Capítulo 1

1837


Habían pasado cinco años, un mes y dos días desde la última vez que Rye Dalton vio a su esposa. En todo ese tiempo, sólo el beso salado del mar tocó sus labios, y sólo sus brazos fríos y mojados lo acariciaron.

Pronto, Laura, pronto.

Estaba de pie sobre la cubierta del ballenero Omega, una goleta de dos mástiles que surcaba el agua entre los bajíos de la bahía de Nantucket, con la bodega repleta de barriles desbordantes de aceite, «sellados y libres de impurezas», colocados de manera que no se perdiese nada de la preciosa carga. La mano que se apoyaba en la baranda de babor parecía de teca, igual que el rostro, en agudo contraste con las cejas espesas y el cabello rebelde, que casi no tenía color, expuesto durante años al sol y a la sal. Ese cabello, que parecía pedir a gritos un buen corte, acentuaba los audaces rasgos ingleses. Unas patillas espesas bajaban casi hasta la barbilla, enfatizando la forma cuadrada y avanzando hacia el hueco debajo del pómulo. Apuesto, con la postura característica del marinero, ansioso y firme a la vez, escrutaba la costa aún lejana.

A poca distancia de los bajíos de Nantucket fueron arriadas las velas del Omega, se soltaron las anclas, y se descolgaron las chalanas que emplearían para descargar. La tripulación subió a los botes, parloteando impaciente, en una cháchara teñida de excitación. Estaban en casa.

La chalana se deslizó por las aguas tranquilas de la bahía de Nantucket, pero era difícil distinguir a la multitud que esperaba la llegada de los marinos en el muelle Straight, mirando a través de las aguas salpicadas por el sol. El sol de primavera arrancaba millones de espejos a la su-perficie del agua, y cada uno de ellos semejaba un diminuto pez resplandeciente, que cegaba los ojos azules del hombre que escudriñaba el embarcadero. No necesitaba verla: sabía que estaría allí, como casi todo el pueblo. Hacía mucho que el vigía de la atalaya había avisado de la llegada del Omega y difundido la noticia; el navio se aproximaba pesadamente: el viaje había tenido éxito.

El reflejo brillante se esfumó, y la muchedumbre apareció a la vista. Mujeres llorosas agitaban sus pañuelos. Viejos lobos de mar, ya retirados, quitándose gorros de lana de las coronillas canosas, saludaban a los balleneros que regresaban, al tiempo que niños con sueños marineros contemplaban la escena con la boca abierta, esperando el día de convertirse en héroes.

La chalana chocó contra los pilotes, y los ojos de Dalton recorrieron la multitud. En pocos minutos, el muelle se convirtió en una confusión de reencuentros felices: novios que se abrazaban, padres con niños a los que acababan de conocer, esposas que se enjugaban lágrimas de felicidad, mientras carricoches y carros tirados por caballos esperaban para trasladar a los recién llegados a sus hogares. Ya tocaban la costa otros botes del Omega, y los estibadores empezaban a descargar los pesados barriles de madera llenos de aceite y grasa de ballena, haciéndolos rodar por la pasarela con un retumbar que parecía un constante trueno lejano. Había carretones tirados por caballos que esperaban para transportar la carga a los almacenes repartidos por la costa.

Por fin, las botas de Rye tocaron la sólida pasarela que ni se agitaba. Cargó al hombro su pesado baúl marinero, metió el chaquetón bajo el brazo y avanzó atravesando la multitud, buscando con mirada ansiosa. Alrededor, todo eran faldas que ondulaban sobre miriñaques de hueso de ballena, y cinturas ceñidas por corsés, también sostenidos por barbas de ballena. Las examinó con la mirada, buscando sólo a una.

Pero Laura Dalton no estaba.

Con el ceño fruncido, recorrió balanceándose todo el largo del muelle Straight, abriéndose camino entre grupos de vecinos del pueblo, con pasos largos y regulares, incluso bajo el peso del baúl. A su paso, las matronas se miraban boquiabiertas, maravilladas. Un par de jovencitas ocultaron la risa tras las manos, y el viejo capitán Silas, con las rodillas cruzadas y la encorvada espalda apoyada en la pared gastada por la intemperie de una choza para carnada, lo saludó con un movimiento de cabeza, y mirando de soslayo al alto y joven tonelero que avanzaba por la acera, dio una chupada a la pipa y refunfuñó:

– ¡Ahá!

Dejando atrás el barullo del embarcadero, Rye pasó ante depósitos que olían a brea, cáñamo y pescado. De las refinerías donde se derretía la grasa para convertirla en aceite de ballena, llegaba esa pestilencia sempiterna, mezclada con volutas del humo gris que brotaba de los calderos.

Pero el esbelto marino casi no advirtió el hedor, y tampoco las miradas inquisitivas que lo espiaban desde las tiendas de lámparas, de sogas y desde la carpintería, mientras recorría a zancadas las calles empedradas, adentrándose en el corazón del pueblo. En la cabecera del muelle, entró en la calle Main, más baja y recta. Ante él, emergiendo del gran puerto, y ascendiendo en suaves cuestas rumbo a la colina Wesco Hills, se extendía la ciudad donde había nacido. ¡Ah, Nantucket, mi Nantucket!

La isla, un afloramiento solitario en el Atlántico Norte, avanzaba unos cincuenta y cinco kilómetros hacia el mar, alejándose de los riscos de barro de Martha's Vineyard hacia el Oeste, y hacia las marismas barridas por el viento de Cape Cod, hacia el Norte. Nantucket, que era conocida como la “Pequeña Dama Gris del Mar”, ese día hacía honor a su nombre, dormida bajo un arco de cielo azul, con sus cabañas plateadas que relucían como piedras preciosas sin pulir bajo el alto sol de primavera. Las calles adoquinadas formaban un fuerte contraste con el verde asombroso de la hierba nueva de primavera que crecía junto a los senderos, que abría paso a retazos más claros de arena y de guijarros, a medMa que se iba tierra adentro. Las brisas saladas barrían los brezales abiertos, cargadas con la fragancia de las ciruelas maduras y de las bayas de arrayán, mientras que, en los jardines, los manzanos florecían en perfumadas explosiones blancas.

