Los vientos de la noche aullaban, y la furia del Atlántico golpeaba contra las destartaladas cabañas de Nantucket. En la habitación en saledizo de Crooked Record Lañe, Rye Dalton, sentado en una silla Windsor con los pies apoyados en la cama, dormitaba y se estiraba alternativamente. Dan seguía dormido y casi no se movía, salvo por los esporádicos movimientos convulsivos de los dedos dentro de los mitones. Rye se inclinó hacia adelante y apoyó la palma de su frente: parecía más caliente. La mano izquierda de Dan se contrajo de nuevo, y Rye se preguntó cuánto tiempo faltaría para que despertase. Cuando lo hiciera, sufriría horrendos dolores. ¿Llamaría? ¿Lo oiría Josh? ¿Laura tendría que presenciar también el dolor de Dan? Deseó poder evitárselos.
Se sujetó la mano derecha con la izquierda, apoyó los codos en las rodillas y se inclinó hacia delante, apoyando la barbilla en los nudillos fríos, y se dedicó a contemplar a Dan. Daba la impresión de respirar cada vez con más dificultad, y viendo cómo subía y bajaba su pecho bajo las mantas sus pensamientos vagaron en fragmentos dispersos… mi amigo, recuerdo que, cuando éramos niños, compartíamos el camastro… ¿por qué no puedes controlar la bebida?… Amo a tu esposa… sabías que estuvimos juntos el día que murió Zachary, ¿no?… Jesús, hombre, mira lo que te has hecho… En realidad, no quisiera estar aquí sentado, pero el corazón me dice que debo hacerlo… Me marcharé de la isla al llegar la primavera… no hay otra alternativa., tranquilo, amigo, no muevas así las manos… Ojalá llegara el alba… Tengo que bajar a decirle a Hilda lo que pasó… Laura adivinó la verdad en mi rostro… dejarla mataría una parte de mí, pero… Josh tiene un olor delicioso… tu respiración empeora… ¿y si murieses, Dan?…
El sombrío pensamiento lo obligó a enderezarse, y saltó de la silla horrorizado por lo que se le había ocurrido. Miró la hora: eran las cinco de la madrugada. Había estado dormitando, y no era completamente responsable de los vagabundeos azarosos de su mente. Se estiró y fue en silencio hasta la sala para echar un tronco al hogar. Cuando la madera encendió y llameó, se acuclilló delante con los codos en las rodillas y la vista fija en el fuego, pensando otra vez en esa cosa espantosa. Supongamos que Dan se muera…
Después de varios minutos se incorporó, suspiró, se pasó la mano por el cabello y fue con paso lento hacia la alcoba, masajeándose la nuca.
Los tres dormían profundamente, y sólo tocó a Ship que sintió la presencia del amo y levantó la cabeza soñolienta, estiró las patas, se estremeció y volvió a dormirse. Rye acarició con la mirada la curva de la espalda de Laura, aunque estaba tapada con las mantas hasta la barbilla. La trenza desecha estaba sobre la almohada y caía sobre el borde de la manta pero, cuando deslizó la mano con suavidad por la cabeza de la perra, contuvo el deseo de tocar a la mujer, y se dio la vuelta para seguir su vigilia en el dormitorio.
Acomodó otra vez el cuerpo largo en la silla de respaldo duro pero, al languidecer el fuego la habitación se había enfriado, y cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho, apoyando de nuevo las pantorrillas cruzadas sobre la cama. Observó el ascenso y descenso del pecho de Dan y dudó si era su imaginación o si se había acelerado. Pero pronto se le cerraron los párpados, y el tronco que había agregado aumentó un poco el calor que se colaba por la puerta, de modo que pronto estaba profundamente dormido, con el mentón clavado en el pecho.
Laura despertó y miró por encima del hombro. El fuego aún ardía, y la nevisca seguía soplando. Echó un vistazo hacia las ventanas, pero estaba oscuro, y cuando apartó las mantas y salió de la cama oyó un extraño sonido que parecía acompañar el deslizar de la nieve sobre las tejas de madera. Josh no se movió cuando se puso de pie sin hacer ruido, y salió por la puerta del cuarto.
Dan estaba igual, acostado de espaldas, cubierto hasta el cuello, pero las manos enfundadas en los mitones estaban sobre el edredón de plumas. Rye estaba desplomado junto a la cama con la cabeza gacha y los codos apoyados flojamente sobre los brazos de la silla. En ese momento, Laura comprendió que el sonido sibilante era la respiración ardua de Dan. Se acercó más a la cama observándole el rostro, que parecía encenderse y apagarse al ritmo de la vela que chispeaba en la mesilla de noche.
Durante un minuto completo permaneció inmóvil, observando el subir y bajar del pecho, oyendo el débil silbido, esforzándose por recordar si antes la respiración sonaba así. Comparando la respiración de los dos hombres, la de Rye le pareció mucho más lenta, y sin ese ruido sibilante.
– ¿Rye? -Le tocó el hombro-. Despierta, Rye.
