El funeral de Zachary Morgan se realizó dos días después. Era un día claro y sin nubes, y las gaviotas refunfuñaban desde un cielo azul sobre los dolientes, que se apretaban en un amplio círculo alrededor de la tumba. Allí estaba la madre de Laura junto con Jane y John Durning, con todos sus hijos. También estaba Josiah, además de tías, tíos y primos, tanto de Dan como de Rye: en la isla había muchas personas emparentadas. También los amigos habían ido a presentar los postreros respetos, entre ellos DeLaine Hussey, los Starbuck y todos los que trabajaban en la contaduría, que esa tarde estaba cerrada.
Laura llevaba un vestido negro y un sombrero del mismo color, con un velo moteado que le cubría la cara hasta la barbilla. Estaba de pie junto a Dan y la familia, mientras que Rye estaba enfrente, al otro lado de la sepultura. Guardaba la postura tradicional de respeto por el muerto: los pies separados, la palma de una mano sobre el dorso de la otra, ambas apoyadas en el bajo vientre. A través del velo negro, Laura escudriñó el rostro grave, mientras la voz monótona del ministro flotaba sobre la silenciosa reunión. Por fin, esta también se acalló, y la tela del vestido de Laura crujió cuando Josh se removió inquieto, apretándose contra las piernas de su madre. Le tiró de la mano, obligándola a mirarlo.
– ¿Sepultarán al abuelo en la tierra? -preguntó Josh plañidero, en una voz que se oyó claramente alrededor-. No quiero que entierren al abuelo.
Laura le acarició el pelo con la mano enfundada en un guante negro, y se inclinó hacia él para murmurarle palabras de consuelo, oyendo los sollozos ahogados que había provocado la inocente pregunta.
Cuando se enderezó, Laura sorprendió la mirada de Rye sobre ella, desde el lado opuesto de la sepultura. Josh se echó a sollozar, y Rye lo miró con expresión de impotencia.
Dan, que estaba junto a Laura, levantó al niño en brazos y le susurró algo, siempre bajo la mirada de Rye, fija en la mano del pequeño, que se apoyaba en la mejilla de Dan durante la conversación, demasiado queda para oírla desde el otro lado de la tumba. Laura, inclinada hacia ellos, una mano apoyada en la parte baja de la espalda de Josh, también hablaba en susurros. Cuando volvió la atención hacia la ceremonia, vio que Rye seguía observándolos a los tres con la misma expresión herida. Pero también advirtió que Ruth seguía todo ese intercambio de miradas, y por eso bajó la vista hacia el ataúd cubierto de crespones, salpicado de gladiolos y crisantemos procedentes de algún jardín de la isla.
Se pronunciaron las últimas plegarias y se cantó el último himno. A una orden en voz baja del ministro, Rye y otros tres se agacharon a recoger las sogas cuando el ataúd fue librado de las tablas de madera que lo sostenían, atravesadas en la sepultura. Las sogas chirriaron, el ataúd se balanceó un poco y empezó a bajar hasta tocar la tierra. Rye se apoyó en una rodilla, pasando la cuerda de una mano a la otra, con la mirada de Laura, arrasada por un nuevo torrente de lágrimas, fija en esa rodilla. Cuando se incorporó, Laura parpadeó y vio que la tela negra de la pernera del pantalón estaba cubierta de una fina capa de arena, lo que le produjo otra oleada de pena. Alzó la vista tras el velo negro con expresión desolada; el silencio fue roto por los sonidos ahogados de los sollozos y tuvo ganas de correr hacia él, quitarle la arena de la rodilla y la angustia de la frente. Los ojos de Rye decían muchas cosas, pero ella entendió una, sobre todas: «¿Cuándo? Ahora que ha sucedido esto, ¿cuándo?»
Se dio la vuelta, incapaz de ofrecer una mirada de consuelo por mucho que lo deseara. Cayó la primera palada de tierra provocando el llanto de Hilda, y arrasando las lágrimas de los ojos de Dan: Josh, que era demasiado pequeño para entender, estaba obligado a quedarse por las rígidas costumbres religiosas que ella no podía cambiar.
Ya había pasado la mitad de la tarde cuando los asistentes al funeral se dirigieron a la casa de Tom y Dorothy Morgan para reponer fuerzas con los alimentos provistos por amigos y vecinos de toda la isla. Señoras vestidas de negro se ocuparon de servir carnes, pasteles y panes sobre la mesa de caballete que había en la sala, de mantener llenos los cuencos y de lavar la vajilla y utensilios de peltre que se ensuciaban constantemente. Abundaba la cerveza, pues en Nantucket era una bebida tan corriente como el agua, y solía llevarse en todos los viajes de los balleneros, como prevención del escorbuto.
