Capítulo23

El cerrojo se cerró tras ellos con chasquido metálico. Laura se detuvo en el centro de la habitación, y Rye, cerca de la puerta. A través de la pared llegó el sonido ahogado de la voz de Josh que saludaba con entusiasmo a Ship y de un par de ladridos excitados, y luego, silencio, salvo por el golpe rítmico de la máquina de vapor que funcionaba en las entrañas del buque. La lámpara encendida se balanceaba sobre la cabeza de Laura, proyectando su sombra sobre las piernas de Rye, luego a la pared y otra vez a los pies del hombre.

Contempló los estrechos camastros, notando que no eran lo bastante largos para Rye: para albergarlo con comodidad, deberían tener unos quince centímetros más. Estaba sacándose el cordón del bolso de la muñeca cuando oyó a sus espaldas la voz de Rye,.

– Señora Dalton.

Se dio la vuelta lentamente hacia él: estaba con los pies bien separados, las rodillas unidas, una mano suelta a su lado y la otra ocupada en aflojar el corbatín.

– ¿Sí, señor Dalton?

Tiró el bolso sobre el banco sin mirar dónde caía. Dentro del pecho, su corazón bailaba una danza de acoplamiento, y le faltó el aliento.

– ¿Puedo hacerte el amor ahora?

Con gestos lánguidos soltó el corbatín, pero lo dejó colgando del cuello. Apartando la chaqueta hacia atrás, la retuvo con las muñecas y apoyó las manos sobre las caderas. La postura revelaba por qué había estado sacudiendo el pie bajo la mesa, y ahora la exhibía con audacia. La cresta de su masculinidad proyectaba hacia delante los pantalones verdes, y Rye vio que la mirada de Laura se posaba en ella para luego volver a su boca.

– Pensé que nunca me lo pedirías -respondió con voz ronca. Se detuvieron al borde del abismo, estirando ese último momento para gozar por anticipado del abrazo antes de que comenzara de verdad.

– Entonces, ven aquí y empecemos.

Pero se movieron al unísono, encontrándose a mitad de camino, corazón a corazón, boca a boca, hombre contra mujer en una unión prefijada por años durante los cuales ni los giros adversos de la fortuna consiguieron separarlos. Las lenguas impacientes, miembros resbaladizos y sedosos, se encontraron uniendo a marido y mujer en una imitación oral de lo que vendría. El beso empujó hacia atrás la cabeza de la mujer contra el hombro sólido, y Rye se cernió sobre ella detectando su sabor, su textura y esa esencia de laurel atrapada en su ropa.

El olía a tela de lino limpia, y su cuerpo parecía haber retenido el punzante perfume de la madera de las tablas de encina y de cedro con que trabajaba desde hacía años.

Bajo la ropa, Laura sintió el cuerpo cálido, la carne flexible cuando deslizó el brazo entre la chaqueta suelta y el chaleco ajustado, contorneando el torso ancho, abriendo la mano sobre la seda que se tensaba entre los omóplatos por el modo en que él se inclinaba para abrazarla.

Durante largos meses pusieron a prueba su rectitud una y otra vez, pero ya no había restricciones, y no era necesario que las manos se demoraran. Las del hombre se ahuecaron sobre los pechos que las aguardaban, y las de ella tantearon y acariciaron la cálida columna de carne que constituía el estómago de Rye.

De la garganta del hombre brotó un rumor áspero de pasión, y el beso ahogó el murmullo de la mujer, con esa lengua que acariciaba el interior sedoso de su boca. Las manos empezaron a moverse, y el deseo a crecer.

Cuando, al fin, Rye apartó la cabeza, su mano estaba sobre la de Laura, aumentando la presión de las caricias.

– Ah, mi amor, empezaba a pensar que nunca más volvería a sentir tus manos sobre mí. -Sacó la mano de encima de la de ella y descendió por la falda amarilla, posándola en el monte de su feminidad oculto bajo capas de tela-. O las mías sobre ti.

El contacto encendió la sangre de la mujer y transformó en un esfuerzo el simple acto de respirar.

