Capítulo 2

La caza de ballenas era el telar que entretejía la urdimbre del mar y la trama de la tierra, creando el tapiz llamado Nantucket. No quedaba isleño al que no afectase; más aún, la mayoría se ganaban la vida con ella, fuese de manera directa o indirecta, y así era desde finales del siglo diecisiete, cuando el patrón de una balandra llevó a Nantucket el primer esperma de ballena.

La isla en sí misma parecía destinada por la naturaleza a convertirse en sede de la caza de ballenas, nueva potencia económica de la América colonial, pues estaba ubicada cerca de las rutas originales de migración de esos mamíferos, y su forma de costilla de cerdo constituía una zona de anclaje natural, ideal para aprovechar como embarcadero, sin necesidad de modificar nada. Como consecuencia, la ciudad se extendía contorneando la costa de Great Harbor, y parecía salir del borde mismo del mar.

La búsqueda de esperma de ballenas se había convertido no sólo en la industria de Nantucket, sino en una tradición que se transmitía de generación en generación. Los hijos de capitanes se convertían en capitanes; el fabricante de velas le pasaba el oficio a su hijo; los que confeccionaban aparejos enseñaban a sus descendientes el arte de empalmar las líneas que mantenían tirantes las velas; los carpinteros tomaban a sus vastagos como aprendices en el oficio de reparación de naves; los talladores de barcos enseñaban a sus hijos a tallar mascarones de proa, que se consideraban amuletos de buena suerte para que las embarcaciones volviesen indemnes a puerto; con frecuencia, los herreros navales retirados despedían a sus herederos, que ocupaban su lugar junto al yunque y el martillo a bordo de un ballenero que zarpaba.

Los barriles se hacían en la costa, y luego se desmantelaban, se cargaban en los barcos y se armaban cuando eran necesarios, o sea cuando se capturaban las ballenas. Por lo tanto, los toneleros tenían la ventaja de ejercer su oficio tanto en tierra como a bordo de un ballenero, de poder elegir el riesgo de un viaje, con la posibilidad de altas ganancias, pues el porcentaje del tonelero -su parte-, sólo era precedido en cuantía por el del capitán, y el primer y segundo contramaestres.

En sus tiempos, Josiah Dalton habían ganado tres partes sustanciales, pero también había soportado las penurias de tres viajes, de modo que, en el presente, modelaba los barriles con los pies bien plantados en tierra firme.

Tenía la espalda encorvada por años de estar a horcajadas en el banco de carpintero, y de empuñar la pesada cuchilla de acero para desbastar. Gruesas venas azules le surcaban las manos, que estaban torcidas de tanto sujetar la herramienta de doble mango. El torso parecía forjado en hierro, y era tan musculoso que no guardaba proporción con las caderas, dándole el aspecto de un simio cuando estaba de pie.

Pero tenía un rostro gentil, atravesado por líneas que recordaban la veta de la madera que trabajaba. La mejilla izquierda estaba siempre curvada en una sonrisa, para dar cobijo a la pipa de brezo que jamás faltaba de entre sus dientes. El ojo izquierdo lucía un guiño perenne, y daba la impresión de haber quedado teñido del humo azul grisáceo que siempre se elevaba ante él, como si a lo largo de los años hubiese absorbido, de cierto modo, las fragantes volutas. El cabello crespo que coronaba su cabeza era gris, y tan rizado como los rizos de madera que caían desde la cuchilla.

Rye se detuvo en el portón de la tonelería, espiando, y dedicó un minuto a absorber lo que veía, lo que oía, lo que olía, todo aquello de lo que había sido apartado. Hileras de barriles alineados contra las paredes… barriles de cintura redonda, grandes toneles de flancos planos, y algún que otro barril ovalado, de los que no rodaban con el balanceo del barco. Barriles a medio hacer semejaban pétalos de margaritas en sus aros, mientras las duelas del próximo barril se remojaban en un tanque de agua. Cuchillas de desbastar colgaban en orden en una de las paredes, y debajo, como siempre, estaba la piedra de amolar. La ruñadera -cuchilla plana, que servía para hacer muescas en cada extremo de la duela-, azuelas de hojas curvas y los cepillos de ensambladuras estaban bien lejos del suelo húmedo, tal como Josiah le había enseñado siempre que debían estar.

Josiah: ahí estaba… con una oleada de rizos nuevos cubriéndole la bota, que apretaba el pedal del banco de trabajo, atornillando una duela en su lugar a medida que le daba forma.

«Ha envejecido mucho», pensó Rye, apesadumbrado. Cuando una sombra atravesó la entrada de la tonelería, Josiah alzó la vista. Levantó con parsimonia la mano venosa para quitarse la pipa de la boca. Con más lentitud aún, pasó la pierna sobre el asiento del banco de trabajo, y se puso de pie. Lágrimas delatoras le iluminaron los ojos al ver a su hijo, alto y esbelto, en el vano del portón.

Se olvidaron de los miles de saludos que se habían prometido a sí mismos si volvían a verse con vida, hasta que Josiah rompió el silencio con el comentario más banal:

– Estás en casa.

La voz le temblaba de manera peligrosa.

– Sí.

La del hijo era peligrosamente ronca.

– Oí decir que llegaste a bordo del Omega.

El hijo asintió. Se quedaron en silencio, el viejo, bebiéndose la imagen del más joven, y este, la escena familiar que se presentaba ante sus ojos y que a veces dudó de volver a ver. Las emociones propias de semejantes reencuentros los paralizaron a los dos un momento, como si estuviesen pegados al suelo de tierra, hasta que, al fin, Rye se movió, avanzando a grandes pasos hacia su padre, con los brazos abiertos. El abrazo fue firme, fuerte, aplastante, porque los brazos de Rye también habían tenido su entrenamiento en el manejo de la cuchilla. Palmeándose las espaldas, se separaron sonrientes, ojos azules que se miraban en otros, más azules todavía, sin poder hablar.