La casa de Tom Morgan tenía techo a dos aguas como casi todas las de la isla, y constaba de una sala de estar con dos habitaciones en saledizo y un desván, y el espacio era insuficiente para todos los que fueron a ofrecer condolencias. Rye estaba en el patio, entre el flujo constante de hombres que bebían cerveza, fumaban pipas y comentaban las noticias del día. Un graduado de Harvard, llamado Henry Thoreau, había perfeccionado un artefacto llamado lápiz de plomo… algunos decían que las ballenas corrían peligro de extinción, y otros argüían que esa era una idea descabellada… la conversación derivó en una discusión sobre la utilidad de transformar a los barcos balleneros para que pudieran transportar hielo desde Nueva Inglaterra hacia los trópicos.
Pero cuando Rye vio a Laura que salía de la habitación del fondo cargando un cubo, su interés en la conversación decayó. Laura cruzó el patio en dirección al pozo y se inclinó sobre el brocal, sujetando con esfuerzo la manivela de la cuerda. Rye recorrió con la vista el patio buscando a Dan y, al no encontrarlo, se excusó y fue hacia el pozo. Tenía un poste largo apoyado en un soporte en forma de horquilla afirmada en la tierra. El extremo corto estaba contrapesado por una piedra, y el extremo largo se cernía sobre la boca del pozo, lo que facilitaba sacar un balde repleto pero dificultaba bajar el cubo vacío. Mientras se acercaba, Laura forcejaba con la cuerda.
– Déjame ayudarte con eso.
– ¡Oh, Rye!
Al oírlo, se incorporó de golpe soltando la cuerda, y el palo del pozo voló por el aire. Se apretó la mano sobre el corazón y se apresuró a recorrer el patio con la vista. Ya no tenía el sombrero y, por lo tanto, su rostro ya no estaba oculto tras el velo.
– Pareces fatigada, querida. ¿Ha sido muy duro?
Si bien una de las manos de Rye sujetaba la cuerda, no hizo movimiento para bajarla, y dedicó su atención a los ojos angustiados de Laura.
– Creo que no deberías seguir diciéndome querida.
– Laura…
Dio la impresión de que estaba a punto de soltar la cuerda y avanzar hacia la mujer.
– Rye, baja el cubo: la gente está mirándonos.
Confirmándolo con una rápida mirada, Rye hizo lo que le pedía, bajando el cubo con ambas manos hasta que lo oyó chapotear en el fondo.
– Laura, esto no cambia nada.
– ¿Cómo puedes decir eso?
– Aún te amo. Aún soy el padre de Josh.
– Rye, alguien podría oírte.
El cubo ya estaba arriba. La mano de Rye se apoyó en la manivela donde se enrollaba la cuerda, lo dejó colgar, goteando sobre la boca delpozo, y el eco musical de las gotas llegó hasta ellos, remoto, mientras él clavaba la vista en Laura.
– Que oigan. Ninguno de los que están en el patio ignora lo que siento por ti, ni que antes fuiste mía.
Pareció que las ojeras de Laura se oscurecían más cuando lanzó un vistazo furtivo a los curiosos que los observaban.
– Por favor, Rye -susurró-. Dame el cubo.
Rye se estiró sobre el brocal del pozo, y los ojos de Laura siguieron el movimiento de los músculos fuertes bajo la chaqueta del traje negro cuando los hombros se movieron para levantar el cubo. Cuando se dio la vuelta, no tuvo en cuenta la mano que se tendía hacia el cubo y se dirigió hacia la habitación trasera, con lo que Laura no tuvo más alternativa que caminar junto a él. Rye se detuvo para dejarla pasar primero, y entró tras ella en ese ámbito atestado de montones de leña y un montón de baldes de madera y cubos que colgaban de la pared. Dentro, por unos momentos quedaron fuera de la vista del patio y de la casa.
Laura miró, nerviosa, hacia la puerta que comunicaba ese cuarto del fondo con la sala y vio que seguía cerrada.
– Rye, no puedo…
– Shh.
Le tocó los labios con los dedos.
Las miradas se encontraron… angustiados ojos azules se sumieron en afligidos ojos castaños.
El contacto de los dedos sobre los labios fue como un bálsamo, pero se esforzó por retroceder.
– Rye, no me toques, pues eso no haría más que empeorar las cosas.
– Laura, te amo.
– Y no digas eso, ahora no. Todo ha cambiado, ¿es que no lo ves?