– ¿Qué? -Desorientado, abrió los ojos y levantó la cabeza-. ¿Laura? -Todavía aturdido por el sueño, se le balanceó un poco la cabeza hasta que se irguió del todo y se pasó una mano por la cara-. Laura, ¿qué pasa?
– Escucha la respiración de Dan: ¿no suena rara?
Inmediatamente, Rye se inclinó hacia delante y se puso de pie, doblándose sobre Dan y poniéndole la mano sobre la frente caliente.
– Tiene fiebre.
– Fiebre -repitió tontamente, viendo cómo la mano de Rye tanteaba la piel del cuello de Dan y luego el pecho.
– Está caliente en todos lados. ¿Por qué no preparas una compresa de vinagre para ponerle en la frente?
Laura salió al instante del cuarto para hacer lo que él sugería. Cuando volvió y colocó el paño sobre la cabeza de Dan, la respiración no había empeorado. La vela estaba casi acabada, y fue a buscar una nueva, de las de laurel, la encendió y la colocó en la palmatoria, llenando el cuarto con una nueva luminosidad.
– Me quedaré un rato con él. ¿Por qué no descansas un poco?
Pero Rye ya estaba despejado.
– Al parecer, ya lo hice. Y, de todos modos, no hay ningún lugar donde yo pueda acostarme, así que me quedaré contigo.
Fue a la sala a buscar otra silla, que colocó junto al lado contrario de la cama, enfrente de él. Una vez que se sentaron, observaron juntos al hombre que estaba acostado entre ellos, A medida que se acercaba el alba, la respiración iba haciéndose cada vez más agitada. Daba la impresión de que el pecho de Dan se expandía para poder inhalar cada bocanada de aire, y el sonido de sus aspiraciones parecía el de un fuelle con un trozo de papel en la boca.
Laura alzó hacia Rye una mirada angustiada. Él se encorvó hacia delante con los labios apretados contra los nudillos del pulgar, fijando una intensa atención en el pecho de Dan. Como si hubiese notado que ella lo miraba, alzó la vista, pero Laura, a su vez, la bajó: no podía soportar mirarlo.
Sobre el alféizar de la ventana apareció una fina hebra gris claro, y con él, la respiración del enfermo se hizo más ardua, dejando escapar un ruidoso silbido. Esta vez, fue Rye el que primero levantó la vista. Laura también, como forzada por su mirada. Los ojos de la mujer parecían inmensos, fijos, sin parpadear.
– Creo que tiene neumonía.
Las palabras emergieron de los labios de Rye en un susurro ronco y áspero, que apenas llegó hasta el lado opuesto de la cama.
– Yo también -repuso ella, con voz trémula.
Ninguno de los dos se movió. Sus miradas se aferraron mientras, entre ellos, el pecho del hombre enfermo se alzaba trabajosamente, y el silbido era cada vez más fuerte a cada aliento que escapaba de los labios resecos. Afuera, una rama golpeteaba en los aleros, y en el otro cuarto el hijo de ambos daba vueltas y murmuraba en sueños. Sobre los muros de la habitación, la vela de laurel proyectaba dos sombras y lanzaba su agridulce y nostálgica fragancia sobre la cama que habían compartido en el pasado. Por un instante, se sintieron transportados hacia atrás en el tiempo, cuando nada se interponía entre ellos. Y allá lejos, en un lugar llamado Michigan, un nuevo comienzo esperaba a Laura y a Rye Dalton. Un lugar donde había altos árboles perennes, donde un tonelero podía fabricar barriles como para cien años, sin que se acabara la madera; un lugar donde un niño podía llegar a la edad viril sin recuerdos del pasado; un lugar donde nadie conociera sus nombres ni sus historias; un lugar donde un hombre y su esposa podían construir una cabaña de troncos y dormir en la misma cama, y regalarse mutuamente con el amor que ansiaban compartir.
En ese momento de claridad en que los pensamientos de Rye y de Laura se unían, cuando la revelación se les impuso, los dos corazones martillearon impulsados por la magnitud de lo que se les había ocurrido. El temor asomó a los ojos de los dos cuando comprendieron, con alarmante lucidez que eso -¡todo eso!- podía pertenecerles. Lo único que tenían que hacer… era… nada.
La solución a los problemas de ambos. La desaparición del obstáculo. El destino, que intervenía para devolverles lo que les había arrebatado. Comprenderlo los sacudió a los dos al mismo tiempo. Cada uno vio en los ojos del otro el mismo reflejo, mientras quedaban suspendidos en ese estremecedor punto del tiempo.
Nada. Lo único que tenían que hacer era nada, ¿quién podría culparlos? Ephraim Biddle podía jurar que había tropezado con un borracho inconsciente, tirado en la nieve, y si nadie creía en la palabra de un ebrio como Eph, Héctor Gorham podría verificar el estado de Dan cuando lo acostaron sobre una mesa del Blue Anchor. Incluso el enfrentamiento con Nathan McColl probaba que a Rye le importaba muchísimo la suerte del amigo. ¿Y no sabían, acaso, todos los habitantes de la isla que el doctor Foulger estaba varado en algún lugar al otro lado de la isla, en medio de la tormenta?