Una vieja perra amarilla de hocico entrecano cerró la brecha, levantándose y abalanzándose, meneando la cola en gozosa bienvenida.

– ¡Ship! -exclamó Rye, apoyando una rodilla para rascar con cariño la cara de la perra-. ¿Qué haces aquí?

«¡Ah, qué cuadro! -pensó el padre-. Ver otra vez la cabeza del muchacho inclinada sobre la perra».

– Al parecer, ella sabía que, si regresabas, vendrías aquí. Abandonó la casa de la colina, y no había quién pudiese convencerla de quedarse sin ti. Estuvo esperándote estos cinco años.

Rye bajó la cara, puso una mano a cada lado de la cabeza de la perra, y la vieja Labrador se retorció todo lo que pudo, pasando la lengua rosada por la barbilla de Rye, haciéndolo reír y retroceder, aunque luego cambió de idea y se adelantó para recibir un par de lengüetazos húmedos más.

Había tenido a la perra desde niño, cuando la Labrador amarilla fue hallada nadando hacia la costa, desde un barco hundido a cierta distancia de los bajíos. Como no tenía dueño, el pequeño Rye Dalton se la apropió de inmediato, y la bautizó Shipwreck, «Barco Hundido».

Al hallar a la vieja Ship esperándolo, lloriqueando en leal bienvenida, Rye pensó: «Por fin alguien que está como siempre».

El viejo clavó los dientes en la pipa, contemplando a Rye y a la perra, dichoso ante el regreso del hijo, pero apenado de que no estuviese Martha para compartir ese momento.

– Así que, a fin de cuentas, la vieja arpía no te atrapó -comentó Josiah, cáustico, conteniendo unas risas guturales para ocultar emociones demasiado profundas que resistirían cualquier otra forma de disimulo.

– No. -Rye alzó la vista, sin dejar de rascar las orejas de la perra-. Hizo todo lo que pudo, pero me desembarcaron justo antes del hundimiento, porque me había contagiado de viruelas.

La pipa apuntó al rostro del joven.

– Ya veo. ¿Fue muy grave?

– Lo bastante para salvarme la vida.

– Ahá -refunfuñó Josiah, examinándolo con su guiño. Rye se puso de pie y, con los brazos en jarras, contempló la tonelería.

– Ha habido ciertos cambios por aquí -afirmó, solemne.

– Sí, bastantes.

Las miradas se encontraron, entristecidas por las malas pasadas que les habían jugado a ambos esos cinco años.

– Podríamos decir que cada uno de nosotros perdió una mujer -dijo el más joven, con gravedad.

El animal le dio un empellón en la rodilla, pero él no lo advirtió, la vista clavada en los ojos del padre, notando las nuevas líneas que los rodeaban y ese brillo que amenazaba con lágrimas.

– Así que ya te has enterado.

Josiah observó la pipa, frotando el cuenco tibio con el pulgar, como si fuese el mentón de una mujer.

– Sí -fue la serena respuesta.

La perra retrocedió y se apoyó contra la cadera de Rye, empujándolo un poco para hacerlo perder el equilibrio, pero tampoco esta vez lo advirtió. Distraído, la mano buscó la cabeza dorada, y se movió sobre ella mientras miraba cómo su padre frotaba la cazoleta de la pipa de brezo.

– Sin ella aquí, no será lo mismo ir arriba.

– Bueno, tuvo una buena vida, aunque se murió triste pensando que el mar te había tragado. Creo que nunca se recuperó de la noticia y, sin embargo, sospecho que adivinó que estabas a salvo mucho antes que yo -dijo Josiah, mirando a su hijo con sonrisa triste.

– ¿Cómo murió?

– El abatimiento la derrotó… el frío y el abatimiento. Pilló una fiebre pulmonar, y se me fue en tres días, ardiendo y temblando al mismo tiempo. Eso no podía ser. Estábamos en primavera, y ya sabes lo gris que puede ser la Dama Gris en marzo -dijo.

Pero habló sin rencor, pues un nativo de la isla conoce el temperamento brumoso y lo acepta como parte de la vida… y también de la muerte.

– Sí, es capaz de comportarse como una zorra perversa -coincidió Rye.

El viejo suspiró, y dio al hijo una palmada en el hombro.

– Ah, bueno, me he habituado a vivir sin tu madre, hasta donde es posible acostumbrarse a ello. Pero tú…

Dejó el pensamiento en suspenso, mientras observaba al joven con aire interrogante.

Rye miró por la ventana.

– Entonces, ¿ya has estado en la colina? -preguntó el padre.

– Sí.

Un músculo se puso tenso y la boca generosa de Rye se endureció, pero luego, al encontrarse con la mirada inquisitiva de su padre, se volvió a relajar.

– Yo he perdido sólo a una mujer, pero tú perdiste dos.

La boca volvió a ponerse tirante, pero esta vez expresando decisión.

– Por el momento. Aunque estoy dispuesto a reducir ese tiempo a la mitad.

– Pero está casada con ese tipo.

– ¡Creyéndome muerto!

– Sí, como todos nosotros, muchacho.

– Pero no lo estoy, y pelearé por ella hasta que lo esté.

– ¿Y qué dice ella al respecto?

Rye evocó el beso de Laura, seguido por la prudente retirada.

– Creo que todavía está conmocionada por haberme visto entrar en la casa de ese modo. Tengo la impresión de que, por un momento, me creyó un fantasma. -Con un gesto obstinado de la barbilla, se volvió otra vez hacia el padre-. ¡Pero, por Dios que le demostré que no lo soy!

Josiah rió sin ruido, asintiendo y vio que, bajo el bronceado, su hijo se ruborizaba un poco.