– Creí que la cena no terminaría jamás -pronunció Rye contra el cuello de Laura.

– Todo el tiempo tenía ganas de preguntarte la hora.

Los labios de Rye rozaron los de Laura, y la hizo enderezarse con un rápido movimiento del brazo. Ojos azules como las aguas profundas del Atlántico que se miraban en esos otros, oscuros como la tierra fértil.

– Es hora de que se quite ese vestido, señora Dalton.

– Y usted su traje, señor Dalton.

Los seductores hoyuelos aparecieron en la cara de Rye, que se rascó una patilla.

– Sí, ahora que lo pienso, está resultándome cada vez más incómodo.

– Entonces, permítame, por favor -canturreó con voz dulce, apartando las solapas de los hombros.

Dócil, se puso de espaldas y se quitó la chaqueta. Laura la tiró sobre el banco mientras él giraba lentamente hacia ella y desenganchaba la cadena del reloj del botón del chaleco, al mismo tiempo que los dedos ansiosos de la mujer iban hacia su pecho. Estirando el brazo, Rye dejó el reloj en lugar seguro, mientras Laura le desabotonaba el chaleco y pasaba la prenda por los hombros, sin preocuparse de ver dónde caía.

Estaba a punto de desabotonar el cuello, cuando las manos de Rye la aferraron con firmeza de los antebrazos y la contuvieron.

– ¿Qué prisa hay, querida? Estás adelantándote a mí.

Los pulgares ásperos acariciaron la piel desnuda de la parte interior de los brazos, donde las venas parecían latir a su contacto. En los ojos azules aparecieron chispas de impaciencia que desmentían sus palabras, pues a duras penas se contenía. Sin apartar la vista de los ojos de Laura, besó primero la palma de la mano izquierda, después la derecha, pasó la lengua con suavidad por la piel sensible de la cara interna del brazo, hasta el borde de la manga, que llegaba al codo. Le puso las manos a los lados y empezó a soltar la fila de botones que iban desde el hueco del cuello hasta las caderas. Cuando el vestido quedó abierto, se lo bajó por los hombros. Quedó sujeto por las enaguas en las caderas, olvidado, y Rye tocó con delicadeza la parte de atrás de los lóbulos de las orejas sólo con las yemas de los dedos medios, que luego fue bajando con torturante lentitud por los costados del cuello, contorneando los hombros, enganchándolos en las tiras de la camisa y bajándolos por las curvas subyugantes.

Mientras sus dedos la recorrían, los párpados de Laura descendían. El aliento se le quedó atrapado y retenido cuando la levísima caricia de Rye disparó una flecha ardiente por su vientre. Tuvo la impresión de que perforó algún recipiente de líquido que existía en una parte de su cuerpo, liberando un flujo caliente y sensual de deseo y bienvenida.

Se estremeció y abrió los ojos. Los de Rye eran profundos y atentos, sabían lo que pasaba dentro de la novia mientras trazaba volutas invisibles sobre la clavícula, luego, sobre la blanda hinchazón del pecho para terminar en el borde superior de encaje de la enagua. Laura pasó las manos bajo las de él y, con un solo tirón, el lazo desapareció de entre los pechos y la enagua quedó colgando por la cintura. Tomando las manos del hombre por el dorso, apoyó las palmas que se llenaron con sus pechos, apretándolos, sin poder sofocar el deseo casi doloroso de su carne.

Otra vez bajó los párpados; ladeó un poco la cabeza y la echó atrás, y murmuró con esfuerzo:

– Rye, he estado pensando en esto desde que terminó el verano. Bésame, querido, por favor.

Rye inclinó la cabeza y los labios cálidos se abrieron sobre uno de los globos marfileños, que levantó y modeló, hasta que su punta sonrosada se proyectó dentro de su boca voraz. Lo chupó, lo mojó e hizo girar el pezón entre los dientes para luego encerrarlo suavemente entre ellos. Laura gimió, se aferró a sus hombros y se echó hacia atrás, mientras los dientes del hombre sujetaban el capullo erguido y lo estiraban. Y cuando las sensaciones fueron tan intensas que hacían doler, se precipitó otra vez hacia delante moviendo los hombros con sensualidad, haciéndolo buscar y seguir el pezón con la boca.

