En la mañana de ese jueves, la pequeña Dama Gris del Mar hacía honor a su apodo. Un fino velo de niebla cubría la costa y, sobre la isla, el cielo era de un sombrío gris acero. Despertó a la ciudad, como siempre, el sonido de las campanas matinales de la Iglesia Congregacionista, el clang del martillo del herrero, el restallar de las velas en el viento, el siseo de las olas contra los pilares, y el traqueteo de las ruedas de madera sobre los adoquines.
Un par de carretas de carga se detuvo junto al portón abierto de la tonelería, donde lo único que quedaba como siempre eran el hogar y el banco de herramientas. Bajaron dos estibadores, entraron y empezaron a trasladar los barriles haciéndolos rodar y cargándolos luego en las carletas. Un encorvado tonelero viejo, con una cabeza de rizos blancos, junto a otro más joven, alto y delgado, cuya melena rubia se enredaba en torno a la cabeza como un manojo de algas. Una lánguida voluta de humo azul ascendió sobre sus cabezas; el brazo del más joven rodeó los hombros del más viejo, y lo oprimió con fuerza.
– Bueno, viejo…
Se coló un silencio punzante.
– Sí, hijo, ha sido un buen lugar para vivir.
Alzaron la vista hacia las vigas del techo, la pequeña ventana encima del banco de herramientas, los gastados peldaños que subían a la vivienda. La voz de la mujer que ambos querían afloró a la memoria, llamándolos a desayunar, a cenar, a acostarse. Permanecieron juntos en los confines del edificio que olía a cedro y a humo de pipa, como pasaría siempre.
Josiah se sacó de entre los dientes la fragante pipa de brezo y dijo en voz queda:
– Quisiera quedarme un rato a solas con tu madre. Ahora, ve a buscar a tu mujer.
Rye exhaló un suspiro largo y trémulo, hizo un último recorrido visual por los muros de la tonelería, y contestó con voz áspera:
– Sí, luego nos encontraremos en el embarcadero.
Dio otro apretón a los hombros sólidos, y salió rápidamente a la calle.
De un salto ágil se subió a una carreta, lanzó un agudo silbido y miró por encima de su hombro hasta encontrar a la perra. Esta trotó entusiasmada y saltó a la carreta, apoyó el morro en el respaldo del asiento del conductor, meneó la cola varias veces y, después, el vehículo emprendió la marcha.
Al fondo de Crooked Record Lane la carreta se detuvo con una sacudida, y el hombre contempló con los ojos entrecerrados una pintoresca casa de tablas gastadas y rajadas por el tiempo. Apareció una mujer en la puerta, vestida con una capa de viaje gris sobre un sencillo vestido color limón y un sombrero haciendo juego, sujeto con un lazo de satén debajo del mentón, al lado izquierdo.
La mujer saludó alzando la mano enguantada, y un niño se refugió entre sus faldas y, al divisar al esbelto tonelero se quedó mirándolo con expresión hostil. Pero, al ver al niño, la perra se soltó y avanzó hacia él con el paso propio de los animales viejos. La expresión enfurruñada cedió paso a la sorpresa: los ojos y la boca se abrieron, encantados, y Josh ya no pudo contenerse. Salió al encuentro de la perra y, arrodillándose en medio del sendero, cerró con fuerza los ojos mientras la Labrador le ofrecía un húmedo saludo a la cara redondeada del pequeño.
– ¡Ship! ¡Ship! -Sin pensarlo, empezó a preguntarle al hombre-: ¿Ship viene…? -pero, recordando que estaba enfadado, se dirigió a la madre-: ¿Ship viene con nosotros?
– ¿Por qué no le preguntas a Rye?
Levantó la vista hacia el alto tonelero que, en otro tiempo, tanto le gustaba, y al fin le preguntó:
– ¿Ship viene con nosotros?
Rye se acercó, se apoyó en una rodilla y apretó cariñosamente la cabeza chata de la perra.
– Claro que viene con nosotros. En un lugar donde hay lobos, osos y mapaches que podrían entrar en el almacén, todo el mundo necesita tener un perro guardián.
– ¿L-lobos y osos? -Los ojos de Josh se agrandaron más-. ¿En serio?
– Sí, pero como Ship estará con nosotros, no debes tener miedo.
– ¿Va a ser una aventura de verdad?
– Sí, hijo. De paso, ¿ya has decidido si vas a hablar o mantendrás la boca cosida? A tu madre y a mí nos duele mucho, ¿sabes? Sobre todo a tu madre. Quiere verte feliz de nuevo, y también quiere serlo ella. -Hizo una pausa y declaró en voz suave-: Los dos te amamos, Josh.
El pequeño dejó caer la mirada sobre la perra y, en voz débil, dijo:
– Jimmy me dijo… bueno, dijo que tu papá… que si viene con nosotros es porque será mi abuelo.
La expresión de Rye se suavizó, y bajó más aún la voz:
– Sí, hijo.
– ¿Y… y tú serás mi padre?
Laura los contemplaba desde la puerta, sintiendo que el corazón le desbordaba el pecho con sus aleteos, viendo que ese hombre de pantalones oscuros, suéter claro y atrevida gorra negra de pescador se inclinaba sobre el hijo, con un brazo apoyado en la rodilla.
– Sí, hijo. Soy tu padre, como sabes desde hace tiempo.
Josh lo miró con expresión insegura, desde unos ojos tan parecidos a esos que lo miraban.