– Sí, muchacho, apuesto cualquier cosa a que eso hiciste. Pero veo que has traído tu arcón aquí, y lo has dejado en el suelo como si esperaras compartir mi camastro.

– ¡Con Ship pienso compartir mi camastro y no contigo, viejo marinero, así que ya puedes borrar esa sonrisa burlona de tu cara, y dejar de tomarme el pelo!

Josiah estalló en carcajadas, poniendo en peligro la pipa, que apenas se sostenía entre los dientes amarillentos. Por fin se la quitó:

– Rye, no has cambiado ni una pizca, y estoy seguro de que tu mujer está pensando qué hacer con ese marido que le sobra, ¿eh? Bueno, acomoda tus pertenencias y sé bienvenido. Ship y yo estamos muy felices con tu compañía Desde hace dos años, esta casa se ha vuelto muy silenciosa, e incluso tu lengua afilada será bien recibida. -Volvió a señalar al hijo con la pipa, y agregó-: Hasta cierto punto.

Las miradas se encontraron y compartieron ese instante de frivolidad: un padre envejecido, y un hijo que se había puesto más alto y fuerte que él.


En la casa de la colina, Laura aún temblaba por el impacto de haber visto otra vez a Rye, de haberlo besado. En cuanto él desapareció por el sendero, tuvo la impresión de que nada de lo sucedido era real. Pero al ver a Dan la realidad volvió, junto con la necesidad de aceptar esa realidad insólita y de enfrentarse a ella.

En la puerta, cerró un instante los ojos, se apoyó una mano sobre el estómago trémulo y entró.

Dan estaba sentado a la mesa, pero con los codos a ambos lados del plato intacto y la boca oculta tras los dedos entrelazados. La siguió con la mirada a través del cuarto, con esos ojos almendrados que ella conocía desde que tenía memoria. Ojos almendrados que ahora le costó mirar.

Laura se detuvo junto a la mesa de caballete, sin saber qué decir, pensando si ese hombre que la observaba tan silencioso aún era su marido. Dan le miró las manos y vio que sus dedos jugueteaban, nerviosos, con la cintura del delantal, de modo que Laura las dejó caer y se sentó en el banco frente a él. Tenía la impresión de que sus nervios estaban hechos de hilos de cristal. El silencio que remaba en el ambiente era doloroso, pues lo único que se oía eran los ruidos de la isla: martillos, gaviotas, boyas sonoras y el resuello lejano de un silbato de vapor, del paquebote de Albany que atracaba en el muelle Steamboat.

De repente, Laura pareció derrumbarse, apoyando los codos a ambos lados de su plato, y hundió la cara en las manos. Pasaron varios minutos en silencio, hasta que levantó la vista para mirar otra vez a Dan. Vio que jugaba distraído con la cuchara, apretándola con fuerza contra la mesa, haciéndola girar como si quisiera atornillarla a la madera.

Cuando advirtió que la mujer lo miraba se detuvo, y la mano bien cuidada se inmovilizó. Suspiró, se aclaró la voz, y dijo:

– Bien…

«Di algo», se regañó Laura. Pero no sabía cómo empezar.

Dan carraspeó otra vez, y se enderezó.

– ¿Dónde está Josh? -preguntó Laura en voz baja.

– Terminó, y salió a jugar.

– No has comido nada -notó, mirando el plato.

– Es que… no tenía mucho hambre.

No la miraba.

– Dan…

Laura estiró la mano para cubrir la suya, pero él no se movió.

– Se le ve sano como un caballo, y muy vivo.

Laura guareció las manos en la falda, contemplando el plato que Dan había servido mientras estaba fuera.

– Sí, lo es… lo está.

– ¿Estuvo aquí mucho tiempo?

– ¿Aquí?

La mujer levantó la vista de inmediato.

– Aquí, en la casa.

– Tú sabes cuándo llegó el Omega.

– No, no exactamente. Nadie me dijo una palabra de que Rye estuviese a bordo. ¿No te parece raro?

Laura volvió a cubrir la mano de Dan con la suya.

– Oh, Dan, nada ha cambiado… nada.

El hombre retiró con brusquedad la mano y se puso de pie de golpe, dándole la espalda.

– Entonces, ¿por qué me siento como si el mundo se hubiese escapado bajo mis pies?

– Dan, por favor.

Se dio la vuelta y se acercó un paso.

– ¿Dan, por favor, dices? ¿Por favor, qué? Siéntate aquí… a su mesa, en su casa, con su…

– ¡Basta, Dan!

Dan se dio la vuelta otra vez, y la expresión su esposa resonaba en el cuarto con tanta nitidez como si la hubiese pronunciado. Casi todo lo que allí había era de Rye Dalton, o lo había sido en otra época… tanto objetos como personas. Dan Morgan se puso a buscar, trabajosamente, un modo de aceptar el hecho de que su amigo estaba bien vivo, y había vuelto a reclamar lo que era suyo.

Desde atrás, Laura vio cómo se apretaba la nuca y dejaba caer la barbilla sobre el pecho.

– Dan, vuelve a sentarte y come tu comida.

El hombre dejó caer la mano a un costado, y se dio la vuelta de cara a ella.

– Laura, tengo que volver a la oficina. ¿Estarás… vas a estar bien?

– Claro que sí.

Se levantó y lo acompañó hasta la puerta, donde le sostuvo la chaqueta para que se la pusiera. Vio cómo recogía el sombrero del perchero, pero en lugar de ponérselo, pasó los dedos distraído por el ala, de espaldas a ella. Al observar su actitud desalentada, se le contrajo la garganta y apretó los dedos.

Dan dio un paso hacia la puerta abierta, se detuvo y lanzó un profundo suspiro para luego girar y estrechar a la mujer contra el pecho, con tanta fuerza que el aire se le escapó de los pulmones.

– Te veré a la hora de cenar -susurró en tono torturado, mientras Laura asentía contra su hombro, hasta que la apartó de sí y salió rápidamente.