Se detuvo para recoger una, llevársela a la nariz y gozar de la delicada fragancia, que era más preciosa aún por ser de la tierra firme y no del mar. Respiró hondo, como si quisiera compensar los cinco años de no haber disfrutado ese placer. Entonces pensó otra vez en Laura, se puso serio, y se encaminó, decidido, en dirección a la casa.

Le bastaron unos minutos para llegar a un raro callejón cubierto de conchillas de un blanco deslumbrante. Tintinearon, aplastadas por sus botas, y Rye alzó más el arcón de marinero al oír ese ruido conocido, el perfume de las flores de manzano, las familiares chozas. Al comprender que, por fin, iba hacia su hogar, una oleada de loca impaciencia le recorrió el cuerpo.

Llegó a una encrucijada en forma de Y, cuya rama izquierda se alejaba hacia Quarter Mile Hill, mientras que la derecha se estrechaba, y subía una suave cuesta donde descansaba una pequeña vivienda típica de la isla, con techo a dos aguas, de una planta y media, con los lados y el tejado recubiertos de tejas de madera plateadas por el viento, la sal y la intemperie hasta adquirir el brillo suave de una perla gris. Hacía décadas que las ventanas guarnecidas de plomo habían sido fundidas para hacer balas, como un sacrificio entregado a la Revolución, pero a cada lado de la puerta resplandecían pequeños paños de vidrio enmarcados de madera, y blancas persianas se abrían como brazos, dejando entrar el día primaveral.

Al los lados del umbral de madera ya había geranios, los preferidos de Laura. Una nueva cerca de siempreverdes bordeaba el lado Oeste de la casa, y una hiedra se acurrucaba contra la pared del hogar. Rye observó, sorprendido, el techo de una vertiente que había sido añadido después de que él se marchara de la casa.

Mientras hacía crujir los últimos metros del sendero cubierto de conchas, en la torre de la iglesia Congregacionista sonó la sirena del mediodía. Sonaba cincuenta y dos veces por día, desde que Rye tenía memoria. En ese momento, llamaba a los ciudadanos de Nantucket a almorzar, pero a él le pareció que la reverberación le estallaba en el corazón, como bienvenida personal al hogar.

A poca distancia de la casa se apartó del sendero, para acercarse sin ruido. La puerta delantera estaba abierta, y el olor a comida le salió al encuentro. Una vez más, una oleada de excitación le sacudió el corazón, y de pronto se alegró de que Laura hubiese decidido esperarlo en la intimidad del hogar, en lugar de hacerlo en el muelle público.

Dejó el arcón junto al camino, se pasó los dedos temblorosos por el cabello descolorido que le caía sobre el rostro como algas, exhaló un suspiro nervioso que le elevó el pecho un instante, y cruzó el umbral.

Miraba al Sur, y llevaba directamente al patio, desde el cuarto en que se guardaban las conservas. Escudriñó en la penumbra, todavía deslumbrado por el fuerte resplandor de afuera. No hizo el menor ruido, aunque le pareció que el corazón le latía tan fuerte que debía de alertar a la mujer de su presencia.

Laura se inclinaba sobre un hogar gigantesco, y llevaba un vestido azul de flores que le llegaba hasta el suelo, y un delantal blanco de tela casera que usaba a modo de agarrador, mientras revolvía el contenido de un caldero de hierro que colgaba de la cabria.

Contempló la parte de atrás de la cabeza con el grueso nudo de cabello del color de la nuez moscada, la espalda esbelta, el contorno insinuado de las caderas bajo el algodón azul. Canturreaba quedamente acompañando el golpeteo de la cuchara contra el caldero.

A Rye se le humedecieron las manos y, al hallar todo tan similar a como estaba cuando lo dejó, se sintió aturdido. La contempló en silencio, regodeándose en la simple familiaridad del regreso al hogar, a esa mujer, a esa casa.

Laura volvió a tapar la olla y se estiró para dejar la cuchara sobre la repisa, mientras que él imaginaba la elevación de los pechos, el color café de sus ojos y la curva de los labios.

Por fin, dio un suave golpe en la puerta abierta.

Sobresaltada, Laura Dalton miró sobre el hombro. La silueta de un hombre alto se recortaba en el vano de la puerta, rodeado por el halo de la luz del mediodía que lo iluminaba desde atrás. Distinguió los hombros anchos, una mata de pelo, un bulto colgando entre la muñeca y la cadera y los pies separados, como para aguantar un viento fuerte.

– ¿Sí?

Se dio la vuelta, secándose en el delantal y llevando una de las manos a los ojos, para protegerlos. Guiñando, se adelantó con pasos inseguros hasta que el borde del vestido quedó iluminado por la luz del sol, entraba hasta el suelo de madera. Se detuvo y vio esos ojos tan conocidos, la piel cobriza, las cejas y el cabello descoloridos… y los labios que besó por primera vez en su vida.

Contuvo una exclamación y se llevó las manos a la boca. Se le dilataron los ojos y se irguió, como golpeada por un rayo.

– ¿R-rye?

Su corazón enloqueció. Se puso pálida, y tuvo la sensación de que el cuarto giraba alrededor, bajo su mirada estupefacta. Por fin, dejó caer las manos y balbuceó, con voz ahogada:

– ¿R-rye?

El recién llegado alcanzó a esbozar una sonrisa trémula, mientras la mujer trataba de comprender lo increíble: ¡ante ella estaba Rye Dalton!

– Laura -pronunció él, ahogándose un poco antes de continuar con tono áspero por la emoción-. Después de cinco años, ¿eso es todo lo que se te ocurre decir?

– ¡R-Rye, Dios mío, estás vivo!

El hombre dejó caer el chaquetón marinero al suelo, dio una zancada, inclinando la cabeza, abrió los brazos y la mujer corrió hacia él, hundiéndose con fuerza en el estrecho abrazo.