La mirada de Rye acarició el rostro de la mujer, contempló la profundidad de sus ojos y descubrió allí cosas que no deseaba ver.
– ¿Por qué tuvo que suceder esto ahora? -dijo, desdichado.
– Tal vez sea un mensaje para nosotros.
Con expresión severa y en un siseo, Rye le replicó.
– ¡No digas eso… no lo pienses, siquiera! ¡La muerte de Zachary no tiene nada que ver con nosotros, nada!
– ¿No?
Lo miró a los ojos.
– ¡No!
– Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que fui yo, con mis propias manos, la que volcó ese bote?
– Laura, anoche, cuando estuvimos sentados junto a Dan en el muelle, ya sabía que se te ocurriría eso, pero no toleraré que pienses semejante cosa.
Seguía sosteniendo el balde con una mano y con la otra le apretó el antebrazo, haciendo crujir la tela de la manga.
– ¿No?
Laura no apartó la vista de él, obligándolo a admitir esa espantosa posibilidad. Rye quiso negarlo, pero no pudo. La luz del anochecer rebotaba en las conchillas blancas de la entrada, y se reflejaba desde abajo en el rostro de la mujer, dándole un resplandor etéreo, como si fuese el ángel de la justicia. Se estiró para tomar el asa del cubo pero Rye no lo soltó. La miró a la cara, deseándola como nunca después de haber vuelto a gozar de su cuerpo. Sin embargo, no era sólo el cuerpo lo que deseaba: ansiaba regresar a la situación anterior, de contento, de paz, de compartir el hogar. Y ahora, al hijo. Aún así, en el fondo de su alma no podía negar las palabras de Laura ni obligarla a volver a él antes de que estuviese dispuesta. Las manos se acercaron sobre la cuerda, y él extendió una para tocarle la barbilla.
– Teniendo en cuenta que nos amamos, ¿tan malo es que queramos estar juntos?
– Sí, Rye, lo que hicimos está mal.
En los ojos de Rye apareció un nuevo dolor.
– Laura, ¿cómo puedes decir que estuvo mal sabiendo cómo fue… cómo fue siempre entre nosotros dos? ¿Cómo puedes alejarte y que…?
De repente, se abrió la puerta de la cocina.
– Oh, discúlpenme. -La desaprobación estaba impresa en cada músculo facial de Ruth Morgan-. Empezábamos a preguntarnos si Laura se habría caído al pozo, pero ya veo qué es lo que la ha demorado tanto.
Rye disparó a la hermana de Dan una mirada de puro odio, pensando que si alguna vez hubiese conocido una locura de amor, no sentiría tanto escozor bajo el corsé al ver que otra persona vivía tal situación. «Ruth Morgan no es más que una solterona reseca, que no sabría qué hacer con un hombre en caso de tener alguno cerca», pensó, pasando irritado a la sala para depositar con fuerza el balde en el suelo.
El resto del día, a medida que la censura de Ruth Morgan se hacía más evidente, Laura fue sintiéndose cada vez más incómoda. En ocasiones, con gesto notorio, se sujetaba la falda para que no rozase el borde de la suya cuando se desplazaban por la sala llevando y trayendo fuentes y comida. Rye no se marchó, que era lo que Laura esperaba que hiciese. Al contrario, fue uno de los que se quedaron cuando la noche avanzó y los hombres siguieron bebiendo esa cerveza que parecía no acabarse. Dan ya estaba pasado de copas, y había llegado a ese estado de ebriedad que provoca depresión y ese parloteo de compasión consigo mismo. Sentado ante la mesa de caballete, codo a codo con un grupo hombres con la cabeza colgando, de vez en cuando los brazos se le deslizaba fuera del borde.
– El viejo siempre me insistía para que fuese pescador. -Se tambaleó en dirección a su vecino de la izquierda, y lo miró con ojos inyectados en sangre-. Nunca toleré el olor a pescado, ¿no es así, Laura? No corno tú y Rye.
Giró para ver a su esposa, que estaba sentada con el grupo de mujeres, mientras que Rye estaba de pie cerca del hogar, mirando silencioso desde atrás de la espalda de Dan.
Laura se levantó.
– Ven, Dan, vayamos a casa.
– ¿Qué pasa? ¿Tuvo que irse Rye? -Dan dirigió una mirada desenfocada, de ebrio, al círculo de hombres que rodeaban la mesa, y agitó una mano blanda-. Para mi esposa, en cuanto Rye Dalton no está presente, se terminó la fiesta. ¿Les conté alguna vez que…?