– ¿Tendré que decirte papá?
Rye tragó saliva y contempló el rostro cautivante de su hijo comprendiendo lo difícil que le resultaría aceptar cambios tan bruscos en su vida. En voz tierna y cariñosa, le respondió:
– No, Joshua. Pienso que sólo hay un hombre al que siempre llamarás papá, y eso nada lo hará cambiar, ¿sabes? Puedes seguir queriendo a Dan como lo has querido siempre.
– Pero no lo veré más, ¿cierto?
– Me temo que Michigan está muy lejos de Nantucket, Josh. Pero, cuando seas grande, tal vez Nantucket no parezca tan lejos. Entonces, podrás venir a visitarlo.
Laura aguardó inmóvil, anhelando que el hijo hiciera las paces con el padre y así pudieran vivir con merecido contento.
Josh guardó silencio largo rato, acuclillado ante Rye, en actitud medio remota. La perra le dio un lametón en la barbilla, pero el chico no lo notó. Al fin, levantó la vista hacia los ojos azules que lo miraban, y en tono muy práctico para sus cinco años, declaró:
– He decidido llamarte padre.
Su mirada escudriñó, cuestionó, y el cuerpo de Rye se tensó de amor contenido hacia ese niño. De repente, se movieron como una sola persona: Josh, levantándose de un salto, Rye, abriendo los brazos y, por breves instantes, pecho contra pecho, celebraron el amor con sus caminos impredecibles.
Los ojos de Laura se humedecieron al ver que, por fin, padre e hijo se reconciliaban, y concluyó que debía de ser el mejor momento para intervenir.
– ¿Pensáis quedaros ahí todo el día o vais a ayudarme a cargar las cosas en la carreta?
Josh retrocedió. Rye miró hacia el comienzo del sendero y se puso de pie lentamente. Estirando las largas piernas con paso lento, empezó a acercarse, comentando en voz baja:
– Hoy tu madre está muy desvergonzada.
El chico alzó la vista hacia el hombre alto que iba a su lado:
– ¿Qué es desvergonzada?
Pero la única respuesta fue una carcajada. Al llegar al umbral, Rye apoyó una bota en el borde, se inclinó adelante sosteniéndose con las manos sobre la rodilla y recorrió con la mirada la capa larga hasta el suelo, y el triángulo de tela amarilla que dejaba ver.
– ¿De qué te ríes, Rye Dalton?
– ¿Esa es la manera de recibir al novio el día de la boda?
Laura se quedó boquiabierta.
– ¡Hoy!
– Sí, hoy. Para lograr que el capitán celebre la ceremonia tendré que organizar un motín, siempre que no perdamos el barco en Albany como sigamos aquí parloteando.
Con una alegre sonrisa, Laura entró seguida por Rye, Josh y Ship. Como la casa había sido despojada de todos sus muebles, carecía de su antigua calidez y parecía desolada. Los que quedaban serían vendidos por Ezra Merrill y se los veía tristes y abandonados en los cuartos pequeños donde ya no había ningún objeto personal. Rye trató de no analizar lo que le rodeaba, y se apresuró a ladear un barril y, cargándoselo al hombro, sacarlo por la puerta. Era natural que esa jornada estuviese salpicada de optimismo y de nostalgia al mismo tiempo. Lo mejor que podían hacer era sortear los momentos difíciles, cuando los recuerdos los asaltaban, lo más rápido posible para dejarlos atrás y seguir adelante con su vida.
Pero cuando estuvo cargado el último barril y Rye volvió a la casa para recoger los dos últimos sacos negros que quedaban, encontró a Laura con la espalda contra la puerta, pasando los dedos enguantados por el borde de la repisa de la chimenea. Las puertas de la alcoba estaban abiertas, y ya sin edredón ni mantas no era más que una caja de madera hueca. Vio que la mirada de Laura se demoraba en el mueble, y luego se movía hacia la puerta del dormitorio, y se acercó a ella por detrás, sin hacer ruido. Laura lo miró, seria, y los dos juntos contemplaron el armazón de madera.
– Haré una nueva -prometió, en voz suave. Entendió que Laura, en realidad, no pretendía llevarse la vieja con ellos, pero que sí merecía un momento de melancolía. Sobre ella se había consumado el matrimonio de los dos. Desde ahí, Rye había ido al mar. Sobre esa cama, había nacido Joshua Dalton. Y a ella había llegado Dan.
Rye la tocó por primera vez en ese día, de un modo muy parecido a como lo hizo con su padre.
– Ven -la instó-. Es hora de irnos.
Dieron la espalda a la puerta del dormitorio, cruzaron la sala con pasos tardos, que resonaron en el ambiente silencioso donde antes vibraran las risas de los dos. Ya no había risas. Salieron de la casa, cerraron la puerta por última vez, clausurando una etapa de sus vidas dulce y amarga a la vez. El nítido sendero blanco de conchillas crujió como siempre bajo sus pasos, con ese ruido que evocó al hogar durante tanto tiempo. A mitad del sendero, se dieron la vuelta para mirar la casa por última vez, para grabar en la memoria la imagen de esa pequeña casa de madera.
Si fue difícil despedirse de la morada, la despedida en el muelle fue imposible. Estaban todos: Jane y John Durning, con sus seis hijos en escalera; Jimmy Ryerson y sus padres; Dahlia Traherne; Hilda Morgan, y también Tom y Dorothy; Chad Dalton y sus padres, acompañados por un vasto entorno familiar… hasta había acudido el primo Charles, con la esposa y los tres hijos. Estaba Joseph Starbuck, Ezra Merrill y Asa Pond.