Como dos muñecos de cera, Rye y Laura se miraron por encima del cuerpo de Dan que luchaba por vivir, mientras las justificaciones desfilaban por la mente de los dos, conscientes de que ese momento trascendental cambiaría todos los momentos que sobrevinieran en sus vidas a partir de entonces.
Te amo, Laura, parecían decir los sombríos ojos azules. Te amo, Rye, respondían los angustiados ojos castaños. El instante no duró más que unos segundos, pero los derrotó, los alarmó, y se tendieron uno hacia el otro desde los duros asientos de las sillas de madera.
Entonces, de repente, como si se hubiese roto el hechizo de un brujo malvado, los dos al mismo tiempo se pusieron de pie y se convirtieron en dos borrones en movimiento.
– Tenemos que acercarlo más al fuego.
– Te ayudaré.
– No, tú ve a buscar a Josh y tráelo aquí. Cambiaremos de camas. Tienes sábanas de más, ¿no es cierto?
– Sí.
– ¿Y te queda bastante cantidad de bayas de laurel para hervir en cera?
– ¡Más que suficientes!
– ¿Y cebollas para freír, y preparar una cataplasma?
– Sí, y si eso no da resultado, hay aceite de eucalipto y menta, y mostaza, y… y…
De repente se interrumpieron y las miradas se encontraron, encendidas con un fuego renovado de dedicación.
– Por Dios que vivirá -juró Rye-. ¡Vivirá!
– Tiene que vivir.
Los cuerpos de ambos durmientes fueron cambiados de cama sin problemas. La cama de Josh era ideal para hacer una cámara de vapor, pues tenía puertas articuladas. Ahí pusieron a Dan, y mientras Laura le frotaba el pecho con aceite de eucalipto, Rye reavivó el fuego y tiró el contenido de un cesto repleto de bayas de laurel en la olla de hierro, que luego colgó sobre las llamas. Laura preparó una gruesa cataplasma de cebolla frita con la que cubrió el pecho de Dan, y Rye armó una especie de túnel con sábanas de hilo a través del cual pasaba el vapor de las bayas que hervían hacia la abertura de la cama. Calentaron ladrillos, los envolvieron con mantas y los metieron bajo las sábanas, para mantener a Dan caliente.
Poco después de que el vapor se espesó alrededor de él, el dolor de las manos empezó a filtrarse en la semiinconsciencia del enfermo. Gimió y se revolvió, y Laura alzó las cejas, con expresión de angustia.
– ¿Cómo soportará el dolor?
Casi sin alzar la vista, Rye contestó con brusquedad:
– Lo mantendremos borracho. Por una vez, le hará bien en lugar de dañarlo.
Eso hicieron.
Así, lo que ayer fue su ruina, hoy era su bendición. El carácter analgésico del alcohol aturdió a Dan, y el tiempo empleado en fabricar velas suministró una comente continua de vapor que contribuyó a aflojar la congestión en el pecho del enfermo. Le dieron coñac a la fuerza a cada hora, abriendo por breves instantes las puertas de la cama, tratando de no dejar escapar el vapor. La combinación de alcohol, el ámbito caldeado y el vapor se sumaron, en un efecto parecido al de un narcótico, y adormeció a Dan. Permaneció en una especie de estupor durante las horas en que, de no ser así, lo más intenso del sufrimiento habría sido una tortura para sus dedos, que ardían y latían, al mismo tiempo que el aliento ya parecía una especie de tableteo, seguido por una tos devastadora que le encorvaba los hombros y lo hacía enroscarse como una bola, a medida que los expectorantes cumplían su función.
Esperaron que apareciera el temido síntoma de piel muerta en los dedos de Dan: la descamación de finas capas, pero no se produjo. Las yemas de los dedos estaban hinchadas y rojas, evidenciando que por ellas circulaba sangre sana. Cuando se desvaneció lo peor de sus temores, Rye dijo a Laura:
– Tendré que ir a casa de Hilda, a avisarle. Y también ver a Josiah, que estará preguntándose qué pasa.
Por un momento, la mujer lo observó. Durante la noche le había crecido la barba sombreándole el mentón y el labio superior. Tenía el cabello revuelto y los ojos enrojecidos.
– En cuanto hayas comido algo. Estás bastante demacrado.
– Puedo comer algo en la tonelería.
– No seas tonto, Rye. El fuego está encendido, y he descongelado un poco de pescado.
Frió un poco de perca con maíz, guisado como a él le gustaba, y Rye se sentó a comer por primera vez a su propia mesa, si bien no en las circunstancias que había imaginado. Josh se sentó enfrente, observando las idas y venidas, pero aún manteniendo la distancia con él. Laura cuidaba el oloroso potaje oscuro que hervía en el hogar, y que no podía descuidar por mucho tiempo. Desde la alcoba llegaba la tos seca y repetida de Dan, con tenues gemidos intercalados o murmullos demasiado confusos para entender lo que trataba de decir.
A mitad de la mañana, la tormenta no había cedido, y Rye se preparó para irse de la casa. Laura miraba cómo se abotonaba la chaqueta, cerca de la puerta, se encasquetaba la gorra de lana hasta las orejas y se ponía los mitones. Ship estaba a su lado, mirando arriba y meneando la cola.