De pronto, Rye gimió, la sujetó por las caderas y hundió la cara en la carne fragante, atrapando otra vez el pecho y obligándola a quedarse quieta mientras él soltaba el botón de la cintura, y empujaba hacia abajo camisa, calzones, enaguas y vestido, que quedaron a sus pies en un amontonamiento de color limón.

– Siéntate. Te quitaré los zapatos.

Con ruido sordo, Laura cayó sobre la nube de prendas: parecía el pistilo en el centro de una margarita amarilla y blanca, mientras Rye se arrodillaba ante ella, aflojaba rápidamente los cordones del zapato, se lo quitaba tirando del talón y le quitaba la media para luego alzar la vista.

– El otro -le ordenó, ya impaciente.

Estaba enganchado en la cintura de la enagua, y él lo soltó, y luego descalzó el otro pie sin desperdiciar un solo movimiento.

Mientras Rye tiraba con destreza de los cordones, ella le acariciaba el muslo con el pie desnudo, contemplando la coronilla que se inclinaba sobre el otro pie.

– ¿Tienes idea de lo mucho que ansiaba hacer el amor aquel día que me senté en tu regazo, sobre la silla?

Rye alzó la vista, asombrado:

– El día que me echaste -recordó.

– Sí, el día que te eché -respondió, y siguió en tono seductor-: Esa noche, cuando me acosté, me satisfice yo misma.

Rye se quedó boquiabierto, con expresión atónita en el rostro petrificado. El zapato cayó al piso.

– Después de cinco años, aún estás llena de sorpresas.

Laura giró las rodillas a un lado, rodó sobre la cadera y se inclinó hacia él con una mano apoyada en el suelo.

– Bueno, no me digas que tú no hiciste lo mismo muchas veces, en los años que estuviste a bordo del ballenero.

Al tiempo que hablaba, sus manos se acercaron a los pantalones.

Simultáneamente, Rye manipulaba los botones de la camisa, sonriéndole:

– No lo niego. Pero cada vez que lo hacía pensaba en ti. -Aferrando la pechera de la camisa, se la quitó a tirones, con impaciencia, sacándola por los hombros. La sonrisa se hizo más audaz-. Creo que, en adelante, no habrá mucha necesidad de autosatisfacción, ¿no le parece, señora Dalton?

– Oh, espero que no.

Con los pantalones ya desabotonados, Rye se sentó y empezó a tironear de una de las largas botas negras bajo la mirada acariciadora de Laura. La bota no salía. Ahogó una maldición, y siguió tirando mientras Laura, de rodillas, asió las puntas del corbatín con las manos, lo atrajo hacia sí y le pasó la punta de la lengua por la ceja izquierda.

– Esta condenada bota…

En ese preciso instante, se salió. De inmediato la emprendió con la otra mientras Laura repetía el tratamiento con la otra ceja, obligándolo casi a irse hacia atrás con su provocación, acariciándole los párpados con la lengua húmeda, pasándola por el costado de la nariz para terminar mordiéndole el labio superior.

– ¿Quieres que te ayude con esa bota? -murmuró, atrapando entre los dientes un mechón rebelde de la patilla, tirando con suavidad, besuqueando en dirección a la oreja.

Hundió la lengua ahí, y Rye dio un brutal tirón que hizo volar la bota a la otra punta del camarote.

Giró sobre las caderas, haciendo caer a Laura al suelo debajo de él, los pechos aplastados bajo el rizado vello de su tórax. Le sujetó la cabeza por los lados, asaltando la boca con la suya, pasando la lengua ansiosa sobre los dientes de Laura, bajo la lengua de ella, encima, hundiéndose una y otra vez con sugestivo ritmo.

