Capítulo10

Era un día radiante: el cielo estaba azul como el ala de un arrendajo, y una brisa suave acariciaba la hierba. La tierra y el mar estaban en calma; unos cuantos barcos se movían en el embarcadero, allá abajo, mientras Laura y Josh dejaban el sendero de conchillas y se dirigían hacia el páramo y las colinas de suaves curvas que se extendían más allá. Pájaros trigueros veían pasar a madre e hijo, y los acompañaban con la música más dulce del verano. Las flores del campo se secaban las mejillas con las caras vueltas hacia el cálido sol. Los saltamontes holgazaneaban y, de vez en cuando, una gaviota giraba allá arriba.

Josh se detuvo a examinar el montículo de un hormiguero, y Laura se unió a él, dándose el lujo de gozar la alegría de contemplarlo a él, en lugar de observar a las hormigas. Dibujando una O de excitación con la boca, el niño exclamó:

– ¡Mira esa! ¡Mira qué grande es esa piedra que lleva!

Laura rió, miró, y se sumió por unos momentos en el mundo en miniatura de los insectos, donde un grano de arena se convertía en un peñasco.

Por fin reanudaron la marcha por el camino arenoso. Alrededor, las colinas estaban engalanadas con las cabezas marfileñas del dauco, que se mecían en la brisa.

– ¡Espera un minuto! -gritó Laura.

De un costado del sendero recogió unas varas de dauco, otras cuantas flores que parecían ojos castaños y luego contempló el ramo con unas falsas artemisas.

– ¡Lo veo, lo veo! -exclamó Josh, cuando las aspas enrejadas aparecieron en la cima de la colina-. ¿Crees que el señor Pond me dejará montar en el mástil?

– Veremos si están enganchados los bueyes.

Como iba sin sombrero, Laura estaba medio deslumbrada cuando volvió la cara hacia el sol de las dos de la tarde, que formaba una aureola detrás del molino. Las aspas giraban lentamente. Entonces tuvo la impresión de que un centro oscuro se separaba del sol y se diferenciaba de él; se protegió los ojos con el antebrazo y vio que adoptaba la forma de un hombre bajando la cuesta en dirección a ellos.

Al verlos, el hombre se detuvo. Laura no podía distinguir el rostro, pero vio un par de piernas largas y esbeltas, calzadas con botas altas, y unas mangas blancas que ondulaban en el viento. Un instante después, otra silueta oscura rodeó los tobillos del hombre y se detuvo junto a él: un perro… un gran Labrador amarillo.

– Rye… -susurró, sin saberlo.

El nombre acudía a sus labios como la respuesta a un ruego muchas veces repetido.

Por un momento, tanto el hombre como la mujer permanecieron inmóviles; las briznas de hierba acariciaban las rodillas del hombre, que estaba más arriba que ella; Laura sujetaba las faldas con una mano, y la sombra del ramillete de flores silvestres se dibujaba en su rostro. El niño corrió colina arriba y la perra bajó, pero ni Rye ni Laura lo advirtieron. El viento atrapó la falda de percal rosado, haciéndola ondular hacia atrás, mientras dos corazones se remontaban y se zambullían.

Luego, Rye se inclinó hacia delante y bajó la colina a trote lento, casi saltando, elevando un poco los codos, descendiendo la cuesta con una ansiedad que impulsó a Laura hacia arriba, ya sujetándose la falda con las dos manos. Se encontraron con Josh y Ship entre los dos: el niño entusiasmado, y la perra excitada, completamente ensimismados uno en el otro, igual que ese hombre y esa mujer. Josh cayó de rodillas, y Ship no sólo meneaba la cola sino todo el cuerpo.

– Jesús, Rye, ¿es tuyo? -preguntó Josh, sin importarle otra cosa que la perra y la lengua rosada que trataba de eludir, risueño.

– Es ella -corrigió Rye, sin quitar la vista de Laura.

– Ella -repitió Josh-. ¿Es tuya?

– Sí, es mía -respondió con los ojos azules clavados en el rostro de la mujer que tenía delante.