Más atrás de la ronda de rostros que sonreían con valor, con el aire de quien contiene las lágrimas, estaba DeLaine Hussey.
Y, por supuesto, estaba Dan.
Fue uno de los últimos en llegar, y como al principio se ocultó detrás de DeLaine, Rye y Laura no lo habían visto. Laura recibía el abrazo de Dahlia, que depositaba un puñado de recetas en la mano de su hija:
– Estas eran tus preferidas cuando eras niña.
Fue entonces cuando brotaron las lágrimas, que crecieron cuando le tocó a Jane el turno de despedirse con un fuerte abrazo, en mitad del cual soltó un sollozo desgarrador junto al oído de su hermana. Rye pasaba de un abrazo a otro entre tías y tíos, mientras que Josh y Jimmy, estaban arrodillados uno a cada lado de Ship, rodeados por los primos del primero: todos ellos envidiaban a Josh por la aventura que iba a vivir, por tener esa perra y por los posibles peligros que correría con osos y lobos.
En ese momento, el capitán Silas indicó al grupo que abriese espacio para que los estibadores pudiesen llevar las carretas hasta la pasarela para descargarlas, y cuando la muchedumbre se apartó, Rye y Laura vieron a Dan en el espacio que quedaba, con pulgares e índices enganchados en los bolsillos del chaleco, un sombrero de castor en la cabeza y una expresión de tenso control en el rostro.
Las miradas de los viajeros se encontraron, y luego se posaron en Dan, y entre la gente que había ido a despedirse se hizo un silencio interrumpido por un estallido de charlas que procuraba cubrirlo.
El último barril quedó cargado en el Clinton, y el ensordecedor silbato sonó sobre Steamboat Wharf, provocando muecas en todos los presentes.
El sonido repentino fue tan abrumador que aceleró los latidos del corazón de Laura… ¿o sería la reacción al ver a Dan, que todavía titubeaba a unos seis metros de distancia por el muelle, conteniéndose igual que ella?
En ese instante, Josh descubrió a Dan, se levantó de un salto y corrió hacia él por el muelle. Se arrojó en brazos del hombre, que se arrodilló y alzó al chico para estrecharlo por última vez, mientras un quejido lastimero se elevaba en el aire.
– Papá… papá…
El capitán Silas ordenó:
– ¡Todos a bordo!
Otra vez sonó el silbato del vapor, y Josh, sobre el hombro de Dan, parpadeaba luchando con valentía contra las lágrimas.
Laura miró a Rye con ojos suplicantes y, al mismo tiempo que sus pies comenzaban a moverse, sintió que su mano le agarraba el codo, empujándola hacia él. Dan dejó a Josh en el suelo y salió al encuentro de Laura. Cuando los brazos de ella lo rodearon, el sombrero cayó sobre las tablas del muelle, descoloridas por la intemperie, pero nadie lo notó. La mirada de Rye se clavó en la de DeLaine Hussey, y se despidió con una silenciosa inclinación, mientras ella se llevaba a los labios los dedos temblorosos.
Laura sintió cómo martilleaba el corazón de Dan contra sus pechos, hasta que se echó atrás para mirarlo en la cara. Tenía los labios apretados entre los dientes, pero le temblaban las aletas de la nariz y parpadeaba sin cesar. Laura le apoyó la mano en la mejilla, y dijo con voz trémula:
– Adiós, Dan.
Al parecer, él no confiaba en su propia voz. Luego, para perplejidad de Laura, la atrajo repentinamente hacia él y la besó en la boca. Cuando la apartó, las lágrimas de ella habían mojado las mejillas de él, y la mujer advirtió que Josh estaba junto a ellos, mirándolos.
Rye y Dan se estrecharon las manos con vigor, y las miradas se unieron en una última despedida.
– Cuídalos, amigo mío.
– Sí, puedes estar tranquilo.
Las voces estaban roncas por la emoción, y las manos de los dos se apretaban con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos.El capitán Silas gritó desde la pasarela:
– Tenemos que respetar el horario. ¡Todos a bordo!
Rye alzó a Josh en los brazos y el niño, desde el hombro sólido del padre, miró a su papá. Las lágrimas resbalaron por las mejillas pecosas, y la cresta de gallo en la coronilla rubia se balanceaba al ritmo de los pasos que lo alejaban. También Laura sintió el apretón de Rye en el codo, y pasó ante el mar de cara hacia el barco con los ojos ya cegados por las lágrimas.
Rye, con Josh en brazos, Laura a un lado y Josiah al otro, estaba de pie junto a la baranda del vapor. Ship, que se apretujaba entre ellos gimiendo, dio un salto y logró apoyarse con las patas delanteras en las tablas de la cubierta de babor. Se oyó un estrépito metálico, hubo una sacudida, y el imponente vapor empezó a moverse con desgana, vibrando hasta que el ruido metálico indicó que iba adquiriendo velocidad y se convirtió en el latido incesante del navío.