Aún le colgaban los pantalones de las caderas, pero la espalda desnuda de Laura estaba apretada contra el suelo áspero del camarote, a través del cual se percibía el palpitar de la máquina. Sintió la repercusión de los golpes a través de los músculos, mientras Rye se colocaba sobre ella hasta hacer coincidir un cuerpo con otro. En la profundidad del barco, los pistones se hundían en las válvulas de vapor de la máquina, y el firme tamborileo hacía vibrar el navio con un constante ruido ahogado.

Los brazos de Laura rodearon los hombros de Rye y pasó las yemas por cada vértebra de la columna hasta donde llegaba, mientras las caderas del hombre empezaban a moverse al mismo ritmo que la potente letanía de la maquinaria que los dos sentían y oían.

Sincronizaron los movimientos cuando Laura se unió a él en esa cadencia de impulso y retirada, y luego, maniobrando con un pie, lo enganchó en la cintura del pantalón y empezó a bajarlo por las nalgas. Él la ayudó con una mano y cuando la prenda salió por los talones, las plantas de los pies de Laura acariciaron las partes traseras de los muslos y exploraron los huecos de las rodillas.

Rye se sostuvo con los brazos en el suelo, encerrando la cabeza de la mujer entre las manos, derramando una lluvia de besos en su cara.

– Te amo… Laura, Laura… tantos años… te amo.

Hizo ondular las caderas, y encontró en ella acompañamiento. El cuerpo de la mujer se alzó hacia él dándole la bienvenida, y los dedos de Laura se deslizaron por la cabeza de él, atrayéndolo hacia ella, encima de su propia cabeza.

– Rye… siempre fuiste tú… te amo… Rye…

Los labios húmedos se apretaron contra los párpados cerrados, adoraron el hueco de la mejilla y reencontraron la boca querida, de la que conocían la forma, el calor, el tesoro que guardaba para ella, antes de que se cerrara una vez más sobre la suya.

Él se elevó.

Ella se estiró hacia él.

Él se equilibró.

Ella se colocó.

Él presionó.

Ella se abrió.

Él se hundió.

Ella lo rodeó.

Los dos juntos sumaron un ritmo más a los innumerables e incesantes ritmos del universo. El cuerpo de Laura se abrió como la valva de una ostra, y las fluidas embestidas de Rye buscaron y rescataron la perla del interior, esa piedra preciosa de sensualidad que, al excitarse, disparaba una fuerza mágica que encendía sus miembros. Recibió cada embestida con la misma fuerza y, juntos, fueron en pos de la recompensa que habían ganado en aquel largo invierno de soledad.

El amor los hacía flotar, y una lujuria tan intensa y exigente como merecían sus cuerpos saludables los volvía poderosos. Laura desnudaba los dientes bajo los impulsos de Rye, de una potencia tan grande que pronto provocaron dentro de ella las primeras pulsaciones.

Sin advertirlo, estiró las manos sobre la cabeza y las apoyó contra la puerta del camarote, cuando las sensaciones explotaron en ella, atenazándole los músculos. Se estremeció, y la superficie de la piel se perló de miles de diminutos puntos estremecidos, como la de un estanque ondulado por la brisa.

En el fondo de la garganta de Rye resonó un gemido, y llevó a Laura más alto, aferrándole las caderas con las manos abiertas, mientras ella sesujetaba los codos sobre la cabeza y los potentes músculos de los brazos de él se ponían tensos como el cordaje de los aparejos de un velero. Lanzó un grito inarticulado de liberación, dio una última embestida y se estremeció apretado contra ella, con el cabello sobre la frente, sacudido por un interminable temblor, mientras sus dedos tensos dejaban diez marcas de posesión en las caderas de la mujer.

Luego, los brazos se aflojaron, los párpados bajaron, y dejó caer la cabeza hacia adelante, apoyando los labios abiertos en el hombro de Laura.

Debajo, la máquina seguía palpitando, Encima, la lámpara aún se balanceaba. Más allá, los camastros estaban intactos. Para hacerlo volver del estupor en que se había sumido, Laura le rozó el hombro húmedo.

– Rye.

– ¿Eh?

Su peso era como un regalo inmóvil depositado sobre ella.

– Rye, nada más. Siempre quiero decirlo… después.

