A la noche del sábado siguiente, la casa de Joseph Starbuck estaba radiante de iluminación con aceite de ballena, lo más apropiado para una ocasión en que se celebraba el éxito del viaje de un ballenero.
Cuando Laura Morgan cruzó la puerta principal, creyó entrar en un ámbito mágico de luminosidad artificial, que muy pocas casas de Nantucket podían jactarse de tener por las noches. Los candeleros resplandecían, reflejando los lustrosos suelos de roble y la balaustrada encerada de la escalera. Sobre una mesa de refectorio, en el vestíbulo principal, lámparas más pequeñas arrancaban destellos a un tazón de cristal para ponche, lleno de cerveza, junto a otro que contenía una deliciosa mezcla de nata dulce y vino. Alrededor de la sala, pequeñas lámparas realzaban la colorida gama de vestidos de seda, cuyas faldas se mantenían rígidas sobre aros de huesos de ballena, y que daban a las mujeres la apariencia de deslizarse sobre ruedas.
Dan había estado toda la noche taciturno y sombrío desde el momento en que ayudó a Laura a ajustarse el corsé y le abrochó el vestido. Al alzar la vista, se encontró con que las ballenas del corsé elevaban los pechos más de lo habitual, a lo que contribuía el rígido refuerzo del corpiño del vestido. Su expresión se agrió, y desde entonces estaba así.
La parte delantera del vestido era recatada, rematada por un rígido canesú de plisado estrecho, que iba desde el borde de un hombro al otro, y apenas se curvaba en el centro. Cuando compró el vestido, Laura observó, risueña, que en Nantucket no había forma de escapar a las ballenas… ¡pues hasta parecía un barco ballenero! En verdad, las sombras del plisado parecían las planchas superpuestas del fondo de un esquife. Pero nadie la confundiría con nada que no fuese lo que era: una beldad joven, de hermoso cuerpo, de contornos apenas contenidos en el corpiño.
El vestido de muselina estaba entretejido de franjas de seda color crema entre ramilletes de rosas rosadas, sobre un delicado fondo de hojas verdes. En los bordes de los hombros llevaba rosas artificiales, y desde allí las mangas, también plisadas, bajaban hasta el codo formando un enorme bullón de muselina, sujeto por una cinta rosada.
El vestido destacaba su delicada estructura ósea: la finura de mandíbula, mentón y nariz, y la boca adorable que semejaba una hoja de hiedra en forma de corazón. Los rasgos sutiles hacían parecer sus ojos aún más grandes de los que eran. Llevaba el pelo recogido en la coronilla en un intrincado moño, entrelazado de diminutas cintas rosadas, y con otra rosa sobre la oreja izquierda, de la que partía un grupo de rizos sueltos. En torno al rostro, finos mechones más cortos que el resto se rizaban como un halo castaño rojizo alrededor de las facciones delicadas.
La moda de la época subrayaba más aún la femineidad, con sus cinturas alargadas y faldas voluminosas, que hacían más gordas a las gordas, raquíticas a las delgadas, pero daban a las afortunadas como Laura Morgan la apariencia de muñecas de Dresde.
Sin embargo, en ese momento estaba lejos de sentirse afortunada. Tenía la cintura ceñida como si fuese un desgraciado reloj de arena… ¡y estaba segura de que en medio minuto se quebraría! Un ancho refuerzo de ballena en la parte delantera del vestido ya se le clavaba en el estómago cada vez que se inclinaba, y en el surco entre los pechos cada vez que respiraba. Estaba tan incómoda que se había puesto de mal humor y, peor aún, se sentía mareada.
Jamás asistía a un evento social sin maldecir para sus adentros la rigidez que se veía obligada a soportar. Pero esa noche la ocasión exigía que sonriese con cordialidad y sin quejarse, pues Dan le había advertido que era una cena de negocios, lo cual significaba que acudirían los empleados más importantes de Starbuck, junto con los invitados de honor como el capitán del Omega, Blackwell, Christopher Capen y James Childs, albañil y carpintero contratados por Starbuck para construir los Tres Ladrillos para sus hijos.
La conversación giraba en torno al éxito del Omega y del avance de las casas, que iban bien encaminadas. Laura escuchaba a medias a Annabel Pruitt, esposa del agente de compras de Starbuck, que tenía la costumbre de difundir noticias, incluso antes que el periódico del pueblo. A Laura no le interesaba demasiado que hubiesen traído los ladrillos para las casas desde Gloucester, pero se despertó su atención cuando, de repente, el tema cambió:
– Se dice que el señor Starbuck le ha ofrecido a Rye Dalton una sustanciosa participación en el botín del Omega la próxima vez que zarpe.
La señora Pruitt observó con atención los semblantes de Dan y de Laura Morgan mientras difundía la nueva. Laura sintió que los dedos de Dan se apretaban en su codo, y recorrió con la vista el salón, buscando un banco donde sentarse. Pero un instante después los dedos de Dan se le clavaron con más fuerza, y comprendió que no era la mera mención del nombre de Rye lo que había enervado a su esposo. Le tiró del codo con tanta brusquedad que el ponche se agitó en la copa.