Mientras se alejaba por el sendero de conchillas tras los pasos de Rye Dalton, le pareció que toda su vida había marchado en esa misma dirección.

Cuando Dan se hubo ido, Laura se dio cuenta que tenía los ojos llenos de lágrimas. Entró en la casa, y comprendió que tendría que hacer frente a innumerables hechos, testigos del extraño entrelazamiento de esas tres vidas. Junto a la mesa, tocó el tenedor de Dan, que aún estaba junto al plato de comida intacto, recordando que, años atrás, Rye también había comido con ese mismo tenedor; lo más probable era que fuese suyo. Distraída, retiró los restos de la comida interrumpida, pero el recuerdo persistió. Cerró las puertas de la cama alcoba para no ver el sitio donde dormía por la noche el hijo de Rye Dalton, junto a una fila de soldados de madera que habían pertenecido a Dan Morgan cuando era niño. El humidificador que había junto a la silla de respaldo alto era un regalo de Rye a Dan. La silla misma era la que Dan había elegido después de casarse con Laura, aunque el taburete era un regalo a Rye y Laura, de parte de algún invitado a su boda.

Casi contra su voluntad, se asomó a la puerta del dormitorio, posando la mirada en la cama -qué doloroso era mirarla en ese momento-, donde ella y Rye habían concebido a Josh, sobre la cual había nacido Josh, sobre la que Dan se había sentado junto a la madre flamante, espiando entre las mantas de franela el bulto rosado que se removía, y predicho:

– Será idéntico a Rye.

Le temblaron los párpados al recordar las palabras de Dan y el modo en que las había pronunciado, porque sentía que era lo que ella necesitaba oír en aquel momento. Por encima de todo, era esa cama la que testimoniaba la complicada historia de ellos tres. Había sido usada por los tres; de la piña tallada en los postes de la cabecera habían colgado las chaquetas de ambos hombres, y las manos de Laura se habían aferrado a sus barandas, presa del éxtasis tanto como del dolor.

Se le cerró la garganta, y se volvió.

«¿Quién de los dos es aún mi esposo?» Esa era la pregunta que más urgente respuesta exigía.


Media hora después tenía la respuesta. Salió de la oficina de Ezra Merrill, el abogado de la isla, sintiendo que no podía enfrentarse otra vez a la casa, llena de tantos recuerdos. Y aunque tenía veinticuatro años, y también era madre, la impulsó el ansia de correr a los brazos de su propia madre.

Dejando a Josh en la casa de los Ryerson, Laura recorrió el camino hasta la casa plateada y castaña de la calle Brimstone, donde había crecido. Al regresar, los recuerdos se hicieron más fuertes: Rye, ella y Dan saliendo y entrando cuando se les antojaba, en aquellos tiempos, antes de haber establecido compromisos. La nostalgia le provocó un profundo deseo de hablar de aquellos tiempos con alguien que los conociera desde el principio.

Pero apenas acababa de poner un pie en la sala de su madre cuando comprendió que Dahlia Traherne no le serviría de gran ayuda.

Dahlia casi no podía hacerse cargo de las decisiones cotidianas de su propia vida, y mucho menos dar consejo a otros acerca de cómo conducir las suyas. Eterna quejosa, había aprendido a hacer su voluntad por medio de los permanentes lamentos acerca de los problemas más insignificantes; y cuando no surgían trivialidades, inventaba problemas imaginarios.

Elias, su esposo, había nacido en la isla y era fabricante de velas; había cosido lonas toda su vida, aunque nunca navegó bajo ninguna de ellas, pues ante la mera mención de embarcarse, Dahlia inventaba una nueva enfermedad, obligándolo a prometer que jamás la dejaría. Había muerto cuando Laura tenía doce años, y había quienes decían que Dahlia lo había llevado a una muerte precoz con su hábito de quejarse y su hipocondría, pero que, probablemente, él murió feliz de poder huir de ella. Algunos opinaban que Dahlia debería haber sido más severa con la hija tras la muerte de Elias Traherne, pues la muchacha vagabundeaba, salvaje, por toda la isla, detrás de los varones, adquiriendo las costumbres menos femeninas posibles, sin que la madre hiciera el más mínimo esfuerzo para controlarla. Y otros, más condescendientes, aludían al carácter débil de Dahlia, señalando:

– Bueno, a fin de cuentas, ella no es de la isla.

No, Dahlia no había nacido en la isla, si bien hacía treinta y dos años que vivía allí. Pero aunque viviese en Nantucket otros cien, seguiría sufriendo el estigma del que no podía librarse persona alguna nacida en el continente, pues si uno era de fuera de la isla, lo era por siempre. Tal vez la percepción de ese retorcido desprecio hizo que la mujer perdiese la confianza y se volviera tan débil y plañidera.

Saludó a su hija, resollando con el etéreo gemido de un órgano de feria.

– Caramba, Laury, hoy no esperaba verte.

– Madre, ¿puedo hablar contigo?

La expresión de Laura le hizo sospechar que había problemas, y pareció vacilar, como renuente a dejar pasar a su hija. Pero Laura se metió dentro, se derrumbó sobre un banco, junto a la mesa, y exhaló un enorme suspiro, diciendo con voz trémula:

– Rye está vivo.

Dahlia sintió una punzada entre los ojos.

– Oh, no.

– Oh, sí, y está de regreso en Nantucket.

– ¡Oh, válgame Dios!. ¡Oh, Dios…, por qué… qué…!

Se llevó las manos a la frente, y luego se masajeó las sienes, pero antes de que pudiese rastrear algún remedio, Laura se precipitó. La historia completa salió a tropezones, y mucho antes de que concluyese, la expresión de desasosiego de Dahlia se había convertido en alarma.

– No… no irás a… a verlo, ¿verdad, Laury?