– Estás borracho, Dan -lo interrumpió Rye, avanzando hacia la figura encorvada-. Ya es hora de que dejes el vaso y te vayas a tu casa con Laura.
Apartó el jarro de la mano de Dan, y lo apoyó sobre la mesa con un golpe enérgico.
Dan giró por la cintura, volviendo la mirada de sus ojos irritados al hombre que se cernía tras él.
– Caramba, si es mi amigo Rye Dalton, con el que comparto a mi esposa.
Esbozó una sonrisa torcida.
Horrorizada, Laura vio que todos los presentes apartaban la vista, avergonzados. El remover de pies sonó como un trueno, y luego se produjo un espantoso silencio que quedó flotando en el aire.
– ¡Ya es suficiente, Dan! -dijo Rye severo, traspasando al borracho con una mirada de advertencia, sin dejar de notar que Laura, vacilante, esperaba detrás de él con Josh a su lado, y que Ruth, desde un rincón oscuro del cuarto, volvía la vista hacia la escena.
– Sólo quería contar la historia de los tres mosqueteros que crecieron compartiéndolo todo. Pero supongo que ya todos la conocen. -La vista de Dan fue pasando por cada uno de los hombres que rodeaban la mesa, hasta posarse en Rye-. ¡Sí! Creo que ya todos la conocen. No tiene sentido contarles lo que ya saben. ¿Dónde está tu esposa, eh, Rye?
El semblante de Laura estaba rojo como una amapola, y el de Rye presagiaba tormenta. Sombrío e inmóvil, se contenía a duras penas de levantar a Dan y estrellarle un puñetazo en la cara para hacerlo callar.
– Es tu esposa, y está esperando que recobres la sensatez y te vayas f a tu casa con ella. Deja ya esa jarra y deja de hacer el papel de idiota.
Los ojos turbios recorrieron las caras.
– ¿Estoy haciendo el papel de idiota?
Por fin, uno de los hombres sugirió:
– ¿Por qué no le haces caso a Rye? Vete ya a tu casa con Laura.
Dan sonrió con expresión estúpida en dirección a la mesa, y luego asintió.
– Sí, creo que tienes razón, porque si yo no lo hago, mi amigo, aquí presente, sí lo hará.
– ¡Dan! ¿Acaso te olvidas de que tu hijo está en este cuarto? -le espetó Rye. Y su cólera se hizo más evidente a cada palabra que pronunciaba.
– Mi hijo… ese es otro tema que me gustaría discutir.
Rye no esperó más. Con una fuerza aumentada por la ira, aferró a Dan por los hombros de la chaqueta y lo puso de pie de un tirón, empujando la mesa hacia atrás, cuando el cuerpo del amigo la desplazó. Hizo girar el cuerpo laxo, agarró a Dan de las solapas y le dijo, entre los dientes apretados:
– Tu esposa está esperando que te levantes y los lleves a ella y a Josh a la casa. ¡Ahora, eso es lo que harás, si no quieres que te dé una paliza para que recuperes el sentido!
Recuperando parte de su sobriedad, Dan se soltó de Rye, se acomodó la chaqueta y osciló un instante, tratando de recuperar una dignidad que, a esas alturas, le resultaría muy difícil lograr.
– Siempre supiste conquistarla, Rye, desde el principio, cuando vosotros dos erais…
Fue la última palabra que pronunció. El puño de Rye silbó en el aire saliendo desde alguna parte, y se estampó con ruido sordo en el estómago de Dan. De la boca de este escapó un gruñido, se dobló en dos y cayó en brazos de Rye.
Al mismo tiempo que Laura se llevaba la mano a la boca, Josh cruzó corriendo la habitación, mientras gritaba:
– ¡Has golpeado a mi papá! ¡Has golpeado a mi papá! ¡Bájalo! ¡Papá… papá! -El pobre pequeño se precipitó en defensa de Dan, pero Rye se inclinó, apoyó un hombro contra la barriga inerte y lo levantó sobre el hombro ancho como si fuese un saco de patatas. Antes de que Laura pudiese detenerlo, Josh se abalanzó contra el estómago de Rye, golpeándolo y gritando-. ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Le has pegado a mi papá!
Sucedió tan rápido que Laura se quedó atónita. Pero al fin reaccionó y apartó a Josh de Rye, lo calmó y, por fin, lo hizo volverse hacia la puerta.
Rye colocó mejor a Dan sobre el hombro y, dirigiéndose a Tom y a Dorothy Morgan, que no salían de su estupor, les dijo:
– Pido disculpas por la escena, pero para Dan ha sido un día duro. Les ofrezco mis condolencias por la muerte de su hermano. -Volviéndose hacia Laura, sin hacer caso de los curiosos que miraban, le ordenó-: Vamos, llevémoslo a la casa.