«¡Oh, no, oh, no, oh, no!», protestó la mente de Laura, mientras esos brazos que tan bien recordaba la alzaban, apretándola contra una tosca camisa de rayas que olía a mar. Cerró con fuerza los ojos, y luego los abrió mucho, como para aquietar sus sensaciones, que volaban sin control. ¡Pero era Rye! ¡Era Rye! ¡Su abrazo era capaz de romperle las costillas, y su cuerpo, con las piernas muy separadas, se apretaba contra el de ella, las mejillas bronceadas, cálidas y ásperas, desbordaban vida! Sus brazos hicieron lo mismo que miles de veces, antes, lo que ansiaba hacer desde entonces: rodearon los hombros amplios y lo abrazaron, mientras apoyaba la sien sobre las patillas largas y las lágrimas le quemaban los ojos. Entonces, Rye alzó la cabeza. Sus manos callosas y anchas circundaron el rostro de Laura, y la besó con la impaciencia que había crecido en esos cinco años. Esos labios tibios y conocidos, se abatieron sobre los de ella antes de que la razón pudiese intervenir. La lengua voraz buscó y encontró las profundidades de su boca, haciendo que los años se disolvieran en el olvido. Se apretaron con el dulce tormento del reencuentro, sus corazones bailaron una danza violenta, y el abrazo y el beso borraron toda noción del tiempo.

Al fin se separaron, pero Rye no soltó su cara, como si fuese un tesoro valioso, se quedó mirándola a los ojos y murmuró con voz emocionada:

– Ah, Laura, amor.

Fatigado, apoyó su frente en la de ella, cerrando los ojos, regodeándose en la fragancia y la proximidad de la mujer, pasándole las manos por la espalda, como para recordar cada músculo.

Tras un largo momento, Laura levantó la cara de Rye, recorriéndola con los ojos y con las yemas de los dedos, reconociendo las arrugas que habían añadido esos cinco años y que formaban una red en la piel bronceada. Parecía que, después de tantos días de mirar bajo el sol, no sólo se le había desteñido el cabello sino el mismo azul de los ojos.

Con esos ojos la bebió, de pie, a poca distancia. Levantó una de sus grandes palmas, tan duras como las poleas de los aparejos que había manipulado, y la apoyó en la mejilla de Laura, todavía sonrosada por el calor del fuego. La otra palma resbaló desde el hombro a la loma suave del pecho, acariciándola como para asegurarse de que era real, de que, por fin, estaba allí.

La reacción de la mujer fue la misma de siempre: se apretó con más fuerza contra la palma, cerrando un instante los párpados, posando su mano sobre la de él y sintiendo que se le aceleraban los latidos y la respiración. Entonces, cobró conciencia de lo que estaba haciendo y, atrapando la mano del hombre entre las suyas, volvió los labios hacia ellas y las apretó contra su cara, sintiendo que el temor y el alivio creaban una tormenta de emociones en su interior.

– Oh, Rye, Rye -se desesperó-, creímos que habías muerto.

Él puso su mano libre sobre el nudo del cabello que llevaba Laura en la nuca, sintiendo curiosidad por saber hasta dónde le llegaría por la espalda si lo soltaba. La palma áspera se apoderó de las finas hebras que tan bien recordaba, con las que había soñado tantas veces, a solas. La rodeó de nuevo con los brazos, estrechándola contra él, y preguntándole:

– ¿No recibiste ninguna de mis cartas?

– ¿Tus cartas? -repitió ella, aferrándose al sentido común y apartándolo con los codos, saliendo del abrazo aunque era lo que menos deseaba hacer.

– Dejé la primera en la caparazón de tortuga, en la isla Charles.

Encima de cierta roca, en las islas Galápagos, había un gran caparazón blanco de tortuga, que conocían todos los cazadores de ballenas del mundo. No había navio de Nueva Inglaterra que pasara por allí sin detenerse a ver si había cartas para la patria o, si se dirigía al Este, rodeando el cabo de Hornos, para recoger las cartas de los marinos que hubiese y enviarlas a los seres amados en ciudades como Nantucket o New Bedford. Solían pasar meses hasta que llegaran a sus destinatarios, pero la mayoría llegaban.

– ¿No las recibiste?

Rye contempló los ojos castaños de largas pestañas, que lo habían guiado por cientos de tormentas en el mar y de regreso a salvo, por fin a puerto.

Pero ella no hizo más que negar con la cabeza.

– Dejé la primera en el invierno de 1833 -recordó, con ceño preocupado-: Y envié otra por medio de un compañero desde Sag Harbor cuando nos cruzamos en el Stafford, en Filipinas. Y otra desde Portugal. Estoy seguro de que te mandé, por lo menos, tres. ¿No recibiste ninguna de ellas?

Una vez más, Laura se limitó a negar con la cabeza. El mar mojaba, y la tinta era vulnerable. Los viajes, largos, los destinos, inciertos. Existían millones de causas para que esas cartas no hubiesen llegado a destino. No pudieron hacer más que mirarse, perplejos.

– Pe-pero nos llegó la noticia de que el Massachusetts se hundió con… con todos sus tripulantes.

Seria, le tocó la cara para cerciorarse de que no era un fantasma. Entonces vio los pequeños agujeros en la piel: varios en la frente, uno que modificaba apenas la forma del labio superior, y otro que coincidía con la línea de la sonrisa, al lado izquierdo de la boca, dándole un aire de picardía, como si sonriese provocativo aunque no lo hiciera.

«Dios querido -pensó Laura-. Dios querido, ¿cómo puede ser?»

– Perdimos a tres tripulantes a este lado del cabo de Hornos, que saltaron del barco, aterrados ante la idea de afrontar la vuelta al cabo. Así que enfilamos hacia la costa de Chile para conseguir algún contrato de pesca, y nos topamos con una epidemia de viruela. Once días después, supe que yo también la había contraído.

– Pero te inoculaste la vacuna antes de partir.

Le tocó la cicatriz del labio superior.

– Sabes que no es del todo segura.

