y Laura se incorporó junto con él.

– Dame un minuto, Laura. Entraré enseguida. Tú ve.

Laura se volvió hacia la puerta, pero la voz del hombre la hizo detenerse.

– Gracias por tu ayuda. No podría haberlo hecho solo.

El viento gimió en la negra cúpula del cielo, y los dos se estremecieron ante la enormidad de lo que habían hecho. No hubo lugar para segundos pensamientos. Al ver que Dan los necesitaba, habían reaccionado más que actuado. Fue como revivir lo sucedido el día de la muerte de Zach. Los tres, atrapados para siempre en la misma trama, entrelazados en ella como figuras que no pudiesen cambiar el curso de sus vidas.

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