Se decía a menudo que, sin la humilde duela de barril, el comercio mundial se detendría por completo. Un día, a finales de septiembre, apareció en la tonelería un gallardo caballero de baja estatura, que sabía bien hasta qué punto se honraba el oficio de los toneleros y que sabía que se contaban entre los artesanos más respetados y buscados. Cuando se detuvo en la entrada, el visitante sacó un fino pañuelo de lino y se sonó la nariz, sobre la cual cabalgaba un par de gafas de montura metálica ovalada.
– Buenos días -musitó Josiah sin quitarse la pipa, observando al extraño.
– Buenos días -repuso el hombre, con voz nasal.
Josiah señaló a Rye con la boquilla de la pipa.
– Ah, señor Dalton, mi nombre es Dunley Throckmorton.
Se dirigió hacia el fondo del taller, donde Rye se volvió y aceptó el cordial apretón de manos con la misma firmeza con que lo recibía.
– Buenos días, señor. Soy Rye Dalton y este es mi padre, Josiah. ¿En qué podemos ayudarlo?
– No quisiera interrumpir su trabajo. Este mundo necesita barriles, y detesto la idea de retrasar la producción por un instante siquiera. -Trockmorton sorbió por la nariz, soltó un estornudo y se disculpó-. Este clima de la costa no me sienta bien. -Se limpió la nariz-. Por favor, señor Dalton, se lo ruego, continúe con lo que estaba haciendo.
Bajo la mirada de Trockmorton, Rye reanudó la tarea: la construcción de un barril que ya tenía colocados los aros y recortados los extremos con una azuela de mano. Se dispuso a alisarlo con una garlopa especial, y el visitante observaba cómo se curvaban los hombros poderosos sobre la tarea. Ese hombre tenía brazos y manos de fuerza envidiable, de los que Norteamérica necesitaba para desplazar sus fronteras hacia el Oeste.
– Dígame, Dalton, ¿ha oído hablar alguna vez del territorio de Michigan?
– Sí, he oído hablar.
– El territorio de Michigan es un bello sitio, muy parecido a este, con inviernos nevados y veranos templados, con la diferencia de que no tiene océano, por supuesto. En cambio, tiene el gran lago Michigan.
– ¿Ah, sí? -refunfuñó Dalton casi con indiferencia, sin saltarse una sola pasada.
Throckmorton carraspeó:
– Sí, es un bello lugar, y la tierra es de quien se la apropie.
El visitante percibió la complacencia de Dalton, y se preguntó qué haría falta para convencer a ese joven de que lo siguiera a la frontera. Estaba en edad fértil, cosa vital para el crecimiento futuro de las ciudades recién fundadas. Y conocía bien su oficio, como para poder transmitirlo a otros. Rye Dalton, varón animoso, saludable y habilidoso, pertenecía a la clase exacta de hombres que Throckmorton buscaba. Sin embargo, la competencia por conseguir toneleros hábiles era dura.
– ¿Cómo va el negocio, Dalton?
Rye rió entre dientes.
– ¿Pregunta eso a un fabricante de barriles en un pueblo ballenero? ¿En qué supone que conservan el agua, la cerveza, la harina, la sal, la carne salada y el arenque todos esos barcos que zarpan? ¿Y en qué cree que traen la grasa y el aceite? ¿Que cómo anda el negocio? -No pudo contener otro arranque de risa, pues ya había adivinado el motivo de que Throckmorton anduviese merodeando por ahí-. Si dejáramos de hacer barriles, podríamos hacer que se apaguen las luces en todo el mundo, Throckmorton. Como usted ya ha imaginado, el negocio es floreciente.
El visitante sabía que era verdad. El aceite de ballena formaba parte de una gran proporción de las mercaderías que se embarcaban hacia todos los mercados del mundo en barriles.
Aún así, preguntó:
– ¿Alguna vez pensó en marcharse de aquí?
– ¿Irme de Nantucket?
La única respuesta de Rye consistió en reírse, y el visitante apeló a su tono más convincente.
– Bueno, ¿por qué no? En otras partes del país también se necesitan mucho los barriles.
Rye rió de nuevo, y sus músculos siguieron flexionándose.