Cada uno de los viajeros había identificado un rostro en el que fijar la vista. Para Josh, era el de Jimmy Ryerson, que agitaba frenético una mano y con la otra se enjugaba los ojos. Para Laura, el de Jane, con su hijo menor en brazos y la mejilla apretada contra la pequeña cabeza. Para Rye, el de Dan, que había recogido el sombrero y olvidó volver a ponérselo. Josiah, en cambio, apartó la vista de los rostros que se veían en el muelle y la elevó sobre la cima de la cabaña de carnada y más allá de la tienda de velas hasta el tejado de una pequeña construcción de madera que apenas se divisaba a lo lejos. Apoyando la mano en la cabeza de Ship, la acarició, distraído. La perra gimió, levantó hacia el viejo los ojos de mirada doliente y luego observó cómo iba escapando la costa, perdida en las brumas de la bahía de Nantucket.
Se quedaron mucho tiempo junto a la baranda, con las miradas enfocadas hacia la popa, hacia la estrecha franja de tierra que amaban. Cuando pasaron los bajíos, tuvieron la impresión de que los dedos de Brant Point y Coatue quisieran hacerlos retroceder, retenerlos. Pero el Clinton enfilaba hacia la boca de la bahía, en dirección a la larga punta de Cape Cod, navegando sin pausa hasta que Nantucket no fue más que un guijarro flotando sobre el agua, y después disminuyó y terminó por desaparecer en un velo de niebla.
Laura se estremeció, alzó la vista y descubrió que Rye la miraba.
– Bueno, ¿quieres ver nuestro lugar?
Nuestro lugar. Si algo podía apartar a Laura de los pensamientos dolorosos, ligados al hogar que acababan de abandonar, eran esas dos palabras.
– Creo que será conveniente, pues pasaremos dos semanas ahí.
Los cinco pasajeros se dirigieron a la zona bajo cubierta. El Clinton era bastante menos lujoso que el vapor Telegraph pues, si bien tenía capacidad para treinta pasajeros, como su misión principal era transportar carga, los lugares destinados a los pasajeros no podían ser calificados de camarotes. Rye los condujo a dos habitaciones que eran poco más que divisiones del espacio hechas con delgadas mamparas.
Cuando abrió la puerta y retrocedió hacia la estrecha escalera, Laura espió dentro y, para su desánimo, se encontró con un par de camastros simples uno sobre otro, un pequeño banco atornillado a la pared, un pequeño anaquel más arriba y una lámpara de aceite de ballena que se balanceaba, pendiente de una viga. En eso, atrajo su vista su propio baúl, junto al arcón marinero de Rye.
Antes de que pudiese reaccionar, Josh la empujó desde atrás.
– ¡Déjame ver!
Abriéndose paso a empellones, se dirigía al cubículo cuando una mano en la cabeza lo retuvo y le hizo darse la media vuelta.
– ¡No tan rápido, jovencito! ¡El tuyo es el de al lado!
El corazón de Laura dio un vuelco, y se preguntó si Josh protestaría por ser separado de ella en un ambiente extraño y en medio de sucesos novedosos. Pero no tuvo mucho tiempo para titubear, porque se produjo un momento de confusión cuando se metió en el cuarto para dejar pasar a los otros tres más la perra por el estrecho pasillo hasta la puerta siguiente.
– Tú y Josiah compartiréis este camarote -oyó decir. Asomó la nariz por la puerta y vio un recinto idéntico al primero.
– ¿Yo y Josiah? -Josh miró a Rye con aire de duda.
– Sí, tú y Josiah.
– ¿Y mamá, dónde estará? -En la puerta de al lado. Rye indicó con la cabeza la puerta vecina.
– Ah.
Al percibir la falta de entusiasmo del chico, Josiah habló con su perezoso acento de Nueva Inglaterra:
– Joshua, aquí tengo algo que quería enseñarte.
Josh miró a su madre con expresión escéptica. Para Laura, representó uno de los momentos más incómodos de su vida: ¡esperaba la aprobación del hijo para dormir con el padre! En ese momento, Josiah sacó una caja pequeña de cartón, con orificios a los lados. Se sentó en el camastro de abajo, se concentró en la caja y poniendo una mano encima, como si fuese la caja de un mago y logró captar la atención de Josh.
– ¿Qué es?
El niño se acercó más a la rodilla del abuelo.
– No es gran cosa, sólo un par de pequeños compañeros para este viaje tan largo.
Las manos del anciano levantaron la tapa y, desde adentro de la caja, llegó un dúo de píos.
– ¡Pollos! -Impaciente, Josh ya extendía la mano, sonriente y vocinglero-. ¿Y podemos mantenerlos aquí, en el barco?
– Más nos valdrá. Por lo que sé, en Michigan no hay pollos. Por eso pensé que sería conveniente empezar a criarlos ya mismo, así tu madre tendrá huevos para cocinar.
Ship se adelantó y fue a olfatear a la pequeña bola de pelusa que Josh tenía en la mano. El niño ya se había olvidado de Rye y de Laura. Josiah metió la mano en el bolsillo de la pechera, sacó la pipa fría, se la metió entre los dientes y se dedicó a observar al nieto, a los pollos y a la perra. Levantó hacia Laura la mirada tranquila, y continuó, con su acento pausado:
– Joshua, me vendría bien un poco de ayuda para mimar a estos pollos, así que espero que a tu madre no le moleste que duermas aquí, con ellos.
Josh giró y casi se subió a las faldas de la madre, en un desborde de entusiasmo:
– ¿Puedo? Por favor, ¿puedo? Yo y… yo y el abuelo tenemos que cuidarlos, mantenerlos abrigados y todo eso, ¡y vigilar que Ship no se los coma!