Por supuesto que no. El método que se usaba en ese momento consistía en dejar secar el pus de las costras insertadas en hilos, y luego se aplicaba el virus a un rasguño en la piel. No siempre impedía la enfermedad pero, de todos modos, la hacía menos severa.

– Como sea, yo fui uno de los infortunados que la pescó. Eso pensé cuando me bajaron del barco, aunque después, cuando supe que el Massachusetts se había hundido con todos sus tripulantes al llegar a las Galápagos… -En sus ojos apareció una expresión torturada, y soltó un hondo suspiro al evocar su roce cercano con la muerte y la pérdida de sus camaradas. Después, volvió con esfuerzo al presente, irguiendo los hombros-. Cuando se pasaron la fiebre y la erupción, tuve que esperar otro barco que necesitara un tonelero. Viajé hasta la isla Charles, sabiendo que todos atracaban allí, y tuve suerte. Llegó el Omega, y yo firmé un contrato para viajar en él, que fue hacia el Pacífico; todo el tiempo creí que mi carta había llegado y que tú sabías que yo seguía vivo.

«¡Oh, Rye, mi amor!, ¿cómo puedo decírtelo?»

Contempló ese rostro bienamado: largo, esbelto, apuesto, y apenas marcado por las cicatrices. Las contó: eran siete, y contuvo las ganas de besar cada una de ellas, comprendiendo que esas cicatrices físicas dejadas por el viaje no eran nada comparadas con las que le dejarían las emociones que lo esperaban.

El cabello grueso tenía el color de las barbas de maíz oscurecidas por el tiempo, y los ojos de Laura recorrieron el contorno de las patillas en forma de L que se proyectaban hacia las mejillas, y luego alzó la vista a las cejas de forma armoniosa, mucho menos rebeldes que el cabello, que siempre parecía peinado por los caprichos del viento, hasta cuando acababa de peinárselo. Lo alisó, «¡ah, por lo menos esta vez…!», incapaz de resistirse a ese ademán familiar, que tantas veces había hecho en el pasado. Y tocándole el cabello, se perdió en sus ojos, esos ojos que la habían perseguido cuando lo creyó muerto. Bastaba con que observara el cielo de pie en el umbral, en un día despejado, para recordar el color de los claros e inquisitivos ojos de Rye Dalton.

Apartó la vista de ellos, martirizada por todo lo que él había sufrido, por lo que aún le quedaba por sufrir, aunque no tenía la culpa.

Antes de su partida, habían sostenido una ardua discusión, y Rye le prometió ir en el ballenero por última vez, para volver con su «apuesta» -su parte de la ganancia-, y lograr así una situación acomodada. Laura le había rogado y suplicado que no fuese, que se quedara a trabajar en la tonelería allí, en Nantucket, con su padre. Las riquezas no le importaban demasiado. Pero él insistió en que haría un viaje más… sólo uno. ¿Acaso no comprendía qué cuantiosa era la parte de un tonelero si llenaban todos los barriles? Laura esperaba que él estuviese ausente unos dos años y, al principio, se hizo a la idea de una ausencia de esa duración. Pero los balleneros de Nantucket ya no podían llenar los barriles cerca de la patria. Todo el mundo necesitaba aceite de ballena, huesos, como le llamaban a las barbas de ballena, y ámbar gris, sustancia cerosa que se usaba para fabricar perfumes; los que buscaban esos productos en alta mar tenían cada vez más dificultades para encontrarlos.

– ¡Pero… cinco años! -gimió.

Rye volvió a cercarle la cara con las manos, y dijo:

– No lamento haberme ido, Laura. ¡El Omega casi se desbordó! ¡Llenó las bodegas! ¡No sabes lo ricos…!

Pero en ese momento interrumpió una voz infantil:

– ¿Mamá?

Laura saltó hacia atrás y se apoyó una mano sobre el corazón, que le martilleaba.

Rye giró sobre sus talones.

En la entrada había un niño rubio, que sólo le llegaba a la cadera. El niño levantó la mirada, turbado, hacia ese extraño alto, y con gesto tímido se metió un dedo en la comisura de la graciosa boca. En el pecho de Rye explotó una catarata de emoción: «¡Jesús, un hijo! ¡Tengo un hijo!”».

Buscó a Laura con mirada inquisitiva, pero ella la eludió.

– ¿Dónde has estado, Josh?

«¡Josh!, -pensó Rye, jubiloso-, ¿abreviatura del nombre de mi padre, Josiah?»

– Esperando a papá.

El pánico la invadió. Se le secó la boca, y las manos se le humedecieron. ¡Tendría que habérselo dicho a Rye de inmediato! Pero, ¿cómo se hacía para decir algo semejante?

El rostro del hombre, iluminado de alegría hacía segundos, pronto perdió la sonrisa cuando miró a su esposa con expresión interrogante. Laura sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas y abrió la boca, dispuesta a decirle la verdad, pero antes de que pudiese hacerlo, unos pasos hicieron crujir el sendero de conchillas y un hombre de complexión cuadrada entró por la puerta. Llevaba un atuendo muy formal: levita de puntas rectas, corbata blanca de lazo, y pantalones de sarga estirados de manera impecable entre sujetadores ocultos y las tiras que pasaban por debajo de los zapatos. Se quitó una lustrosa chistera de castor y la colgó del perchero que estaba junto a la puerta con un movimiento que denotaba hábito. Sólo entonces levantó la vista y vio a Laura y a Rye inmóviles como estatuas, ante él. La mano que se dirigía a la fila de botones de la chaqueta cruzada se detuvo en mitad del movimiento.

Laura tragó saliva. El rostro del hombre que estaba en la entrada palideció de pronto. La mirada de Rye voló desde el atildado sujeto al sombrero de castor que colgaba del perchero, y otra vez al hombre. El silencio era tan espeso que el ruido del estofado hirviendo en la olla pareció tan atronador como el rugir del viento del Noreste.

Un horrible temor atenazó a Rye, un temor mucho más intenso que cualquiera que hubiese experimentado rodeando el cabo de Hornos, en las bocas de dos océanos que se debatían entre sí y amenazaban con destrozar el barco.