Salieron sin mirar atrás, sabiendo que, tras ellos, abundarían las especulaciones. Las largas piernas de Rye andaban sobre los adoquines, y Laura tenía que darse prisa para mantenerse a la par. Josh seguía llorando y su madre lo llevaba a rastras de la mano.
– ¿Por qué le pegó a papá? -gimió.
Rye siguió caminando sin aminorar la marcha ni mirar a Laura o a Josh.
– Papá bebió demasiada cerveza -fue la única explicación que se le ocurrió a Laura.
– ¡Pero le pegó!
– Cállate, Joshua.
Laura se guiaba por el pesado taconeo de Rye, sintiendo que se le rompía el corazón y que su hijo era demasiado pequeño para comprender lo sucedido.
– Y puso al abuelo en ese hoyo para que pudiesen sepultarlo en la tierra.
– ¡Joshua, he dicho que te calles!
Dio un tirón tan fuerte de la mano del niño que la cabeza de Josh se sacudió, pero cuando las acusaciones se convirtieron en sollozos ahogados, los ojos de Laura se llenaron de lágrimas y la culpa le desgarró las entrañas. Se inclinó para alzar al chico en brazos y así lo llevó el resto del trayecto hasta la casa, mientras Josh hundía la cara húmeda en su cuello, abrazándose a ella confundido.
Cuando llegaron a la bifurcación del camino, Rye se adelantó y Laura siguió el sonido de sus pasos sobre el sendero de conchillas para guiarse en la oscuridad. Rye se detuvo en la puerta, la dejó pasar primero y esperó de pie, con el peso muerto de Dan sobre el hombro, causándole un dolor insoportable, mientras oía cómo Laura encontraba el yesquero y encendía las velas. Con la luz, los ojos oscuros buscaron a Rye, y de inmediato Laura le ordenó a Josh:
– Ponte el camisón y en un minuto iré a arroparte.
Lo dejó en mitad de la sala, mirando cómo precedía la marcha hacia el dormitorio, llevando una vela. Al hacerse a un lado, Laura vio cómo Rye arrojaba sobre la cama el cuerpo inerte de Dan. Cuando Rye se incorporó, su mirada recorrió el cuarto, desde la cama hasta el ropero entreabierto, donde colgaba la ropa de Laura y la de Dan, hasta la pequeña cómoda donde se veía el peine de barba de ballena junto a una jarra y una palangana. Cuando al fin su mirada se posó otra vez en la mujer, que estaba de pie en la entrada, con las manos apretadas fuertemente contra el pecho, su expresión era cerrada y dura.
– Será mejor que lo desvistas.
Laura se esforzó por tragar el nudo que tenía en la garganta y dio otro paso hacia el interior del cuarto. Como el espacio era exiguo, Rye tuvo que hacerse a un lado para dejarla pasar y, mientras ella se inclinaba sobre Dan para quitarle los zapatos, él fue hacia la puerta.
Desde allí, vio cómo la mujer levantaba un pie, luego el otro, y dejaba sin ruido los zapatos de Dan sobre el suelo, junto a la cama. Le aflojó la corbata, se la quitó y la dejó sobre la cómoda. Le desabotonó el cuello, mientras Rye recordaba cómo esas manos se movían sobre su ropa, hacía tan poco tiempo, allá en el prado. Frunció el entrecejo al ver que la mujer se sentaba en el borde de la cama, y forcejeaba para quitarle a Dan la chaqueta, pero el cuerpo laxo se negaba a cooperar y, al fin, le ordenó:
– Déjamelo a mí y ve a atender al niño.
Laura se incorporó, lo miró, y él vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaban los labios. Pasó junto a él sujetándose las faldas, cuidando de no rozarlo, mientras salía de prisa.
Rye le quitó a Dan la chaqueta, los pantalones y la camisa y, haciéndolo rodar, logró meterlo bajo las mantas, dejándolo hecho un bulto inconsciente que roncaba. Lo observó un buen rato y después, más lentamente que antes, recorrió otra vez la habitación con la vista. Se acercó a la cómoda, tomó el peine de Laura y pasó el pulgar por sus dientes. Rozó con el dorso de los dedos la toalla que colgaba de un espejo en la pared, detrás del lavabo. Girando con parsimonia, se puso de frente al ropero. Con un dedo abrió la puerta de caoba tallada. La puerta se movió sin ruido. Apartó el dedo, lo metió en el bolsillo de su chaleco y dejó vagar la mirada por el contenido del mueble: los vestidos de Laura, que colgaban junto a los trajes y las camisas de Dan. Extendió la mano y, con un dedo, tocó la manga del vestido amarillo que Laura había usado el primer día que la vio en el mercado. Palpó con delicadeza la tela y luego, con gesto abrumado, la soltó y exhaló un profundo y prolongado suspiro. Echando una mirada sobre el hombro al que dormía a sus espaldas, cerró en silencio el guardarropa, sopló la vela y volvió a la sala.
