En los días que siguieron, Laura y Dan guardaban una incómoda distancia. Desde la noche de la cena en casa de los Starbuck, Dan cada vez se mostraba más herido, exhibiendo con frecuencia una expresión dolida que punzaba la conciencia de Laura cada vez que alzaba la vista y la veía. No le había mentido cuando le preguntó si había estado con Rye esa noche, pero al verle los ojos enrojecidos, Dan supuso que no había sucedido lo peor… pues si hubo llanto… Con todo, esas mismas lágrimas le decían que ella aún sentía algo por Rye. Y la tensión aumentó.
Una tibia tarde dorada de finales de mayo, cuando el sol calentaba el borde del océano como si se tratara de un melón maduro, por la ventana que había sobre la pila de zinc, Laura veía a Dan y a Josh que jugaban en el patio trasero. Dan le había construido un par de zancos y trataba de enseñarle a usarlos, haciendo gala de toda su paciencia. Los sostenía verticales y el niño se subía una vez más a los apoyapiés mientras Dan lo sostenía, sujetando con firmeza los palos. Pero, en cuanto lo soltaba, las piernas del niño se separaban como las dos ramas del hueso de la suerte, ese que está en la pechuga de las aves. Tras un único paso vacilante, los zancos se caían al suelo en una dirección y Josh en otra, rodando y rodando de manera exagerada, y Dan junto con él, riendo los dos a más no poder. Tambaleándose, se detenían, Dan tumbado de espaldas con los brazos abiertos y Josh a horcajadas sobre su pecho, como si estuviese apresándolo. Luego, iban hacia el otro lado y, esta vez, era Dan el que apresaba a Josh, cuya risa infantil flotaba en la tarde primaveral… como la música del amor.
El sol se alzaba detrás de los dos, convirtiendo sus cuerpos en siluetas para Laura, que los observaba con un nudo en la garganta. Dan hacía ponerse de pie a Josh, le daba una juguetona palmada en el trasero, y el chico giraba sobre sí para vengarse, también en broma, pero al instante la palmada de Dan se hacía más lenta… para luego detenerse… rodeaba al niño con los brazos, y las dos siluetas se transformaban en una sola.
El corazón de Laura se dilató. Las lágrimas le hicieron arder los ojos, percibiendo la desesperación de ese repentino abrazo, el modo en que Dan apoyaba la mejilla sobre la cabeza dorada de Josh, el modo en que lo estrechaba con cierto grado de exageración, y Josh, soltándose, galopaba otra vez hacia los zancos mientras Dan se quedaba un momento arrodillado en el suelo, siguiendo con la vista al inquieto niño.
Entonces, se dio la vuelta, miró hacia la casa y Laura se apartó de la ventana de un salto, con la garganta constreñida. Cerró los ojos. Se tapó la boca con los dedos. ¿Cómo podía separarlos?
Esa noche hicieron el amor, pero ella sintió en su abrazo la misma desesperación que había visto en el modo en que esa tarde estrechó a Josh. La apretaba con demasiada fuerza. La besaba con demasiada avidez. Se disculpaba en exceso si creía haber cometido el más mínimo gesto que pudiese disgustarla.
Cuando al fin Dan cayó en un sueño inquieto, Laura se preguntó si alguna vez todo volvería a ser igual entre ellos. ¿Cómo podía ser, viviendo Rye a corta distancia? Lo viese o no, lo besara o no, hicieran o no el amor, estaba otra vez ahí, accesible, y ese hecho bastaba para obstruir la relación entre ella y Dan.
Desgarrada por su conciencia, yacía en la oscuridad con el dorso de una muñeca sobre la frente, la boca seca, las palmas húmedas, deseando que sus pensamientos emprendiesen el camino estrecho y recto.
Pero su mente tenía voluntad propia, y la acosaba con comparaciones que no tenía derecho a hacer. ¿Qué importancia tenían las proporciones de un cuerpo masculino, la curva del hombro, la textura de su mano, la forma de sus labios? Nada de eso importaba. Lo fundamental eran sus cualidades internas, los valores de un hombre, el modo en que cuidaba a una mujer, trabajaba para ella, la respetaba, la amaba.