– Apuesto a que en verdad la quieres, ¿no es cierto?

– Sí, hijo, la quiero -fue la ronca respuesta.

– ¿Hace mucho que la tienes?

– Desde que era niño.

– ¿Cuántos años tiene?

– Los suficientes para saber a quién pertenece.

– Jesús, ojalá fuese mía.

La única respuesta a eso, dicha en voz baja, fue:

– Sí.

Hubo una pausa larga, trémula, sólo interrumpida por el susurro del viento en las faldas de la mujer y el siseo de la hierba. Laura tuvo la sensación de que en su pecho acababa de florecer un prado de flores silvestres. Tenía los labios entreabiertos, y bajo el corpiño de percal rosado el corazón le palpitaba furioso. Los rodeaban las colinas de Nantucket y, por un momento, todo lo demás desapareció.

Súbitamente supo que tenía que tocarlo… sólo tocarlo.

– Hola, señor Dalton. No me imaginé… que lo encontraría aquí.

Las palmas del hombre encerraron las de ella, las retuvieron como un tesoro, y contempló los ojos de la mujer sobre la cabeza dorada del hijo de ambos, que jugaba a sus pies.

– Hola, Laura. Me alegro de que me encontrase.

La palma de Rye era callosa, dura, familiar.

– Íbamos al molino a comprar harina.

Rye metió el dedo índice y el medio entre el puño de la manga y la piel delicada de la parte interna de la muñeca, y cubrió el dorso de la mano femenina con la otra de él. Sintió bajo las yemas el pulso acelerado de Laura.

– Y yo fui al molino a recibir un encargo de barriles.

– Bueno -dijo Laura, riendo nerviosa-, al parecer, todos hemos salido a disfrutar del buen tiempo.

– Sí, todos.

En ese mismo momento, Josh se levantó de un salto, y sólo entonces se percataron de lo prolongado y acariciador que había sido el apretón de manos. Rye la soltó de inmediato. Pero Josh y Ship no hacían otra cosa que saltar y retozar en círculos, dejándolos en paz para que pudieran seguir devorándose con los ojos.

– ¿Viene… viene a menudo por aquí? -preguntó Laura.

– Sí, Ship y yo caminamos mucho.

– Eso me han dicho.

– ¿Y usted?

– ¿Yo?

– ¿Viene a menudo por aquí?

– No, sólo a veces, camino de casa de Jane.

– Y cuando viene a comprar harina. -Le sonrió, sin dejar de mirarla a los ojos. Laura le devolvió la sonrisa-. Y para buscar flores silvestres.

Laura asintió, bajando la vista hacia el ramo que apretaba entre las manos nerviosas.

– Hace unos días yo también fui a visitar a Jane -dijo Rye.

– Sí, me lo dijo. Fue amable de su parte llevarles regalos a los niños. Gracias.

Ahí estaban, sintiendo que se ahogaban mientras hablaban de trivialidades, aunque habían miles de cosas que querían decirse, preguntarse. Lo más abrumador era el impulso de tocarse. Laura paseó la mirada por su cabello y su rostro. Quería extender un dedo y tocar la nueva línea de las patillas que continuaban la de la mandíbula. Quería entrelazar sus dedos en el grueso cabello del color del centeno, y decir lo que pensaba: Desde que volviste, se ha oscurecido, pero así me gusta más, es como yo lo recordaba. Quería besar cada una de las marcas de viruela de su cara, y decirle, Cuéntame el viaje, cuéntame lo todo.

Josh interrumpió el ensueño visual, preguntando:

– ¿Cómo se llama?

Rye apartó los ojos de Laura y se apoyó en una rodilla… así era más seguro; un momento más, y hubiese tendido las manos hacia ella, pero esta vez no le habría bastado con un apretón de manos.

– Ship.

– Qué nombre tan raro para un perro, ¿no? Los dos tienen nombres raros.

– Sí, los dos tenemos nombres raros. En realidad, ella se llama Shipwreck, porque vino de un barco hundido. La encontré nadando hacia la costa, cuando oí unos ladridos cada vez más fuertes que venían de los bajíos.

