Capítulo11

Sus ruegos fueron escuchados, pues el día siguiente amaneció sin nubes, despejado como un diamante perfecto. Laura llevó a Josh a la casa de Jane y llegó al claro la primera. Separando las enredaderas, se metió dentro y se quedó un momento inmóvil, escuchando. La tarde estaba tan silenciosa que creyó oír el martilleo que llegaba desde los astilleros, a más de seis kilómetros de distancia. Pero quizá sólo fuese el martilleo de su propio corazón, que golpeaba mientras contemplaba ese óvalo rodeado de árboles… protegido, íntimo, perfecto.

Olía a hierbas y a pino, y a tiempo a solas y, levantándose las faldas hasta los tobillos, dio la cara al sol, con los párpados cerrados, y sintió sobre la piel sólo la tibieza y una sensación de que todo estaba bien. Abrió los ojos y describió un amplio círculo: sólo la rodeaban sombras de vegetación, que la abrazaban en un mundo estival propio. Giró más y más rápido, con los brazos extendidos a todo lo ancho en feliz abandono y las faldas revoloteando en torno de los tobillos, como un molinete.

¡Él se acerca! ¡Está viniendo!

Imaginarlo estrechándola contra su pecho hacía correr por sus miembros oleadas de expectativa.

Con el rabillo del ojo, sorprendió un movimiento y dejó de girar, llevando los dedos al costado del pecho, como si quisiera retener el corazón dentro del cuerpo.

En el límite del claro apareció Rye y la perra que, como de costumbre, se detuvo junto a las rodillas del amo. Los ojos azules sorprendieron una etérea visión de piqué blanco que giraba y giraba, y la sombra del sombrero de paja de ala ancha dibujaba un encaje sobre el rostro levantado. Desde la coronilla flotaba una cinta verde menta, que revoloteaba sobre el hombro para luego posarse sobre la piel desnuda que dejaba ver el escote cuadrado del corpiño.

Las miradas se encontraron. Los sentidos se estremecieron. Laura no sintió el menor embarazo por haber sido sorprendida en semejante demostración de abandono, porque quería demasiado bien a Rye para ocultarle sus impulsos.

Él estaba embutido en unos ajustados pantalones de color tostado y una camisa de muselina blanca, en asombroso contraste contra las hojas verdes de la vid silvestre que le hacían de fondo. Tenía un pulgar enganchado en la cintura y otro en un saco cerrado con un cordel, que le colgaba del hombro.

Contempló a la mujer que lo esperaba, sin sonreír ni moverse, pero con el corazón palpitándole salvaje.

¡Laura, has venido! ¡Has venido!

La cintura esbelta estaba ceñida por una cinta de satén verde, como la del sombrero. Amplia falda blanca, semejante a una nube, que los tallos de hierba levantaban, mientras que el corpiño apretaba las costillas, levantando los pechos que -hasta desde la distancia que los veía Rye-, subían y bajaban con más rapidez desde que lo había visto.

Dejó deslizar lentamente el saco al suelo, con los ojos fijos en Laura, y le ordenó en voz suave:

– Quédate.

Lo oyó pronunciar la palabra en medio del silencio y, al tiempo que la perra se echaba al suelo a esperar, Laura se quedó inmóvil, sin respirar, como si la orden fuese para ella.

Rye dio un primer paso lento y luego otro, también parsimonioso, sin apartar jamás la mirada de ella. Las botas altas arrancaban susurros al rozar la hierba. El corazón de Laura clamaba bajo los dedos finos, aún apretados contra el pecho. Cuando él se detuvo cerca, se bebieron con la mirada, en silencio, largo rato, hasta que al fin Rye alzó una mano lánguida acercándola a la oreja de Laura, atrapó la cinta verde enganchándola en la curva de un dedo, y tiró lentamente hacia abajo hasta rozar la piel desnuda sobre el ajustado corpiño.

– Satén -dijo en voz muy suave, pasando el dorso del dedo índice arriba y abajo, entre el pecho y la cinta.

La carne de Laura subía y bajaba más rápido bajo el nudillo del hombre. Vio que la mirada de Rye seguía la trayectoria de la cinta verde hacia la parte más plena del pecho, y volvía lentamente a sus labios. Del fondo de su garganta brotó una sola palabra medio ahogada:

– Sí.

La respuesta instantánea fue una sonrisa.

– Se interpone en mi camino.

Sin embargo, jugueteó con la cinta, rozándola de arriba abajo, de arriba abajo, y el aleteo del satén contra el hueco del cuello le puso la piel de gallina. Él estaba muy cerca, con las botas lustrosas sepultadas bajo la montaña de frunces de su falda.

Los ojos azules como el cielo que le servía de fondo detuvieron su mirada en cada rasgo de la mujer, y los de ella recorrieron el rostro de él, con su piel del color de una nuez, iluminada por el sol de la tarde, el cabello y las nuevas patillas que le daban un aspecto algo extraño. Lo raro era que los dedos de Laura todavía estaban ahuecados sobre su propio pecho: sentía sus latidos acelerados, y se preguntó si él también los detectaba, cuando se inclinó con gestos lentos, y sacó el nudillo para dar paso a los labios cálidos, abiertos. Con delicadeza, tocó la piel satinada que cubría la clavícula y apartó la cinta.