– ¡Caramba, Dan, qué…! -empezó a decir, retrocediendo para no mancharse el vestido y clavándose la ballena en el estómago con ese movimiento.
Pero en ese instante, siguiendo la dirección de la mirada ceñuda de Dan, quedó justificada la incomodidad que padecía para poder estar bella. Ahí, en la entrada, los Starbuck saludaban al recién llegado Rye Dalton. El corazón de Laura dio un vuelco. No pudo evitar quedarse mirando, pues Rye iba ataviado como un figurín… nada de suéter ni chaquetón marinero a la vista.
Llevaba pantalones verde oscuro, un frac del mismo color de cuello alto y rígido, con el detalle de última moda: muescas en las solapas. Mangas largas, ajustadas, que pasaban de la muñeca y cubrían parte de las manos tostadas. El rostro curtido por el mar relucía sobre el albo corbatín que le ceñía el cuello y formaba un lazo pequeño, escondido a medias tras la pechera de la chaqueta cruzada.
Así como el pato silvestre encuentra a su compañera entre la bandada, así Rye encontró a Laura entre el amontonamiento de gente que llenaba el salón. Las miradas de los dos se encontraron, y Laura sintió un golpe de calor en la parte baja del cuerpo. Los dolores de estómago quedaron olvidados; en su lugar la desbordó el orgullo por lo bien que lucía con ese vestido. Cuando esos ojos azules se demoraron en los suyos, y luego la recorrieron abajo y arriba, supo que tenía la boca abierta, y la cerró de inmediato.
Hacía cuatro días que no se veían, y ella no esperaba verlo esa noche. Tampoco esperaba que sus ojos la recorriesen con tal desvergüenza, ni que le hiciera una breve reverencia antes, incluso, de que el lacayo le recibiese el sombrero de copa.
Se apresuró a ocultar sus mejillas ardientes tras la copa de ponche, no sin que antes Dan registrase ese intercambio de miradas. Con semblante ácido, tomó el codo de Laura y la hizo volverse de espaldas a la puerta, rodeándole la cintura y apoyando la mano con su cadera con gesto posesivo que rara vez se hacía en público en esa ciudad en que los fundadores puritanos habían dejado su marca indeleble.
Sabiendo que Dalton los miraba tras sus espaldas, Dan se inclinó en actitud íntima para susurrar en el oído de su esposa:
– Yo no tenía idea de que él estaría esta noche aquí, ¿y tú?
– ¿Yo? ¿Cómo podía saberlo?
– Pensé que, tal vez, te lo hubiese dicho.
Observó atentamente su expresión, para ver si tenía razón.
– Yo… eh, no lo he visto desde el lunes -mintió.
El martes lo había besado.
– Si hubiese sabido que iba a estar, no habríamos venido.
– No seas tonto, Dan. Vivimos en la ciudad, y es inevitable que nos encontremos con él de vez en cuando. No puedes aislarme, de modo que tendrás que aprender a confiar en mí.
– Oh, Laura, confío en ti. Es en él en quien no confío.
Pasó casi media hora antes de que llamaran a los invitados a cenar. Para cuando entraron en el comedor, a Laura le dolía la espalda de estar erguida con tanta rigidez, y empezaba a dolerle la cabeza por la tensión. Por mucho que intentase olvidar que Rye estaba presente, no podía. Parecía que cada vez que se daba la vuelta para conversar con otro invitado, él aparecía en su línea de visión y la observaba desde abajo de esas cejas de dibujo perfecto, sonriéndole con audacia cuando nadie miraba. Ahora tenía el cabello pulcramente recortado, pero había conservado las patillas, que enmarcaba las mandíbulas dándole un intenso atractivo. Había hecho esfuerzos para dejar de mirarlo, aunque con poco éxito y una vez -no estaba segura-, creyó ver que hacía el gesto de un beso hacia ella, pero al mismo tiempo alzaba la copa y el beso, si lo era, se convirtió en sorbo.
Esa noche, estaba de ese talante endiablado y bromista que Laura recordaba tan bien.
Durante la cena, como si los anfitriones hubiesen tenido la intención de contribuir a su desdicha, Dan y ella estuvieron sentados enfrente de Rye, y de una parlanchina rubia llamada DeLaine Hussey, cuyos antepasados habían colonizado la isla, junto con los de Joseph Starbuck.
Muy pronto, la señorita Hussey entabló conversación con Rye acerca del viaje, derramando sobre él su compasión por haber contraído viruelas, observando las pocas marcas que le habían quedado, y afirmando que no estropeaban su apariencia en lo más mínimo. A la afirmación siguió una sonrisa vibrante, ¡y Laura deseó que la joven hubiese contraído viruelas! Pero el condenado Rye aceptó el cumplido sonriéndole a la muchacha, con la sonrisa subrayada por la marca que quedaba en la mejilla y que tenía la apariencia de un hoyuelo hechicero.