Se volvió hacia ella.
– Pronto estaremos de vuelta. ¿Necesitas algo?
Por un momento, la cuchara que removía las bayas se detuvo, y las miradas se encontraron.
¿Necesitas algo?
La mirada de la mujer se demoró en la suya, aunque no olvidaba la presencia de Josh observándolos y se limitó a sonreír, negó con la cabeza, y siguió revolviendo.
Un súbito recuerdo transportó a Rye otra vez al comienzo de una primavera, a un día en que cruzó la puerta de la casa y la sorprendió de pie en el mismo sitio en que estaba en ese momento, así, con la cuchara en la mano. Irse de Nantucket para siempre le exigiría una disciplina que no estaba seguro de poseer.
Se dio la vuelta, abrió la puerta y ante él cayó un muro de nieve que entró en la sala, pues se había amontonado alrededor de la casa hasta la altura de las caderas. Encantado, Josh se acercó corriendo para comerse un puñado, al tiempo que Rye retrocedía mirando el suelo.
– La nieve ha ensuciado todo…
– Yo me ocuparé. -Laura ya se acercaba con la escoba. Cuando llegó junto a Rye, lo miró a los ojos y murmuró-: Abrígate.
– Sí.
Ship se precipitó hacia ese mundo de blancura y Rye la siguió, cerrando la puerta tras él.
Por las ventanas corría el vapor que se juntaba en las esquinas, formando triángulos de hielo. Laura limpió una parte de un cristal para ver cómo Rye y Ship se abrían paso entre remolinos de nieve: el hombre, con largas zancadas, y la perra, como un delfín que se zambullese y emergiera del océano. Pronunció por lo bajo una plegaria de gracias por contar con Rye cuando lo necesitaba, y entonces se ocupó de barrer la nieve.
Josh ocupó el puesto de centinela en la ventana, ansioso de tener otra vez la compañía de Ship. Una hora después, exclamó:
– ¡Mamá, vienen dos personas!
– ¿Dos personas?
– ¡Creo que es la abuela!
Laura fue junto a la silla de Josh y miró afuera. Era Hilda Morgan que había desafiado a los elementos, junto con Rye y la perra. Abrió la puerta y dio la bienvenida a la acongojada mujer con un breve roce en las mejillas. Junto con ella entraron la nieve y el viento, haciendo bailotear el fuego y las cenizas en el hogar, con la corriente que se formó.
– ¿Cómo está? -preguntaron al unísono Rye e Hilda, en cuanto la puerta se cerró.
– No ha habido cambios.
Se sacudieron la nieve de los pies, y Hilda vio la tienda casera que habían armado alrededor de Dan.
– Al parecer, habéis estado bastante atareados -comentó, al tiempo que le entregaba el abrigo a Laura y se acercaba a la alcoba.
La madre de Dan se quedó hasta el atardecer. Fue de gran ayuda para Laura, pues se turnó con ella para remover la infusión de bayas, colocó las mechas en los moldes y ayudó a verter la cera. Era una mujer astuta, que captó de inmediato la situación y la interpretó correctamente. Si bien Laura y Rye le habían ahorrado la verdad acerca del modo en que Dan se encontró en semejante atolladero, Hilda era la antítesis de Dahlia Traherne, y afrontaba la vida cara a cara, sin permitirse autoengaños. Había deducido que el apego de Dan al alcohol era responsable del estado en que se encontraba, antes incluso de que Josh le informara de todo lo que había sucedido en la casa la noche anterior. También notó el cuidado con que Rye y Laura evitaban mirarse o cruzarse en sus movimientos por la casa.
Pero cuando los tres hicieron una pausa a últimas horas de la tarde para compartir una sidra caliente, antes de que Hilda regresara a la casa, esta los sorprendió a los dos admitiendo, sin rodeos:
– Mi hijo es un tonto, y nadie lo sabe mejor que yo. Sabe perfectamente que vosotros dos os pertenecéis, pero se niega a admitirlo. El día que tú regresaste, Rye, le dije que si retenía a Laura lo haría contra la voluntad de ella. Se lo advertí: «Dan -le dije-, tienes que afrontar la realidad. El niño es suyo y la mujer también, y cuanto antes aceptes eso, mejor te sentirás».
Contempló las caras de sorpresa que tenía delante, y prosiguió con vivacidad:
– No soy tan ciega como para no ver lo que ocurrió aquí. Y no soy tan ignorante como para no comprender que podríais haberlo dejado perder los dedos o morir de neumonía. Lo único que espero, y rezo por ello, es que cuando despierte comprenda todo el amor que hizo falta, de parte de los dos, para hacer lo que habéis hecho por él. -Por encima de la mesa, cubrió las manos de ambos con las suyas, les dio un firme apretón, y agregó-: Os doy las gracias a los dos desde el fondo de mi corazón. -Luego, sin hacer caso de la incomodidad de ambos, dio un último sorbo a la jarra y se puso de pie-. Y ahora, será mejor que arrastre mis viejos huesos por la nieve, de vuelta a casa, antes de que caiga la noche. -Cambiando de tono, dijo con burlona severidad-: Bueno, Rye Dalton, ¿vas a quedarte todo el día ahí sentado, o vas a acompañarme hasta la puerta de mi casa?