La perra lamía el rostro de Josh, y el chico le rodeaba el cuello con el brazo, riendo encantado. Y así siguieron, Josh debajo, con los ojos bien cerrados, riendo entre dientes, y el animal que hociqueaba y lo lamía. Laura y Rye también se unieron a las risas, viendo que Josh se agazapaba como un armadillo y la gran Labrador lo importunaba.

Rye se inclinó adelante, apoyando el codo en la rodilla, y le sonrió a Laura.

– Si no tiene inconveniente, Josh podría quedarse aquí, jugando con Ship, mientras usted va a hablar con Asa. Cuando baje de vuelta, estaremos esperándola.

Negarse habría sido tan imposible como detener el flujo de las mareas. Rye mismo, ahí arrodillado bajo la intensa luz solar, apuesto, añorado, con los hombros hacia delante, las mangas sueltas, sujetando el dorso de una muñeca con la otra mano, era toda una invitación. Los ojos risueños elevaban la mirada hacia ella, esperando respuesta,

Josh se desenroscó para rogar:

– ¡Sí, por favor, mamá! Sólo mientras tú vas al molino.

Laura le dijo, en tono de broma:

– ¿Y qué me dices de montar el mástil?

– De todos modos, los bueyes no están enganchados, y yo quiero quedarme aquí, a jugar con Ship.

Niño y animal rodaron juntos por la hierba.

– Está bien. Enseguida vuelvo.

Cruzó su mirada con la de Rye y la sostuvo, hasta que él asintió en silencio. Entonces, la mano de Laura hizo algo sorprendente, por su propia voluntad. Se posó en la nuca del hombre, mitad sobre el cabello, mitad dentro del cuello de la camisa, al pasar por detrás de él.

Rye giró bruscamente la cabeza, el codo se le resbaló de la rodilla y los ojos azules ardieron, sorprendidos. Pero Laura ya se había vuelto y subía por la colina. Contempló la figura que se alejaba de espaldas, notó cómo la falda rosada abultaba en la cadera, al compás de los largos pasos que daba para subir. Cuando desapareció tras la cima, volvió a concentrarse en Josh y en Ship. Retozaron juntos hasta que la perra, fatigada, se echó al suelo jadeando.

Pronto, Josh también se dejó caer junto a Rye, e inició la conversación.

– ¿Cómo es que tú conoces a mi tía Jane?

– He pasado toda mi vida en la isla. Conocí a Jane cuando yo era un niño, poco mayor que tú.

– ¿Y a mamá también?

– Sí, también a tu mamá. Fuimos juntos a la escuela.

– Yo iré a la escuela, pero el año que viene.

– ¿En serio?

– Ahá. Papá ya me ha comprado la cartilla, y dice que aportará su cuota de leña para que yo no tenga que sentarme lejos del fuego.

Rye rió, si bien sabía que era verdad: los alumnos cuyos padres donaban leña conseguían los mejores asientos, cerca del hogar.

– ¿Crees que te gustará la escuela?

– Será fácil. Papá ya me ha enseñado casi todas las letras.

Rye arrancó una hoja de hierba y se la puso en la boca.

– Al parecer, te llevas muy bien con tu papá.

– Oh, papá es mejor que cualquier otro que yo conozca… salvo mamá, por supuesto.

– Por supuesto. -Por un instante, Rye dejó vagar la vista por la cima de la colina, y luego la volvió al hijo-. Bueno, eres un niño afortunado.

– Eso es lo que dice Jimmy. Jimmy… -Josh se interrumpió, y frunció la cara, con aire inquisitivo-. ¿Conoces a Jimmy?

Rye negó con la cabeza, encantado con el diablillo: le pareció mejor no admitir que Jimmy Ryerson era su primo segundo.

– Ah. Bueno, Jimmy es mi mejor amigo. Un día te lo presentaré -y agregó, práctico-: si tú llevas a Ship, para que Jimmy también pueda conocerla.

– Trato hecho.