Sin perder tiempo, la señorita Hussey aludió a un tema que elevó la temperatura de Laura hasta igualar la de la sopa de almejas que acababan de servirle.
– Hace cinco años que zarpó el Omega… eso es mucho tiempo.
– Sí, lo es.
Mientras se llevaba a la boca una cucharada de sopa hirviendo, Laura sintió los ojos de Rye sobre ella, pero evitó devolver la mirada.
– Entonces, no conoce el grupo de mujeres, de Nantucket que se organizaron bajo la denominación de Mujeres Francmasonas. -gorjeó la rubia desde el otro lado de la mesa.
Laura sopló demasiado fuerte la sopa, y parte de ella voló sobre el mantel. «¡DeLaine Hussey! -pensó-. ¡Eres una desvergonzada!». Desde que tenía memoria, esa chica estaba tratando de clavarle las garras a Rye, y desde luego no perdía una sola oportunidad, ahora que se sabía que a él se le había negado la entrada a la casa de la colina.
– No, señora -respondió Rye-. Jamás he oído hablar de ellas.
– Ah, pero ahora que el Omega ha regresado con los barriles llenos, las conocerá.
– ¿Barriles llenos? ¿Qué tienen que ver con un grupo de mujeres?
– Señor Dalton, las Mujeres Francmasonas han jurado rechazar el cortejo o la propuesta de matrimonio de cualquier hombre que no haya matado su primera ballena.
Laura se quemó la lengua con la sopa, y casi derramó el agua de la copa por la prisa con que se la llevó a la boca para enfriarse.
«¡Llamarle señor Dalton! -pensó Laura-. Fueron compañeros de escuela. ¿Qué cree DeLaine Hussey que está haciendo?»
Los camareros se llevaron los cuencos de sopa, y Laura comprobó que no había podido terminar su parte, porque estaba tan atenta a la conversación que no advirtió que estaba poniéndose en evidencia. Las ballenas le causaban una profunda molestia, pero en ese momento los camareros traían un humeante asado de ternera, rodeado de zanahorias glaseadas y patatas aromatizadas con hierbas.
Laura no tuvo más remedio que aceptar el plato principal. Pero la carne se le atascó en la garganta, acompañando al coqueteo que matizaba la conversación al otro lado de la mesa.
La enamorada señorita Hussey seguía explicando la doctrina de la orden de las damas isleñas, que reservaban su amor sólo a los balleneros probados, hasta que Rye no pudo menos que preguntar, cortés:
– ¿Y usted es miembro del grupo… señorita Hussey?
En ese preciso instante, Laura casi se ahogó con un trozo de ternera, pues sintió que algo blando y tibio se le metía bajo las faldas y le acariciaba la pantorrilla por debajo de la mesa.
¡El pie de Rye!
¡Qué descaro, hacer semejante cosa mientras, al mismo tiempo, sonreía a DeLaine Hussey con aire inocente! ¡Pero si esa era la antigua señal de que querían hacer el amor cuando regresaran al hogar!
Mientras el pie de Rye le provocaba oleadas de estremecimientos, la señorita Hussey, con sus ojos de cierva, seguía agitando las negras pestañas y lanzándole miradas devastadoras, preguntándole con toda intención:
– Señor Dalton, ¿usted ha matado ya su primera ballena?
Rye rió francamente y se echó atrás, alzando la barbilla, para después dedicarle otra subyugante sonrisa a su vecina de mesa.
– No, señorita Hussey, no lo he hecho, y usted bien lo sabe. Soy tonelero, no timonel de barco -repuso, usando la denominación oficial de los arponeros.
En ese momento, los dedos de los pies subieron un poco más y se enroscaron en el borde de la silla, entre las rodillas de Laura, mientras su dueño no dejaba de sonreír a DeLaine Hussey, mirándola a los ojos. Esta vez, Laura saltó de manera evidente, y un trozo de ternera se le atascó en la garganta, provocándole un espasmo de tos.
Solícito, Dan le palmeó la espalda e indicó a un camarero que le sirviera más agua en la copa.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
– B-bien.
Tragó, esforzándose por recuperar la compostura, pero ese pie tibio le rozaba la cara interna de las rodillas, impidiéndole juntarlas.
Por desgracia, la tos atrajo la atención de la anfitriona al plato de Laura, y la señora Starbuck tuvo ocasión de observar lo poco que había comido, y de preguntarle si la comida estaba bien. En consecuencia, Laura no tuvo más remedio que tomar otro bocado y tratar de tragarlo.
En ese mismo instante, Rye le sonrió, despreocupado, y dijo:
– Por favor, pásame la sal.
No se le escapaba que estaba incómoda, pues sabía lo mucho que detestaba los corsés con ballenas.