Desalentada, Laura observó a la mujer que estaba al otro lado de la mesa.

– Oh, madre, ya lo he visto. Y aun cuando no lo hubiese hecho, ¿cómo podría evitarlo en una isla del tamaño de Nantucket?

– Pe-pero, ¿qué pensará Dan?

Laura contuvo las ganas de gritar: «¿Y qué hay de mí? ¿Qué pasa con lo que yo pienso? Ni siquiera me lo has preguntado». Lo que respondió, en tono neutro, fue:

– Dan también lo vio. Rye fue a la casa.

– ¡A la casa… oh, Dios…! -Los dedos de Dahlia pasaron de las sienes a los labios trémulos- ¿Qué dirá la gente?

El problema fundamental de Dahlia siempre había sido la inseguridad. Laura comprendió su estupidez al esperar que su madre analizara una situación en que Daniel Morgan era la personificación de la seguridad, que había sido el apoyo fuerte en la vida de Laura durante tanto tiempo, mientras que Rye se había marchado dejándola «desamparada», como solía decir Dahlia. Pero Laura no pudo evitar admitir:

– Ya he hablado con Ezra Merrill, y me he enterado de que Dan sigue siendo mi esposo legal. -Dirigió a la madre una mirada afligida, que pedía consuelo-. Pero yo… yo todavía siento algo por Rye.

Dahlia levantó las manos de inmediato.

– ¡Shh! No digas semejante cosa, pues sólo traerá problemas. ¡No deberías de haberlo visto nunca!

Laura se exasperó.

– Madre, la casa es de Rye. Josh es su hijo. Es imposible dejarlo al margen.

– ¡Pero, él podría… podría quitarte todo!

– ¡Madre, cómo puedes pensar semejante cosa de Rye!

Qué típico de Dahlia preocuparse por algo así en un momento como ese. Laura se levantó de un salto y empezó a pasearse.

– Laury, no tienes que alterarte. ¿Te sientes bien? Tendré que hablar con Dan para que te consiga unas gotas calmantes…

– ¡No me pasa nada malo!

Pero a una mujer capaz de conjurar cualquier dolor conveniente ante la sola mención de algo desagradable, le parecía imperativo descubrir un remedio. Se adelantó y apoyó la palma en la frente de su hija, y esta se apresuró a apartarse a un costado.

– Oh, madre, por favor.

Dejó caer la mano. La cara contraída, con su sempiterna expresión de sufrimiento, ganó nuevas arrugas. Irritada por la incapacidad de la madre de afrontar la situación o de simpatizar con ella, se sintió al borde de las lágrimas.

«Oh, madre, ¿acaso no entiendes lo que necesito? Necesito que me tranquilices, sentir tu mejilla sobre mi pelo. Necesito volver contigo al pasado, para poder comprender el presente».

Pero Dahlia nunca había sido una influencia bienhechora; ¿qué la indujo a creer que en el presente lo sería? Su parloteo agitado no hacía más que empeorar las cosas, y Laura no se sorprendió cuando su madre se acercó a una silla, se apoyó el dorso de la mano en la frente y dijo:

– Oh, Laury, me temo que está dándome un terrible dolor de cabeza. ¿Podrías prepararme una tisana? Allí… -Agitó una mano débil-. En el estante encontrarás raíces de valeriana y anís. Mézclalas con un poco de agua… por favor.

Ya estaba sin aliento.

En consecuencia, Laura tuvo que administrarle un remedio a su madre en lugar de recibir consuelo y, cuando se fue de la casa de la calle Brimstone, a ella también le dolía la cabeza. Volvió al hogar, y pasó una tarde plagada de tensión, reflexionando acerca del pasado y preocupándose por el futuro.

Al final de la jornada, cuando Dan volvió, examinó la sala con la mirada, como si esperase encontrar allí a Rye. Colgó la chaqueta y sorprendió la mirada de Laura desde el otro extremo de la habitación, pero ninguno de los dos pudo hablar.

La mirada de Dan la siguió, mientras llevaba la cena a la mesa, pero durante la comida perduró el clima tenso, y evitaron mencionar a Rye Dalton.

Pero, más tarde, con la agudeza intuitiva de los niños, Josh disparó una pregunta que mató dos pájaros de un tiro. Dan estaba sentado ante el pequeño escritorio de roble con la pluma en la mano, mientras Josh, inclinándose sobre el regazo, preguntó:

– ¿Por qué mamá se asustó cuando vino ese hombre?

La entrada en el libro de cuentas se torció. A continuación, la mano de Dan dejó de moverse sobre la página, y la de Laura sobre su labor de ganchillo. Las miradas de ambos se toparon, y Laura dejó caer la vista.

– ¿Por qué no se lo preguntas a mamá? -sugirió Dan, viendo cómo un fuerte sonrojo subía por las mejillas de Laura, y él volvía a preguntarse qué habría pasado entre Rye y ella cuando llegó.

Josh fue corriendo a donde estaba su madre, y se tiró sobre su regazo.

– Mamá, ¿ese hombre te asusta?

– No, querido, en absoluto.

Revolvió el pelo del niño.

– Dio la impresión de que sí. Tenías los ojos agrandados, y te apartaste de él de un salto, igual que me haces saltar a mí cuando me acerco demasiado al fuego.

– Estaba sorprendida, no asustada, y no me aparté de él. Estábamos hablando, eso es todo. -Pero la culpa encendió sus mejillas con un tono más intenso aún, y supo que Dan no le quitaba la vista de encima. Se enfrascó en el ganchillo como si tuviese que terminar la labor antes de acostarse-. Creo que ya es hora de que tus soldados marchen al estante y te pongas la camisa de dormir.

– Tú y papá tenéis que conversar de cosas de grandes, ¿eh?