Rye se estiró sobre la hierba, y Josh continuó:

– Bueno, como sea, Jimmy dice que soy afortunado porque papá me hizo unos zancos, y dice que soy el uniquísimo que los tiene. A veces le dejo usarlos, pero Jimmy no puede sostenerse… yo sí, porque mi papá me enseñó a sujetar los palos bajo las… -Estiró el codo sobre la cabeza, se frotó la axila, y se esforzó por recordar-. ¿Cómo se llama esto?

Rye contuvo la risa, y contestó, muy serio:

– Axilas.

– Sí… axilas. Papá dice que hay que poner los palos ahí y sacar el trasero para afuera, pero Jimmy se cae porque sujeta los palos delante de él todo el tiempo: así.

Josh se levantó de un salto, hizo una demostración y, con mercurial agilidad, volvió a arrodillarse.

Rye Dalton sintió que el deleite lo desbordaba. El chico era tan adorable como la madre, espontáneo y de inteligencia rápida.

– Tengo la impresión de que tu padre es un hombre inteligente.

– ¡Oh, es el más inteligente de todos! Trabaja en la oficina.

– Sí, yo lo vi ahí. -Rye arrancó otra brizna-. Tu padre y yo también fuimos juntos a la escuela.

– ¿De veras?

Con la expresión de sorpresa, los ojos de Josh se parecían a los de Laura.

– Sí.

El semblante del chico se tornó pensativo, y preguntó:

– Entonces, ¿cómo es que mi papá y tú habláis diferente?

– Porque yo he estado en un barco ballenero, y oía tanto a los marineros hablar así, que ni recuerdo cuándo empecé yo también a hablar de ese modo.

– Es graciosa tu manera de hablar -Josh rió entre dientes.

– ¿Te refieres a mi manera cortada de hablar? Eso es porque en el barco no siempre hay tiempo de dar discursos. Tienes que decir las cosas rápido pues, de lo contrario, hay dificultades.

– Ah. -Después de un momento-: ¿Te gustó el barco ballenero? ¿Era divertido?

Rye volvió a pasear la mirada por la cima de la colina, y luego la volvió otra vez hacia el hijo y vio en su rostro la misma expresión que veía en el espejo, cuando estaba pensativo.

– Era solitario.

– ¿No llevaste contigo a Ship?

Negó con la cabeza.

– ¿A dónde fue ella?

Rye acercó la cabezota de la Labrador, y le apoyó la mano encima. La perra abrió los ojos lánguidos y los cerró otra vez. Era difícil no responderle como pensaba: Al principio, Ship vivió con tu madre, quizá también mientras fuiste un recién nacido. Quizá por eso ahora os habéis encariñado tanto los dos: porque ella te recuerda.

En cambio, lo que dijo fue:

– Se fue a vivir con mi padre en la tonelería.

– Con razón te sentías solo -se compadeció Josh.

– Bueno, pero ya he regresado -dijo Rye, animado, dedicándole una sonrisa.

Josh también sonrió, y comentó:

– Eres simpático. Me gustas.

Las palabras del niño, impetuosas y sinceras, hicieron brotar fuertes emociones dentro del padre. ¡Ojalá él pudiese gozar de la misma libertad, abrazar a este niño y decirle la verdad! Josh era un pequeño adorable, libre de caprichos y nada consentido. Laura y… y Dan lo habían educado bien.


Cuando Josh y Rye aparecieron ante su vista, allá abajo, Laura se detuvo. Estaban lejos, y la risa infantil llegaba débil en la brisa, y la de Rye, por un momento, llegó más clara. Estaban estirados sobre la hierba, junto con la perra. Rye, tendido de lado con los tobillos cruzados y el mentón apoyado en la mano, masticando una hoja de hierba. Al lado, su hijo apoyaba la cabeza sobre la perra, que estaba dormida junto al amo con el hocico entre las patas, tomándose un descanso. Era una escena de honda serenidad, con la que Laura había soñado en infinitas ocasiones. El hijo que amaba junto a su padre, al que también amaba, y sólo faltaba ella para completar el círculo familiar.

La pregunta de Jane resonó otra vez en su mente: ¿Quién podrá decir que no fue casualidad que te encontrases con él en el páramo?