Un torrente de emociones inundó a Laura, que cerró los párpados y tocó la cara de Rye por primera vez.

– Oh, Rye -suspiró, ahuecando la mano en el mentón, apoyando los labios en el cabello.

Su fragancia era tal como la recordaba, una mezcla de cedro, el tabaco de la pipa del padre y ese matiz que, para ella, era la brisa marina, pues no se le ocurría otro nombre.

Rye alzó la cabeza con aparente parsimonia si bien, por dentro, él también estaba impaciente. Pero esto era demasiado bueno para apresurarlo, demasiado bello como para abalanzarse a gozar el lujo que podían permitirse en esa tarde dorada.

– Date la vuelta -le ordenó con suavidad.

Aún no había tocado más que el tentador trozo de piel que cubría la clavícula.

– Pero…

Los labios de Rye eran demasiado incitantes, su caricia, demasiado tentadora.

– Date la vuelta -repitió con más suavidad aun, poniéndole las anchas manos tostadas en la cintura diminuta.

Ella las cubrió con las suyas y se dio la vuelta con mucha lentitud, casi sin poder respirar. Rye sacó las manos y Laura sintió el tirón al alfiler de bronce que sujetaba el sombrero, al mismo tiempo que él preguntaba:

– ¿Qué llevo puesto?

– Una camisa de muselina blanca, los pantalones veraniegos de color tostado que te pusiste aquel día que comimos naranjas en el mercado, botas negras nuevas que yo no conocía y un diente de ballena colgando de una cadena de plata, que se ve por el cuello abierto de la camisa.

– Ahhh… muy bien. Has ganado una recompensa.

Le quitó el sombrero, que cayó en la hierba junto a ella. Las manos anchas con los dedos abiertos se extendieron sobre las costillas, como si Laura fuese una bailarina a la que estuviese sosteniendo en un giro. Tocó con los labios el costado del cuello, sobre la línea del escote, y la mujer ladeó la cabeza para gozar de la gloriosa sensación de esa boca sobre su piel.

– Sus recompensas son muy míseras, señor Dalton -murmuró, sintiendo que su cuerpo se rebelaría si no podía ver más de él de lo que Rye decidía darle, con ese talante de provocación.

– Creo recordar que te gustaba muy lento… ¿o acaso has cambiado? ¿Quieres que sea todo de golpe?

Laura lanzó una risa gutural, pues tenía la cabeza echada atrás, sintiendo la calidez del sol en la mandíbula, y él le mordisqueaba el costado del cuello y lo humedecía con la lengua.

– Mmm, sabes bien.

– ¿A qué?

– A lilas.

– Sí, agua de lilas. -Se movió con sensualidad-. Tú también has ganado una recompensa.

Supo que estaba sonriendo, aunque tenía el rostro hundido en el cuello de ella, y el de Laura estaba alzado hacia el cielo de Nantucket. Le cubrió las manos con las de ella. Por un momento, ninguno de los dos se movió, y lo único que se agitaba era el aliento de él contra el hombro de ella, y el de ella, que elevaba las manos de los dos, apoyadas en el torso. Las manos de Rye eran más anchas que las suyas, los dedos más largos, la piel más áspera. Las guió con suma lentitud hacia arriba, y la sonrisa se desvaneció de sus labios, que se entreabrieron cuando sostuvo las palmas de Rye ahuecadas, apretadas sobre sus pechos. Por un momento, el aliento cesó junto a su oído y se lo imaginó con los ojos cerrados, como estaba ella, e imaginó también las manchas de sol que bailaban una danza loca y eufórica sobre sus párpados.

– Laura, amor-dijo con voz ronca, al tiempo que las manos empezaron a moverse acariciando, reconociendo, y las de ella quedaron sobre las de él, absorbiendo la sensación del contacto-. ¿Estoy soñando o estás aquí de verdad?

– Estoy aquí, Rye, estoy aquí.

Mientras compartían las primeras caricias, las notas lejanas de la campana de la iglesia flotaron a través del prado, entonando el preludio musical de la hora, y luego la hora misma… ¡la una! ¡las dos! Habían crecido escuchando esa campana, ajustando su tiempo a ella, y conocían bien su lenguaje.

– Dos en punto. ¿Cuánto tiempo tenemos?

– Hasta las cuatro.

Una mano abandonó el pecho y le levantó la barbilla. Volviéndose a medias, por fin los labios se encontraron sobre el hombro de Laura, y mientras se besaban, desearon que la campana no hubiese sonado. Rye le puso las manos en la cintura y la hizo girar, casi con crueldad, ella le enlazó un brazo en el cuello, el otro en el torso, mientras él la estrechaba con tanta fuerza que las ballenas del corsé le lastimaron la piel. La boca de Rye se unió a la suya y las lenguas se poseyeron, embistiendo y saboreando, voraces, anhelando más intimidad. Él la sujetó por los costados de la cabeza y la devoró con su boca en una dirección y luego en otra, emitiendo sonidos guturales, como si sintiese dolor. Con el tañido de la campana desapareció toda ficción de desinterés, pero las vibraciones quedaron dentro de los cuerpos de los dos, que se movían rítmicamente uno contra el otro cuando Rye pegó el suyo contra el de ella.