Laura estaba sentada en el borde de la cama, arropando a Josh para que se durmiese. Rye ordenó a sus pies que se quedaran donde estaban, pero la tentación era demasiado grande. Con pasos lentos, se acercó hasta la cama y miró a Josh sobre el hombro de Laura. La madre se inclinó para besar al niño en la cara, todavía hinchada y roja de tanto llorar.
– Buenas noches, querido.
Pero los labios del niño temblaron, y sólo tenía ojos para el hombre que se cernía, alto, detrás de su madre. La mirada acusadora se clavó en el corazón de Rye, que pasó por alto la ofensa y se acercó más, hasta rozar la espalda de Laura con las caderas y el vientre. Pasando una mano sobre su hombro tocó los mechones suaves y rubios de Josh con un dedo calloso aunque la mirada del niño siguió expresando desconfianza y hostilidad.
– Lamento haber golpeado a tu papá.
– Dijiste que eras su amigo -lo acusó la voz trémula.
– Sí, y lo soy.
Laura vio que el dedo largo y bronceado se apartaba del cabello rubio y se retiraba tras ella, pero siguió sintiendo el calor del cuerpo de Rye, reconfortante, contra la espalda.
– No te creo. -La barbilla pequeña tembló-. Y… y pusiste en la tierra esa caja con mi abuelo dentro.
– Él fue el que me enseñó a pescar cuando yo no era mayor que tú. Yo también lo amaba, pero ahora está muerto. Por eso tuvimos que ponerlo en la tierra.
– ¿Y nunca volveré a verlo?
Con aire triste y silencioso, negó con la cabeza, asumiendo el papel de padre sin imaginar que pudiese acarrear tanto dolor.
Josh bajó la vista hacia la manta que le cubría el pecho, y la levantó con el índice.
– Yo lo sospechaba, pero nadie me lo dijo con seguridad.
Rye sintió el temblor que recorría a Laura, y le apoyó con delicadeza las manos en los hombros.
– Es porque no querían herirte ni hacerte llorar. Como sólo tienes cuatro años, creyeron que no lo entenderías.
– Ya tengo casi cinco.
– Sí, lo sé. Eres lo bastante mayor para entender que tu… que tu padre va a sentirse muy solo durante un tiempo por haber perdido a su padre. Necesitará mucho que lo animes. -Miró la coronilla de Laura-. Y tu mamá también -agregó con inmensa ternura.
Sintiéndose incapaz de permanecer con ellos dos y seguir conteniendo las lágrimas un solo instante más, Laura se inclinó para volver a besar a Josh.
– Ahora duérmete, querido. Yo estaré aquí cerca.
Josh se puso de lado, de cara a la pared, y se acurrucó formando una bola, pero al sentir que su madre se levantaba de la cama, miró sobre el hombro:
– No me cierres la puerta, mamá.
– N…no, Josh, no la cerraré.
Dejó abiertas de par en par las puertas de la alcoba y se enjugó las lágrimas. Cuando atravesó el cuarto y quedó fuera de la visión del hijo, Rye se quedó donde estaba, contemplando al niño. Desde el dormitorio llegaba el ruido de la respiración de Dan, y el único sonido eran esos suaves ronquidos repetidos. Rye miró la espalda de Laura y se acercó a ella por detrás, contemplando el complicado peinado que llevaba en la nuca, la severidad del vestido negro de luto que ceñía sus hombros caídos. Desde atrás le cubrió los antebrazos, oprimiéndolos con suavidad, viendo el dulce hueco en la nuca cuando ella ocultó la cara entre las manos y sollozó quedamente.
– Oh, Laura, amor -dijo, en un susurro trémulo, atrayendo la espalda de ella hacia su pecho y sintiendo que se le sacudían los hombros.
La mujer ahogaba los sollozos y Rye sacó un pañuelo del bolsillo y se lo dejó en las manos. La dejó llorar, sintiendo que él mismo necesitaba hacerlo, pero se resistió, tragó con esfuerzo y, cerrando los ojos, le frotó otra vez los antebrazos.