Daniel Morgan fue el primero en recuperarse. Se obligó a esbozar una sonrisa de bienvenida, y extendió la mano.

– ¡Rye! ¡Mi buen amigo! ¿Las entrañas del mar te han regurgitado?

– Dan, qué alegría verte -repuso Rye automáticamente, aunque si se confirmaban sus sospechas, sería una mentira a medias-. Lo que pasó fue que no estaba a bordo del Massachusetts cuando se hundió. Me habían dejado en puerto porque contraje viruelas.

Como los dos hombres habían sido amigos íntimos de toda la vida, se estrecharon las manos y se palmearon los hombros, y aunque los gestos fueron sinceros, no ayudaron mucho a despejar la tensión del ambiente. Ninguno de ellos sabía bien cuál era la situación.

– ¿Salvado por… la viruela? -dijo Dan.

La ironía los hizo reír cuando se separaron. Pero la risa derivó en un silencio incómodo y ambos miraron a Laura, que pasaba la vista de uno a otro, posándose al fin en Josh, que los observaba a los tres confundido.

– Ve al fondo a lavarte las manos y la cara para cenar -le ordenó con suavidad.

– Pero, mamá…

– No discutas. Ve.

Le dio un gentil empellón y el chico desapareció por la puerta trasera, seguido por los ojos claros del hombre de mar.

La tensión era palpable como el velo de niebla que cubría Nantucket uno de cada cuatro días. Rye observó el lugar y vio que la mesa de caballete estaba puesta… para tres. En una mesa de fina confección, de madera de cerezo, había un humidificador, ese recipiente para guardar cigarros y, al lado, una silla tapizada de respaldo alto, con un taburete bajo haciendo juego. Ya no estaba la cama que ocupaba el cuarto cuando él se marchó. En su lugar había un camastro de una plaza colocado sobre un arcón; en el frente, unas puertas plegables, ahora abiertas, mostraban soldados tallados en madera sobre el cubrecama: sin duda, la cama del niño. A continuación, desplazó la mirada hacia la nueva abertura hecha en la pared, a la izquierda del hogar. Llevaba a una habitación donde se veía un extremo de la conocida cama de matrimonio.

Rye Dalton tragó con dificultad.

– ¿Has venido a almorzar con Laura? -le preguntó al amigo.

– Sí, yo… -Le tocó a Dan tragar saliva, y no supo dónde poner las manos.

Los dos apelaron en silencio a la mujer, que tenía los dedos apretados ante sí. En la habitación había la misma nube ominosa que presagia el anuncio de la muerte de alguien, pese a que, en este caso, se debía al anuncio de que Rye Dalton estaba vivo.

Laura, con voz ahogada y las mejillas ardiendo, se frotaba las palmas:

– Rye, nosotros… nosotros creímos que estabas muerto.

– ¿Nosotros?

– Dan y yo.

– Dan y tú -repitió sin expresión.

Laura buscó con la mirada la ayuda de Dan, pero él estaba tan mudo como ella.

– ¿Y? -espetó Rye, mirando de uno a otro, sintiendo que su pánico crecía a cada minuto que pasaba.

– Oh, Rye. -Laura tendió hacia él una mano implorante, y dio la impresión de que las líneas de su rostro se desfiguraban de compasión-. Se refirieron a todos los tripulantes. ¿Cómo podíamos saberlo? Nunca se encontró el cuaderno de bitácora.

Por fin, Dan sugirió en voz baja:

– Creo que será mejor que nos sentemos.

Pero, como hombre de mar, Rye Dalton estaba acostumbrado a enfrentarse a las calamidades de pie. Encaró a los dos y los desafió:

– ¿Es lo que parece?

Su vista describió un arco alrededor de la habitación, abarcando todas las señales de la presencia de Dan con esa sola mirada, y se posó sobre su esposa. Laura tenía los labios abiertos y trémulos, y las manos tan apretadas entre sí que los nudillos se le pusieron blancos. Los ojos castaños brillaban de lágrimas contenidas, y tenía una expresión de hondo remordimiento.

Admitió, en voz queda:

– Sí, Rye, así es. Dan y yo nos hemos casado.

Rye Dalton gimió y se dejó caer en una silla, ocultando el rostro entre las manos.

– Oh, Dios mío.

Laura pudo contenerse a duras penas de ir hacia él, arrodillarse y consolarlo, porque sentía su misma angustia. Quiso gritar:

– ¡Lo siento, Rye, lo siento!

Pero también estaba Dan. Dan, el mejor amigo de Rye. Dan, al que también ella amaba, que la había cuidado en la peor época de su vida; que la reconfortó cuando supo la noticia de la muerte de Rye; que se mostró mucho más fuerte que ella ante la pérdida común; que la alegró durante su embarazo y le dio ganas de seguir adelante; que se convirtió en su mano derecha cada vez que necesitaba la fuerza de un hombre para todas las tareas que, como mujer embarazada, no podía hacer; que había llegado a amar al hijo de Rye Dalton como si fuese suyo, que había adoptado a Josh cuando desposó a Laura.

Josh entró con ímpetu, la cara reluciente, su pelo formando una cresta de gallo en la coronilla. Corrió sin dudar hacia Dan, le abrazó las piernas y alzó la vista hacia su cara con una sonrisa angelical, que desgarró el corazón de Rye Dalton.

– Mamá ha hecho tu plato preferido… adivina cuál es.

Rye vio cómo Dan Morgan revolvía el pelo del niño y luego alisaba la cresta que inmediatamente se erguía de nuevo.

– Durante la cena vamos a jugar a las adivinanzas, hijo -le dijo, sin pensarlo.

Al darse cuenta se sonrojó y levantó la vista para encontrarse con la expresión dolorida de Rye.

Los ojos azul claro se posaron en el niño… «¿Cuántos años tendrá? -se preguntó, desesperado-. ¿Cuatro, cinco?». No pudo deducirlo.