Laura no pudo ocultar una sonrisa. Josh era un niño brillante y perspicaz, aunque a veces tenía ganas de amordazarlo por sus inocentes comentarios. De todos modos, entre Laura y Dan había una incomodidad que hubiese estado presente con o sin el comentario de Josh, y a medida que se acercaba la hora de dormir, se hacía más palpable. Para cuando se retiraron a su dormitorio, Laura se sentía como si estuviese caminando sobre anzuelos. Y, para empeorar las cosas, se presentaba el problema de desvestirse.

La ropa estaba hecha para señoras que tuviesen doncellas; tanto los vestidos como los corsés con ballenas iban atados a la espalda, de modo que era imposible ponérselos o quitárselos sin ayuda. Cuando Dan insistió en que se comprara tales vestidos en lugar de confeccionárselos ella misma, Laura protestó, pero como su deseo de proporcionarle una vida cómoda era feroz, no tuvo más remedio que acceder y comprarse esas prendas, aunque dos veces por día necesitara la ayuda del esposo para quitarse y ponerse esas ropas infernales.

Pero esa noche sentía muy pocas ganas de pedirle ese favor, si bien se había convertido en un ritual nocturno, tan automático como apagar la última vela.

Esa noche, en cambio, era diferente.

Dan dejó la vela sobre la cómoda, deshizo el nudo de la corbata y la colgó del poste de la cama, seguida por la camisa. Laura, envuelta como un pavo relleno, se rebeló contra ese aprieto femenino. ¿Por qué las mujeres tenían que sufrir ropa tan absurda y restrictiva de sus movimientos? Los hombres no tenían que lidiar con tales incomodidades.

Cuánto deseaba poder desvestirse con discreción, ponerse el camisón y meterse bajo las mantas. Sin embargo, no tuvo más remedio que pedir:

– Dan, ¿puedes aflojarme los lazos, por favor?

Se horrorizó al ver que el rostro del hombre se ponía rojo. Se dio la vuelta, dándole la espalda. ¡Después de haber estado desatándole los lazos durante cuatro años se ruborizaba!

Soltó los ganchos metálicos de la espalda del vestido y tiró de los lazos, que pasaban por ojales en toda la espalda del corsé. Lo sintió dudar, y murmurar por lo bajo. Cuando al fin estuvo libre, se quitó la prenda, dejó el corsé sobre el baúl de madera, y desabotonó las enaguas. Ya no le quedaba más que el calzón, que se abotonaba en la cintura, y la camisa… que se ataba en el frente, con una cinta de satén.

Había tenido las arrugas de la camisa aplastadas toda el día contra la piel, dejándole una red de marcas rojas que le escocían mucho. Dan se burlaba de ella con frecuencia, cuando se metía en la cama y empezaba a rascarse de inmediato.

Pero esa noche, después de que él se pusiera la camisa de noche y ella el camisón, todo fue silencio; espalda con espalda, yacían bajo las mantas y lo único que quedaba era el olor del humo de la vela. Desde afuera llegaba el incesante rumor del mar lavando la tierra, y de más cerca, el cloqueo del chotacabras, que siempre precede a su canto. Cloqueó de nuevo y Laura, acostada en la oscuridad, estaba tan tensa como Dan, diciéndose que muchas noches se habían dormido sin tocarse. ¿Por qué esta vez era tan consciente de ello?

Lo oyó tragar saliva. Le picaba la espalda, pero se esforzó por dejar las manos quietas. El silencio se extendió hasta que, al fin, cuando el chotacabras había gritado por centésima vez, Laura buscó la mano de Dan. Él la agarró como si fuese una soga salvavidas, y la apretó con tanta fuerza que le crujieron los nudillos y, al mismo tiempo, desde ese costado de la cama llegaba un sonido gutural, mitad de alivio, mitad de desesperación. Oyó el susurro de la almohada de plumas cuando el hombre se volvió de cara a ella, y clavó el pulgar en el dorso de la mano de ella con posesiva angustia.

Cuando al fin habló, lo hizo con voz gutural por la emoción:

– Laura, estoy asustado.

Ella sintió como si se le clavara una espina en el corazón.

– No te asustes -lo tranquilizó, aunque ella también lo estaba. Había cosas que él no podía decir, no estaba dispuesto a decir, sobreentendidos que ninguno de los dos admitió jamás pero que, de pronto, estaban implícitos entre ellos.

Durante su infancia y su adolescencia, siempre estaban los tres juntos, siempre camaradas aunque nunca fue un secreto para nadie que Laura sólo tenía ojos para Rye. Cuando llegó a Nantucket la noticia de su muerte, Dan sufrió junto con ella. Los dos caminaban por las playas arrasadas por el viento, conociendo ese sufrimiento particular que sólo padecen los que deben hacer el duelo sin el cadáver. Vagaban impotentes, anhelando la prueba definitiva de la muerte. El océano codicioso, al que poco le importaba la necesidad humana de la paz de espíritu, les negó esa prueba.

Durante esos días de inquietud y vagabundeos, el dolor de Dan fue más breve que el de ella, pues con la ausencia de Rye quedaba libre para cortejarla como siempre había soñado. Sin embargo vivió esa época bajo un manto de culpa, agradecido por la muerte de Rye que le había despejado el camino y sintiéndose asqueado, a la vez, por esa gratitud. Había conquistado a Laura haciéndosele indispensable. Una mañana la despertó el ruido del hacha en el patio trasero, y encontró ahí a Dan, cortando leña para cuando llegara el frío. Cuando el tiempo fresco anunció la llegada inminente del invierno, él volvió sin que se lo pidiese con una carga de algas para poner a modo de protección en la base de la casa, impidiendo el paso de las corrientes que soplaban en la época más dura. Cuando el embarazo la volvió pesada, Dan iba todos los días a cargar agua, llenar la leñera, llevarle naranjas frescas, le insistía en que levantase los pies y descansara para aliviar los dolores de espalda. Y para ver cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, meditando ante el fuego y preguntándose si el niño se parecería a Rye. Al empezar el trabajo de parto, fue Dan el que llevó a la partera y a la madre de Laura, y el que luego se paseó, agitado, por el patio trasero, como hubiese hecho Rye de haber estado allí. Fue Dan el que se acercó a su lecho para espiar al recién nacido, y borrar las arrugas de la frente de Laura, asegurándole que siempre estaría con ella, cada vez que Josh o ella lo necesitaran.