Para mayor asombro de Rye, después de eso Hilda dijo una sola cosa. Se abrieron camino con dificultad entre la nieve, con las cabezas bajas para protegerse de la furia del viento y, cuando llegaron a la casa, encorvando los hombros, Rye esperó a que entrase para poder regresar.
La mujer se volvió hacia él. El viento le hacía revolotear el chal y le encendía la nariz de un rojo brillante, pero le gritó, sobreponiéndose a la tormenta:
– Esa mujer Hussey no es para ti, Rye, por si has pensado que lo era.
Tras lo cual abrió la puerta y desapareció. Rye se quedó mirando la puerta cerrada, atónito. ¿Había algún habitante de la isla que creyese que Laura pertenecía a Dan?
Adoptó la súbita decisión de pasar otra vez por la tonelería, para contarle a Josiah cómo iban las cosas. Y, mientras estaba allí, aprovecharía para lavarse, afeitarse, cambiarse la ropa y peinarse. Sólo entonces advirtió que la perra fiel se había quedado con su hijo.
Cuando abrió la puerta de la casa de la colina, lo primero que notó fue que Laura también había dedicado algo de tiempo a acicalarse. Tenía el cabello del color de la nuez moscada sujeto en una pulcra trenza en la nuca, y se había puesto un sencillo vestido limpio de velarte gris, sobre el cual había ceñido un delantal blanco, largo hasta el suelo. Rye colgó la chaqueta del perchero, se sacudió la nieve de los pantalones, y al acercarse a la mesa, vio que estaba puesta para tres. Josh y Ship estaban enzarzados en una batalla por un trapo, y Laura daba vuelta a unos panecillos, sacándolos de sus moldes de hierro. Por un momento, se permitió la fantasía de que todo era como aparentaba ser: un hombre que volvía al hogar, junto al hijo, al perro, y a su esposa, que circulaba por la cocina sirviendo la cena en la mesa.
«Qué ironía -pensó-. Es como parece, aunque no lo sea».
Un movimiento inquieto en la alcoba le recordó la presencia de Dan.
– ¿Cómo está?
– La tos es peor, pero más floja.
– Bien… bien.
Rye se acercó al fuego, extendió las manos y se las frotó entre sí. Laura iba de acá para allá, atareada en pequeñas labores domésticas. Los comentarios de Hilda perduraban en sus mentes, y en ese momento creyeron que no podrían mirarse.
– Me parece que el viento ha amainado un poco -comentó Rye.
– ¡Oh, qué buena noticia!
Laura compuso una expresión radiante, pero de inmediato, al encontrar la vista de Rye fija en ella, se volvió.
Rye contempló el fuego. Laura había dejado de hervir bayas pues necesitaba la lumbre para preparar la cena. Él miró hacia atrás sobre el hombro, vio los tres platos en la mesa y contó los meses, los años que había esperado una noche así.
– Josh, la cena está lista. Ven a la mesa -lo llamó la madre. Rye dio la espalda al fuego y se quedó ahí, vacilante, viendo cómo ella colocaba el último plato servido sobre la mesa y luego hacía sentarse al niño en su lugar.
Cuando levantó la vista, vio a Rye mirándola. A la luz tenue de la vela y del resplandor de las llamas, los iris azules parecían zafiros brillantes.
– Siéntate, Rye -lo instó, con voz suave.
El corazón del hombre brincó y, de pronto, se sintió como un niño, un poco confuso, como la primera época del matrimonio, cuando Laura preparaba la comida y lo llamaba a la mesa.
Cuando estuvieron todos sentados, le pasó a Rye una sopera conocida: había sido de su abuela. Levantó la tapa y se encontró con una de sus comidas preferidas: suculentos trozos de carne de venado, cubiertos de una sabrosa salsa marrón.
Josh advirtió que había diferencias entre el modo en que se miraban Rye y su madre y esta y Dan, y si bien entendía que Rye era su verdadero padre, aún adjudicaba ese título sólo al otro. Pero al presenciar el intercambio de miradas entre los dos adultos que compartían la mesa con él, se preguntó a qué se debería el rubor en las mejillas de su madre y la satisfacción del tonelero a cada bocado que daba.
La cena transcurrió en un clima tenso. La poca conversación que hubo se interrumpía de pronto, hasta que por fin rompían a hablar los dos a un tiempo. Cuando terminaron, Rye fue a ver a Dan, le cambió la venda de la quemadura y notó que expectoraba una flema verde: buena señal. Extendió un cuadrado de franela sobre la almohada, lo volvió de lado y le levantó la espalda con varias almohadas.
– ¿Por qué haces eso? -preguntó Josh.
– Para que no se asfixie -le respondió.