Para su sorpresa, Laura sintió un ¡tap, tap, tap! en la parte interna de la rodilla. Mientras al otro lado de la mesa Rye y DeLaine Hussey continuaban con una conversación de apariencia inocente con respecto a la tonelería, Rye cortó dos trozos de la ternera que tenía en su plato, comió uno de ellos y, con disimulo, tiró el otro al suelo, donde los esponjosos gatos persas de los Starbuck se apresuraron a limpiar toda evidencia.
Laura se llevó la servilleta a los labios para ocultar la sonrisa, pero se sintió agradecida pues, a la siguiente oportunidad, practicó la misma artimaña que él acababa de demostrarle y que, en última instancia, la salvó de avergonzarse a sí misma, a la anfitriona… o a ambas.
La comida concluyó con una deliciosa tarta aromatizada con ron, que a ninguno de los gatos le gustaba -un encogimiento de hombros casi imperceptible por parte de Rye obligó a Laura a ocultar otra vez la sonrisa tras la servilleta-, de modo que no tuvo más remedio que comer la mitad de su porción, lo que dejó su estómago en estado calamitoso.
Cuando a Rye se le antojó apartar el pie, Laura no sólo tenía el estómago revuelto sino que estaba sonrojada. Los anfitriones se levantaban de los asientos cuando, por la expresión de Rye, supo que estaba buscando el zapato. Lo dejó sufrir, empujándolo un poco más debajo de su silla, mientras los invitados, a ambos lados de la mesa, estaban levantándose y dirigiéndose hacia el salón principal. Dan se colocó detrás de su silla y, por un momento, se le ocurrió dejar el zapato donde estaba, hasta que comprendió que, si lo encontraban ahí, sería tan culpable ella como Rye, así que un segundo después, en respuesta al ceño fruncido, el dueño del zapato lo recuperaba justo a tiempo.
En ese momento, un cuarteto de cuerda tocaba en el salón principal, y algunas parejas bailaban mientras otras conversaban. Un reducido grupo de hombres salió a fumar cigarros, entre ellos Joseph Starbuck y Dan que, a desgana, se apartó de Laura a instancias de su patrón, no sin antes observar que Rye seguía entre las garras de DeLaine Hussey, por lo cual dedujo que no tendría posibilidades de molestar a su mujer.
Entretanto, Laura no necesitaba de Rye Dalton para sentirse molesta: estaba segura de que si no podía aflojarse pronto el corsé, vomitaría o se desmayaría.
No bien le resultó posible hacerlo con elegancia, escapó por la puerta trasera, y respiró grandes bocanadas de aire. Pero el aire no bastaba para aliviarla, pues esa noche estaba cargado de niebla, y el olor penetrante que se extendía bajo los frutales de la huerta de Starbuck para controlar una plaga de gusanos casi la ahogó. Levantándose las faldas, corrió de manera bastante poco femenina entre los árboles, sintiendo que la intensa fragancia de las flores no hacía más que empeorar su revoltijo. Forcejeó inútilmente con los ganchos y ojales metálicos de la espalda, aunque sabía que no tenía modo de llegar a ellos. Un líquido que le subió a la boca fue la advertencia. Las lágrimas le escocieron los ojos. Se apretó la cintura y se inclinó, sintiendo arcadas.
En ese momento, unos dedos fríos le tocaron la nuca, y empezaron a soltarle rápidamente los ganchos, mientras ella se cubría de sudor.
– ¿Para qué diablos te enfundas en estas cosas, si no puedes tolerarlas? -preguntó airado Rye Dalton.
En ese momento no estaba en condiciones de responderle, concentrada como estaba en luchar contra las fuerzas de la naturaleza, pero, al fin, logró exhalar, con voz ahogada:
– ¡Date prisa!
– ¡Malditos y estúpidos artefactos! -musitó-. ¡Mujer, deberías tener un poco más de sensatez!
– Lo-los cordones, por favor -jadeó, cuando el vestido quedó abierto.
Rye tiró del lazo que se apoyaba en el hueco de la espalda, y luego tironeó de él para soltarlo hasta que, al fin, empezó a desatar los lazos con los dedos y Laura logró respirar con comodidad por vez primera en el curso de tres horas.
– ¡Ojalá te quemes… en el infierno, Rye D…Dalton, por haber traído huesos de ballena a la costa… y ha…hacer desdichadas a las mujeres del mundo entero! -le reprochó entre jadeos.
– Si tengo que quemarme en el infierno, bien podría pasarme por muchas razones mejores que esa -replicó, acercándose más a ella por detrás y metiendo las manos dentro del corsé ya flojo.
– ¡Detente! -Se apartó de golpe y giró hacia él, sintiendo que todas las frustraciones brotaban hacia la superficie. La increíble trampa en que habían caído porque él insistió en embarcarse, la tortura de esas ballenas malditas e insoportables, el coqueteo que se había visto obligada a presenciar… todo eso se encendió y la hizo explotar, perdiendo el control-. ¡Basta! -le espetó entre dientes-. ¡No tienes derecho a desembarcar aquí después de… después de cinco años, y comportarte como si jamás te hubieses marchado!