Los labios que se apoyaban en el hombro se separaron, se apretaron en mudo homenaje, y la punta de la lengua le humedeció la piel.

– Laura Adele Dalton -repuso.

Laura sonrió. Rara vez usaba el segundo nombre, porque a ella no le gustaba pero, en ese momento, viniendo de los labios del marido, se impregnó de un nuevo sonido, que se unía a Dalton.

– Sí, Laura Adele Dalton para siempre.

Reposaron lánguidos en el bienestar posterior, pensando en ello, hasta que las tablas sobre las que Laura estaba apoyada hicieron llegar su mensaje.

– Rye.

El aludido abrió los ojos y levantó la cabeza.

– ¿Eh?

– Este suelo es más duro que el del almacén del viejo Hardesty.

Sonriendo, la levantó, poniéndola a horcajadas encima de él de modo que los cuerpos se unieran.

– Pero funciona bien, ¿eh?

Laura le enlazó los brazos al cuello y se apretó sobre él.

– Maravilloso.

– Tú eres maravillosa. Eres más que maravillosa. Eres… estupenda.

Apoyada en el pecho de su esposo, rió sin ruido.

– Estupenda o estúpida. Creo que tengo astillados los huesos de las caderas.

Rye rió, le frotó las partes doloridas y le advirtió:

– Mujer, será mejor que te acostumbres.

Echándose hacia atrás, lo miró con expresión atrevida:

– Oh, he traído una buena cantidad de lanolina.

Los dientes de Rye brillaron, deslumbrantes, en la ancha sonrisa de admiración.

– De todos modos, sujétate que nos trasladaremos a un sitio más cómodo.

Enlazando las muñecas bajo las nalgas de Laura, y ella los tobillos tras las caderas de él, Rye se puso de pie y fue hasta los camastros.

– Aparta la manta -le murmuró, besándole la barbilla.

Tratando de obedecerlo, Laura se inclinó de lado pero, de repente, sus ojos se abrieron sorprendidos y se apretó contra él.

– ¡Rye, estás resbalándote!

– Sí, esa es la idea.

– ¡Rye!

Pero se removió otra vez, y lograron permanecer unidos mientras él se tendía de espaldas en el camastro de abajo, cayendo con ella encima. Por desgracia, cuando se estiró, le faltaba espacio para los pies. Rodó de modo que quedaran de costado, y se instaló lo más cómodamente posible.

– Cuando lleguemos a Michigan, haré la cama más grande que hayas visto.

Laura se acurrucó contra él, y hundió la nariz en la mata de pelo rubio del pecho.

– El tamaño de esta me basta.

– Ah, no, necesitaremos una cama enorme para haraganear por la mañana, cuando vengan todos los pequeños a tirársenos encima.

Echándose hacia atrás, Laura lo miró fijamente:

– ¿Qué pequeños?

– Los que vamos a tener, claro. -Le acarició la piel satinada de la cadera y la nalga-. Por la frecuencia con que pienso hacer esto contigo, espero que en poco tiempo tengamos unos cuantos.

– ¿No crees que deberías preguntar mi opinión al respecto, Rye Dalton?

Él le depositó un beso lento en la punta de la nariz, otro entre esta y el labio, luego en el labio.

– Si puedes negarte, eres libre de hacerlo, mi amor. Pero por la demostración que acabas de hacerme en el suelo, yo diría que, más bien, te acostumbres a tejer escarpines.

– ¡Demostración! -Le dio un suave puñetazo en un hombro-. Yo no hice…

La boca de Rye la interrumpió. Sonriente, le echaba el aliento cálido en la barbilla y los labios.

– Ohh… corcoveabas como un potro sin domar, vamos, admítelo, y en un momento dado creí que tendría que amordazarte para que mi padre y Josh no nos oyeran.

– Que yo… ¿y qué me dices de ti?

– Yo me sentí como un potro.