– Oh, R…Rye, me siento tan culpable, y lo que más me avergüenza es que he llorado tanto por Zachary como por nosotros.
La hizo girar y la apretó contra sí. Los brazos de Laura se aferraron a su espalda, Rye dejó caer la cabeza en el hombro de ella, y se mecieron juntos, consolándose.
Al oír sus sollozos, Josh sacó los pies de la cama y se quedó de pie junto a ella, vacilante, con una mano aún bajo las mantas, contemplando la espalda ancha que se encorvaba para abrazar a su madre. Vio que los brazos de esta se alzaban hacia el cuello del hombre, y que ese hombre grandote la mecía, como ella a veces lo mecía a él cuando se sentía mal y lloraba. Los observó en silencio, perplejo, dudando si debía seguir enfadado con Rye por haberle pegado a su padre como lo había hecho. Suponía que su madre debería de haberse enojado con él… pero no era así. Al contrario, lo abrazaba, hundía la cara en su cuello tal como Josh lo había hecho con ella cuando esa noche lo llevó en brazos hasta la casa. Oyó de nuevo los sollozos ahogados y, mientras los dos adultos se mecían de un lado a otro, vio la mano ancha de ese hombre que sujetaba la cabeza de su madre con fuerza contra él. Miró un momento más, y recordó lo que había dicho Rye, de que ella también necesitaría que le diese ánimos. Después, sin hacer ruido, levantó una rodilla dispuesto a meterse otra vez en la cama, escuchando, pensando y llegando a la conclusión de que a las madres también les gustaba que las abrazaran.
Laura lloraba amargamente, dando rienda suelta al flujo de la pena que había estado conteniendo durante tres días.
– Laura… Laura -dijo Rye, con la boca contra su pelo.
– Abrázame, Rye, oh, abrázame. Oh, querido mío, cuánto debes haber sufrido los últimos tres días.
– Shhh… calla, amor -canturreó en voz suave.
Pero Laura siguió:
– Cuando vi que te acercabas a Dan en el muelle, se me destrozó el corazón por ti y… y cuando vi que lo abrazabas y lo consolabas. Y otra vez, en la playa, mientras buscábamos. Oh, Rye, quise correr hacia ti y abrazarte, y decirte que te amaba por lo que estabas haciendo por él. Él… él te necesitaba tanto en ese momento… A veces pienso que el destino insiste en juntarnos, sabiendo que los tres nos necesitamos.
– Maldito destino, pues. ¡Ya no lo soporto más!
Le tembló la voz, y la retuvo junto a sí, pasándole la mano por la espalda.
– Rye, siento mucho lo que hizo Josh esta noche. Lo superará y dejará de echarte la culpa.
Rye se echó atrás con gesto brusco, y la tomó de la cabeza.
– La gente no me importa. No la necesito. ¡A ti te necesito! -Le dio una sacudida a la cabeza, dando énfasis a sus palabras, y las miradas de ambos se hundieron en las profundidades del otro. Volvió a estrecharla con rudeza contra él, aspirando el perfume del cabello y de la piel, y en un murmullo desesperado le dijo al oído-: ¿Por qué tuvo que suceder esto ahora? ¿Por qué ahora?
– Quizás estemos pagando por nuestros pecados.
– ¡No hemos pecado! Somos víctimas de las circunstancias, igual que los demás. Pero somos nosotros los que tenemos que sufrir y estar separados sin tener la culpa. Laura, nos pertenecemos el uno al otro mucho más que Dan y tú.
Los ojos de la joven volvieron a llenarse de lágrimas.
– Lo sé. Pero… pero ahora no puedo dejarlo, ¿no lo entiendes? ¿Cómo puedo abandonarlo en el peor momento de su vida, si él me apoyó a mí en el peor momento de la mía? ¿Qué diría la gente?
– Me importa un comino de lo que diga la gente. Quiero recuperaros a ti y a Josh.
– Sabes que ahora eso no es posible… por un tiempo.
Rye volvió a echarse hacia atrás:
– ¿Cuánto tiempo?
En los ojos azules empezaba a aparecer la cólera.
– Hasta que haya pasado un período de duelo decente.
– ¡Maldito sea el duelo! Zachary Morgan está muerto, ¿y nosotros debemos hacer cuenta de que morimos junto con él? Estamos vivos, y ya hemos desperdiciado cinco años.
– Por favor, Rye, por favor, comprende. Quiero estar contigo. Te… amo tanto…
De repente, Rye se quedó inmóvil. A la luz tenue de la vela, le observó el rostro:
– Pero también lo amas a él, ¿no?