– Alguien lo ha informado mal, señor. ¿O acaso no sabe que las fábricas yanquis proveen al resto del país con todo lo necesario, desde clavos hasta pólvora? Por no hablar de las destilerías de Boston y de Newport… que cargan todo en barriles. Si hasta creo que podríamos hacer más daño, aparte de apagar las luces. Podríamos obligar al mundo a mantenerse sobrio ya paralizar por completo el triángulo comercial.
Lo que decía Dalton era cierto. Las Canarias y Madeira -las «islas del vino»-, vendían azúcar sin refinar y melaza a las destilerías de Nueva Inglaterra que, a su vez, enviaban ron y whisky al África, cuyos esclavos constituían la mano de obra de las plantaciones del Caribe, completando el triángulo. Y todo se transportaba en barriles que se producían en las costas del Norte, pues la provisión de madera europea era bastante reducida.
Throckmorton bajó la cabeza, en gesto de derrota.
– No puedo negarlo, Dalton. Lo que dice es cierto. Pondré las cartas sobre la mesa. Para erigir nuevas ciudades hacen falta barriles, y he reunido un grupo de hombres y mujeres convencidos de que Michigan es el lugar para hacerlo. -Hizo una pausa efectista, y luego prosiguió-: Estamos organizando un grupo que partirá desde Albany hacia el territorio de Michigan en la primavera, en cuanto se abran los Grandes Lagos, y necesitamos un tonelero.
Las manos de Rye se inmovilizaron en la tarea y observó al hombre por debajo de las cejas.
– ¿Está pidiéndome que vaya a Michigan a fundar una ciudad junto a ustedes?
– Eso hago. -El vivaracho hombrecillo hizo un gesto enfático-. Allá no podremos sobrevivir sin barriles para la harina, el maíz, el grano molido, el jarabe de arce, la sidra, los jamones curados, y… y… -Exhaló un suspiro de desasosiego-. Hasta las amas de casa necesitan que usted fabrique bañeras, cubos, mantequeras, batidoras… caramba, Dalton, podría hacerse rico en muy poco tiempo y, además, respetado.
Rye volvió a encorvarse sobre el trabajo.
– Throckmorton, aquí donde vivo ya soy respetado, y no necesito enfrentarme a indios hostiles. Si ansiara tanto un cambio de escenario como para irme de Nantucket, ¿por qué tendría que ir a esa tierra olvidada de Dios? Podría ir al Sur y vender barriles para transportar arroz, índigo, brea, trementina, resina, sorgo… la lista es interminable. ¿Qué motivo tendría para ir con usted, si el Sur ya está civilizado? No me vería obligado a lidiar con inconven…
– ¡Bah! ¡El Sur! -El hombrecillo enlazó las manos a la espalda y se puso a pasearse como un capataz indignado-. ¿Cómo va a comparar con esa desdichada parte del país? ¡Ningún hombre acostumbrado a… los saludables rigores del viento Norte se sentiría a gusto en ese clima tórrido, miserable!
Hizo un gesto teatral. Rye hizo una mueca burlona, que borró cuando lo miró de nuevo.
– No he dicho que quisiera vivir allí. Sólo señalaba el hecho de que puedo ganarme la vida en cualquier parte. No pasé siete años como aprendiz para arriesgar la vida y la integridad física siguiendo a una banda de desconocidos hacia un territorio salvaje. Además, estoy contento aquí.
– Ah, pero en la vida fácil no hay desafío, muchacho. ¡Imagínese, participar en la formación de Norteamérica, ayudar a extender las fronteras!
«Ha elegido bien su cometido», pensó Rye, disfrutando la discusión mucho más de lo que dejaba entrever. Throckmorton era locuaz y, por añadidura, decidido, un individuo agradable que reavivaba la inclinación de Rye por el debate. El tonelero descubrió que era feliz discutiendo los méritos de la frontera comparados con los de la civilización.
Todavía con las manos aferradas en la parte baja de la espalda, Throckmorton lo miró por debajo de las cejas fruncidas.
– Dígame, Dalton, me han contado que usted fue a cazar ballenas. ¿Es cierto?
– Sí, hice un viaje.
– ¡Ah! De modo que pertenece a la clase de hombre que busca aventuras y sabe soportar momentos duros, si es necesario.
– Cinco años en un ballenero me han dado momentos duros para toda la vida, Throckmorton. Está equivocando el objetivo.