De inmediato, Rye también explotó.
– ¡Me marché por ti, para poder traerte…!
– ¡Te supliqué que no te fueras! ¡Yo no quería tu… tu apestoso aceite de ballena! ¡Yo quería a mi esposo!
– ¡Bueno, aquí estoy! -le replicó, sarcástico.
– Oh… -Apretó los puños, gimiendo de irritación-. Crees que es muy sencillo, ¿verdad, Rye? Juguetear debajo de la mesa con el pie, como si la decisión más importante que yo tuviese que tomar fuera si quitarme o no el zapato. Bueno, ya ves en qué estado me has dejado.
– ¿Y qué me dices del estado en que yo estoy?
Desdeñosa, le dio la espalda.
– Ya estoy bien. Gracias por su ayuda… señor Dalton -replicó, imitando a DeLaine Hussey-, pero será mejor que vuelvas antes de que te echen de menos.
– Lo hice para que vieras qué es lo que me veo obligado a soportar cada vez que os veo a ti y a Dan juntos. ¿No es cierto que te molestó… ver a tu esposo con otra mujer?
Una vez más, Laura giró de cara a él.
– ¡Está bien… sí! ¡Me molestó! Pero ahora comprendo que no tengo ningún derecho a molestarme por eso. Como te dije, será mejor que regreses antes de que te echen de menos.
– Me importa un cuerno si me echan de menos. Además, lo único que estoy haciendo es estar en el huerto, conversando con mi esposa. ¿Qué hay de malo en ello?
– Rye, a Dan no le gustaría…
En ese instante, llegó la voz de Dan desde la fila de árboles más cercana.
– Laura, ¿estás aquí?
La joven se volvió hacia la voz para responder, pero Rye la tomó del codo y se acercó, poniéndole un dedo sobre la boca y susurrándole al oído:
– Shh.
– Tengo que responderle -susurró Laura, a su vez, con el corazón martilleándole-. Sabe que estamos aquí afuera.
Sujetándole la cabeza con ambas manos, acercó los labios a la oreja de ella:
– Si lo haces, yo le diré que tu corsé está flojo porque estábamos disfrutando de un pequeño revolcón bajo los manzanos.
Furiosa, Laura se apartó de él, manoteando desesperada para volver a atarse los lazos. Pero fue imposible, y Rye nó hizo más que sonreír.
– Laura, ¿eres tú? -llegó la voz de Dan-. ¿Dónde estás?
– ¡Ayúdame! -suplicó, poniéndose de espaldas a Rye al sentir que los pasos de Dan se acercaban.
Ya estaba avanzando por entre los árboles: se oían las ramas que se rompían.
– Ni lo sueñes -murmuró Rye.
Dominada por el pánico, Laura le agarró la muñeca, se levantó las faldas, y corrió, arrastrándolo consigo. Corrían entre las hileras, agachándose para pasar debajo de las ramas cortando en silencio la noche brumosa, que ahogaba el sonido de sus pasos. ¡Qué actitud tan estúpida e infantil! Pero excepto que no podía permitir que Dan la descubriese afuera en una noche neblinosa, medio desvestida junto a Rye, no podía pensar nada más.
El huerto era ancho y largo, y se extendía en un laberinto de manzanos envueltos en la capa blanca de la niebla, luego aparecían membrillos, y por fin, ciruelos. La niebla lo cubría todo, ocultando a esos dos que se movían como espectros. La ancha falda de Laura podría tomarse como otra explosión de capullos de manzano, pues los árboles se inclinaban hacia la tierra, protegiéndose de los incesantes vientos marinos, y adoptaban la misma forma abultada que una falda armada con aros.
Por fin, Laura se detuvo alerta, escuchando, con una mano apretada contra los pechos que se alzaban, para sujetarse el vestido. Rye también escuchó, pero no oyeron ni el más débil acorde de música que proviniese de la casa. Estaban rodeados por ondas blancas, perdidos en la niebla, solos en una especie de cenador íntimo de membrillos donde no podían ser vistos ni oídos.
Todavía sujetaba la muñeca de Rye, y pudo sentir su pulso acelerado bajo el pulgar. Soltó la mano de golpe, y le espetó:
– ¡Maldito seas, Rye!
Pero este ya había recuperado el buen humor.
– ¿Ese es el modo de hablarle al hombre que acaba de aflojarte el corsé?
– Te dije que necesitaba tiempo para pensar y para resolver las cosas.
– Te he dado cinco días… ¿qué es lo que has resuelto?
– ¡Cinco días… exactamente! ¿Cómo puedo aclarar semejante embrollo en cinco días?
– ¿Así que quieres que te siga aquí, a la huerta de manzanos, donde solíamos hacerlo bajo las propias narices de Dan cuando éramos muchachos?