Pero Laura no se engañaba ni un ápice. Las comparaciones físicas eran las que, en el presente, más descontenta la dejaban. La verdad indiscutible era que Rye era mejor amante, y que su cuerpo era más deseable. En lo profundo del corazón ya lo había reconocido durante los años de matrimonio con Dan, pero había logrado reprimir el pensamiento cada vez que hacían el amor. Ahora, en cambio, Rye había vuelto, y su superioridad como amante la perseguía y la llenaba de culpa cada vez que permitía a esa noción interponerse entre ella y el hombre con el que aún estaba casada.
Dan siempre la abordaba como un suplicante se acerca al altar, mientras que Rye y ella siempre se encontraban como iguales. Laura no era una diosa sino una mujer. No quería adulación sino reciprocidad. Sí, había una inmensa diferencia entre hacer el amor con Dan y hacerlo con Rye. Con Dan, era sereno; con Rye, una sacudida; con Dan, una ceremonia; con Rye, una celebración.
¿Cómo era posible, y por qué tenía que importar? Sin embargo, importaba… importaba. Laura sintió que su cuerpo -en ese momento, después de que Dan lo dejó-, se excitaba ante el recuerdo de ella y Rye en el huerto, con las guedejas de niebla enlazándolos y el perfume de la primavera llenando la noche húmeda que los envolvía.
«Oh, Rye, Rye -se desesperó-, me conoces tan bien… Tú y yo nos enseñamos mutuamente, demasiado bien como para vivir en el mismo pueblo y no tentarnos».
Tenía la mano apoyada sobre el estómago. La alzó hasta los pechos y los encontró erguidos como picos tensos, por el solo hecho de haber pensado en él. Se imaginó sus labios, recordó la primera vez que la había besado… allá en el bosquecillo de arrayanes en Saul's Hill… y la primera vez que la tocó aquí… y aquí. Primeras veces, primeras veces… cuando los dos temblaban y temían, pero bullían de sexualidad, en esa época en que transponían la delgada línea entre la adolescencia y la adultez. Había empezado con ese inocente contacto en la espalda desnuda de él.
Habían estado nadando en una playa de arena en la cabecera del puerto, cerca de Wauwinet y, como siempre, terminaron recorriendo ese sitio llamado el Haulover, franja estrecha de arena que separaba las aguas serenas del embarcadero del agitado Atlántico, donde, con frecuencia, los pescadores izaban sus esquifes, pasándolos de un lado a otro.
Rye delante, Laura detrás, atravesaron la playa de hierba verde amarillenta que cubría la costa y detenía la invasión del poderoso océano desde la tranquila bahía. A la izquierda, se extendía Great Point, curvando su dedo angosto como si llamara a las olas a que lo golpearan. Pero Rye no dirigió más que un vistazo fugaz, y luego, como era su costumbre, se acuclilló en la arena y se inclinó adelante, rodeándose las rodillas con los brazos y escudriñando el Atlántico en busca de velas.
Como tenía granos de arena adheridos a la espalda, Laura estiró la mano con la intención de sacudírselos, como había hecho cientos de veces.
Pero esta vez, el muchacho se encogió, y giró sobre sí, gritando:
– ¡No!
Le clavó la vista como si hubiese cometido un crimen horrendo, y Laura se quedó mirándolo con la boca abierta y los ojos agrandados de asombro.
– Lo único que hice fue sacudirte la arena.
Rye la miró durante unos segundos, enfadado y callado y de pronto se levantó y corrió por la playa lo más rápido que podía, hacia los cedros de Coskata, mientras Laura lo veía desaparecer apretándose el estómago, donde sentía una extraña y leve sensación.
Después, nunca fue lo mismo. Ya no fueron tres: Rye, Laura y Dan, sino dos más uno.