El visitante enfocó las gafas en el fascinante espectáculo de ese artesano pasando un jable por el borde interno de las duelas, biselando la honda muesca que llamaban espinazo y en la que podía insertarse la tapa del barril. ¡Maldición, ese hombre conocía demasiado bien el oficio para dejarlo escapar!
– Dalton, ¿qué tal es su provisión de madera aquí?
– Sabe perfectamente que comerciamos con el continente para conseguir la madera en bruto.
– ¡Exacto! -Apuntando con el índice al cielo para enfatizar, agregó-: Imagínese que no se encuentra en esta isla barrida por el viento, en la que el mar poda cualquier árbol que intente crecer a la altura de la colina más cercana, sino en un bosque tan denso y alto que podría hacer barriles hasta cumplir los cien años y no haría mella en su provisión de madera cruda.
Rye no pudo contener la sonrisa que apareció en su cara al ver que el hombre miraba hacia arriba y levantaba la mano, gesticulando hacia las vigas del techo como si estuviesen en medio de un bosque. Asintió y concedió:
– Sí, en ese aspecto admito que tiene razón, Throckmorton. Estoy de acuerdo en que eso sería magnífico.
Mientras el tonelero seguía puliendo los espinazos de las duelas, el otro aprovechaba la ventaja obtenida.
– En lo que se refiere a materia prima, el herrero que hemos encontrado y que vendrá con nosotros no tendrá la misma ventaja que usted. Tendrá que hacerse enviar hasta la última onza de hierro desde el Este y, aún así, está dispuesto a correr el riesgo.
Sorprendido, Rye alzó la vista.
– ¿Ha encontrado un herrero?
El otro pareció complacido.
– Y muy bueno.
Su expresión era de gran satisfacción para consigo mismo. Rye musitó como para sí:
– Yo necesito un herrero.
Recordó que Josiah estaba escuchando y echó una mirada en dirección al anciano con expresión casi culpable. Este no dio señales de haber oído el comentario, aunque Rye no ignoraba que había oído hasta la última sílaba.
– Hasta ahora contamos con unas cincuenta personas, entre las cuales hay de todos los oficios que necesitará el pueblo para subsistir, salvo un tonelero y un médico. No tengo dudas de que, este invierno, voy a conseguir un médico en Boston. Le repito, el plan es que el grupo parta después de los deshielos de primavera, en cuanto estén transitables los ríos del continente.
Por un breve instante, la idea de empezar de nuevo en un lugar como el territorio de Michigan reavivó el espíritu de aventura de Rye. Era cierto que había ido a la caza de ballenas, una de las aventuras más grandes que podía emprender un hombre y, sin embargo, la perspectiva de marcharse de Nantucket le daba una aguda punzada de nostalgia. Miró otra vez a donde estaba su padre, atareado en colocarle la abrazadera a un tonel grande, pasando las agujas por los agujeros de un aro de cuero, del mismo modo que un hombre se ajusta el cinturón. Sobre la cabeza del anciano flotaba una nube de humo. El tonelero más joven, al girar, se encontró con la sincera mirada tras las gafas ovaladas.
– Aprecio la invitación, Throckmorton, pero yo no soy el indicado para usted. Tengo… familia, y no me gustaría dejarla.
– Lleve a su padre -dijo el agente, con énfasis-. Sus conocimientos serán tan valiosos como los de usted. Podría enseñar a los jóvenes, más que fabricar los toneles: de eso me encargaría yo. El Oeste es, un lugar donde hacen falta personas de todas las edades: los viejos para aportar su experiencia, y los jóvenes, hijos. Dígame, Dalton -dijo, mirando alrededor-, ¿es casado? ¿Tiene hijos?
Dalton se irguió, con la garlopa olvidada en la mano izquierda. El agente echó un vistazo, y comprobó que llevaba una sortija de bodas de oro.
Pero la respuesta del hombre fue:
– Yo… no, señor, no tengo.
– Ah, bueno… es una lástima, una lástima. -Sin embargo, esbozando una sonrisa astuta, se palmeó los botones del chaleco como disponiéndose a marcharse-. No importa, también habrá mujeres jóvenes en el grupo.
– Sí… -dijo el tonelero con voz inexpresiva.