Se dejó caer al suelo llevándola consigo, y cayó sobre ella en un revuelo de piqué blanco. Alzando un brazo, lo pasó por la nuca de Laura y la inclinó hacia él mientras ella le depositaba besos en los párpados cerrados, las sienes, el espacio debajo de la nariz y el cuello.

– Oh, Rye, te reconocería por el olor aunque tuviese los ojos tapados. Podría reconocerte entre todos los hombres del mundo sólo por el olfato.

Sin abrir los ojos, Rye rió entre dientes, y dejó que ella siguiera olfateándolo y besándole toda la cara y el cabello.

– Mmm -canturreó Laura en su deleite, con la nariz metida en las ondas suaves que tenía Rye sobre la oreja.

– ¿A qué huelo? -preguntó él.

– A cedro, a humo y a sal.

Rió de nuevo y posó otra vez su boca en la de ella, lanzándose a un largo y ardiente juego con las lenguas. Laura recorrió con las manos los músculos firmes del pecho, y la palma de él se apoyaba en el costado del pecho de ella, permitiendo que el largo pulgar lo explorase hasta que el pezón le envió un dulce ramalazo de dolor, como pidiendo que lo liberase de su estrecho confinamiento.

Laura metió la mano dentro de la camisa. Los dedos que revoloteaban sintieron que la cadena estaba tibia, el vello era sedoso, el pezón masculino, pequeño y duro. Bajo su mano, los músculos se tensaron hasta que, con un gemido, volvió la cara hacia los pechos de ella, abrió la boca voraz sobre la delantera del vestido y su aliento cálido pasó a través de la tela. Luego, atrapó la tela entre los dientes y tiró de ella, lanzando sonidos inarticulados que provenían del fondo de su garganta.

– ¿La tienes puesta?

Se echó atrás, soltando la tela blanca.

Las miradas se encontraron, mientras Laura recorría con un solo dedo el contorno de una patilla, desde la sien donde latía el pulso hasta la curva debajo del pómulo.

– Sí, la tengo puesta.

– Eso supuse. Puedo palparla.

– Desde que me la diste, la he usado todos los días.

– Déjame verla.

Pero se demoró así, echado sobre el regazo de ella, contemplando el delicado rubor de las mejillas, los ojos castaños, los párpados ya pesados por la excitación. Se incorporó apoyando una palma junto a la cadera de ella, con los ojos al mismo nivel.

– Date la vuelta -le ordenó con dulzura.

Se apartó de las faldas, se arrodilló detrás y la tela susurró y se hinchó, cubriendo por completo los muslos del hombre. El cabello de Laura estaba recogido en una cascada de tirabuzones que ella apartó a un lado, presentándole la nuca. La tocó con las yemas de los dedos, provocándole estremecimientos que iban precediendo su contacto a lo largo de toda la línea de ganchos por la espalda. Laura se imaginó las manos de Rye, rudas y hábiles, que sabían controlar tanto el roble como la carne de una mujer. El contraste entre las imágenes la inundó con una oleada de sensualidad en el momento en que él abría el vestido hasta la cintura, y después, más abajo.

El vestido cayó hacia delante; Laura se lo sacó de las muñecas y luego, todavía sentada, buscó el botón de la cintura de su enagua. Observándola, Rye apoyó una mano en el omóplato, encima del corsé, y acarició el hueco del centro de la espalda con el pulgar. Ya el vestido y las enaguas se extendían como una lila recién abierta, de la que Laura era el pistilo. Como una abeja recogiendo el néctar, Rye inclinó la cabeza, besó el hombro terso y luego se incorporó para soltar los cordones de la espalda del corsé. Centímetro a centímetro, iban aflojándose y dejando al descubierto la arrugada camisa. La tocó, indicándole que se pusiera de pie, y ella se levantó con las rodillas temblorosas, apoyándole la mano en el hombro para sostenerse y sacar los pies fuera del cilindro dé ballenas.

Rye elevó la mirada, pero Laura estaba un poco apartada de él, sólo ataviada con los calzones y la camisa. Las manos fuertes y bronceadas le oprimieron las caderas, haciéndola girar lentamente de cara a él sin dejar de contemplarla, y a continuación extendió la mano hacia la cinta que había entre los pechos. Pero las manos se detuvieron y atraparon las de ella, mientras hablaba sin quitarle la vista de encima.

– Quítatelo tú. Yo quiero observar. Allá, en alta mar, lo que más recordaba era tu imagen desvistiéndote.

Hizo girar una mano con la palma hacia arriba, luego la otra, y depositó un beso lánguido en cada una para luego apoyarlas sobre las cintas. Se acomodó sobre los talones, observando, recordando las primeras veces en que la vio desvestirse.

Laura soltó las cintas sin prisa y, a medida que lo hacía, un torrente de sensaciones la tornaron audaz y tímida, pecadora y glorificada, mientras la mirada de él se clavaba en la suya. Tomó el borde de la prenda que le llegaba a la cintura, se la sacó por la cabeza y luego dejó caer los brazos a los lados, dejando que la camisa pendiera, olvidada, de sus dedos.