Josh se asombró de que un hombre supiera tanto, y añadió el último detalle a su lista cada vez más grande de observaciones acerca del modo en que Rye y mamá cuidaban de papá. Muchas de las cosas que advertía en el alto tonelero lo intrigaban. A veces tenía que esforzarse mucho para no hablarle, pues aún sentía que, si lo hacía, sus lealtades estarían divididas, cosa que resultaba incorrecta para su mente infantil.
Por eso, cada vez que Rye trataba de incluirlo en la conversación durante la cena, Josh se negaba a participar. Además, dentro del niño bullía la culpa por lo que había dicho y hecho el día que irrumpió en la tonelería.
En el comedor penumbroso, Ship había terminado su propia cena, y como el chico no pudo convencerla de jugar, porque estaba ahita, se dedicó a mirar a Rye, que iba hasta donde estaba el perchero y sacaba del bolsillo de la chaqueta un cuchillo y un trozo de madera. Sin decir palabra, el hombre colocó una silla cerca del fuego, se sentó, estiró las piernas hacia delante y apoyó los talones en el borde del hogar. Silbando entre dientes, con el cuchillo corto iba sacando un largo rizo de la madera, que caía sobre sus piernas. Pero aunque la tarea atraía la atención de Josh, este aún se mantenía en guardia.
Laura colgó una nueva olla con bayas a hervir sobre el fuego, y ella y Rye se turnaron para cuidarlas. Entre uno y otro turno, Rye se sentaba, contento, tallando el trozo de madera.
Laura acostó a su hijo en la cama de matrimonio y, al besar a su madre, el pequeño preguntó:
– Esta noche, ¿Rye se quedará?
– Sí. Tenemos que turnarnos para cuidar a papá.
– Ah. -Josh adoptó una expresión pensativa, y luego preguntó-: ¿Qué está haciendo?
Apartó los sedosos mechones de la frente del hijo, y sonrió.
– No sé. ¿Por qué no se lo preguntas?
Josh lo pensó unos momentos, y luego le hizo una pregunta sorprendente:
– ¿Por qué lo miras todo el tiempo de esa manera tan rara?
Sobresaltada, respondió con lo primero que acudió a su cabeza:
– ¡No sabía que hacía eso!
Cuando volvió a la sala, Rye había abandonado el tallado y estaba inclinado sobre Dan, revisándolo otra vez. Se enderezó sin saber que Laura estaba detrás de él, viendo cómo se apoyaba una mano en la espalda y otra en la nuca, arqueaba la espalda y lanzaba un profundo suspiro.
– Rye, hace cuarenta y ocho horas que no duermes bien.
El aludido se irguió de golpe, y se volvió:
– Estoy bien. Anoche dormí un poco.
– ¿En esa silla que está junto a la cama?
– Todavía tenemos que seguir hirviendo bayas, y convendrá que las mantengamos por lo menos hasta la mañana.
– Necesitas descansar un poco.
– Sí, después… dentro de un rato.
Dan tosió. Rye le limpió los labios, y luego cerró la puerta para que pudiera juntarse vapor otra vez.
Laura fue hasta el fuego y, con gesto de cansancio, se puso a remover las bayas con la cuchara. Percibió que Rye se movía silenciosamente detrás de ella.
– ¿Sabes una cosa? -Rió-. Antes me encantaba fabricar velas de bayas de laurel. Pero, cuando esto termine, creo que no volveré a hacer una mientras viva.
Sintió que las manos de Rye abarcaban los fatigados músculos que iban desde su cuello a sus hombros y cerró los ojos, dejando de hacer girar la cuchara. Suspiró, agotada, echando la cabeza atrás hasta que entró en contacto con el pecho duro del hombre.
– Laura -murmuró con ternura, haciéndola volverse.
– Oh, Rye…
Lo miró a los ojos un instante, luego cerró los suyos y descansó contra el torso firme, sintiendo la mejilla de él apretada contra su pelo, y los brazos de los dos que rodeaban apretadamente al otro. Fue más un abrazo de agotamiento que de deseo, un modo de intercambiar fuerzas, una afirmación de apoyo y, quizás, un consuelo.
Por largo rato, no hablaron. Laura tenía las palmas apoyadas en la espaldas sobre el suéter, y sentía la áspera textura bajo la mejilla. Volvió a oler esa fragancia de cedro atrapada en la lana y, a través de ella, sintió el calor de su cuerpo.
Rye aspiró el aroma del laurel, y rozó suavemente con los labios las hebras sedosas del cabello de Laura, mientras le oprimía el antebrazo y luego lo frotaba, con gesto tranquilizador.
– Va a vivir -murmuró Rye, con la boca aún pegada al cabello de la mujer.
– Gracias a Dios -comentó, con un suspiro de alivio. De repente, sintió que las rodillas de Rye temblaban de puro cansancio. Entonces se dio la vuelta y vio que tenía los ojos inyectados en sangre-. Todavía tengo energía para unas horas. Por favor, Rye, ¿quieres irte a descansar? Te prometo que te despertaré a medianoche. Ve, y tiéndete junto a Josh.