De pronto, Josiah apoyó el tonel sobre un extremo y lo dejó tambaleándose sobre el suelo sucio con sus habituales movimientos parsimoniosos, guiñando y chupando la pipa.
– Joven, si tuviera su edad, podría convencerme de que fuese con usted. Sobre todo en un día como hoy, en que la Dama Gris me hace sufrir con el reumatismo. -Se sacó la pipa de la boca y frotó la cazoleta con aire pensativo-. Pero mi hijo… bueno, no tiene reumatismo que lo impulse a embarcarse en tan seeeria aventura.
Estiró la palabra como sólo podía hacerlo un curtido nativo de Nueva Inglaterra.
Rye volvió la cabeza con brusquedad. Al parecer, Josiah estaba lanzando un desafío, aunque en ningún momento miró al hijo mientras seguía diciendo, con perspicacia:
– Si usted volviera a buscarlo cuando le crujan los huesos, tenga las manos torcidas y ya no fuese demasiado útil para nada, tal vez lograría convencerlo de irse con usted.
Como si hubiese recibido una señal, Throckmorton estornudó, recordándoles lo inclemente que podía ser el clima de Nantucket. Después de haberse limpiado la nariz y de guardar el pañuelo, estrechó las manos de los dos, primero la de Josiah, y después la de Rye, que retuvo mientras apelaba al último argumento.
– Le pido que lo piense, Dalton. Tiene todo el invierno para hacerlo y si decide venir con nosotros puede ponerse en contacto conmigo en el Astor, de Boston. El grupo sale desde Albany el quince de abril.
– Será preferible que siga buscando, señor, lo siento.
Después de un último apretón vehemente, Rye soltó la mano del hombre que, un instante después, había desaparecido.
Josiah metió las manos entre la cintura del pantalón y los faldones de la camisa, en la espalda, sujetando la pretina y meciéndose hacia atrás sobre los talones, y haciendo silbar suavemente el aire en la boquilla de la pila. Pareció concentrarse en la puerta por donde acababa de salir Throckmorton.
– La propuesta tiene cierto mérito, sobre todo para un hombre atrapado en un triángulo que lo hace sufrir como a un caballo que perdió una herradura.
Rye lo miró, ceñudo:
– ¿Acaso opinas que debería irme?
– No dije que sí… ni que no. Lo que digo es que, viviendo tú y Dan en esta isla, hay demasiada gente.
El comentario del anciano zumbaba como un insecto en su mente mientras pasaba septiembre y llegaba octubre. Josiah era viejo: no podía dejarlo. ¿Habría querido decir que en verdad había pensado en ir con él? Rye pensaba en la conversación, pero no quería traer a colación el tema, pues hablar de ello daría solidez a la idea, y no estaba seguro de estar dispuesto a eso. Había que pensar en Laura y en Josh, pero pensar en ellos acarreaba la posibilidad de llevarlos consigo, y eso lo aturdía.
Llegaron las primeras heladas y, con ellas, la estación más bella del año en la isla. Los brezales se encendieron con el despliegue otoñal de colores mientras que, a lo largo de Milestone Road, vastas extensiones de campos se tornaban de un rojo intenso, y luego empezaban a cambiar a un color óxido. Las guías de hiedra venenosa impactaban la vista con sus nuevos matices de rojo y amarillo. El follaje de las encinas adquirió el color de las monedas de cobre, y los enebros se pusieron grises, con unas cortezas de la misma textura que las naranjas. Los frutos estaban listos para ser recogidos, y su fragancia era tan intensa como en la tienda de un boticario.
En los jardines delanteros de las casas los morales parecían incendiarse, los crisantemos hacían la exhibición final del año y las heladas provocaban apropiados sonrojos en las mejillas de las manzanas.
Entonces, toda la isla se llenó de una deliciosa fragancia, hasta el punto de hacer pensar que el océano mismo estaba hecho de zumo de manzana cuando se sacaron a los patios las prensas de madera para hacer sidra. Por todas partes se sentía el olor, persistente y dulce. En los calderos hervían mondaduras de manzana que se convertirían en puré y jalea. Eran tantos los discos de pulpa de manzana que colgaban a secar que parecía que las vigas de los techos se derrumbarían con su peso.