La mirada de Rye acarició los pechos desnudos, los pezones morenos expuestos al sol, la red de líneas rojas entrecruzadas sobre la piel. Laura, inmóvil, vio cómo subía y bajaba la nuez de Adán, y cómo luego se ponía de rodillas, y apoyaba con suavidad las palmas tibias sobre sus costillas, acercándola, y besando la marca de la ballena tallada en el centro del vientre y del pecho. Las ballenas comunes del corsé habían dejado otras marcas a los lados, y él les aplicó el mismo tratamiento, recorriéndolas con la punta de la lengua, empezando por el hueco tibio debajo del pecho y resbalando hacia la cintura. Las manos acariciaron la espalda cálida, acercándola a él, al tiempo que los labios, por fin, cubrieron uno de los dulces y oscuros pezones.

Laura cerró los ojos, flotando en una líquida marea de deseo, con una mano tanteando el cabello del hombre y la otra en el hombro de él, empuñando un trozo de camisa y retorciéndola mientras él pasaba al otro pecho, tironeando, chupando, provocándole espasmos de deseo que le recorrían los miembros como cuchilladas.

Encerrándole las caderas con un brazo fuerte, la atrajo hacia su pecho y estrechó a la mujer que había deseado durante cinco dolorosos años. Después de largos minutos de deleite, se echó atrás para contemplarla. Laura, a su vez, bajó la vista para mirarlo, enmarcado por sus pechos descubiertos, y sonrió viendo los dedos oscuros que acariciaban su carne suave y blanca, modelándola a su antojo, con expresión maravillada en el semblante. Libre de pudor, miró, se regocijó y dejó crecer la marea de emociones.

– Creí que te recordaba perfectamente, pero en mis recuerdos nunca fuiste tan maravillosa. Oh, mi amor, qué suave es tu piel.

Rodeó con la lengua la circunferencia externa de una esfera y luego su cima, dejando un ancho círculo mojado en la piel. Luego se apartó y observó cómo el aire evaporaba y enfriaba, y el pezón se erguía, excitado, como una fruta madura que otra vez estimuló con la lengua y los dientes.

Laura se inclinó sobre el hombro de Rye y tiró para soltar la camisade los pantalones: necesitaba tocar algo más que la ropa. Obediente, él se sentó y levantó los brazos permitiendo que la camisa pasara por su torso y sus muñecas. Sujetando la prenda, Laura hundió la cara en la tela suave y aspiró hondamente el perfume que retenía.

Una mano impaciente le arrebató la camisa y la arrojó a un lado.

– Siéntate -le ordenó con tono áspero.

Laura le obedeció de inmediato, y se sentó sobre los calzones con volantes, apoyando las palmas en la hierba detrás de ella. Fascinada, vio cómo Rye le levantaba un pie y empezaba a quitarle un zapato. Lo arrojó sobre el hombro antes de quitarle la media y levantar el otro pie.

Logró sacarle el segundo zapato sin apartar los ojos de su cara, mientras Laura no perdía un sólo movimiento del excitante proceso, cada ondular de los músculos de esas manos que la desvestían. El segundo zapato y la media se unieron a los otros, y Rye sostuvo los pies con ambas manos, pasando el pulgar por la sensible cara interna. Mientras acariciaba el pie, los ojos recorrían el cabello revuelto, los pechos desnudos, los calzones.

– Eres bella.

– Tengo arrugas en el vientre.

– Aun con las arrugas, eres bella. Amo cada una de ellas.

En cuclillas, con las rodillas bien separadas, levantó un pie, besó el arco y luego el pequeño hueco bajo el hueso del talón, contemplando la boca hechicera que se abría y la lengua atrapada entre los dientes. Apretó la planta del pie en el centro de su pecho duro, moviéndolo en pequeños círculos bajo la mirada de ella… haciéndola sentir el vello sedoso, los músculos duros, la cadena y el diente de ballena, pendiendo sobre los dedos desnudos del pie.

Los sentidos, que habían estado dormidos cinco años, saltaron a la vida dentro de Laura mientras Rye iba bajando el pie por el centro de su pecho, descendiendo por el vientre duro, la cintura, para apoyarlo, al fin, sobre las duras colinas calientes de su erección. Cerró los ojos, y exhaló un hondo suspiro trémulo. Laura lo apretó con el talón, y Rye se balanceó hacia delante sobre las rodillas, y las manos de la mujer aferraban puñados de hierba. Cuando abrió otra vez los ojos, estaban preñados de pasión.

– En este preciso instante, te deseo más que en el almacén de Hardesty, cuando teníamos dieciséis.

El calor del cuerpo de Rye quemaba a través de los pantalones, y tenía una mano posada sobre el tobillo de Laura.

Sostenida sobre los codos, echó la cabeza atrás y, cerrando los ojos, dijo con voz ahogada:

– Pensé que jamás volvería a sentir tus manos sobre mí. He deseado esto desde… desde el día en que te marchaste. Lo que está sucediendo dentro de mí ahora jamás pasó desde aquel día… sólo contigo.

– Cuéntame lo que está sucediendo.

Se acercó a ella de costado, apoyándose sobre una mano en la hierba y ahuecando al fin la otra en la entrepierna de la mujer, madura y dispuesta, al tiempo que se inclinaba, besándole el cuello que se ofrecía.