Rye y Laura rompieron a reír. Captando la mirada de Josiah, Laura vio que le guiñaba un ojo, y deseó que entendiese el mensaje silencioso de agradecimiento que le enviaba.
– Sí, claro que puedes, Josh.
El chico se dio la vuelta de inmediato hacia la caja que reposaba sobre las rodillas del abuelo.
– Tenemos que ponerles nombre, ¿no es cierto, abuelo?
– ¿Nombre a los pollos? ¡Jamás oí hablar de pollos con nombre!
– Bueno, ya veo que no nos necesitáis, de modo que iremos a instalarnos en el cuarto de al lado.
Rye tomó a Laura del codo, haciendo que una corriente de fuego le recorriese el brazo. Josiah y Josh no levantaron la vista siquiera cuando ellos salieron.
Dentro de su propia cabina la puerta estaba cerrada y reinaba el silencio, salvo por el latido incesante de la máquina de vapor que se transmitía a través de las vibraciones del suelo. No había ojo de buey; la única iluminación provenía de la lámpara de aceite que se balanceaba colgada del gancho, y Laura sabía exactamente qué aspecto tendría el rostro de Rye bajo esa luz dorada si se daba la vuelta y levantaba la vista. Pero se quedó de cara hacia los camastros, sintiéndolo detrás,
muy cerca.
– No es muy elegante -se disculpó, si bien lo que captó la mujer fue el matiz de tenso control que vibraba en su voz.
– ¿Alguna vez necesité algo elegante?
Sintió que las manos de Rye subían por su espalda y le rodeaban el cuello.
– Nunca -respondió, ronco.
Y como si no estuviese seguro de sí mismo, apartó las manos.
– ¿Se te ocurrió a ti la idea de los pollos? -preguntó la mujer.
– No, es mérito de mi padre.
– Josiah es muy astuto.
– Sí.
Laura quería darse la vuelta, pero se sentía tímida como una violeta. Su corazón palpitaba con tanta fuerza que parecía competir con la máquina, y estaba segura de que era su propio pulso el que sacudía las tablas del suelo bajo las suelas de los zapatos.
Rye carraspeó.
– Bueno… tengo que hablar con el capitán, así que tú podrías…
– No en vano se le ocurrió a Josiah lo de los pollos, Rye -lo interrumpió, girando al fin hacia él-… No te atrevas a irte a hablar con el capitán, sin…
La boca de Rye la interrumpió… ¡al fin estaba en sus brazos! El beso fue una lujosa y sensual bienvenida, mientras los brazos, deslizándose bajo la capa, la alzaban apretándola contra su pecho, y los de ella se le enlazaban al cuello cuando sintió que sus pies se despegaban del suelo. Sintió la lengua cálida y húmeda de Rye encima y alrededor de la suya, y quitándole la gorra con una mano, entrelazó los dedos de la otra en el áspero cabello del hombre.
Rye se dio la vuelta haciéndola apoyarse de espaldas contra la puerta del camarote, apretando todo su cuerpo contra el de ella, mientras el beso se convertía en una búsqueda desesperada de alivio. Laura pasó la lengua por la superficie lisa de los dientes, exploró las profundidades de la boca, y fue encontrando todos los puntos conocidos.
Rye la bajó sólo hasta el punto en que las caderas se tocaron, y aprovechando su fuerza prodigiosa, la apretó entre la puerta y su cuerpo con tanta fuerza que Laura sintió escapar el aire de los pulmones. La erección era total, y él no perdió un instante en hacérselo notar. Trazando movimientos en forma de ocho con la cadera, empujaba con el duro monte de su masculinidad el monte igualmente duro de la feminidad de la mujer.
El deseo formó una oleada hirviente en la parte que Rye apretaba. ¡Laura la sintió, la gozó, le dio la bienvenida! Pero estaba inmovilizada contra la puerta, sin poder transmitir su mensaje corporal de excitación.
– Rye, bájame -logró decir.
– Si te bajo, y mis manos quedan libres, no podré mantenerlas quietas.
– No me importa.
– Sí, te importa. Querías que nos casáramos primero y, por lo tanto, te bajaré, pero me iré a arreglar ese tema con el capitán, ¿de acuerdo?
– Maldito seas, Rye Dalton -murmuró contra sus labios, metiendo la lengua entre los dientes de él, en medio de la frase-. ¡Qué momento… elegiste… para hacer… lo correcto!
– ¿De acuerdo? -insistió, echando la cabeza atrás para huir de esa lengua provocativa.
– Oh, está bien -aceptó.
Sintió que sus pies volvían a tocar el suelo y las manos masculinas la sujetaban un instante. Como la falda se pegaba a los pantalones de él, Rye retrocedió para permitir que cayera como era debido.
Con los apasionados ojos azules fijos en la mujer, su voz palpitó como el motor:
– Pero te advierto que, esta noche, las cosas serán muy diferentes.
Poniéndose de puntillas, Laura le puso la gorra en la cabeza, colocó la visera en un ángulo atrevido y observó el resultado.
– Más vale que así sea -replicó, con voz suave.
Se besaron otra vez, mientras las manos de Rye recorrían, posesivos, el torso de Laura y ella le tocaba el mentón. Luego, la apartó y retrocedió un paso.
– Volveré lo más rápido que pueda. Entretanto, ve preparándote para nuestra boda… otra vez. Pero, en este caso, cuando diga hasta que la muerte nos separe, podrás creerle.