En la casa de Crooked Record Lane, cestos de bayas de laurel esperaban los días fríos de fin de año, en que Laura empezara a fabricar velas. Desde arriba colgaban los trozos de manzana como guirnaldas entre sacos de arpillera donde se secaban hierbas: salvia, tomillo mejorana y menta, que llenaban el ambiente con una fragancia casi abrumadora.
Laura retrasó la preparación del puré de manzanas hasta el final. Ya había transcurrido la mitad de la tarde cuando clavó la tapa de madera sobre el último tarro de boca ancha, pero de golpe la tapa se rompió por la mitad, y uno de los pedazos cayó dentro de la translúcida preparación.
Dejó el martillo, murmuró una maldición y sacando el trozo de tapa lo lamió y luego lo arrojó al fuego. Revisó las tapas de madera que le quedaban y comprobó que ninguna se ajustaba a la boca del tarro.
Mirando por la ventana hacia la bahía, visible a lo lejos, se le atravesó un pensamiento prohibido. Nada se lo impedía: Josh estaba en la casa de Jane, donde una vez al año se dedicaban a tallar calabazas. Decidida, se agachó y probó una vez más todas las tapas, pero ninguna servía, por mucho que empujara, manipulara y riese entre dientes.
De repente, sus manos se inmovilizaron. Miró otra vez por la ventana. Galopaban por el cielo espesas nubes grises de panzas oscuras, como caballos salvajes, y el viento levantaba las hojas sueltas de la morera y las arrojaba, irritado, contra el cristal. Laura cerró con fuerza los ojos, se inclinó adelante y se rodeó los muslos, sentada sobre las posaderas ante la tapa de madera que ardía. Puedo poner un plato sobre la boca del tarro.
Pero al minuto siguiente estaba midiendo el diámetro de la boca del frasco con una cuerda de hilo, tiró el delantal, que cayó sobre una silla, y corrió colina abajo por el sendero de conchillas en dirección a la tonelería.
Las puertas estaban cerradas. Antes de abrirlas titubeó y echó una mirada hacia el terreno que había junto al muelle, donde una enorme ancla azul colgaba sobre la puerta del pub: había oído decir que ahí era donde Dan pasaba casi todas las noches. Se estremeció, se envolvió en la capa y cruzó las puertas, entrando en un ámbito que guardaba recuerdos agridulces. Dentro estaba oscuro, fragante de astillas de cedro frescas y caldeado por el fuego que ardía en el hogar.
Allí estaba Josiah, a horcajadas sobre el banco de desbastar, y una voluta de humo ascendía entre sus cejas grises. Levantó la cabeza, aflojó la mano que sostenía el cuchillo de desbastar y se apoyó lentamente sobre el banco. Sin apartar de Laura su mirada benévola se puso de pie, tomó la pipa y entonó, con su voz tan familiar:
– Hola, hija.
Siempre la había llamado hija y en ese momento cuando le abrió los brazos, la palabra agitó dentro de ella una oleada de afecto.
Se apoyó contra la camisa de franela que olía a madera, cerró los ojos y sintió que la barba crecida del mentón le raspaba la sien.
– Hola, Josiah.
El anciano la apartó y le sonrió, bondadoso.
– Empezaba a pensar que ya no volveríamos a ver tu sonrisa en esta vieja tonelería.
Laura se dio la vuelta para echar una mirada alrededor.
– Ah, sí, ha pasado mucho tiempo, Josiah. Tiene el mismo aspecto y huele tan bien como siempre.
Al posar la mirada en el otro banco de desbastado lo halló vacío, y una cuchillada de desilusión la atravesó.
– No hay duda de que estás buscando a mi hijo.
La mujer se volvió rápidamente y le aseguró, con exagerado énfasis:
– No… no… sólo vengo a encargar una tapa para un tarro.
Josiah guiñó, volvió a ponerse la pipa entre los dientes y siguió, como si Laura no hubiese hablado.
– Ha salido un minuto, fue hasta Old North Wharf a comprobar que suban a bordo del Martha Hammond unos toneles grandes.
Laura se refugió en el banco desocupado y se volvió a examinarlo, pero pronto dejó de fingir y preguntó con voz suave:
– ¿Cómo está él?
Oyó a sus espaldas el silbido amortiguado que producía el chupar de la pipa de Josiah.
– Bastante bien. Por lo que he oído, mejor que Dan.
La muchacha se volvió, con el rostro alargado y pálido.