Observó al hombre tendido allá abajo, en un campo de dauco florecido. ¿Quién lo sabría? ¿Quién lo sabría? Con el viento en la cara, el sol sobre el cabello y el corazón bailoteándole con ritmo acelerado, bajó la colina.

Laura supo en qué momento Rye la vio llegar, aunque siguió tendido y relajado, y lo único que se movía eran los ojos azules, siguiendo su avance. Cuando llegó lo bastante cerca para oírlo, pasó la brizna a la comisura de la boca, y dijo:

– Ahí viene tu madre.

Con gestos lentos, descruzó los tobillos y se sentó, apoyándose en una nalga, levantando la rodilla y apoyando en ella el brazo.

– ¿Ya tenemos que irnos? ¿Tenemos que irnos? -suplicó Josh, subiendo a la carrera para salir al encuentro de la madre y abalanzándose sobre ella con un abrazo gigantesco que aplastó las faldas contra los muslos de Laura.

Ella le sonrió y le revolvió el pelo, pero sus ojos se posaron en Rye cuando respondió con dulzura:

– No, todavía no.

El niño la soltó, y Laura se acercó hasta quedar junto a los pies de Rye. El dobladillo de su falda rozó la pernera del pantalón, al tiempo que la mirada de él bajaba desde los hombros al pecho y a la cintura, y luego subía de nuevo hacia los ojos castaños.

– ¿Le gustaría dar un paseo alrededor de Hummoek Pond? -le preguntó.

En lugar de contestarle directamente, Laura le preguntó a Josh:

– ¿Te gustaría dar un paseo alrededor de Hummoek Pond?

El niño giró hacia el hombre:

– ¿Ship también viene?

– Sí.

La brizna se balanceó en la boca de Rye.

– Bueno, sí… ¡entonces, yo también! -le contestó a la madre.

Laura vio a Josh y a Ship correr, mientras Rye se quedaba donde estaba, siguiendo con la vista al niño hasta que la distancia fue lo bastante grande para que no pudiesen oírlos. Entonces la miró y su mirada atrajo la de ella como la costa atrae a la rompiente.

– Me preguntaba si querías ir a caminar por Hummoek Pond.

– Más que nada en el mundo -respondió ella, con sencillez.

Rye levantó una mano. La mirada de Laura pasó del niño que subía trabajosamente la colina a la mano callosa. Sin más vacilaciones, apoyó su mano en la del hombre, y los dedos fuertes encerraron los suyos, y se aferraron para ayudarla a incorporarse.

Hummoek Pond era una de las lagunas de una cadena que se extendía de Norte a Sur por el centro Oeste de la isla. Tenía la forma de una J, cuya curva inferior se estiraba hacia la costa Sur de Nantucket, donde el agua dulce de la laguna casi se tocaba con el salado Atlántico. De niños habían pescado ahí percas blancas y amarillas, y él le había enseñado a colocar lombrices de tierra en el anzuelo. Años atrás, habían ido de excursión a Ram Pasture, y caminaron como ahora, desde North Head hacia el océano, que se podía oír a lo lejos pero no se veía.

– He soñado con hacer esto contigo y con Josh -dijo Rye detrás del hombro de Laura.

– Yo también. Pero en mis sueños, tú le enseñabas a Josh a pescar, como me enseñaste a mí.

– ¿O sea que aún no sabe?

– Todavía no.

– Entonces no lo han educado correctamente -dijo, aunque en tono risueño.

– Es muy hábil con cometas y zancos.

– Sí, me contó lo de los zancos. -Se puso serio-. Tú y Dan lo habéis educado bien. Este Josh es un chico estupendo.

Pasaron por una franja de violetas blancas, el sol en las mejillas, sólo atentos a la proximidad mutua, al anhelo de estar más cerca aún. Tenían tanto para decirse, tanto para sentir… y tan poco tiempo.

– Quiero que Josh te conozca, Rye, y que sepa que eres su padre.

– Yo también. Pero empiezo a comprender que no será tan fácil decírselo. Ama tanto al padre que ya tiene como yo al mío.