De niños jugaban a los balleneros, del mismo modo que los niños del continente jugaban a la casita. Laura siempre era la esposa, Rye el esposo, y Dan, el hijo. Rye depositaba un picotazo seco en los labios quemados por el sol y atravesaba a zancadas la franja de costa, en dirección a su «barco ballenero» -el esqueleto varado de un bote de remos que ya nunca surcaría las aguas-, mientras Laura y Dan, de la mano, le decían adiós, fingiendo que cinco minutos eran cinco años, hasta que Rye volvía trayendo sobre el hombro alguno de los restos que dejaba el mar: el marino que regresaba al hogar.
Pero esos besos no contaban.
La primera vez que Rye realmente la besó fue mucho después de esos besos juguetones. Entre la tarde que Laura le quitó la arena de la espalda y los besos de verdad, habían pasado años sin besos, pero desde aquella vez ninguno de los dos pensó en otra cosa.
La vez siguiente que se encontraron para ir a pescar almejas en las caletas de la marisma salada, junto al puerto, Dan estaba con ellos, como de costumbre. Repartieron la pesca, pero Laura y Rye pusieron excusas para quedarse después de que Dan se alejó por el camino, más allá de Consue Spring. Rye dijo que iba a ayudar a Laura a llevar las almejas a su casa, pero cuando Dan se hubo ido permaneció quieto, con el rastrillo en la mano, empujando con el pie una conchilla semihundida en la arena. Tras un largo silencio, Laura dijo:
– ¿Por dónde quieres ir a casa, por el camino o por el campo?
Rye alzó la vista. El viento hacía revolotear mechones de cabello color nuez moscada que se le atravesaban en la boca, y el muchacho se quedó mirándolas largo rato, para luego tragar con dificultad y responder, en falsete:
– Por el campo.
Enfilaron hacia el Oeste, por la franja de tierra entre las calles Orange y Copper, hacia el terreno ondulado al lado de First Mile Stone, a través de colinas bajas, hacia los establos de Miacomet. El pincel del otoño había pintado la isla, y caminaban entre alegres franjas de helécho, matas de cierta variedad de arándanos y madroños rastreros que cubrían los marjales como una alfombra llameante. Por senderos, cruzaron entre fragantes malezas de laurel silvestre, de un perfume que mareaba cuando se aplastaban sus hojas con los pies. Como de mutuo acuerdo, salieron del sendero y se metieron entre densos arbustos, en busca de excusas para algo que, en realidad, no las necesitaba.
Como fuese, ninguno de los dos llevaba un recipiente para guardar las bayas.
Ya fuera del camino, Laura se preguntó cuál sería el primer movimiento de Rye, pues vio que había perdido el coraje, aunque estaban cubiertos por la maleza. Por eso, volcó el cesto con almejas, y cuando el muchacho se arrodilló para ayudarla a recogerlas, se las ingenió para rozarle el brazo: fue suficiente con ese roce de las pieles entibiada por el otoño.
Las miradas se encontraron, los ojos dilatados, interrogantes, vacilantes; los dedos siguieron recogiendo las almejas hasta que, por fin, se tocaron y se entrelazaron. Contuvieron el aliento y se inclinaron hacia delante, en suspenso. Chocaron las narices, inclinaron, apenas, las cabezas… ¡y sucedió! El primer beso, infantil, seco, ausentes las lenguas. Pero, si bien faltó experiencia, sobró emoción.
Y ese beso abrió el camino a otros y, para darles lugar, ese otoño pleno de color estuvo lleno de caminatas a través de los arbustos de arándanos, donde cada sesión se hacía más audaz que la anterior, hasta que ya no les bastaron los juegos de lengua.
Llegó el invierno, desnudando los páramos de color y atavío. Perdieron el escondite, y fueron menos las ocasiones en que podían reunirse. Desdichados, esperaron que pasaran los meses helados hasta que, a comienzos de la primavera, empezó a aparecer la caballa y, por fin, encontraron un lugar y una excusa.
La primera vez que Rye tocó los pechos de Laura no usaba ballenas, pues aún no había terminado de crecer. Tampoco las manos del muchacho habían llegado a su tamaño definitivo, ni les había brotado el vello rubio en el dorso.