Fue levantando poco a poco los hombros caídos y alzó la mirada hacia Laura, preguntándoselo sin hablar. Pero el niño estaba presente, y Rye entendió que no podía contestarle delante de él. Miró otra vez al chico, especulando: «¿Será mío o de Dan?»

La tensión aumentó, y Laura se sintió como si fuese la cuerda de un tironeo entre dos bandos en lucha. Le daba vueltas la cabeza y tenía náuseas; se sentía alienada, como si esa tragedia le estuviese sucediendo a otra persona. Pero recuperó cierto sentido del decoro, y obligó a sus labios a decir:

– Será un placer que te quedes a comer, Rye.

Hasta a ella le sonó extraño invitar a comer al propio dueño de la mesa.

Rye Dalton la oyó pronunciar la invitación, y contuvo una carcajada atormentada que estuvo a punto de escapársele. Durante cinco años había navegado por los mares, comiendo los insulsos bizcochos de a bordo, el intragable estofado, y pescado salado, mientras saboreaba por anticipado su primera comida en el hogar. Y ahora, estaba allí: le llegaba a las narices el aroma de la comida con la que había soñado. Sin embargo, no podía, de ninguna manera, sentarse y compartirla con Laura y con su… su otro marido.

Giró sobre sus pies: de repente tuvo prisa por irse y rumiar sus pensamientos. El niño seguía mirando, cosa que hacía imposible preguntar.

– Gracias, Laura, pero todavía no he visto a mis padres. Creo que iré a saludarlos.

Sus padres debían saber la verdad.

Laura sintió que el corazón se le caía hasta el fondo del estómago. Ella y Dan intercambiaron una mirada cargada de mensajes secretos, en la que la mujer le suplicaba que comprendiese.

– Te acompañaré unos metros por el sendero, Rye -le propuso.

– No… no, no hace falta. Recuerdo bien el camino.

Dan se apresuró a intervenir.

– Ve con él, Laura. Yo serviré la comida para Josh y para mí.

La tensión aumentaba mientras Rye decidía si hacerle a Laura el gesto de que pasara antes que él o insistía en que no hacía falta que lo acompañara.

Josh alzó el rostro hacia Dan, y le preguntó:

– ¿Ese hombre va a salir a caminar con mamá?

– Sí, pero mamá volverá pronto -respondió Dan.

– ¿Quién es? -preguntó, con toda inocencia.

– Se llama Rye, y es amigo mío desde hace muchos años… y también lo es de tu madre.

El niño examinó al alto y robusto desconocido, con sus ropas blanqueadas por la sal, con el cabello desteñido por el sol, que tenía las botas impregnadas de aceite de ballena y que hablaba de forma cortada, diferente de la de ellos.

– ¿Rye? -repitió el niño-. ¡Qué nombre tan raro! [1]

La precocidad del niño hizo sonreír a Rye, y observó cada peca, cada gesto, cada expresión, mientras seguía preguntándose si sería su hijo.

– Sí, es raro, ¿verdad? Lo que pasa es que el apellido de soltera de mi madre es Ryerson.

– Yo tengo un amigo que se llama Jimmy Ryerson.

«Si eres mi hijo, ese es tu primo», pensó el hombre, mientras la mirada de sus ojos azules se posaba en Laura. Una vez más tuvo que demorar la respuesta, y vio que la madre se apoyaba en una rodilla para hablarle al niño.

– Tú y… y papá podéis empezar. No tardaré más que un minuto.

Al percibir su propia vacilación al pronunciar la palabra papá, se sintió culpable, confundida e incómoda. «¡Querido Señor, qué he hecho!». Con el rabillo del ojo, vio que Rye se inclinaba para recoger su chaquetón marinero del suelo y luego se incorporaba y la aguardaba.

Viendo salir primero a Laura y a Rye tras ella, Dan se quedó mirando sus espaldas con una expresión tensa y los labios apretados. Recordó cuando eran niños, cuando los tres corrían juntos por las dunas, descalzos y despreocupados. Transportada por ese recuerdo, le llegó su propia voz, quebrándose en un agudo falsete:

– Eh, Laura, ¿quieres venir conmigo a ver si las fresas silvestres están maduras?

Y Laura, que le gritaba a Rye, que se alejaba:

– Eh, Rye, ¿quieres venir con nosotros?

Rye, mirando sobre el hombro, sin dejar de caminar:

– No, prefiero ir a Altar Rock, a ver los balleneros.

Luego, otra vez Laura, eligiendo como siempre lo hacía:

– Me voy con Rye. De todos modos, es probable que las fresas todavía no estén maduras.

Y Dan, que los seguía con las manos en los bolsillos, deseoso de que, al menos una vez, lo siguiera a él como seguía a Rye.

Fuera, Rye levantó otra vez el arcón y se lo puso sobre el hombro para avanzar por el sendero cubierto de conchillas, con Laura a su lado, los dos cuidando de mantener la vista al frente. Pero la mujer veía los puños de la camisa endurecidos por la sal, y él, las faldas bordadas con ramilletes. Tuvieron la sensación de que había pasado una eternidad hasta llegar a una distancia de la casa lejos del alcance de oídos ajenos, y que Rye preguntase:

– ¿Josh es mi hijo?

– Sí.

Laura sintió una oleada de júbilo al poder decírselo, al fin, aunque se amontonasen las incertidumbres sobre esa pasajera alegría.

Los pies de Rye se inmovilizaron. El arcón se le resbaló del hombro y cayó con un crujido sobre las conchillas. Habían llegado a la encrucijada del camino. A la izquierda, había un huerto de manzanos repletos de flores. Macizos de flores violáceas de azafrán se mecían al sol. Abajo, la bahía chispeaba, esplendorosa y azul como los ojos que buscaron y sostuvieron la mirada de la mujer.

– ¿En serio, es mío? -preguntó, incrédulo.

– Sí, de verdad es tuyo -murmuró, con sonrisa trémula que daba a su rostro una breve serenidad, al tiempo que observaba las reacciones que desfilaban por el semblante de Rye.