– Yo… ya veo que todos en la isla saben cómo ha estado bebiendo Dan desde que… desde que murió su padre.
– Sí. -Josiah levantó un hacha y probó el filo con el encallecido pulgar-. Ah, claro que lo comentan. -Soltó la herramienta, pasó la pierna por encima del banco y, de espaldas a la mujer, se inclinó otra vez sobre el trabajo-. También han estado comentando que esa mujer, DeLaine Hussey, encuentra excusas para fisgonear por la tonelería casi todos los días.
Laura giró, y se quedó mirando con la boca abierta los hombros encorvados de Josiah:
– ¿DeLaine Hussey?
– Sí.
– ¿Qué quiere ella?
Su fulminante reacción hizo sonreír disimuladamente al viejo.
– ¿Qué quiere cualquier mujer que busca excusas para merodear alrededor de un hombre? -Josiah le dio tiempo a que absorbiera el comentario, y llevó el cuchillo hacia las rodillas, sacando un largo rizo de madera blanca de la duela, seguido por otro y otro. Después probó la concavidad con los dedos, pasándolos una y otra vez por el borde de la madera-. Vino a comprar una cubeta para la madre, luego trajo un cesto con ciruelas silvestres y después una bandeja de bizcochos de naranja.
– ¡Bizcochos de naranja!
El viejo sonrió de nuevo, y Laura no lo vio porque seguía de espaldas a ella.
– Ahá. Y muy sabrosos.
– ¿Bi…bizcochos de naranja? ¿Le trajo bizcochos de naranja a Rye?
– Ahá.
– ¿Qué opinó él de eso?
– Bueno, por lo que recuerdo, a él también le parecieron sabrosos. Me parece que le gustaron muchísimo. Creo que después de eso vinieron las manzanas a la canela, y después, a ver… ah, sí. Vino a preguntar si iba a ir a la comida al aire libre.
– ¿Qué comida al aire libre?
– La que hace Starbuck todos los años, al final de la temporada. Acude toda la isla. ¿Dan no te lo dijo?
– Debe… debe haberlo olvidado.
– Últimamente, Dan se olvida de muchas cosas. Hasta olvida ir a la casa por las noches a cenar, según lo que oí.
Desde la entrada retumbó una voz:
– ¡Viejo, estás parloteando demasiado!
En la entrada estaba Rye, alto, con los hombros tensos, que llevaba botas negras altas, ajustados pantalones grises y un grueso suéter que le ceñía el cuello y acentuaba la anchura de los hombros. Al verlo, el corazón de Laura dio un brinco.
Dirigió al padre una mirada ceñuda y severa, pero Josiah no se inmutó y se limitó a admitir:
– Ahá.
– ¡Te sugiero que te pongas un broche en la boca! -replicó el hijo sin mucha gentileza, mientras Laura se preguntaba cuánto haría que estaba escuchando.
El inmutable Josiah preguntó:
– ¿Por qué has tardado tanto? Hay una cliente esperando.
Por fin, Rye miró a Laura y cuando su mirada bajó de la cara al brazo, la mujer advirtió que, de pie ante el banco de trabajo, acariciaba distraída el brazo alto de la abrazadera. Sobresaltada, apartó la mano con gesto brusco y cruzó hacia donde estaba Josiah para sacar el trozo de cordel del bolsillo de su capa.
– Le dije que no necesitaba ver a Rye. Usted también puede hacer el trabajo. Lo único que necesito es una tapa para un tarro. Este es el diámetro.
Josiah miró con un ojo la cuerda que tenía en la mano, chupó una vez la pipa, luego otra, y se dio la vuelta, desinteresado.
– Yo no hago tapas. Él las hace.
Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Rye.
Impotente, Laura clavó la vista en la cuerda, pensando en DeLaine Hussey y Rye, y en la comida campestre. Ya se sentía muy avengorzada por haber ido a la tonelería, pero en ese momento sintió que Rye se le acercaba.
– ¿Cuándo lo necesitas? -le preguntó, en voz carente de emociones.
Una ancha y conocida mano callosa apareció a la vista de Laura, extendida para que pusiera en ella el cordel. Se lo dio, cuidando de no tocarlo.
– Cuando puedas ocuparte.
– ¿Estará bien hacia el fin de semana?
– Oh… sí, pero no hay prisa.