Estaban sentados en el esquife de fondo plano, uno frente a otro con las rodillas casi tocándose, haciendo como que disfrutaban de la pesca, pero lo único que lograba era contenerlos de hacer lo que habían estado pensando todo el invierno.
Laura se secó las manos en la falda y, al levantar la mirada, sorprendió a Rye mirándola, con la nuez de Adán bailoteándole convulsiva, como si tuviese una cascara de grano de maíz atascada en la lengua.
– No me gusta mucho pescar -admitió la chica.
– A mí tampoco.
Rye se pasó la lengua por los labios, tragó una vez más y, sin añadir palabra, Laura se desplazó para dejarle sitio en el asiento.
El bote se balanceó cuando él avanzó hacia ella y se sentó, sin apartar la vista de la cara de la muchacha, que sentía las manos heladas y las tenía apretadas entre las rodillas.Cuando al fin la besó, tenía la nariz y las mejillas frías pero los labios tibios como aquel día de otoño en que las narices de los dos se chocaron, en aquel brezal ardiente, entre perfumes y colores. Mientras sus labios se demoraban sobre los de Laura, esta apretó con más fuerza las rodillas, y pensó si él también sentía que había crecido mucho durante ese invierno que pasó. Un instante después, la lengua que buscaba la de ella con una insistencia nueva que la hizo girar en el asiento y rodearlo con los brazos, se lo confirmó y, al devolverle el beso, le dijo con la actitud lo mucho que había esperado.
Sintió que Rye se estremecía, aunque llevaba una gruesa chaqueta de lana que lo protegía de la fresca brisa de comienzos de primavera. El bote se balanceó, sacudiéndoles los cuerpos, pero los labios siguieron pegados, aunque el movimiento los empujó uno contra el otro y luego los separó.
Al principio no supo lo que Rye estaba haciendo, porque su chaqueta era tan gruesa y entorpecedora como la de él. Pero poco después supo que los dedos de él estaban desabotonándola, y se echó atrás, mirándolo a los ojos.
– Te-tengo las manos frías -dijo el muchacho con voz ahogada, presentando la primera excusa que se le ocurrió.
– Ah.
Laura tragó saliva y se dejó mecer por el balanceo del bote, acercándose a él, esperando, esperando la primera caricia adulta con la ansiedad de la juventud sin control. La mano se deslizó dentro, a ese lugar tibio, secreto y prohibido, y comprendió que estaban haciendo mal.
– Rye, no deberíamos hacerlo -protestó.
– No, no deberíamos -concedió con voz ronca.
Pero la mano no se detuvo en la primera exploración, conociendo la forma de los pechos florecientes a través del vestido, descubriendo cómo los pezones de una mujer se ponían rígidos, como si pidieran más. Como sucede siempre las primeras veces, era más exploración que caricia, búsqueda de las diferencias que los definían a ella como mujer, a él como hombre.
El aliento de Laura se volvió rápido y entrecortado y su corazón martilleaba, loco, bajo la mano de Rye.
– Pon tu mano dentro de mi chaqueta, Laura -le ordenó.
Le obedeció por primera vez, a la que luego siguieron muchas. Metió las manos entre la chaqueta y el suéter, y sintió que las costillas se alzaban como marea creciente, de tan dificultosa que era la respiración.
– ¡Ay, no tan fuerte! -exclamó la chica cuando la exploración del pezón se hizo demasiado entusiasta.
Desde ese momento admitieron juntos su sexualidad, y pudieron hablar de ello.
Cuando la tela de la camisa de lino le irritó el pecho, Laura tomó la mano exploradora y la pasó al otro, diciendo contra los labios de él:
– Ese está inflamado.
Dos días después, Laura y Rye usaron otra vez la excusa de ir a pescar caballas, pero sus redes no se humedecieron, siquiera, hasta poco antes de llegar a la costa. Se sentaron al abrigo de la amplia intimidad del mar abierto, rodeados por la bahía de Nantucket, en el bote que se balanceaba arriba y abajo, mientras el sol se abalanzaba hacia ellos a través de las ondulaciones del mar. Sólo las gaviotas curiosas los observaban la primera vez que Laura, siguiendo instrucciones de Rye, le metió las manos bajo el suéter para sentir la piel cálida y desnuda que había debajo.