La abrazó con fuerza, Laura apretó las piernas en torno a su cintura y rieron juntos. Luego callaron, escuchando abrazados el golpeteo de la máquina, sus propias respiraciones, los crujidos ocasionales de las maderas. La luz de la linterna daba sobre el hombro de Laura, doraba los contornos óseos del rostro de Rye, el cabello revuelto en la frente, una patilla, el lóbulo de una oreja, los labios. Observándolo, el corazón de Laura volvió a desbordarse de amor. Pasó las yemas por el contorno del labio superior y la expresión de sus ojos se suavizó, reflejando sus hondos sentimientos.

– Rye, ¿en serio quieres que tengamos muchos hijos?

No le respondió de inmediato. Escudriñó los ojos castaños, y visualizó el pasado. Cuando habló, lo hizo con suavidad.

– No me molestaría. Nunca te he visto llevando dentro a mi hijo. – Le pasó la mano áspera por el vientre-. Muchas veces lo he pensado, he imaginado lo hermosa que debías estar.

– Oh, Rye -replicó, casi con timidez-. Las mujeres no son bellas cuando están embarazadas.

– Tú lo serás, estoy seguro.

De repente, le escocieron los ojos.

– Oh, Rye, te amo tanto. Sí, quiero que tengamos muchos hijos.

Rye vio la lágrima, la recogió con el dedo y se la llevó a los labios, saboreando la sal. Exhaló un suspiro hondo y trémulo, abarcó con una mano la mejilla, la oreja y la mandíbula, mientras le acariciaba el mentón con el pulgar.

– Lau… -Pero se le quebró la voz, y el resto del nombre quedó sin pronunciar. Los brazos fuertes la estrecharon otra vez contra el pecho, y ella oyó el latido acelerado de su corazón-. Te amo, Laura Dalton, y a veces me parece que esas dos palabras no lo expresan todo. No puedo… quisiera…

Se quedó sin habla, desbordado por una gigantesca marea de emociones. Cerró los ojos, apoyados contra el pelo de ella y, rodeándole los hombros con los brazos, la meció en silencio.

Laura tragó con esfuerzo el nudo de amor que palpitaba en su garganta, y comprendió lo que él sentía, conmovida de saber que para Rye debía de ser tan magnífico como para ella.

– Lo sé, Rye, lo sé -murmuró-. Incluso en este mismo momento me cuesta creer que estés aquí, que seas mío y que no tendremos que volver a separarnos. Quiero darme prisa, recuperar el tiempo perdido, juntar miles de emociones dentro de cada minuto que estoy contigo… y… y…

Ella tampoco logró expresar esa multitud de sentimientos.

La mano pesada le acarició la cabeza.

– A veces, siento que no sé qué hacer con todo eso. Como… como si yo fuera una copa de buen vino llena hasta arriba, y una sola gota más la haría derramarse.

De repente, las palabras eran pálidas e insuficientes; no se les ocurría ninguna lo bastante elocuente para manifestar la gloria que compartían en ese momento.

Pero como Rye y Laura Dalton eran mortales, llevaban en sus cuerpos la manifestación ideal de las emociones que no podían describir. No hacían falta palabras. No necesitaban verificación. Sencillamente, sucedía, con toda su maravilla, con toda su gloria.

El cuerpo de Rye se endureció, aún dentro de ella. El de ella se fundió en torno a él. Los ojos, ventanas del alma, se encontraron y se sostuvieron las miradas, y ella se elevó a su encuentro. Ella era leve y apasionada, él, tenso y profundo, y se movían armoniosamente en la expresión del amor que ninguna otra superaba. El acto -ese don prodigioso brindado por la naturaleza-, manifestó todo lo que sentían sus corazones.

Subiendo y bajando como la máquina que los llevaba a través del Atlántico hacia el nuevo hogar, Laura comprendió a fondo lo que había querido decir Rye cuando le propuso ir al territorio de Michigan. El hogar, la patria, no estaba en Nantucket ni en Michigan: el hogar era la escena del amor, en un corazón que albergaba al otro.

Sintió que en lo profundo de su cuerpo empezaban las pulsaciones, y que el cuerpo de Rye estaba compenetrado en el suyo hasta donde era posible, y sintió humedecerse la piel de su marido bajo sus palmas.

Se estremecieron.

Se disolvieron.

Estaban en el hogar.

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