Rye atravesó el taller, tiró el cordel sobre un banco de trabajo que quedaba a la altura de su cintura y se quedó ahí, de espaldas, apoyándose con fuerza contra el borde del banco, con las manos bien separadas.
– ¿Vendrás a buscarla tú?
Miró por la ventana que estaba encima de la mesa de trabajo.
– Yo… sí, sí, claro.
La espalda estaba rígida. No se dio la vuelta ni habló de nuevo, y Laura sintió que, tras los párpados, le quemaban las lágrimas. Dirigió a Josiah una falsa sonrisa trémula:
– Bueno… ha sido un placer volver a verlo, Josiah. Y a ti también, Rye.
Ni los brazos ni los hombros se movieron. Ya las lágrimas de Laura escocían, a punto de verterse, así que giró sobre sí misma y corrió hacia la puerta.
– ¡Laura!
A pesar de la áspera llamada, sus pies no aminoraron la marcha. Abrió la puerta con fuerza, sintiendo que desde atrás le llegaba una maldición ahogada, y luego:
– ¡Laura, espera!
De todos modos, salió a la calle y dejó que Rye la persiguiera con sus largas zancadas cuando salió al exterior, cortando el viento con el hombro.
– ¡Detente, mujer! -le ordenó, sujetándola del codo y obligándola aparar.Laura giró y se soltó de un tirón.
– ¡No me hables como si yo fuese… el miserable barco ballenero que te llevó a altamar!
– ¿Por qué viniste aquí? ¿No te parece que ya es bastante duro sin que lo hagas?
Los ojos de Rye quemaron en los de Laura.
– Necesitaba una tapa para un tarro. ¡Este es el taller donde se consiguen esas cosas!
– Muy bien podrías haberla conseguido en la fábrica de velas.
– ¡La próxima vez, lo haré!
– Te dije que permanecieras fuera de mi vista.
– Perdóneme, señor Dalton, he sufrido una momentánea pérdida de memoria. Puede quedarse tranquilo: no volverá a suceder a menos que sea absolutamente inevitable. En ese caso, procuraré venir con un cesto lleno de bizcochos de naranja para pagar mis utensilios.
Le echó una mirada con los ojos entrecerrados, se apartó un paso y enganchó los pulgares en el cinturón.
– El viejo no sabe cuándo cerrar la trampa.
– No estoy de acuerdo. Para mí, la conversación resultó muy… esclarecedora.
Apuntando con un dedo a la calle, y con gesto serio, él replicó:
– Si tú vives allá en la colina con él, está bien, pero cuando se trata de mí y de DeLaine Hussey, es otra cuestión, ¿no es cierto?
– ¡Puedes hacer lo que te plazca con la señorita DeLaine Hussey! -le escupió.
– ¡Gracias, señora, lo haré!
Laura esperaba que él negara haber estado con DeLaine pero, como lo confirmó, el dolor se hizo demasiado grande para soportarlo. Con aire altanero lo miró de arriba abajo, elevó hacia él una mirada helada, y arqueó una ceja.
– ¿Ya le enseñaste cómo usar el banco de trabajo? Seguramente le encantará.
Por un momento, tuvo la impresión de que Rye quería golpearla. Los dedos le oprimieron el brazo, pero la soltó y se volvió furioso hacia la tonelería, cerrando de un portazo. De inmediato, Laura sufrió remordimientos y quiso correr tras él, pero ya no podía retirar lo dicho.
Esa noche, acostada en la cama, llorando, las palabras irritadas le resonaron en la cabeza. «¿Por qué dije semejante cosa, oh, por qué? Tiene razón: no tengo ningún derecho a reprocharle que vea a DeLaine Hussey, mientras yo siga viviendo con Dan».
Pero existía una posibilidad muy real de que DeLaine pudiera conquistar a Rye, y eso la llenaba de temor. Como él se sentía solo y desdichado, era más vulnerable que nunca a los avances de una mujer. Recordó con toda claridad la noche de la cena en la casa de los Starbuck, las miradas seductoras de DeLaine y todo ese parloteo con respecto a la masonería femenina. No había duda de que esa mujer perseguía a Rye. Teniendo en cuenta el estado de abatimiento de este, ¿cuánto tiempo resistiría una propuesta de afecto… y quizá, de mucho más?