Se acercó más, con el aliento agitado después de la carrera.
– No vine aquí por eso -protestó, y era cierto.
– Entonces, ¿por qué? -Le puso las manos en la cintura para acercarla a él. Laura le sujetó las muñecas, pero Rye no se dejó apartar. Le acarició las caderas, y su voz suave se mezcló con la niebla, para confundirla-. ¿Recuerdas esa época, Laura? ¿Recuerdas cómo era… con el sol sobre la piel, los dos asustados de que Dan nos descubriese aquí mismo, a la luz del día, y…?
Laura le tapó la boca con la mano.
– Eres injusto -se quejó.
Pero el recuerdo ya había revivido, como pretendía Rye, y servía a sus propósitos, porque el aliento de la mujer no se hizo más fluido. Al contrario, era más agitado y rápido que cuando habían dejado de correr.
Rye le besó los dedos con los que quería impedirle hablar. Laura los retiró de inmediato, dejándole los labios libres, para asegurarle:
– Te lo diré bien claro, mujer: no tengo intenciones de jugar limpio. Jugaré todo lo sucio que haga falta para recuperarte. Y empezaré ya mismo, manchándote el vestido en este huerto si no te quitas esa maldita prenda.
Una vez más, las manos le agarraron las caderas, y luego subieron por el torso y se posaron en la espalda, encontraron la abertura de la ropa y, presionando sobre los omóplatos de Laura, la acercó hasta que los pechos de ella tocaron su chaqueta.
Laura apartó la boca.
– Si te dejo besarme una vez, ¿te darás por satisfecho y me dejarás regresar?
– ¿Qué crees? -murmuró, con tono áspero, rozándole con la nariz el costado del cuello, mordiéndolo suavemente, y provocándole estremecimientos en el vientre.
– Creo que mi marido me matará si no vuelvo pronto a casa.
Pero le acercó más los labios mientras lo decía.
– Y yo pienso que este marido te matará si lo haces -repuso, casi dentro de la boca de ella.
Rye olía a cedro, a vino y a pasado. Laura reconoció su aroma, que disparó en ella la vieja respuesta. El silencio los envolvió, tan inmenso y total que dentro de él los corazones de los dos resonaban como disparos de cañón. El primer día, cuando él la besó, ella se había quedado conmocionada. La segunda vez, la había tomado por sorpresa. Pero en ese instante… si la besaba, si se lo permitía, sería con toda deliberación.
– Una vez -susurró-. Sólo una vez, y luego tengo que volver. Prométeme que me atarás otra vez los lazos -le rogó.
– No -replicó, gruñón, echándole el aliento en los labios-. Nada de promesas.
Apelando a la sensatez, Laura se echó atrás, pero a Rye no le costó demasiado hacerla desistir. Le bastó con rozarle la comisura de la boca con los labios.
Y ahí estaba, una vez más, el viejo estremecimiento, fuerte y vital como siempre. Este hombre tenía esa virtud, Rye lograba eso que Laura había intentado olvidar desde que estaba casada con Dan. Lo llamara técnica, práctica, familiaridad… habían aprendido juntos a besar, y Rye sabía lo que a Laura le gustaba. Dejó que los alientos se mezclaran, le humedeció la comisura de la boca, hundiendo apenas la lengua para probar, antes de saborearla plenamente. Le gustaba que la excitara muy poco a poco, y Laura esperó, con el cuello tenso, y la respiración agitada, mientras Rye la sujetaba con una mano en el cuello, masajeándole con el pulgar el hueco bajo el mentón. El pulgar trazaba lánguidos círculos. Entonces, llegó la lengua, mojando el contorno de los labios con pacientes toques suaves, mientras percibía cómo se encendía el fuego en ella.
Los recuerdos llegaron a Laura en tropel… a los quince años, en un esquife, con los labios bien apretados y los ojos cerrados; a los dieciséis, en una caseta de botes, y ya conociendo bien el uso de la lengua; avanzando hacia la madurez plena, aprendiendo juntos cómo toca un hombre a una mujer, como una mujer toca a un hombre para provocar impaciencia, y luego, éxtasis.
Como si le leyese la mente, Rye murmuró:
– Laura, ¿recuerdas aquel verano, en el desván del almacén para guardar botes del viejo Hardesty?
Apretando su boca contra la de ella la hizo regresar a esos tiempos primeros, y su lengua invitó a la de ella a danzar. La cara interna de los labios del hombre tenía la sedosidad exacta, la tibieza justa, la humedad suficiente, la vacilación necesaria, la exigencia apropiada para borrar el día presente y llevarla de regreso, a través de los años, a aquellos primeros tiempos.