Se dio la vuelta y se fue.
Sonriendo en dirección a la puerta, Laura se volvió. ¡Sentía el cuerpo combustible! Tanta contención estaba haciendo trizas su compostura. Respiró hondo cuatro veces, pero no la ayudó demasiado y, al fin, se pasó una mano por la falda y se abrazó a sí misma, tratando de apaciguar las palpitaciones que habían desatado las caricias de Rye.
«¿Qué hora es? Todavía no es mediodía. ¿Cuántas horas habrá que esperar? Hasta las ocho de la noche; sólo entonces será respetable retirarnos. Dios mío, ¿cómo aguantaré tanto tiempo?»
Se quitó el sombrero y la capa y paseó por la pequeña cabina probando el colchón, empujando los baúles contra la pared. Como no había lugar para guardar la ropa, no se podía sacar nada. El tiempo se arrastraba.
Cuando volvió Rye, la encontró sentada en el camastro de abajo. En cuanto entró, ella se levantó de un salto, cerró la puerta y se apoyó contra ella.
– A las cuatro en punto -anunció Rye, sin más preámbulo.
– A las cuatro en punto -repitió, como una letanía.
– Sí. En el camarote del capitán.
Inspeccionó el vestido amarillo con expresión de tensa impaciencia.
– Bien -suspiró Laura, levantando las manos y mirando alrededor, como si esperara que de las paredes brotara algún entretenimiento que la ayudase a pasar el tiempo.
Él hizo una profundísima inspiración y fue soltándola lentamente, al tiempo que empujaba la gorra hacia atrás con el pulgar. Se apartó de la puerta, la abrió y le cedió el paso.
– Vayamos a ver cómo están los pollos.
Laura sintió que se le aflojaban las rodillas de alivio. Los cuatro pasaron una hora muy grata observando a los pollos y a la perra, que ya no mostraba tanta curiosidad y permitía que le pusieran a las diminutas aves amarillas entre las patas y hasta en la cabeza.
Poco después de mediodía una campana anunció el almuerzo, que fue servido en un largo salón de proa, tan carente de lujos como el resto del navio. Llenaban el salón mesas y bancos, y había poco lugar para que pasaran los sirvientes del barco con el guiso de mariscos, y el duro pan negro que componían la comida.
Laura, sentada junto a Rye, sentía arder el muslo a cada roce del hombre. En torno a la mesa, la conversación era animada y los pasajeros intercambiaban datos sobre lugares de destino y de procedencia. No fue necesario revelar que Laura y Rye iban a casarse esa tarde, pues estando acompañados por Josh y por Josiah, todos los consideraban un matrimonio.
A la tarde, Rye salió del camarote para que Laura descansara, si quería, y él llevó su baúl al cuarto vecino. Pero estaba tan tensa que le era imposible relajarse. Comprobó que consultaba a cada instante el diminuto reloj de oro que llevaba prendido cerca de la clavícula y cuando, al fin, vio que eran las tres, fue al cuarto de al lado a buscar a Josh y, para horror del niño, le indicó que ya era hora de que se cambiara de ropa y se preparase.
Laura había decidido usar el vestido amarillo y se había recogido el cabello en un moño en lo alto de la cabeza, pero los nervios le impedían decidir si usar o no sombrero.
– ¿Qué opinas, Josh?
Josh no la ayudó mucho a decidirse: no hizo más que encogerse de hombros y preguntarse por qué su madre estaría comportándose como un pez fuera del agua.
A las cuatro menos diez se oyó un golpe en la puerta y Laura, haciendo una brusca inhalación, susurró:
– ¡Abre tú, Josh!
Al abrirse la puerta, dejó ver a un Rye Dalton recién peinado, ataviado con el mismo traje elegante que había usado para la cena en casa de Joseph Starbuck. Los pantalones verdes se le pegaban a los muslos como se adhiere el hollejo a una uva. La chaqueta delineaba los hombros y la musculatura con increíble precisión. La piel tostada estaba semioculta por los niveos volantes de las mangas, que le llegaban hasta los nudillos, y resaltaba contra el cuello alto que casi le llegaba hasta las patillas.
– ¿Estáis listos?
Yo lo estoy desde los quince años.
Laura frenó sus salvajes pensamientos, y logró decir, con voz ronca:
– Sí, los dos.
Rye asintió y se apartó de la puerta, hacia la cual se precipitó Josh para salir antes que su madre, pero la mano fuerte del padre lo detuvo a mitad de camino.
– Las damas primero, jovencito.
En la escalera se les unió Josiah, y los cuatro subieron a la cubierta principal de popa, donde estaba el camarote del capitán.
El capitán Benjamín Swain era un sujeto robusto, de grandes patillas, mejillas rojas y una voz áspera y chirriante. Los hizo pasar y los saludó:
– ¡Pasen, pasen! -Se sorprendió al ver al más pequeño del cuarteto, que entró pegado a los talones de la madre-. Bueno, ¿a quién tenemos aquí?
Josh lo miró:
– Soy Joshua Morgan, señor.
– Con que Joshua Morgan, ¿eh?
Josh asintió, y no ofreció más explicaciones al capitán.
El rubicundo capitán cerró la puerta y carraspeó, haciendo retumbar la cabina.
– Este es mi primer ayudante, Dardanelle McCallister -presentó el capitán Swain-. Me pareció que podían necesitar un testigo.
Rye y el ayudante se dieron la mano.