A un lado había crecido un montecillo de hierbas, y Rye la sujetó por el codo para ayudarla a conservar el equilibrio. Mirlos de alas rojas se balanceaban sobre las cañas fibrosas de la espadaña y la juncia, que crecían en la orilla pantanosa de la laguna, y los observaban severos, bien agarrados, mientras Rye también agarraba con fuerza el codo de Laura, que andaba a saltos a su lado buscando suelo más firme.

– Pero quiero que seamos una familia -deseó en voz alta.

– Yo también.

Abrazaron esa idea y avanzaron, sin prisa por esa tarde que era un don, ese lujoso tiempo compartido, aunque ya limitado por la duración de la caminata. Fueron recorriendo la costa irregular de la laguna, pasando por zonas donde espesas matas rastreras de moras rojas los tentaban con su mullido follaje. Sin embargo, sólo podían caminar y, por el momento, se contentaban con un roce ocasional de los dedos o un encuentro de las miradas, mientras el niño y la perra iban explorando más adelante.

El rumor del océano se hizo más fuerte, y la rompiente era ahora como un plumón blanco a lo lejos. Pronto el ruido los rodeó, y se detuvieron donde el agua se había retirado, y la marea menguante había esparcido medusas, que descubrieron el niño y la perra.

– ¡No las toques! -advirtió Rye en voz alta-. ¡Pican!

El animal ya lo sabía, y se mantuvo alejado. El niño retiró la mano para luego seguir adelante con los descubrimientos. Rye escondió la mitad de las manos dentro de la cintura del pantalón, y adoptó la postura de piernas separadas que adquirió en contacto con la tripulación de cubierta. Siguió con la vista a Josh, con expresión amorosa.

– He perdido tanto… El sólo hecho de hacerle una mínima advertencia se convierte en una alegría para mí.

Las miradas se encontraron, en una mezcla de dulzura y amargura.

– Cuando supe que te habías ido al continente, creí que no pensabas volver.

– Fui a encargar duelas crudas. -Volvió la mirada al océano-. Pero, cuando estuve allí, consulté a un abogado con respecto a… a esta situación en la que estamos atrapados. Tenía la esperanza de que me dijese otra cosa pero, al parecer, eres esposa legítima de Dan.

Laura contempló la ondulación del contorno del mundo, allá en el horizonte.

– He pensado en divorciarme de él -dijo en voz queda, sorprendiéndose incluso a sí misma, pues no pensaba admitirlo.

Percibió el gesto de Rye, que se volvía hacia ella, sorprendido:

– No es frecuente.

– No, y tampoco lo es que un marino muerto regrese desde las entrañas del océano. Tendrán que comprenderlo. -Volvió el rostro hacia él, con expresión suplicante-. ¿Cómo podía saberlo yo? -preguntó en tono quejumbroso.

– No podías saberlo.

Estaban en un arenal abierto, y allí no había nada más que la resaca, un niño y un perro, visibles desde un kilómetro y medio de distancia. Aún así, Rye se mantuvo firme y se contuvo de abrazarla.

– Rye, ¿no te molesta lo que estamos haciéndole a Dan?

– Trato de no pensar en él.

– Se ha puesto a beber todas las noches.

– Sí, me he enterado.

Giró con brusquedad la cabeza hacia Miacomet Rip, y su semblante se puso sombrío.

– Tengo la sensación de que lo he empujado a empezar -dijo Laura.

Rye se volvió hacia ella con renovada intensidad.

– No es nuestra culpa, como tampoco lo es de él. Es… la providencia.

– La providencia -repitió la mujer, triste.

Rye percibió que se alejaba, y la miró, con seriedad.

– Laura, no puedo… -empezó a decir, pero se llevó la mano a la boca y luego preguntó, bruscamente-: ¿Acaso tendré que esperar… hasta que te concedan el divorcio?

– No.

Repentinamente, volvió la vista hacia ella, pero Laura miraba hacia el horizonte.

– Entonces, ¿hasta cuándo?

– Hasta mañana -respondió serena, sin dejar de contemplar el rryar.