Se estremeció. Rye sintió el temor en la palma de su mano, sobre la nuca de ella, y la acercó a sí, para luego deslizar esa mano tibia, inquisidora, dentro del vestido que le colgaba suelto, desde los hombros. Pero cuando estaba a punto de bajárselo, Laura se apresuró a alzar los brazos hacia el cuello de él, y no se lo permitió. El vestido cumplía su función, porque entre las puntas de las ballenas y los puñados de tela fruncida, había poca posibilidad de acceder a las zonas íntimas de su cuerpo. El aro del miriñaque se apretaba contra sus muslos y se abría hacia atrás, como si lo inflase un viento huracanado.
Pero el huracán no soplaba en las faldas de la mujer sino en su cabeza y en su corazón, porque el beso iba adquiriendo sustancia. Era una caliente entrega de bocas, sin la menor reserva. Su lengua se unió a la de él y Laura recibió de inmediato la sacudida de la diferencia, como lo sabe cualquiera que haya besado a una sola persona durante mucho tiempo, como le sucedía a ella con Dan. El golpe debió de haberla enfriado, recordándole que no era libre para hacer tales cosas con este hombre, pero en cambio la alegró, y la hizo comprender que, desde que se casó con Dan, había estado comparando desfavorablemente el beso del esposo con este.
La admisión la hizo sentirse traidora y, en cierto modo, le devolvió la sensatez: deseó fervientemente que Rye se conformase con este beso, por el momento, porque la resistencia se le diluía a toda velocidad mientras él la abrazaba con firmeza y pasaba las manos por la piel desnuda de la espalda, única zona que podía tocar.
Rye arrancó sus labios de los de ella y dijo, con salvaje emoción:
– ¡Laura… por Dios, mujer!, ¿acaso te complace torturarme? -Alzó una mano, la deslizó por el brazo de Laura, le aferró la mano y, quitándola de su nuca, la llevó a la parte henchida de su cuerpo-. He estado cinco años en el mar, y mira lo que me has hecho. ¿Cuánto tiempo me harás esperar?
Oleadas de excitación recorrieron el cuerpo de la joven. Trató de soltarse, pero Rye le sujetaba la mano en ese lugar del que había estado ausente tanto tiempo, y el calor de su erección palpitaba, insistente, atravesando la tela del pantalón. Sujetándola por la nuca, la atrajo con vehemencia otra vez hacia él y la besó, hundiendo y sacando de manera rítmica su lengua caliente y ávida de la boca femenina: Laura recordó que fue él quien se lo enseñó, hacía años, en una caseta para guardar botes. La mano de la joven dejó de resistirse y se adaptó a la forma de él, que se impulsó hacia la caricia, sin dejar de apretarle el dorso de la muñeca, los nudillos y los dedos.
Laura lo comparó otra vez, sin quererlo, con el hombre que en ese momento la esperaba en la casa. Fue levantando la mano y luego bajándola, midiendo, recordando, mientras Rye con el movimiento de su cuerpo le suplicaba que tocara el satén de su piel, ya que ella no le permitía acceder al suyo.
La niebla enroscaba sus rizos sobre las cabezas de los dos, y llenaba la noche el perfume seductor de las flores. Tenían el aliento entrecortado por el deseo, y exhalaban como las olas del mar que se precipitaran sobre la arena, para luego retroceder.
– Por favor -gimió Rye, dentro de su boca-. Por favor, Laura amor. Hace tanto tiempo…
– No puedo, Rye -dijo, desdichada. Retirando de repente la mano, se cubrió la cara con las dos, y se quebró en un sollozo-. No puedo… Dan confía en mí.
– ¡Dan! -refunfuñó-. ¡Dan! ¿Y yo, qué? -La voz de Rye temblaba de furia. Le agarró el brazo y tiró de ella, casi hasta hacerla ponerse de puntillas-. ¡Yo confiaba en ti! ¡Confié en que me esperarías mientras yo navegaba en ese… desgraciado ballenero y aguantaba la pestilencia del aceite rancio y del pescado podrido, comía harina en la que asomaban gorgojos, y olía los cuerpos sucios de los hombres, incluyendo el mío día tras día! -Apretó con más fuerza, y Laura hizo una mueca de dolor-. ¿Tienes idea de cuánto ansiaba olerte? La sola noción estuvo por volverme loco. -En ese momento, la empujó, casi con desdén-. Tendido ahí, a la deriva cuando había calma ecuatorial, a merced de la falta de vientos, mientras los días pasaban y yo pensaba en ese tiempo que pasaba, cuando podría haber estado contigo. Pero yo quería traerte una vida mejor. ¡Por eso lo hice! -vociferó.
– ¿Y qué crees que estuve soportando yo? -exclamó Laura, proyectando hacia delante los hombros en actitud beligerante y con lágrimas corriéndole por las mejillas-. ¿Acaso crees que no sufrí cuando te vi meter ropa en ese baúl, cuando vi cómo desaparecían las velas y me preguntaba si volvería a verte con vida? ¿Cómo crees que fue cuando descubrí que estaba embarazada de tu hijo y supe que el niño jamás conocería a su padre? -Le tembló la voz-. Quería matarte, ¿sabes, Rye Dalton? ¡Quería matarte, porque habías muerto dejándome sola!