A eso siguió una penosa semana durante la cual Josiah absorbió todo el tiempo de Rye, que era aprendiz desde hacía cuatro años, y ya casi conocía tan bien como su padre el oficio de tonelero.
Cuando llegó el domingo, estaba libre para encontrarse otra vez con Laura, y ya los dos estaban tensos y desesperados. Durante la semana él había planeado a dónde irían para estar solos. El viejo Hardesty tenía un almacén para guardar botes en la zona de la costa cercana a la calle Easy, donde había viejas trampas para langostas y redes de arrastre. Le había cedido el uso de cualquier pieza de ese equipo en desuso cada vez que al chico se le antojase.
– Ma quiere que le lleve un par de langostas para mañana -dijo Rye, cuando fue a buscar a Laura-. ¿Me acompañas al almacén del viejo Hardesty a buscar una trampa?
– Creo que sí.
Durante el camino, no se miraron. Él andaba con las manos en los bolsillos, silbando, y Laura se miraba los pies y trataba de adaptar el paso al del muchacho… imposible, porque las piernas de Rye ahora eran muy largas.
Subieron los peldaños de la vieja caseta plateada por la intemperie y, al llegar arriba, Rye se apartó para dejarla pasar primero. Con la mano en la baranda, Laura se detuvo y lo miró de hito en hito: ¡a lo largo de sus dieciséis años, Rye jamás le había dispensado cortesía alguna! Nervioso, levantó la vista y escudriñó la costa, luego removió los pies y Laura se apresuró a terminar de subir.
Dentro estaba seco y polvoriento, las telarañas decoraban los rincones y había basura por todos lados. Rollos de cuerda vieja en el suelo, cubos con rollos de alambre oxidado, remos deteriorados y lámparas a las que les faltaban cristales; botes de alquitrán, cubetas y aros de barriles. Mientras Laura observaba todo, un gato manchado saltó desde quién sabía dónde, haciéndola lanzar un grito de sobresalto.
Rye rió y se abrió paso por entre los trastos que cubrían el suelo, recogió al gato de un viejo barrilete con clavos y se lo llevó de vuelta a Laura. Los dos juntos, de pie, rascaron al gato que ronroneaba entre ellos, contento de tener compañía. Observaron al animalejo que estiraba el cuello y entrecerraba los ojos, extasiado por esos dedos que le recorrían la piel, aunque lo que en realidad anhelaban era acariciarse entre sí.
Recorriendo el lomo del gato, los dedos se tocaron, fundiéndose la pelambre cálida y la carne tibia, al tiempo que alzaban la mirada. Durante largo rato permanecieron quietos; lo único que se movía eran los corazones palpitantes y las motas de polvo que bailoteaban en el aire del antiguo almacén. Rye se inclinó adelante, Laura alzó los labios y el beso empezó como algo tierno hasta que se abalanzaron uno sobre otro y el gato chilló, haciéndolos separarse de un salto, riendo avergonzados.
El gato se instaló sobre un barril y empezó a lavarse, mientras Rye buscaba con la vista en el suelo. Encontró una vieja vela principal enrollada y abandonada hacía años a la merced de los ratones y del polvo y, tirando de la mano de Laura, la llevó hacia ella.
Se arrodillaron, uno a cada lado de la crujiente lona grisácea, y empezaron a alisarla entre los dos. El sol entraba al sesgo por la única ventana, proyectándose sobre la cama de vela en barras oblicuas de oro, mientras, abajo, las olas lamían los pilares de la construcción y reventaban contra ellos.
Rye bajó la vista hacia la lona que los aguardaba, y luego la levantó hacia Laura. Los dos estaban de rodillas, cara a cara, asustados y vacilantes. De fuera llegaban los chillidos de las gaviotas, que flotaban, perezosas, sobre el malecón. Siempre de rodillas, Rye avanzó hacia el centro de la lona y, tras un momento, Laura lo imitó. Contempló el juego del sol que doraba los bellos arcos de las cejas, las puntas de las pestañas, al tiempo que se acercaban y Rye se echaba adelante para besarla. Encontró los dedos de la muchacha y los apretó con fuerza, como para darse coraje. Cuando el beso acabó, se apoyó sobre los talones, escudriñándole los ojos y estrujándole los dedos hasta que la muchacha creyó que se le quebraban los huesos.