De repente se dejó caer hacia atrás, sentado sobre el baúl, respirando hondo como si se recuperase de un golpe que le había quitado el aliento.

– Mío -repetía mirando el suelo y luego, los ojos castaños rientes-. Mío -como si aún no pudiese creerlo.

Le tomó la mano, y Laura ya no pudo rechazarlo: ese era el lugar correcto donde debía estar su mano en ese momento. Del mismo modo, tampoco podía cambiar las mareas irreversibles del destino que los habían llevado a esa situación. La mano ancha y tostada, envolvió la suya, mucho más pequeña y ligera, y la atrajo hacia sí, contra la unión de sus muslos, apoyándole las manos en las caderas mientras la contemplaba con los ojos desbordantes de emociones. Con una leve presión en la cintura, la acercó todavía más, hasta que las rodillas de Laura tocaron la unión de sus piernas, y lanzó un gemido quedo, apretando la cara contra la cintura de la mujer.

– Oh, Laura…

Por encima pasaron unas gaviotas chillando, pero ella no las vio porque tenía los párpados cerrados para no ver el áspero cabello claro debajo de sus pechos, toda la parte superior de la cabeza que tanto ansiaba ceñir con fuerza contra sí.

– Rye, por favor…

La mirada dolorida del hombre se alzó hacia ella.

– ¿Cuánto tiempo hace que te casaste con él?

– En julio va a hacer cuatro años.

– Cuatro años. -Por su mente pasó una sucesión de imágenes no deseadas donde Laura y Dan compartían inevitables intimidades-. Cuatro años -repitió desalentado, con la vista fija en el borde de su falda-. ¿Cómo pudo pasar algo así? ¡Cómo! -Encolerizado, se puso de pie dándole la espalda, sintiéndose impotente y frustrado-. ¿Y Josh… no lo sabe?

– No.

– ¿Nunca le hablaste de mí?

Se volvió otra vez hacia ella.

– Nosotros… no se lo ocultamos deliberadamente, Rye. Es que… bueno, Dan ha estado con nosotros desde que él nació, desde antes de que naciera. Llegó a quererlo como a un… un padre.

– Quiero que lo sepa, Laura. ¡Y te quiero a ti de vuelta, y que los tres vivamos en esa casa, como debe ser!

– Ya lo sé, pero dame tiempo, por favor. -Tenía el rostro surcado de líneas, y se le quebró la voz-. Esto es… bueno, es demasiado repentino para nosotros.

– ¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo?

Se puso serio.

La mirada de Laura se enfrentó con la suya, preguntando qué era lo que querría. Pero al ver la intensidad de esa mirada, su decisión, bajó la vista, la clavó en el pecho de él y no supo qué responder.

– He estado esperando este día durante cinco años, y me pides que te dé tiempo. ¿Hasta cuándo tengo que seguir esperando?

Se acercó a ella.

– No lo… no tendríamos que… -Parpadeando, apartó la vista de sus labios-. Yo… por favor, Rye -tartamudeó.

– ¿Por favor, Rye, dices? -Con los ojos clavados en la boca de la mujer, la tomó del codo-. Por favor, ¿qué?

– Nosotros… aquí pueden vernos.

Pero tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes, y por sus labios entreabiertos el aliento salía rápido.

– ¿Y qué? Eres mi esposa.

– No te he acompañado hasta aquí para esto.

– Yo sí. -La voz se le había enronquecido, y le tiraba del codo. Echó un vistazo a la cima de la colina para asegurarse de que no los verían desde la casa-. Han pasado cinco años, Laura. ¡Dios mío!, ¿sabes cómo he pensado en ti? ¿Cómo te eché de menos? Y lo único que obtengo es un simple beso, cuando lo que yo quiero es mucho más. -Sus ojos eran como una caricia azul; la voz, una áspera tentación-. Quisiera poseerte aquí mismo, bajo los manzanos, y que el mundo se vaya al infierno y Dan Morgan junto a él. Ven aquí.

Apretó los dedos. Cuando la acercó más y más hacia sí, borrando el espacio entre ellos, el corazón de Laura saltó enloquecido, mientras los ojos azules devoraban los rasgos de su cara y la mano grande encontraba la curva de la cintura. La apretó contra él, y aunque los codos plegados de la mujer se interponían entre los dos, en cuanto las caderas se tocaron supo que Rye había florecido tan plenamente como los manzanos. El beso fue húmedo y voraz, una invasión completa de su boca, diciéndole, sin lugar a dudas, que bastaba con su aceptación para que invadiera también el resto de su persona.

Gimió dentro de la boca abierta de Laura, y su lengua bailoteó, lujuriosa, sobre la de ella, percibiendo con los dedos el sol atrapado en el abundante cabello castaño, cuidando de no desordenarlo, aunque nada le hubiese gustado más que soltarlo y verlo caer en abanico sobre la hierba, mientras él la poseía como soñaba hacerlo desde hacía tanto tiempo.

Su mano bajó por el cuello hasta los omóplatos, la espalda, las costillas… hasta que se topó con el severo límite hecho con la misma sustancia que lo había empujado a alta mar y a perderla: ¡barbas de ballena!

– ¡Malditos sean todos los balleneros! -exclamó con vehemencia, apartando su boca de la de Laura y examinando el armazón del corsé con los dedos.

Empezaba debajo de los omóplatos y se extendía hasta la zona lumbar de la columna, y lo siguió a través de la tela azul del vestido, azotando con su aliento la oreja de la mujer.

Esta no pudo contener una sonrisa.

– En este preciso momento, doy gracias a Dios por los balleneros -afirmó temblorosa, retrocediendo.

– ¿Laura?

Era la primera admisión que hacía de su deseo por él. Pero cuando Rye le levantó la barbilla para darle otro beso, no se lo permitió:

– ¡Detente, Rye! Podría pasar alguien.

– Y vería a un hombre besando a su esposa. Vuelve aquí, que todavía no he terminado.

Pero ella volvió a eludirlo.

– No, Rye. Tienes que entender que esto debe acabar hasta que esta espantosa situación se aclare.

– La situación es clara: tú te casaste conmigo primero.