El cerebro de Rye ya casi no podía funcionar, y no tenía fuerzas para resistir la tentación de cerrar los ojos y rendirse al olvido. Así fue cómo durmió en su propia cama por primera vez en cinco años, si bien no del modo que hubiese querido, con Laura junto a él. Se durmió con la suave respiración del hijo acariciándole la muñeca que tenía estirada sobre la almohada, entre los dos.
Se despertó en medio de la noche, oyendo los ruidos de la tormenta que iba perdiendo fuerzas, la respiración regular de Josh y luego la tos persistente de Dan. Se incorporó, alerta, echó una mirada a Josh y se bajó de la cama con los calcetines. Eran más de las tres de la mañana. Las brasas ardían; una nueva tanda de velas colgaba de las mechas de un torno puesto entre dos sillas. En la mesa, junto a Laura, ardía una vela, y la mujer estaba echada sobre la mesa con un brazo extendido, completamente dormida.
La tos de Dan pasó, y el enfermo farfulló algunas incoherencias y después se quedó tranquilo otra vez. Rye fue junto a la cama, le tocó la frente y notó que estaba más fresca. Después, regresó junto a Laura y, pasándole los brazos por debajo de las rodillas y de la espalda, la levantó del banco.
La mujer levantó los párpados y volvió a cerrarlos, como si le pesaran.
– Rye…
Apoyó la frente en el hueco de su cuello y lo rodeó con la mano derecha, mientras él la transportaba hasta el dormitorio. Incoherente, más dormida que despierta, dijo con voz densa y ahogada:
– Rye, te amo.
– Lo sé.
La depositó con ternura junto a Josh, y la arropó con el edredón hasta las orejas.
Con los últimos vestigios de conciencia, Laura sintió los labios tibios que se le posaban sobre la frente, y se acurrucó en la cama que aún retenía el calor del cuerpo de Rye.
Al día siguiente, Rye y Laura continuaron la vigilia, pero ya revitalizados. Uno de los dos estaba siempre junto a Dan. Cuando le tocaba a Rye, casi siempre levantaba los pies, reanudaba el tallado de la madera, acompañado como antes por un suave silbido y fingiendo que no notaba el interés creciente de Josh en lo que él hacía.Pero cuando el misterioso objeto empezó a parecerse a un esquí, Josh ya no pudo mantenerse alejado. Se las ingenió para acercarse cada vez más a la silla de Rye hasta que, por fin, cuando ya no pudo contener la curiosidad, preguntó:
– ¿Qué estás haciendo?
– ¿Qué… esto?
Rye hizo girar en el aire el esquí casi terminado.
Después de examinar las cuchillas dobles, Josh asintió cinco veces en rápida sucesión… ¡con vehemencia!
– Es un patín para hielo.
– ¿Para ti?
Los ojos extasiados del niño se agrandaron todavía más.
– No, yo ya tengo un par.
– ¿En serio?
Ya no podía apartar la vista del rostro del hombre.
– Lo hago para pasar el tiempo, como solía hacer en el barco: me ponía a tallar cosas. -Dio otra pasada con el cuchillo sobre la madera, examinó el resultado con ojo crítico y de repente, pareció asombrado-. ¡Caramba, me parece que es justo de tu tamaño, muchacho! -Le costó un gran esfuerzo mantenerse serio al ver que Josh se miraba los piececillos, y después, otra vez al esquí-. A ver. -Se agachó para comparar el esquí con la bota del niño y, al ver que coincidían a la perfección, reflexionó-: Mmm… creo haber oído que esta semana cumples años.
Sin mirar, sabía que Laura estaba sonriendo.
A partir de ese momento, Josh se quedó junto a la silla de Rye haciendo preguntas, señalando, demostrando interés en todo lo que le contaba acerca del tiempo pasado en el mar. El tonelero le habló de los períodos de calma chicha, que obligaban a muchos marineros a dedicarse a tallar para pasar el tiempo. Describió los paseos en trineo en Nantucket, esos virajes en el barco ballenero cuando acababan de arponear una ballena, que remolcaba la embarcación por las aguas agitadas en una lucha a muerte que, a veces, duraba días. En algún momento, le relató los cuentos que intercambiaban los miembros de las tripulaciones balleneras de Nueva Inglaterra. Josh tenía los ojos como platos, escuchando extasiado las historias fantásticas del imaginario marinero de aguas profundas, el viejo Stormalong, que medía cuatro brazas desde la cubierta hasta el puente de la nariz, bebía la sopa de ballena en un bote de Cape Cod, le gustaba la carne cruda de tiburón sin despellejar y los huevos de ostra cocidos en sus conchas, y que después de desayunar se recostaba y se mondaba los dientes con un remo de encina blanca.
– ¡Casi siete metros de palanca! -concluyó Rye, conteniendo una sonrisa al ver la mirada suspicaz de Josh.
– ¡Oh, estás inventándolo!
Pese a la acusación, el chico reía entre dientes y ansiaba escuchar más de esas historias.
En esas horas compartidas, mientras entretenía al hijo con fábulas de marinos, poco a poco fue disminuyendo el ritmo de la talla, procurando extender el tiempo que tenía para conocer mejor a Josh.