La mirada de Laura bajó a su pecho y, como después de un rato no la levantó ni contestó, él le puso las manos en el cuello, presionó con los pulgares en su barbilla, y la obligó a mirarlo a los ojos.
– También lo amas a él -repitió.
– Los dos lo amamos, ¿no es cierto, Rye?
– ¿De eso se trata?
Escudriñó los ojos castaños, de pestañas mojadas, oyendo el firme ronquido de Dan que llegaba desde el dormitorio.
– Sí, por eso a los dos nos duele tanto verlo así.
– ¿Es frecuente que beba tanto?
– Últimamente, cada vez más. Sabe lo que yo siento por ti, y… y bebe para olvidarlo.
– De ese modo, al recurrir al alcohol, te retiene por medio de la culpa. Si te quedas, beberá porque sabe que quieres irte. Y si lo dejaras, bebería porque no te quedaste.
– Oh, Rye, cuánta amargura la tuya. Es un hombre mucho más débil que tú. ¿No lo compadeces, acaso?
– No me pidas que lo compadezca, Laura. Es suficiente que lo quiera. Que Dios ampare mi alma, pero no lo compadeceré por esgrimir su debilidad para retenerte.
– No es sólo eso, Rye. Esta isla es muy pequeña. ¿Qué diría la gente si yo lo abandonase ahora? Ya viste cómo nos miraba hoy Ruth.
– ¡Ruth! -exclamó Rye, en un susurro irritado-. ¡Ruth haría bien en abrirse de piernas debajo de un hombre, y así sabría el infierno por el que estás pasando!
– Rye, por favor, no tienes que…
El hombre le sujetó la barbilla y la besó en la boca con un asalto arrasador, hasta que advirtió que Laura forcejeaba para librarse de la presión de sus pulgares. Entonces, arrepentido, la abrazó.
– Oh, Dios, lo siento, Laura. Es que no puedo soportar marcharme de aquí e imaginarte en esa cama, junto a él, cuando tendrías que estar compartiéndola conmigo, como solía ser.
– Seis meses -repuso-. ¿Puedes soportarlo seis meses?
– ¿Seis meses? -Las palabras le helaron los labios-. Es como si me pidieras que lo soportase seis años. Sería igual de fácil.
– Tienes que saber que para mí tampoco será fácil.
Los pulgares de Rye le acariciaron las mejillas, ya con dulzura y amor.
– Dime, ¿sería posible que estés embarazada de mi hijo, ahora? Porque si existe la más mínima posibilidad, no permitiré que te quedes con él.
– No. No es el momento apropiado del mes.
Los ojos de Rye le recorrieron el rostro.
– ¿Dejarás que te haga el amor?
Laura se apartó y le dio la espalda.
– Rye, ¿por qué te torturas…?
– ¿Por qué? -Aferrándola del brazo, la hizo girar. Sus ojos ardían-. ¡Por Dios, tú lo amas; de lo contrario, a ti también te torturaría la idea!
Laura le oprimió los antebrazos.
– Le tengo pena. Lo he traicionado y, por eso, estoy en deuda con él.
– ¿Qué pasa si, por saldar tu deuda con él, te quedas embarazada de su hijo? ¿Qué harías en ese caso? ¿Pedirme más tiempo para decidir a cuál de los dos padres favorecerás la próxima vez?
Laura le lanzó un golpe, pero él retrocedió antes de que la mano diese en el blanco.
Acongojada, le tocó el pecho.
– Oh, Rye, lo siento. ¿Te das cuenta de que estamos enfadados por lo que nos vemos obligados a hacer, y no el uno con el otro? Explotamos de este modo porque no podemos pegarle a la verdadera causa de nuestro problema.
– La verdadera causa de nuestro problema es tu obstinación, y podrías resolverlo con una sola palabra: ¡sí! Sin embargo, prefieres no decirla.
Fue a grandes pasos hacia la puerta.
– Rye, ¿a dónde vas?
El hombre se volvió y, bajando la voz al distinguir la cama del niño en la oscuridad, tras la mujer, susurró:
– Te dejo con tu marido borracho, que no es digno de ti y, sin embargo, se las ingenia para que le seas leal, mientras él ronca en ese estado lamentable. ¿Pides seis meses? De acuerdo, te daré seis meses. Pero en ese tiempo, mantente fuera de mi vista pues, de lo contrario, me encargaré de que vuelvas a traicionar a tu esposo sin preocuparme de dónde o cuándo ni de quién se entere. ¡Por lo que me importa, puede estar la isla entera observándonos, y Ruth Morgan y todas las de su clase pueden aprender!