– Pero ya no.

Por difícil que fuese decirlo, tenía que aclararlo, pues no quería lastimar a Dan.

La erección abandonó el cuerpo de Rye con una velocidad que lo sorprendió.

– ¿Eso significa que tienes intenciones de quedarte con él?

– Por el momento. Hasta que tengamos ocasión de conversar, de…

– ¡Eres mi esposa! -Cerró los puños-. ¡No aceptaré que vivas con otro hombre!

– En esto, mi opinión vale tanto como la tuya, Rye, y no pienso… no pienso abandonar a Dan en un arranque emotivo. Hay que tener en cuenta a Josh, y… y… -Frustrada, se restregó las manos y empezó a pasearse agitada, hasta que al fin giró sobre los talones y lo miró-. Durante más de cinco años, creímos que estabas muerto. No es lógico que pretendas que, en una hora, nos adaptemos al hecho de que no lo estás.

La mandíbula de Rye parecía hecha de teca, y contemplaba la bahía de Nantucket con expresión seria.

– Si vas a quedarte con él -dijo en tono helado-, avísame, pues… ¡por Dios, no pienso quedarme a verlo! Me iré en el próximo barco ballenero que salga del puerto.

– Yo no he dicho eso. Te he pedido algún tiempo. ¿Me lo darás?

Volvió otra vez los ojos a ella, pero le exigía un esfuerzo tremendo estar tan cerca de Laura y no abrazarla… besarla… y más. Hizo un brusco gesto de asentimiento, típico de los nativos de la región, y después, miró de nuevo hacia la bahía.

Llegó flotando hasta ellos el sonido solitario de una boya sonora, desde los bancos de arena ocultos de los bajíos. El eterno ruido del océano rompiendo contra la costa formaba una música de fondo que ninguno de los dos escuchó, pues toda su vida había estado acompañada por ese sonido. Los gritos de las gaviotas y el golpear de los martillos desde los astilleros que había más abajo formaban parte de la orquesta de la isla, que se percibía de manera inconsciente, del mismo modo que el olor de los brezales y las marismas, y el aire húmedo y salado.

– ¿Rye?

Hostil, se negó a mirarla.

Laura le apoyó la mano en el brazo, y sintió cómo los músculos se tensaban al contacto.

– He venido contigo hasta aquí porque quería hablarte antes de que bajaras la colina.

Siguió sin mirarla.

– Me temo que tengo… malas noticias.

Le lanzó una mirada repentina, y se volvió otra vez.

– ¿Malas noticias? -repitió, irónico, para luego soltar una carcajada carente de alegría-. ¿Qué podría ser peor que las malas nuevas que ya he recibido?

«¡Rye, Rye! -clamó el corazón de Laura-, no mereces encontrarte con tanto sufrimiento a tu regreso».

– Has dicho que ibas a ver a tus padres, y yo… me pareció que, antes de llegar a su casa…

Rye empezó a girar la cabeza y, como si ya hubiese adivinado, los hombros comenzaron a ponérsele rígidos. Laura le apretó el brazo con la mano.

– Tu madre… no está en tu hogar, Rye.

– ¿Que no está en casa?

Y aunque se dio cuenta de que él ya lo sabía, las palabras no pasaban por su garganta.

– Está allá abajo, en Quaker Road.

– ¿Qua… Quaker Road?

Dirigió la vista hacia allá, y la volvió a ella.

– Sí. -Los ojos de Laura se llenaron de lágrimas, y se le estremeció el corazón por tener que someterlo a otro golpe emocional.

– Murió hace dos años. Tu padre la sepultó en el cementerio cuáquero.

Sintió que por el cuerpo del hombre pasaba un temblor. Rye giró con brusquedad, metió con fuerza las manos en los bolsillos, enderezó los hombros y procuró mantener el control. A través de un velo de lágrimas, Laura vio que, en la nuca, el clarísimo cabello de Rye sobrepasaba el cuello de la camisa; entonces él alzó la cara al cielo azul y de su garganta brotó un solo sollozo estrangulado.

– ¿Queda algo como estaba antes… de que yo me marchara?

La compasión la desgarró. Se le atravesó en la garganta, y de pronto, sintió una necesidad urgente de suavizar el dolor, de consolarlo. Se acercó a él y le apoyó la mano en el valle que se formaba entre los omóplatos. El contacto le provocó otro sollozo, y luego otro.

– ¡Maldita sea la pesca de ballenas! -gritó Rye al cielo.

Laura sintió que la espalda ancha temblaba, y los sonidos de la desesperación del hombre la angustiaron. «Sí, maldita pesca», pensó. Era un capataz riguroso, que no otorgaba demasiado valor a la vida, al amor o a la felicidad. Al ballenero se le exigía sacrificarlos para conseguir aceite, hueso y ámbar gris. Los veleros asolaban los siete mares durante años seguidos, llenando lentamente los barriles, mientras en tierra firme morían madres, nacían hijos y las amadas impacientes se casaban con otros.

Pero, por las noches, los hogares tenían luz. Y las señoras se perfumaban con las esencias destiladas del ámbar gris. Y procuraban convencerse de que los corsés de ballenas podían custodiar con eficacia la virtud, porque, al otro lado del Atlántico, una reina de espalda rígida impuso el recato que se extendía en oleadas, como una peste.

Lo inhumano de la situación la abrumó, y sin poder apartarse más de Rye, le rodeó con sus brazos y lo ciñó con fuerza, apoyando la frente contra la parte baja de la espalda.

– Rye querido, lo siento mucho.

Cuando el llanto pasó, él sólo hizo una pregunta:

– ¿Cuándo volveré a verte?

Pero ella no tenía respuesta que aliviase su desdicha.

El viento primaveral, indiferente a las penas humanas, perfumado de sal y de flores, le agitó el cabello, y luego se deslizó otra vez para secar el calafateado de otro ballenero más que estaba siendo puesto a punto para partir, y para llevarse el humo de los talleres que traían la prosperidad, y a veces el dolor, a la isla de Nantucket.

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