Rye le rodeó el codo con los dedos y la hizo volverse hacia él, con delicadeza.

– Quiero besarte.

– Yo quiero recibir tu beso -confesó. Ni la primera vez con él recordaba haber sentido una impaciencia sexual como esta-. Pero aquí no… ahora no.

Rye exhaló un suspiro sibilante y la soltó. Se volvieron, observaron a un aguzanieves que saltaba sobre las olas, devorando insectos marinos, y el hombre comprendió los escrúpulos de la mujer y la importancia de la decisión que había adoptado.

– Me he esforzado mucho por hacer lo correcto. Me mantuve alejada de ti -siguió diciendo Laura-. Pero hoy, cuando te he visto bajando esa cuesta… -Se miró los pies-. Yo… ya no sé qué está bien y qué está mal.

– Lo sé. A mí me pasa lo mismo. Yo sigo caminando todo el tiempo que tengo libre, pero no puedo huir de mí mismo. Estás presente en todos los sitios que solíamos recorrer.

– Se me ocurrió una manera -le dijo Laura, al aguzanieves.

– ¿Una manera? -La miró con expresión interrogante.

– Josh quiere pasar un día en casa de Jane.

– ¿Ella sospechará?

– Sí, creo que sí. No; sé que sí.

– ¿Y entonces…?

– Ya sabe lo que siento. Nunca logré ocultarle casi nada. Me dijo que sabía lo que sucedía con nosotros, y lo que hacíamos incluso antes de casarnos. Ahora nos ayudará.

– ¿Y qué me dices de… él?

– Se lo diré esta noche.

– Sí, y mañana por la mañana vendrá a la tonelería y tendré que matarlo para que no me mate a mí.

Los labios de la mujer se curvaron en una sonrisa.

– No, no le diré eso. Lo que le diré es que quiero divorciarme.

Rye se puso serio.

– ¿Quieres que esté presente cuando se lo digas?

Laura contempló ese rostro, con el cabello como algas agitadas por el viento.

– Quiero que… estés en cualquier lugar donde yo me halle. Pero no. Esa parte tendré que hacerla por mi cuenta.

Rye escudriñó la playa en ambas direcciones: sólo estaban ellos. Josh jugueteaba con los bordes de las olas que iban y venían. Cediendo un impulso, inclinó la cabeza y dio un rápido beso a Laura.

– Lo siento, no puedo contenerme. Pensé que la travesía en el ballenero había sido un infierno, pero nunca en mi vida he sufrido un infierno semejante al de estas últimas diez semanas. Mujer, cuando te recupere, no te perderé de vista nunca más.

– Rye, busquemos un lugar.

Se sonrieron mirándose a los ojos, casi sin poder resistir el anhelo.

– No será difícil. Los conocemos todos, ¿verdad?

Le acarició los brazos un estremecimiento de impaciencia.

– Sí -respondió en voz baja y sensual, imitando el acento de él-. Sí, los conocemos todos, Rye Dalton.

El dejó escapar un agudo silbido entre los dientes. El niño y la perra se asomaron.

– ¡Vengan! ¡Vamos andando! -gritó.

Hallaron un sitio a sotavento de la laguna Hummock, donde terminaba el extremo del lazo que casi se cerraba sobre sí mismo. Ahí, al abrigo de un grupo de pinos y robles, encontraron un claro secreto que las zarzas y los brezos blancos habían aislado del resto del mundo. Sobre ese enrejado natural colgaban enredaderas de uvas silvestres, formando una glorieta engalanada de cintas verdes. Hierbas que llegaban a la altura de la cadera alfombraban el claro, y diminutas flores asomaban, tímidas. En algunos sitios, donde, seguramente, habría dormido algún ciervo, la hierba estaba aplastada. Las ardillas se perseguían y chillaban en los árboles. No había viento, y el sol se abatía sobre todos ellos, incluidos Ship y Josh, que jugaban en el prado.

– ¿Aquí? -preguntó Rye, mirando a Laura.

– Aquí -confirmó.

Ambos sintieron que se les aceleraba el corazón.

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