La única respuesta fue una exclamación apasionada, más expresiva que cualquier palabra que hubiese pronunciado, con la cabeza echada atrás, las palmas firmemente apoyadas en la tierra y las caderas proyectándose hacia arriba, tentadoras. Rye la exploró a través del algodón de la prenda íntima como había hecho la primera vez, años antes, bajando más la cabeza para besar la punta de la barbilla, mientras ella se movía rítmicamente contra su mano.

– Déjame ver el resto de tu persona.

Laura alzó la cabeza.

– En un minuto. -Lo empujó por el pecho hasta hacerlo retroceder sobre la hierba, y quedó apoyado sobre los codos, ahora invertidas las posiciones-. Tus botas.

Sin ceremonias, levantó el pie izquierdo y, trabajando con persistencia, intentó sacarle la bota, pero sus esfuerzos resultaron vanos, Rye no pudo contener una sonrisa, al ver que su rostro se contraía en una mueca.

– ¿Por qué usas… las… botas… tan apretadas? -refunfuñó-. No las llevabas así antes.

– Son nuevas.

Rye disfrutó cada instante de la lucha de Laura, que luego cambió de posición provocando una sonrisa más ancha aún al ver las plantas sonrosadas de los pies, a cada lado de su larga pierna.

– Laura, tendrías que verte sentada ahí, sin otra cosa que esos calzones con volantes, tirando de mi bota como una moza ordinaria.

– No… se… sale.

Pero en ese preciso instante, la bota salió, y Laura estuvo a punto de caerse de espaldas. Estalló en carcajadas, mirándolo a los ojos, y arrojó la bota sobre el hombro para luego hacer trepar sus manos por la parte interior de la pernera y quitarle las medias de lana.

– ¿Yo te hice estas? -preguntó, sujetándola en el aire.

– No, las hizo otra mujer.

– ¿Otra mujer?

Frunció las cejas.

Los ojos azules guiñaron, pícaros.

– Sí: mi madre. Es un par viejo que encontré en mi casa, en un baúl.

– Ah.

Reapareció la sonrisa de Laura mientras el calcetín volaba por elaire, y ella se encargaba sin demora de la otra bota y el otro calcetín, que pronto se unieron al anterior.

Con un movimiento veloz, Rye se levantó del suelo y la hizo caer enganchándola de la cintura con un brazo, y rodando con ella por la hierba hasta que el cabello quedó revuelto y los pechos, agitados. Tumbado sobre el cuerpo de ella, se miró en los ansiosos ojos marrones, la boca atravesada por un mechón de cabello que había caído durante el juego. Su boca se abatió sobre ella sin hacer caso del mechón, abierta y salvaje, en un voluptuoso intercambio de lenguas, al mismo tiempo que con la mano izquierda le sujetaba la cabeza por atrás, y la derecha apretaba un pecho con intensidad casi dolorosa. Levantó con fuerza la rodilla entre las piernas de ella y los cuerpos se retorcieron juntos en inquietas embestidas, mientras rodaban hacia los costados, besándose con ardor desenfrenado que, por el momento, no dejaba lugar para la ternura.

Laura entrelazó los dedos en el cabello de Rye, y cerró con fuerza los ojos al cielo azul del fondo, al tiempo que él apartaba la boca de la de ella y la abría sobre el pecho, que empujaba con fuerza hacia arriba, provocándole un dulce dolor que la hacía regocijarse:

– Oh, Rye, Rye, ¿en verdad eres tú, por fin?

– Sí, soy yo, y llevo cinco años de retraso.

La respiración de Rye resollaba como un viento alto y su pecho se hinchaba, torturado, mientras la mirada de los ojos azules quemaba, clavada en los suyos. Entonces, de repente, la soltó, se sentó bruscamente a horcajadas en sus caderas, y comenzó a abrir con impaciencia los botones del pantalón, mientras en sus ojos ardía ese fuego inconfundible. Los de Laura se quemaban con el mismo fuego, mientras se desabrochaba el único botón que tenía en la cintura. Sin quitarse la vista de encima, él sentado sobre ella erguido y alto, como un jinete sobre su montura, un momento después se apartó, pasando una rodilla atrás y haciéndola ponerse de pie, todo en un sólo movimiento.

Calzones y pantalones cayeron al suelo, y un instante más tarde estuvieron cara a cara, separados por la distancia de una mirada, como criaturas de la naturaleza, sin otra prenda que un diente de ballena y una red de líneas rojas que ya estaban borrándose de la piel. Los ojos de ambos se regalaron unos instantes contemplándose así, desnudos bajo el tazón azul del sol, rodeados por la hierba que olía a sal y un entoldado de enredaderas.

Cuando se abrazaron, la fuerza del abrazo casi les quitó el aliento del cuerpo. Laura sintió que sus pies abandonaban el suelo pues él la sostenía alzada, besándole la boca, girando en un círculo de éxtasis. Se debatió y se retorció:

– Rye, bájame, así no puedo tocarte.

– Si me tocas, estoy perdido -afirmó, áspero-. Cristo, han pasado cinco años.