Lanzó una carcajada loca.
– ¡Sin embargo, no perdiste tiempo en encontrar a alguien que ocupara mi lugar!
Apretando los puños, Laura gritó:
– ¡Estaba embarazada!
– ¡De mi hijo, y recurriste a él!
Sus raíces casi se tocaban.
– ¿A qué otra persona podía recurrir? ¡Pero tú no lo comprenderías! ¿Cuándo fue la última vez que tu barriga se infló como un pez globo y no podías caminar sin que te doliese, o… o despejar el camino con la pala, o levantar un balde con agua? Mientras estuviste ausente, ¿quién crees que hizo todas esas cosas, Rye?
– Mi mejor amigo -respondió con amargura.
– También era mi mejor amigo. Y si no lo hubiese sido, no sé qué habría hecho yo. Se presentó sin que se lo pidiera, cada vez que lo necesité, y aunque no quieras creerlo, fue tanto por lo que te quería a ti como por lo que me quería a mí.
– Ahórrame dramatismos, Laura. Se presentó porque estaba impaciente por ponerte las manos encima, y tú lo sabes -repuso con frialdad.
– ¡Eso que dices es despreciable, y lo sabes!
– ¿Acaso niegas que tú sabías lo que sentía por ti desde que éramos jóvenes?
– No niego nada. ¡Intento hacerte entender lo que sufrieron dos personas al saber de tu muerte… lo que sufrieron juntos! Cuando supimos que el Massachusetts se había hundido, pasamos esos primeros días caminando por las dunas donde solíamos jugar los tres, diciéndonos que no podía ser verdad, que aún estarías vivo, por allí, en algún lado, y al minuto siguiente, convenciéndonos mutuamente de que teníamos que aceptarlo… que jamás volverías. Yo fui la más débil, con mucho. Yo… me dije que estaba comportándome igual que mi madre, y eso me pareció detestable, pero la desesperación fue la peor que yo hubiese conocido jamás. Descubrí que no me importaba vivir o morir y, en ocasiones, sentía lo mismo con respecto al niño que llevaba dentro de mí. Después del funeral fue lo peor… -La evocación le quebró la voz, y tembló-. ¡Oh, Dios, ese funeral sin el cuerpo… y yo, ya embarazada de tu hijo…!
– Laura…
Se le acercó, pero ella le dio la espalda y continuó:
– No podría haber pasado por ese… ese horror si no hubiese sido por Dan. Mi madre, como puedes imaginártelo, fue completamente inútil. Y tampoco me ayudó demasiado cuando nació Josh. Fue Dan el que me dio fuerzas, el que se sentó a mi lado cuando sentí los primeros dolores y luego se paseó fuera, y entró a ver al niño y a decirme que se parecía a ti, porque sabía que eso era lo que yo necesitaba escuchar para recuperar las fuerzas. Fue tu mejor amigo el que me aseguró que siempre estaría ahí, cada vez que Josh o yo lo necesitáramos, pasara lo que pasase. Estoy en deuda con él por eso. -Hizo una pausa-. Tú estás en deuda.
Rye contempló esa espalda, y luego se acercó y empezó a atarle con brusquedad el corsé.
– Pero, ¿qué es lo que le debo? -Interrumpió la tarea-. ¿A ti?
Incapaz de responder, Laura se estremeció. ¿Qué le debían a Dan? Sin duda, algo mejor que escabullirse en la noche y disfrutar de juegos sexuales. Rye reanudó la tarea de atarle los lazos.
– Tienes que entender, Rye. Ha sido el padre de Josh desde que nació. Ha sido mi esposo tres veces más tiempo que tú. No puedo… hacerlo a un lado, sencillamente, sin tener en cuenta sus sentimientos.
Sintió un tirón irritado en la espalda, más fuerte que los demás, y luego desapareció la tensión de su torso, mientras Rye continuaba torpemente la tarea.
– No soy muy bueno para estas cosas… no he tenido mucha ocasión de practicar.
En el tono de Rye apareció un matiz helado. Seguía enfadado con ella, y sin poder salir de la confusión imposible de resolver en que se habían sumido sus vidas. Cuando, al fin, logró terminar de atar corsé y vestido, dejó las manos sobre las caderas de ella.
– Entonces, ¿tienes intenciones de quedarte con él?
Laura cerró los ojos, fatigada, respiró profundamente, y comprendió que no estaba más cerca que él de la solución.
– Por ahora.
Las manos cálidas se apartaron.
– ¿Y no nos veremos?
– De este modo… no…
Tartamudeó y se interrumpió, pues dudaba de su propia capacidad para resistirlo.
La furia de Rye, que estaba bajo la superficie, volvió, emergiendo entre los dientes apretados:
– ¡Eso lo veremos… señora Morgan!
Giró sobre los talones y se perdió en la niebla silenciosa.