Hacia el final del tercer día, retiraron el túnel de sábanas y cesaron las raciones de whisky. La ventisca había terminado, dejando treinta y cinco centímetros de nieve acumulada que tuvo que atravesar el doctor Foulger con el trineo que lo trasladó a salvo desde el otro extremo de la isla. Examinó a Dan y afirmó que no podía hacer nada más de lo que ya habían hecho, y que el enfermo estaba fuera de peligro.
Desde esa primera noche, Laura y Rye no habían hablado de nada personal. Ahora, la cuarta noche de vigilia, se sentaron en unas sillas de cara al fuego. Josh estaba acostado en la habitación grande, y Dan descansaba mejor, al parecer, con las puertas de la alcoba abiertas.
Laura tejía calcetines de lana para Josh. Rye atizaba el fuego, inclinado en la silla, con un tobillo cruzado sobre la rodilla.
En medio del silencio, el golpetear incesante de las agujas era el único ruido hasta que Rye, con los codos sobre las rodillas, dijo:
– Con respecto al territorio de Michigan…
Las agujas se inmovilizaron. Laura contuvo el aliento. Al alzar la vista, vio su perfil, donde las patillas recibían el reflejo rojizo del fuego, que él contemplaba.
Lentamente, se volvió y miró sobre el hombro.
– No quiero irme con DeLaine Hussey -afirmó, en tono bajo y tranquilo.
– ¿N-no?
A Laura le pareció que el corazón le golpeaba con tanta fuerza como para quebrarle las costillas.
– Iré contigo.
La sangre se le agolpó en la cara. Sin pensarlo, miró hacia las puertas abiertas de la alcoba, mientras el corazón le palpitaba como impulsadopor una fuerza sobrehumana. Abrió la boca, esforzándose por respirar, y reanudó el tejido con frenética energía.
– Eso, si es que crees poder marcharte de la isla. -Siguió observándola sobre el hombro, y vio que seguía tejiendo-. Por favor, deja ya de tejer -le ordenó en tono bajo pero impaciente.
Dejó las manos quietas sobre el regazo y fijó la vista en ellas. Rye se incorporó, pero aún no la miró.
– Laura, hemos pagado nuestra deuda con Dan. Él va a vivir. Pero, ¿y nosotros?
Ella levantó la vista: Rye la miraba con expresión intensa.
– He estado contigo tres días con sus noches, y he visto con mis propios ojos lo tontos que hemos sido al permitir que el deber y la culpa nos señalaran el camino. Nos pertenecemos el uno al otro. Me importa un comino que sea en esta casa de Nantucket o en algún otro sitio que jamás hayamos visto. Lo único que sé es que tú eres el hogar. Para mí, el hogar está donde estás tú. Te amo, y ya estoy harto de pedir disculpas por eso. No quiero más malos entendidos entre Dan y yo. Cuando se despierte, quiero estar en condiciones de decirle la verdad, de modo que podamos ponernos de acuerdo. Ya le escribí a Throckmorton aceptando unirme al grupo, ¿sabes? Sale de Albany el quince de abril, y eso significa que tendremos que hacer nuestro equipaje para partir de aquí a fines de marzo. Faltan sólo tres meses, y hay muchos preparativos para hacer. Te lo pregunto por primera y última vez, Laura. ¿Vendrás conmigo a Michigan en la primavera, junto con Josh?
No sonreía, y su mirada no vacilaba. La voz, aunque baja, era firme y decidida. Laura creyó en lo que dijo… y en lo que no dijo: que se marcharía en primavera con o sin ella. En su corazón sabía que Rye tenía razón: habían hecho algo honorable. Habían salvado la vida de Dan. Pero, ¿es que había otra alternativa? Los dos lo querían, y siempre lo querrían. Sin embargo, en los últimos tres días, ella aprendió que, en ocasiones, el amor se manifiesta de maneras extrañas y terribles.
Creyó volver a ver el punzón hundiéndose en la carne de Dan, esgrimido por la mano firme de Rye, luego, los hombros de Rye sacudiéndose cuando tuvo ocasión de reaccionar. Oyó la ira que vibraba en su voz cuando arrebató la ventosa caliente de la mano de McColl, y sintió otra vez compasión por la innecesaria quemadura en el pecho de Dan. Vivió de nuevo el terror de ese momento en que su mirada se encontró con la de Rye sobre el cuerpo asolado de Dan. De algún modo, en ese instante cargado de emociones en que los dos pensaban en dejarlo morir, ambos reconocieron una verdad: que tenían que salvarlo para salvarse a sí mismos.
Rye aún esperaba una respuesta. Observaba el rostro de Laura en el que se reflejaba la fatiga de la larga lucha por la vida de Dan. Sí, Dan viviría, y ellos también. Sólo podía dar una respuesta.
– Sí, iré contigo, Rye. Los dos iremos contigo. Pero hasta entonces no deshonraremos a Dan de ninguna manera.
– Por supuesto que no.
Por extraño que pareciera, se pusieron de acuerdo con absoluto sentido práctico. No era hora de que cantaran los corazones mientras Dan aún yacía enfermo. Más tarde habría tiempo para eso, cuando llegara la primavera, la estación del renacimiento.