Rye tragó saliva y bajó la vista, posándola en el centro del pecho de ella, se incorporó otra vez y empezó a desabotonarle lentamente la chaqueta. Laura se estremeció y lo empujó por los hombros, haciéndolo levantar la vista, asustado.
– Laura, ¿tienes frío?
Ella encorvó los hombros y agarró puñados de tela de la falda sobre su regazo.
– No.
– Laura, yo…
Pero no pudo continuar, y la chica comprendió que le tocaba a ella hacer el siguiente movimiento.
– Bésame Rye -dijo, en una voz que a ella misma le resultó desconocida-, de ese modo que me gusta tanto.
A esas alturas, ya lo habían practicado de muchas maneras.
Rye le levantó las manos del regazo, las apretó con fuerza y se encontraron a mitad de camino; le tocó la unión de los labios con la lengua antes de que los abriese bajo los suyos, pues su ignorancia de niña chocaba con su intuición de mujer.
La mano del muchacho encontró el pecho a través de la vasta distancia que parecía separar los cuerpos, que sólo se tocaban en rodillas y labios. Y, por primera vez, la mano de Laura guió la suya hacia los botones del cuello, confirmando que había llegado el momento. Rye vaciló, pero luego, tembloroso e inexperto, desabrochó los lustrosos botones de hueso de ballena, hasta la cintura.
Como si de pronto hubiese comprendido lo que hacía, Rye se echó atrás apoyándose en los talones, mirándola con ojos asustados.
– Está bien, Rye, quiero que lo hagas.
– Laura no es lo mismo que… besarse y nada más, ¿sabes?
– ¿Cómo lo sé? -preguntó, sintiendo por primera vez el reconocimiento de la poderosa mística femenina, blandiéndola con tanta seguridad como si fuese una experimentada mujer de mundo.
– ¿Estás segura?
Rye volvió a tragar saliva, aún con miedo a lo desconocido.
– Rye, yo no vine aquí a buscar una trampa para langostas. ¿Y tú?
Los ojos del muchacho estaban abiertos, los ojos azules, dilatados, ya sin miedo, cuando tocó un hombro de Laura metiendo la mano por el vestido abierto, luego el otro, y apartó con cuidado la prenda para luego clavarle la vista en la camisa.
A través de la tela delgada se transparentaban los círculos oscuros de los pezones, y Laura siguió el recorrido de los ojos de uno a otro, y luego bajó la vista para observar la mano que se tendía hacia el lazo de satén que tenía entre los pechos. Bastó un instante para sentir el aire frío sobre la piel desnuda, mientras Rye le bajaba la camisa hasta la cintura.
Laura contuvo el aliento, esperando que la tocara pero, como no lo hizo, alzó los párpados y vio el rostro de Rye, rojo hasta las raíces del cabello que la contemplaba atónito.
– ¡Cristo…! -musitó, con voz gutural, y la muchacha supo que, tras haber llegado hasta ese punto, tenía miedo de tocarla-. Laura, eres tan… tan hermosa…
El rostro de la chica también estaba sonrojado, pero cuando, un instante después, la lana áspera del suéter se apretó contra su piel desnuda y luego dio paso a la mano temblorosa de Rye, dejó de importarle.
Los nervios habían humedecido la palma del muchacho, que estaba tibia y ya encallecida por el trabajo con la desbastadora. «¿Cómo es posible que esté mal permitir las caricias de Rye -se preguntó Laura-, si por primera vez no me importan los dolores que soporté el último año, cuando mis pechos empezaron a desarrollarse?». Primero, no hizo más que rozarle los senos con mano tímida y callosa, pero pronto exploró el pezón con las yemas de los dedos, y descubrió el pequeño cuerpo duro de crecimiento que todavía estaría allí unos meses.