En consecuencia, cada vez dependió más de él por todo el apoyo que le prestaba con la mejor disposición, mucho antes de pedirle que fuese su esposa. Derivaron hacia el matrimonio con la misma naturalidad con que las tablas de antiguos navios derivaban hacia las costas de Nantucket con la marea alta. Y si bien en este segundo cortejo no había pasión de parte de Laura, sí había seguridad y compañerismo.

Como en la mayoría de los matrimonios, había uno que amaba más, y en este se trataba de Dan. Sin embargo, por fin se sentía seguro, pues el rival que en otro tiempo pretendió a Laura ya no estaba. Al fin, ella era suya, y lo amaba. Jamás había analizado ese amor, ni admitido que, en buena parte, se debía a la gratitud, no sólo por el apoyo físico y económico, sino por el genuino amor que Dan sentía hacia Josh, como si fuese su propio hijo, y era tan buen padre como puede serlo uno consanguíneo.

Pero cuando ese mediodía entró en la casa y encontró a Rye Dalton allí, sintió amenazada la base misma de su matrimonio.

En ese momento, acostado junto a Laura, le dolía la garganta, agarrotada por las preguntas que no quería formular, temiendo que le diese pánico oír las respuestas. No obstante, había una que no podía eludir, aunque su corazón clamara reserva ante la idea de formulársela a Laura. Frotó el pulgar contra el dorso de la mano de la mujer. Tragó saliva y lanzó la pregunta a la oscuridad con voz rara y contenida:

– ¿Qué hacíais Rye y tú cuando yo entré?

– ¿Qué estábamos haciendo?

Pero la repregunta sonó falsa y poco natural.

– Sí… qué estabais haciendo. ¿Por qué Josh dijo que te sobresaltaste cuando él entró?

– Yo… no lo sé. Como es lógico, me puse nerviosa… ¿quién no lo estaría en el momento en que un hombre muerto acaba de entrar por tu puerta?

– Deja de evadirte, Laura. Tú sabes a qué me refiero.

– Bueno, no preguntes porque no tiene importancia.

– Eso significa que te besó, ¿no es cierto? -Como no obtuviese respuesta, prosiguió-: Lo llevabais escrito en los rostros cuando yo os interrumpí.

– Oh, Dan, de verdad lo siento. Lo que sucedió es que me pilló completamente por sorpresa, y no significó nada más que una bienvenida.

No obstante, en el fondo Laura sabía que sí importaba.

– ¿Y qué me dices de cuando lo acompañaste por el sendero… también te besó?

– Dan, por favor, tra…

– ¡Dos veces! ¡Te besó dos veces! -Le propinó un doloroso tirón a la mano-. ¿Y esa segunda vez qué fue, otra bienvenida?

Hasta entonces, jamás había presenciado la expresión de celos por parte de Dan porque nunca hubo motivos, y la vehemencia que mostró la asustó tanto que la obligó a pensar una respuesta.

– Dan, por el amor de Dios, estás lastimándome la mano. -Dan aflojó el apretón, pero no la soltó-. Cuando Rye entró, no tenía ni idea de que nosotros estábamos casados.

– ¿Acaso tenía intenciones de ocupar su antiguo lugar como tu… esposo?

– Ahora, mi esposo eres tú -dijo Laura en voz suave, esperando aplacarlo.

– Uno de los dos -replicó, con amargura-. El que hoy todavía no has besado.

– Porque no me lo has pedido -dijo, en voz más suave aún.

Dan se incorporó sobre un codo, y se inclinó sobre ella.

– Bueno, no lo pido -murmuró, feroz-. Tomo lo que es mío por derecho.

Sus labios se abatieron con violencia, moviéndose sobre los de la mujer como para castigarla por circunstancias que ella no había provocado. La besó con feroz decisión, para expulsar a Rye Dalton de la mente de ella, de su pasado, aunque ni por un instante ignoró que eso era imposible.

Hundió la lengua a fondo, castigándola con una insensibilidad que Laura nunca había experimentado de parte de él. Dolida, se apartó con brusquedad, y así le hizo comprender lo rudo que había sido.

Inmediatamente arrepentido, la ciñó con fuerza entre los brazos y la aplastó contra sí, hablándole al oído con voz entrecortada.

– Oh, Laura, Laura, lo siento mucho. No quise hacerte daño, pero tengo mucho miedo de perderte, después de tantos años que transcurrieron hasta que por fin fueses mía. Cuando entré y lo vi, sentí como si hubiese retrocedido diez años, y te viera ir tras él como una cachorra enamorada. Dime que no le devolviste el beso… dime que no permitirás que vuelva a tocarte.

Hasta entonces, jamás había admitido estar celoso de Rye desde hacía tantos años. Llevada por la compasión, Laura le acarició con las manos el cabello de la nuca. Lo acunó, cerrando los ojos, besándole la sien, comprendiendo de pronto lo tenue de su certeza, ahora que Rye estaba de regreso. Aún así, tenía miedo de formular compromisos que no estaba segura de poder cumplir.

Sin embargo, había algo que podía decir, y lo dijo de corazón:

– Te amo, Dan. Jamás debes dudarlo.