– Sí, amor, lo sé. A mí me pasa lo mismo. -Los ojos de Rye perforaron los suyos con una pregunta y, de inmediato, comprendió que no debió haberlo admitido-. Rye… -Le temblaba la voz-…bájame… ámame… ámame.

Los árboles se ladearon cuando el duro brazo bronceado se deslizó bajo las rodillas para levantarla y, un instante después, los hombros de Laura estaban apretados contra la hierba. Miró el rostro de Rye enmarcado por el cielo azul, luego, su virilidad que se balanceaba y, de inmediato se estiró para asirla y guiarla a su lugar… Él era como terciopelo sólido, ella, líquida, y la primera embestida fue para Laura una explosión de deseo que no había experimentado desde la última vez que celebró el acto con Rye. Y entonces comenzó, rítmico y fluido. Y dejaron de ser él y ella para ser, sencillamente, ellos… uno.

Se arquearon juntos bajo el sol estival que se derramaba sobre la espalda de él, mientras se movía proyectando una sombra cambiante sobre el rostro y los hombros de Laura. El diente de ballena se balanceaba desde la clavícula al hueco del cuello de la mujer y siguió, luego, golpeando como un péndulo contra el mentón.

Laura se elevaba, saliendo al encuentro de cada embestida, contemplando el placer en el rostro de Rye, que desnudaba los dientes y aspiraba el aire a grandes sorbos trémulos. Él bajó la cabeza para ver cómo se unían los cuerpos, y Laura también. Cuando aceleró el ritmo, las briznas pincharon los hombros de la mujer, y su cabeza se apretó con más fuerza contra la tierra. Cerró los ojos y cabalgó con él las olas a medida que el cuerpo de Rye provocaba la respuesta del suyo. Fue creciendo y quemando, hasta que empezaron los abrazos internos y un grito ronco brotó de su garganta. Cuando se aproximaba su propio climax, Rye gimió y la embistió con tal fuerza que Laura resbaló debajo de él sobre la tierra, y, sin darse cuenta, se aferró de puñados de hierba en busca de algo a lo cual sujetarse.

Recibió cada gramo de fuerza hasta que su cuerpo se estremeció y alcanzó la plenitud. El grito de Rye flotó sobre el prado mientras se derramaba en ella, y el estremecimiento final le hizo brotar una lluvia chispeante de sudor, que le brilló sobre los hombros.

Cayó sobre los pechos de ella, exhausto, y se quedó así, jadeando hasta que percibió la risa silenciosa que elevaba el pecho de Laura. Levantó la cabeza para mirarla a los ojos.

– Mira lo que hemos hecho.

Laura giró la cabeza para espiar sobre el hombro de él, junto a su cadera.

Rye miró alrededor, y vio que ella tenía en la mano un puñado de césped arrancado de raíz. Sonrió y le miró la otra mano: tenía otro puñado de hierbas. De repente, Laura levantó las manos y dejó caer los terrones de los dedos como en una especie de celebración, y luego la rodeó los hombros con los brazos. Rye giró junto con ella, hasta quedar los dos de costado, estirando una mano para sacudirle la palma.

– ¿He sido muy rudo contigo?

Mirándolo a los ojos, Laura le respondió con ternura:

– No, oh, no amor. Necesitaba que fuera exactamente así.

– Laura… -La acunó con dulzura, cerrando los párpados apoyados en su cabello-. Te amo, mujer, te amo.

– Yo te amo a ti, Rye Dalton, como te he amado desde que supe lo que significaba esa palabra.

Yacieron juntos, uniendo los latidos de sus corazones, dejando que el sol les secara la piel. Tras unos minutos, Rye giró el hombro hacia atrás y estiró el brazo, con la palma hacia arriba. Laura hizo lo mismo y, con los ojos cerrados, gozaron y descansaron. La mujer, apoyada a su izquierda, con la derecha jugueteaba, lánguida, con el vello de su pecho. Sin mirar, él la tomó y se llevó los dedos a los labios, para ponerla luego otra vez sobre su pecho.

– Laura.

– ¿Eh?

– ¿Qué quisiste decir antes cuando dijiste que habían sido cinco años para ti?

Por un momento no respondió, pero al fin dijo:

– Nada. No debí decirlo.

Rye contempló el cielo, por el que flotaba una sola nube.

– Dan no te lleva hasta el climax, ¿verdad?

Al instante rodó hacia él, y le cubrió los labios con los dedos.

– No quiero hablar de él.

Rye apoyó el mentón en una mano y se puso de costado, de cara a ella.

– Eso fue lo que quisiste decir, ¿no es cierto?

Pasó la yema de un dedo entre los pechos bajando hacia el vientre, hasta el nido de vello que retenía la tibieza del sol en sus rizos, la tibieza de él en su refugio. Vio cómo se le formaba carne de gallina en la piel, aunque tenía los ojos cerrados. Apretó el triángulo de vello castaño:

– Esto es mío. Siempre ha sido mío, y la idea de que él lo tiene me ha hecho desgraciado cada una de las noches en que dormí solo desde que regresé al hogar. Por lo menos, no lo posee por entero. -Le dio un beso en la barbilla-. Me alegro.

Laura abrió los ojos y lo miró.