A Laura le dolió, y aunque su única reacción consistió en encogerse de hombros, Rye actuó como si hubiese gritado de dolor. Retiró la mano con brusquedad, y en su rostro apareció una expresión contrita.
– Laura, ¿te… te hago daño?
– N-no…, en realidad, no… es que… no sé…
Después de eso, Rye se movió con más cautela, probando con cuidado hasta que los besos se tornaron más salvajes y tuvieron la impresión de que sus cuerpos ya no podían apretarse más, así como estaban, de rodillas.
La empujó hacia atrás poco a poco, hasta que ella cedió bajo la presión de su pecho y cayeron los dos al suelo. Laura le rodeó los hombros con los brazos, y él apoyó todo su cuerpo contra el de ella, y se besaron con el fuego ardiente que sólo se enciende de ese modo la primera vez.
Cuando por fin, se apartó, Laura supo a dónde se dirigían los labios de él pero se quedó muy quieta, alerta, con la espalda aplastada contra el suelo. El aliento de Rye le humedeció el cuello y se detuvo allí, trémulo, antes de seguir bajando milímetro a milímetro, hasta que los labios se posaron en el pecho. Entonces, sólo rozaron el pezón; el aliento apenas lo humedeció, pues tenía la boca cerrada.
A Laura le dolieron el estómago y el pecho, y sintió como si unas extrañas fajas de miedo y expectativa la oprimiesen. Sin embargo, el ansia de saber, de entender cómo era eso de crecer, la hizo probar qué pasaba, tocándole el pelo. Ante el contacto, los labios de Rye se abrieron y Laura sintió la textura de su lengua acariciando el pezón aún por florecer. De su garganta escapó un sonido, y sus hombros se alzaron de la lona como impulsados por una nueva fuerza que la llevaba a acercar los pechos a él.
Sintió que por sus venas corría fuego líquido. Echó la cabeza atrás mientras Rye saboreaba el otro pezón, y el cuerpo de Laura se volvió laxo y tenso al mismo tiempo. El peso del joven sobre sí fue como una bendición, y a cada caricia de la lengua, comprendió por qué había reaccionado con tanta brusquedad cuando ella le sacudió la arena de los hombros el verano anterior.
Abrió los párpados cuando, de repente, Rye se puso de rodillas junto a ella, agarró el borde del suéter y tiró con brutalidad para sacárselo por la cabeza, se quedó quieto un momento más y la miró, como pidiéndole permiso.
Laura nunca le había visto el vello del pecho: una suave sombra rubia que recogía la luz de la ventana, sobre los músculos cuadrados de la parte superior del torso. El descubrimiento la regocijó, y fue bajando la vista hasta llegar al punto en que el ombligo formaba una sombra redonda, secreta, sobre la cintura. Rye se arrodilló ante ella con las rodillas separadas, y por unos momentos los dos calmaron su curiosidad antes de seguir adelante,
– Rye, estás lleno de músculos -exclamó, asombrada.
– Y tú no -repuso él, serio.
Laura pudo ver -¡realmente lo vio!- cómo el pulso latía en el hueco del cuello de Rye, y se preguntó si a ella le pasaría igual, porque tenía la impresión de que todo le palpitaba: las sienes, el estómago, y esa parte oculta que en ese momento parecía el centro de las sensaciones.
Rye cayó hacia ella con una mano a cada lado de su cabeza y, así arrodillado, la besó para luego acercar su dorado pecho desnudo al de ella, los dos corazones martilleando sin control, mientras los músculos duros se aplastaban.
Hubo maravilla y perplejidad, sintiendo las diferencias de textura entre los dos, rozándose entre sí, en un contacto que, en cierto modo, les resultó suave.
Rye le acarició otra vez los pechos. Otra vez los besó, y su lengua bailoteó con más destreza sobre los tensos picos. Laura entrelazó los dedos en el cabello de él y se retorció, incitándolo sin saberlo, suplicándole que apoyara todo su cuerpo sobre ella, pues así se sentía incompleta, anhelante.