– Señor McCallister, se lo agradezco, pero no será necesario, pues mi padre actuará de testigo.
– Ah, muy bien, señor, entonces iré a ocuparme de mis tareas.
Se hicieron las demás presentaciones, y el capitán estrujó la mano de Laura en su poderoso apretón.
El camarote era la parte más lujosa de la nave. Las paredes eran de rica madera de teca, y había accesorios de fina factura, que no existían en los de la cubierta inferior. En un extremo del cuarto había una cama tallada, y en el otro, un gran escritorio con compartimientos y un gabinete cerrado que parecía un guardarropas. El centro del cuarto estaba ocupado por una mesa sobre la que había mapas, diarios de a bordo, un sextante de bronce y compases. Había más espacio que en sus camarotes, pero de todos modos, las cinco personas presentes lo llenaban todo.
El capitán Swain les indicó que se pusiesen a un lado del escritorio, y él se inclinó para sacar la Biblia del cajón inferior.
Laura estaba entre Rye y Josiah, mientras que Josh se colocó entre ellos, con las manos del padre sobre los hombros. El capitán se puso a hojear la Biblia pero, antes de que encontrase lo que buscaba, Josiah se inclinó hacia delante y le murmuró algo en el oído. Rye y Laura se miraron, intrigados, pero la conversación en murmullos continuó sin que ellos recibieran explicaciones. Luego, el capitán asintió, se situó en su lugar y alzó la vista, carraspeando por segunda vez.
– Entonces, ¿todos listos?
Josh asintió entusiasta, balanceando la cresta. El capitán exhaló, vaciando el pecho, y empezó a leer una sencilla plegaria. Laura sintió que el codo de Rye temblaba al rozar el suyo, y fijó la vista en los botones dorados que relucían en el vientre prominente del capitán. Concluyó la plegaria, y el hombre dejó el libro e improvisó:
– Se han presentado ante mí, el decimotercer día de marzo de mil ochocientos treinta y ocho, para unirse en matrimonio. ¿Es así, señor Dalton?
– Así es.
– ¿Es así, señorita Morgan?
– Así es… soy la señora Morgan.
El capitán arqueó una ceja.
– Señora Morgan, sí -se corrigió-. Según su leal saber y entender, ¿conocen algún impedimento para que el Commonwealth de Massachusetts no acceda a sus pretensiones?
Miró primero a Rye, luego a Laura y cada uno a su turno, respondieron:
– Ninguno.
– El matrimonio es un estado en el que se debe entrar con la intención de que dure toda la vida. ¿Esa es la intención de ambos? ¿Señor Dalton?
– Sí -respondió Rye.
– Sí -respondió Laura.
– También es un estado en el que no se debe entrar sin el vínculo del amor. ¿Prometen amarse el resto de sus vidas?
– Prometo… -Rye miró a Laura con ojos amorosos- amarla el resto de mi vida.
– Prometo… -repitió ella, encontrando la mirada de los ojos azules-, por el resto de mi vida.
– ¿Quién será testigo de esta unión?
– Yo lo seré -afirmó Josiah-. Josiah Dalton.
El capitán asintió.
– ¿Quién entrega a esta mujer?
– Yo -canturreó Josh.
El capitán alzó una ceja: sin duda, esta era la parte de la ceremonia que le había sido dictada.
– ¿Y quién es usted?
– Soy Josh. -Miró sobre el hombro izquierdo-. Ella es mi madre. -Miró sobre el derecho-. Y él es mi padre.
El capitán olvidó el protocolo:
– ¿Qué?
Laura se mordió el labio para no sonreír y Rye se ruborizó y removió los pies.
– Ella es mi madre, él es mi padre, y les doy permiso para casarse.
El capitán se recompuso, y prosiguió:
– Muy bien, ¿dónde están las sortijas?
Se produjo un súbito revuelo: Laura abrió el cordón de un bolso minúsculo y el novio -para perplejidad del capitán-, se sacó del dedo una sortija de oro y se la entregó a la novia. Luego, se volvieron hacia el capitán como si nada insólito hubiese sucedido.
– ¿Va a casarlos o no? -preguntó Josh, inquieto.
– Oh… oh, sí, ¿en qué estábamos?
– ¿Dónde están las sortijas? -le recordó Josh al capitán, que bufó para disimular la confusión.
– Ah, sí, repita después de mí mientras le coloca la sortija en el dedo. «Con este anillo te desposo a ti, Laura Morgan, como mi legítima esposa, desechando a todas las demás para amarte sólo a ti, hasta el fin de nuestros días terrenales».
Laura vio cómo los dedos callosos de Rye colocaban la banda de oro en el nudillo correspondiente, y que le temblaban tanto como la voz cuando repitió las palabras del capitán. Le había colocado la sortija de bodas por segunda vez en la vida.
Laura, a su vez, tomó la mano izquierda de Rye y sostuvo la sortija que él se había quitado hacía instantes. La banda de oro retenía el calor de su piel. La sostuvo con dedos temblorosos mientras el capitán Swain repetía las palabras que ella repetía en voz apagada.
– Con esta sortija te tomo a ti, Rye Dalton, como esposo, desechando a todos los demás, para amarte sólo a ti hasta el fin de nuestros días terrenales.
Le colocó la sortija y levantó el rostro para encontrarse con los claros ojos azules, mientras esperaban que el capitán sellara la unión.