– Rye, no tenía derecho a decir lo que dije. Debí…

Los labios de él la interrumpieron. Luego, Rye alzó la cabeza y le acarició la barbilla con un nudillo.

– Laura, yo te enseñé a ti y tú a mí. Aprender juntos concede derechos.

Pero ella no quería estropear el día con conversaciones que pudiesen arrebatarles ni una pizca de felicidad. Le dirigió una sonrisa radiante y, contemplándole el rostro desde el nacimiento del cabello hasta el mentón, dijo:

– ¿Sabes lo que he estado deseando hacer desde que volviste?

– Creí que acabábamos de hacerlo.

Apareció el hoyuelo en la mejilla.

– No, eso no.

– ¿Entonces, qué?

– Explorar cada una de esas marcas de viruela con la punta de la lengua, y tocar esto… -apretó las dos manos contra las patillas-…así.

Sonriendo, él se tendió de espaldas, colocando a Laura encima de él.

– Explora todo lo que quieras.

Lamió cada una de las marcas, y terminó con la séptima, sobre el labio superior. Levantando la cabeza, apoyó las manos sobre las patillas y observó con deleite ese rostro.

– Me gustan, ¿sabes? Son… muy masculinas. La primera vez que te vi con ellas, me pareciste… bueno, casi como un extraño, alguien tentador pero prohibido.

Lánguido, le acarició las caderas y luego pasó a las nalgas desnudas.

– ¿Todavía te parezco un extraño? -le preguntó risueño.

– En cierto sentido, eres diferente.

Bajó el labio inferior con el dedo índice, y después lo soltó para que se cerrara otra vez.

– ¿Cómo?

– La manera en que te paras, como si el barco fuese a inclinarse en cualquier momento. Y tu modo de hablar. Antes hablabas igual que yo, pero ahora cortas los finales de las palabras. -Hizo un mohín y pensó-. Di, «Querida Laura».

– Queria Laura -repitió, obediente.

– ¿Lo ves? Queriiia Laura…

Rió entre dientes y él la imitó.

– Bueno, eres mi queria Laura -dijo Rye.

Ella rió de nuevo.

– Me temo que se te ha pegado, pero es encantador, así que no me importa.

Rye le dio una afectuosa palmada en el trasero.

– ¿Tienes hambre?

– Ya estás otra vez, mi salobre muchacho -le respondió, en su mejor imitación del acento de Nueva Inglaterra-. ¡Sí, estoy famélica!

Rye lanzó una carcajada y los dientes blancos relampaguearon al sol, dándole otra palmada, y ordenando:

– Entonces, quítate de encima de mí. He traído comida.

Un minuto después, se vio arrojada y sentada al estilo indio, mientras que Rye se alejaba a grandes pasos a donde Ship montaba guardia, custodiando el saco. Laura observó cómo se flexionaban los músculos fuertes de las nalgas y los muslos, viéndolo cruzar el claro en busca de las provisiones. De inmediato, la perra se puso alerta y se incorporó. Rye se apoyó en una rodilla, rascó un poco a Ship y le hizo unas caricias que le demostraran el afecto del amo. A continuación, los dos volvieron juntos, con el saco de comida.

Laura los observó y, cuando se acercaron, se incorporó sobre las rodillas para recibir a Rye, como si se hubiese ido por mucho tiempo.

– Ven aquí. -Le tendió los brazos abiertos y él se abalanzó contra ella. Laura apoyó la cara contra la parte baja del vientre, después contra la virilidad ahora flaccida y luego se apartó y levantó la vista hacia su cara, que estaba inclinada hacia ella, sonriente-: Eres un hombre hermoso. Podría mirarte eternamente caminar desnudo sobre la hierba, sin apartar jamás la vista. -Rye le tocó el rostro-. Te amo, Rye Dalton.

Apretó los brazos que rodeaban las caderas del hombre. Los ojos azules la miraron, risueños, con una expresión de plenitud que no habían tenido desde su regreso.

– Yo te amo a ti, Laura Dalton.

La nariz fría y húmeda de Ship los dividió cuando la perra la apoyó en el costado desnudo del cuerpo de Laura. La mujer se apartó de un salto, ceñuda pero riendo.

Él también rió y se dejó caer sobre la hierba, pasando la mano en gesto rudo y afectuoso sobre la cabeza de la perra.

– Está celosa.

Laura miró cómo abría el saco.

– ¿Qué has traído? -preguntó.

Rye metió la mano dentro:

– ¡Naranjas! -Una naranja voló muy alto sobre la cabeza de Laura, que la atrapó, estremecida de risa-. Para la dama a la que le gusta compartir naranjas con los señores de la manera más provocativa.

Esbozó una sonrisa burlona, que provocó una mueca a Laura.

– Ah, naranjas. Tal vez, hoy tendrías que haber invitado a DeLaine Hussey. Tengo la impresión de que hace años que la señorita Hussey quiere echar mano a tus naranjas.

– Yo sólo comparto mis naranjas contigo.

Cuando levantó la vista, el hoyuelo pareció realmente atractivo. Y luego se hizo más hondo cuando la vio sentada sobre los talones, con los pechos proyectados adelante escondidos impúdicamente tras un par de naranjas.