Rye flexionó una rodilla, la levantó y apretó con ella la pierna de Laura, que tomó aliento y lo contuvo. La rodilla fue subiendo por el muslo, pasó por la unión de las piernas, el vientre, y arrancó a las faldas un seductor susurro, al frotarlas contra las piernas. El peso de esa rodilla parecía clavarla a la tierra, de la que su cuerpo quería remontarse. Luego, un peso mucho mayor la aplastó contra el lecho de vela, pues Rye acomodó sus caderas sobre las de ella, tendiéndose plano encima de la muchacha sin mover un músculo, mientras ella se asombraba de la maravillosa sensación que le brindaba conocer las curvas y la tibieza del otro tan de cerca
De algún modo, las piernas de Laura se abrieron, dejando un espacio en el que se instaló la rodilla de Rye a la perfección, y se movió contra ella de una manera muy placentera que la hizo apretarse y elevarse rítmicamente.
Cuando Rye retiró la rodilla y deslizó el peso a un lado, Laura sintió que la mano de él resbalaba por la falda, levantando capas de enaguas, buscando por toda la pierna. El corazón le latió, enloquecido, y la respiración de él percutía como en olas salvajes contra su oído. Los dedos tocaron la pernera de sus calzones, y luego subieron… subieron… hasta que la palma cubrió la dulce hinchazón entre las piernas y Laura supo, con horror, que la tela estaba húmeda. Percibió la sorpresa y la vacilación del joven al contacto con esa humedad, pero cuando la presionó con más fuerza, la sensación fue maravillosa, y buena, y alivió cierto anhelo interior, mientras ella esperaba que la mano de la Providencia se estirase hasta ella y la fulminara.
Fue la mano de Rye, en cambio, la que la exploró a través de la última barrera de lino, pero cuando se aventuró al botón que cerraba la cintura, la invadió el temor. Le sujetó la muñeca y susurró, trémula:
– Detente ahí, Rye. Yo… creo que será mejor que nos vistiésemos. Tengo que irme.
Por un momento, los ojos de Rye ardieron en los suyos con una primaria intensidad que nunca había visto en ellos. No supo que él había estado conteniendo el aliento hasta que se le escapó en una poderosa ráfaga que pareció dejarlo sin fuerzas. De inmediato, se irguió sobre las rodillas y le dio la espalda, al tiempo que se pasaba el suéter por la cabeza con movimientos bruscos. Laura se levantó la camisa, se acomodó las faldas y metió los brazos en las mangas. Rye se alisó el cabello, y los ojos azules se toparon con los de ella cuando miró sobre el hombro y vio que estaba abotonándose el vestido. Avergonzado, desplazó la mirada. Laura se quedó mirándole la espalda largo rato.
– Rye.
– ¿Qué?
Como no dijo nada por largo tiempo, miró otra vez sobre el hombro.
– ¿Ahora nos iremos al infierno?
Se miraron unos segundos, con los ojos dilatados.
– Creo que sí.
– ¿Los dos, o yo sola?
– Creo que los dos.
Laura sintió que se le oprimía el estómago de temor: no quería que Rye padeciera en el infierno por culpa de ella.
– Quizá… quizá no vayamos, si no lo hacemos nunca más, y si rezamos mucho.
– Puede ser. -Pero el tono vacilante ofrecía pocas esperanzas. Rye se puso de pie-. Laura, es conveniente que nos vayamos y que no vengamos nunca más aquí. Buscaré esas trampas, y… y…
Se volvió a medias y la vio sentada en cuclillas, con expresión de pánico.
Interrumpió la frase. Debajo, la marea hacía crujir los viejos pilares de la caseta, y arriba las gaviotas rielaban y chillaban. De repente, a un tiempo, se arrojaron el uno en brazos del otro, abrazándose estrechamente, con los corazones palpitantes, con la conciencia de ese nuevo despertar que todavía no sabían cómo manipular.
– Oh, Rye, no quiero que vayas al infierno.
– Shh… tal vez… tal vez uno no se va al infierno por una sola vez.