– Por el poder que me otorga el… -Por un instante, echó una mirada por la ventana del camarote hacia la costa, verificando la ubicación-… el Commonwealth de Massachusetts, ahora los declaro marido y mujer.
– De una vez y para siempre -musitó Josiah, sonriendo contento a su hijo alto y apuesto, que se inclinaba hacia la mujer que alzaba hacia él los labios para recibir el beso.
Vio cómo la pareja se separaba con los rostros iluminados por las más radiantes sonrisas que hubiese visto jamás, y luego se abrazaban impetuosamente otra vez.
– ¿Piensas acapararla toda para ti o vas a dejar que este viejo reciba su parte?
Mientras Josiah abrazaba a Laura, Rye estrechaba la mano del capitán pero, de pronto, advirtió que Josh quedaba al margen de los saludos por su corta estatura. Se agachó y alzó al pequeño.
– En mi opinión, la novia merece un beso del hijo.
Encaramado al brazo fuerte del padre, el chico se inclinó y besó a su madre. La dicha que se reflejaba en la cara de ella hizo sonreír al niño. La risa de Laura resonó en el camarote y luego, mirando al niño a los ojos, le dijo en tono tierno:
– Creo que el novio también merece un beso del hijo.
Josh vaciló un instante, con una mano pequeña apoyada en el cuello de Rye y la otra, en el de Laura, uniéndolos en un trío. Cuando sus labios sonrosados tocaron por primera vez a Rye, una oleada de alegría desbordó el corazón del hombre. Josh se enderezó y, con los ojos muy cerca, tan parecidos, los dos se observaron. El momento pareció eterno. De pronto, la mano de Josh soltó a Laura y rodeando a Rye con los brazos, hundió la cara en el cuello fuerte que olía a cedro. Rye cerró los ojos y respiró hondo para poder controlar el flujo de emociones que le produjo el abrazo. El capitán se aclaró la voz.
– Creo que se impone un pequeño brindis, después del cual me sentiré honrado de compartir mi mesa con ustedes. Le he pedido al cocinero que se las ingeniara para agregar algo al estofado de costumbre en honor a la ocasión.
*Por lo que les importaba, Laura y Rye podían estar comiendo serrín. La conversación era animada y, cuando el capitán Swain informó que había tenido el honor de celebrar un matrimonio, el salón pareció mucho más alegre que a mediodía. A pesar de la charla que los rodeaba, ellos no tenían conciencia de otra cosa que sus respectivas presencias y del tiempo, que parecía avanzar con pies de plomo. Tenían que hacer un esfuerzo consciente para no ensimismarse uno en la mirada del otro. Estaban rodeados de personas y, a cada momento, absolutos desconocidos se les acercaban para felicitarlos. A Laura le resultaba imposible consultar su reloj sin ser observada, pero notó que, a medida que avanzaba la velada, Rye sacaba cada vez más a menudo el suyo y lo miraba ocultándolo a medias bajo la mesa. Cada vez que cerraba la tapa y lo guardaba otra vez en el chaleco, miraba a la mujer y ella sentía que una ola de calor le subía a las mejillas.
En una ocasión, mientras escuchaba a una pasajera contar una anécdota referida a una mercería de Albany, sintió la mirada de Rye, se volvió a medias y lo sorprendió contemplándole la mano derecha que, sin que ella lo advirtiese, tocaba el reloj prendido en su pecho. Bajó la mano de inmediato, y siguió escuchando el relato. Pero no oyó una sola palabra de lo que decía la mujer, porque Rye había desplazado su larga pierna bajo la mesa y ella sintió que un muslo duro se apretaba con fuerza contra el suyo, aunque al mismo tiempo se daba la vuelta en dirección contraria y le respondía a un hombre que estaba al otro lado.
Unos minutos después, la pierna se movió otra vez y el tacón de Rye empezó a balancearse, en inconsciente gesto de impaciencia. El movimiento se comunicó a la pierna de Laura, aumentando la intensa excitación que crecía dentro de ella.
En un momento dado, cuando creyó que no aguantaría un segundo más, Josh -¡bendito fuese!-, puso la mano sobre el brazo de Josiah:
– Abuelo, me parece que tendríamos que ir a ver a nuestros pollos.
– Sí, creo que tienes razón, muchacho. Ya hemos estado perdiendo demasiado tiempo aquí.
Bajo la mesa, el tacón de Rye se detuvo. Se irguió cuan alto era, con fingida languidez que hizo sonreír a Laura para sus adentros, y luego la tomó del codo para hacerla levantarse. «Como si necesitara que me instase», pensó.
Les pareció que los apretones de manos y las buenas noches llevaban un tiempo exagerado pero, al fin, el grupo se desintegró y la familia Dalton bajó en fila india por la escalera hacia sus camarotes.
Al llegar a la puerta del de Rye y Laura, Josiah se detuvo y los señaló con la boquilla de la pipa.
– Será mejor que mañana durmáis hasta tarde. No os preocupéis por Josh y por mí… -Buscó con la mano el hombro del nieto, y lo oprimió-. Nosotros estaremos ocupados alimentando a los animales.
Josh aferró la mano ancha y retorcida del abuelo y lo arrastró hacia la puerta vecina.
– ¡Vamos, abuelo! ¡Ship está gimiendo!
– Ya voy, ya voy.
Josiah se dejó arrastrar por el niño, sintiéndose invadido por un bienestar que no disfrutaba desde el día en que su hijo zarpó a bordo del ballenero Massachusetts.