– Y yo sólo comparto mis naranjas contigo.

Las anchas manos morenas se extendieron para apretar la fruta.

– Mmmm… tienes unas naranjas hermosas, maduras, firmes. Me encanta compartirlas.

Inclinó la cabeza como para probarlas con los dientes, pero ella le apartó la mejilla con una naranja.

– ¡Qué modales, Rye Dalton! Tienes que pedirlas de buena manera.

Entonces, Rye se lanzó hacia ella haciéndola caerse de espaldas en la hierba, y las carcajadas de los dos se elevaron sobre el prado, bajo la mirada perezosa de la perra.

– ¡Yo te enseñaré la manera correcta de compartir una naranja, muchacha!

En el forcejeo, una de las naranjas se fue rodando, pero Rye atrapó la otra y dominó a Laura, la puso de espaldas y se arrodilló, apoyando una rodilla bien colocada en el torso de ella.

Laura la empujó, riendo con dificultad.

– Rye, no puedo respirar.

– Me alegro. -Arrancó un trozo de piel de naranja que cayó sobre la mejilla de la mujer, quien movió la cabeza a un lado, riendo más fuerte-. Primero tienes que pelarla así.

Otro pedazo de cascara cayó sobre el ojo cerrado.

– ¡Rye Dalton, grandote pendenciero!

– Pero sólo a medias, para que tengas de dónde agarrarte.

¡Plop! El trozo de cascara cayó sobre la nariz, que frunció, mientras le empujaba la rodilla.

– Salde…

Rye la ignoró, dejando que se retorciera, mientras él seguía con la tarea sin inmutarse.

– Y cuando la parte más jugosa queda descubierta… -El conquistador dejó caer otro trozó de cascara, que cayó sobre el labio superior de la conquistada-…ya estás lista para compartir la naranja.

Aunque seguía empujándole la rodilla, tuvo que morderse el labio para contener la sonrisa. Señorial y esbelto, la retenía acostada, con la mirada de los ojos azules fija en la boca de ella mientras levantaba la naranja y le clavaba los dientes. Mientras la masticaba con los labios mojados y dulces, Laura cada vez prestaba más atención a lo audaz de la pose, que dejaba las partes principales colgando desnudas, encima de ella. Rye dio un segundo mordisco, lo saboreó sin prisa, y tragó.

– ¿Quieres un poco? -preguntó, arqueando una ceja.

– Sí.

– ¿Un poco de qué?

– De tu naranja.

– ¡Qué modales, Laura Dalton! Tienes que pedirla de buena manera.

– Por favor, ¿podría comer un poco de tu naranja?

Los ojos del hombre registraron el cuerpo, yendo de un pecho medio aplastado por la rodilla, a la carne blanca del estómago, el triángulo de vello, la ondulación de las caderas, y subiendo otra vez hacia el rostro.

– Creo que sí.

La naranja descendió lentamente hacia la boca de Laura, que abrió los labios poco a poco hasta que, al fin, la pulpa suculenta quedó atrapada entre sus dientes y arrancó un trozo haciendo girar la cabeza, sin apartar nunca la mirada ardiente de los ojos azules, engañosamente feroces. Se aflojó la presión de la rodilla, y empezó a rozarla contra el pecho hasta que el pezón se irguió, topándose con la aspereza del vello de la pierna.

Laura tragó, y se lamió los labios, pero los dejó entreabiertos y brillantes.

– Mmm… es dulce-murmuró.

– Sí, dulce -respondió, en voz ronca, mientras sus ojos provocaban extrañas reacciones en el estómago de la mujer.

– Te toca a ti -dijo Laura en voz suave.

– Sí, así es.

Apartó la rodilla del pecho de ella. La mano morena se movió sobre ella sujetando la naranja. La fuerza se evidenciaba en la muñeca ancha, las venas azules del dorso, los músculos sobresalientes de años de trabajar con los toneles. La mirada de Laura estaba atrapada por los dedos que se cerraban sobre la naranja. Se sobresaltó un poco cuando la primera gota fría cayó sobre su pecho. Con expectativa creciente, vio cómo los dedos apretaban, exprimían, haciendo caer el jugo en un chorro frío por el valle entre los pechos, su ombligo, su estómago y bajando por un muslo.

La cabeza de Rye descendió lentamente hacia ella, y fue recorriendo con la lengua el rastro dulce de jugo, lamiéndolo de Laura, que tenía los ojos cerrados mientras su corazón se deslizaba como en un trineo.

Había estado cinco años en el mar a bordo de un ballenero lleno de hombres lascivos, que no tenían otra cosa que las conversaciones y los recuerdos para hacer más soportable el transcurso del viaje. Y Rye Dalton había aprendido escuchando.

Y, como había hecho en el desván de una caseta de botes, y en la tonelería, ante el fuego, enseñó a Laura cosas nuevas acerca de su cuerpo. Cuando bajó la cabeza para chupar la dulzura de la naranja, la bañó con un placer con el que jamás había soñado. Y después, peló otra naranja y se la dio, viendo cómo se le dilataban los ojos mirando lo que le ofrecía, para luego tomarla sin prisa, mientras él se tendía sobre la hierba, recibiendo ahora él el baño de placer.

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