Sintió que lo recorría un estremecimiento, y que las manos del hombre empezaban a recorrer su cuerpo. El contacto la hizo desear que esa noche no le hiciera el amor, aunque instantáneamente la abatió la culpa por semejante pensamiento. Antes, jamás habían pensado en negársele. Sumisa, le acarició el cuello, la espalda, diciéndose que era el mismo Dan con el que había hecho el amor más de tres años; que Rye Dalton no podía llegar al pueblo y concederle el derecho de alejar a este hombre.

Aún así, quería hacerlo… que Dios la ayudase, porque quería.

Dan le pasó la mano por la cadera, le levantó el camisón, y Laura supo que necesitaba reafirmarse. Abrió su cuerpo a él, se movió cuando supo que eso era lo que esperaba, y lo estrechó con fuerza cuando él gimió y llegó al climax, ocultando el sentimiento de infidelidad por cumplir con un acto que, hasta la noche anterior, le parecía el más natural y grato del mundo.


En el desván, encima de la tonelería, Rye Dalton, acostado de espaldas, sufría la inquietud producida por el vacío de esa casa sin mujer. Cada mueble familiar le hacía evocar a su madre, sentada, trabajando, descansando, y sentía tanto su presencia como cuando estaba viva.

Si bien la primera comida en el hogar fue una mejora con respecto a la ración del barco, estaba lejos de los sabrosos guisados de su madre o de Laura. Aunque el camastro de la infancia era más grande que el del Omega, era un lamentable sustituto de la enorme cama de palo de rosa, con colchón de plumas, que había esperado compartir esa noche con Laura. Cuando se acostó, su cuerpo esperaba mecerse en el balanceo en que vivió durante cinco años, pero la quietud de la cama en la que yacía lo desveló. Fuera, en lugar del silbido del viento en los aparejos oía cascos sobre nuevos adoquines, voces ocasionales, el restallar de un látigo, el ruido que hacía la portezuela de una lámpara callejera al cerrarse.

No eran ruidos perturbadores… sólo diferentes. Se levantó de la cama y fue hasta la ventana que miraba al Sur. Si hubiese sido de día, y estuviese despejado, podría haber visto la cima de su casa, pues los árboles de la isla estaban atrofiados por el viento, y había pocos que superasen en altura a los edificios construidos por el hombre.

Pero estaba oscuro, y una noche casi sin luna ocultaba la visión de la colina.

Imaginó a Laura en la cama que otrora había compartido con él, pero junto a ella estaba Dan Morgan. Sintió como si le hubiesen clavado un arpón en el corazón.

En la cama cercana, Josiah se removió inquieto, y luego le llegó su voz en la oscuridad.

– Muchacho, pensar en ella esta noche no te hará mucho bien.

– Sí, como si no lo supiera… En este mismo instante está allá arriba, acostada con Dan, mientras que yo estoy aquí quieto, deseando.

– Mañana tendrás tiempo de sobra para decirle lo que sientes.

– No necesito decírselo: ella lo sabe.

– Así que te rechazó, ¿es así?

Rye apoyó un codo en el marco de la ventana, con renovada frustración.

– Sí, eso hizo. Pero ahí estaba el chico, convencido de que Dan es su padre, queriéndolo como si lo fuese, según lo que dice Laura. Eso es algo a tener en cuenta.

– ¿De modo que te habló del niño?

– Sí.

El rumor incesante del océano parecía murmurar a través de las ásperas paredes de la casa, mientras Rye seguía escudriñando por la ventana, hacia el patio en sombras. Cuando volvió a hablar lo hizo en voz baja, pero con un orgullo que casi le quebró la voz:

– Es un muchacho gallardo.

– Sí, con la boca como la de la abuela.

Rye volvió el rostro hacia la zona donde estaba la cama del padre, aunque no podía verlo bien.

– Tú has perdido un nieto, del mismo modo que yo una esposa. ¿Alguna vez lo trajo para que te conociera?

– Oh, ella no tiene nada que hacer en la tonelería, y dudo de que al chico le falte el amor de unos abuelos, ya que los padres de Dan cumplen ese papel. He oído decir que lo quieren como si fuese suyo.

Los enredos de la situación cada vez eran mayores. Recordando los días en que Rye se sentía libre para entrar en casa de los Morgan sin invitación, preguntó:

– ¿Eso significa que todavía están bien?

– Sí, los dos están de lo más saludables.

Se hizo un silencio momentáneo, hasta que Rye preguntó:

– Y Dan, ¿qué hace para poder mantenerla en tan buena situación?

– Trabaja como contable, para el viejo Starbuck.

– ¡Starbuck! -exclamó Rye-. ¿Te refieres a Joseph Starbuck?

– El mismo.

Eso lastimó a Rye, porque Starbuck era dueño de la flota de balleneros entre los cuales estaba el Omega. Era irónico pensar que él mismo había ido en procura de riquezas y perdiese a Laura a manos de un sujeto que se había quedado para contar esas riquezas.

– ¿Viste esas tres casas nuevas en la calle Main? -continuó Josh-. Starbuck las hizo construir para los hijos. Contrató a un arquitecto de Europa para que las diseñara. Las llama Los Tres Ladrillos. Starbuck ha gozado de una buena época. El Hero y el President volvieron repletos, y espera que lo mismo suceda con el Three Brothers.

Pero Rye casi no lo escuchaba. Lamentaba el día en que había salido en busca de riquezas… y las había conquistado, pues su parte, un sexto del total, sumaba cerca del millar de dólares, cantidad nada despreciable para ninguna clase de hombre. Pero el dinero no podía devolverle a Laura. Era obvio que Dan le daba una buena vida, que los mantenía a ella y al niño. Tragó saliva, y escrutó la oscuridad, en la dirección en que debía de estar lacima de la casa, recordando la cama de él y de Laura, ahora situada en el nuevo dormitorio.

«¡Maldición! La posee en mi propia cama, mientras que yo duermo en mi cama de niño, y como comida de soltero. Pero no por mucho tiempo -se prometió Rye Dalton-. ¡No por mucho tiempo!»

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