Capítulo21

*Una tarde de finales de enero, fría y nublada, una carreta arrastrada por una vieja yegua alazana se detuvo al pie de la colina de Crooked Record Lane, cargada con la ropa y demás pertenencias de Dan Morgan. Para Laura habría resultado más fácil si hubiese podido estar ausente, pero también sería una cobardía. Mientras se sujetaban los últimos objetos, permaneció de pie junto al vehículo hasta que Dan se dio la vuelta y se detuvo junto a ella ajustándose los guantes. Echó un vistazo a la casa, luego hacia la bahía helada y otra vez se colcocó los guantes sin necesidad.

– Bueno…

La palabra quedó flotando en el aire helado como el tintineo de una campana en un bosque invernal.

– Sí, bueno…

Laura extendió las manos y luego se las estrujó, nerviosa.

– En realidad, no sé bien qué decir en un instante como este.

– Yo tampoco -admitió Laura.

– ¿Te he dado las gracias otra vez por salvarme la vida?

No parecía amargado sino resignado.

– Oh, Dan… -Advirtiendo que estaban rígidos como soldados de madera, le apoyó una mano en el antebrazo-. Sin duda, ya sabes que no es necesario darlas.

Dan fijó la vista en el hombro derecho de la mujer, y ella, en los ojos de él. Dirigiendo una mirada hacia la casa, dijo con falsa animación:

– Arreglé ese gozne suelto de la puerta de atrás, y puse una cuña bajo la pila seca para que no se balancee más.

– Sí, gracias.

– Y recuerda que, si necesitas algo…

Pero, a partir de entonces, Rye se encargaría de cualquier cosa que necesitara.

– Lo recordaré.

– Dile a Josh que lamento no haberle dicho adiós, pero que cuando vuelva de la casa de Jane volveré a verlo.

– Se lo diré.

– Bueno… -Guardó silencio durante un prolongado momento, hasta que volvió a pronunciar la misma palabra, en tono apenas audible-. Bueno.

Enderezó los hombros pero en ese preciso momento lo atacó un espasmo de tos, último vestigio de la enfermedad.

– Dan, no te hace bien estar en el frío más tiempo del imprescindible. Es preferible que te vayas.

– Tienes razón. -Al fin las miradas se encontraron y, por un instante, creyó que la besaría. Pero no hizo más que un gesto formal con la cabeza, subió a la carreta y dijo con sencillez-: Adiós, Laura.

– Cuídate, Dan.

La carreta se puso en marcha y ella se quedó con la vista clavada en la espalda de Dan hasta que un escalofrío le recordó que no tenía guantes ni sombrero. Envolviéndose en la capa, fue andando hacia la casa con la mirada en el sendero de conchillas cubierto de hielo. Cuando la puerta se cerró tras ella, suspiró, se apoyó en ella y cerró los ojos, sintiéndose un poco abatida y culpable por algo que no podía definir del todo. El silencio de la casa la abrumó, y abrió los ojos para observar la sala, notó que faltaba el humidificador de Dan sobre la mesa, el abrigo y el sombrero del perchero que estaba junto a la puerta, el asentador de navajas del gancho…

Pero, tras la culpa, llegó un inmenso alivio. Sola. ¿Cuánto hacía que no estaba sola? Tener tiempo para ella le daba una lujosa sensación revitalizadora. Nadie para quien cocinar. Nadie que necesitara cataplasmas en el pecho, que le atara los zapatos, que le besara las lastimaduras. No había miradas que encontrar o eludir.

De repente, agradeció la ausencia de Josh… ¡la de todos! Muchas veces se había preguntado cómo se sentiría en un momento así, y jamás esperó que fuera una sensación de alivio e ingravidez. Cuando era niña, había gozado de una gran libertad, la disfrutó y, en ese momento tomó conciencia de lo mucho que había cambiado su vida al casarse con Rye, dar a luz a Josh y después casarse con Dan. Siempre tenía a alguien cerca, alguien que se apoyaba en ella o en el que ella se apoyaba. Y ahora, por breve tiempo, no había nadie.

Se sintió renacer.

Se dio el lujo de poner tres troncos a la vez en el hogar, vertió una generosa ración de sidra y la puso a calentar, cerró la puerta del dormitorio para dar más intimidad al cuarto principal, empujó una silla tapizada de respaldo alto desde el otro extremo de la sala hasta la chimenea, cambió la vela de esperma por una de laurel, buscó un mullido almohadón de plumón de ganso que arrojó sobre el asiento, se quitó el delantal y buscó algo que leer. Encontró una edición de hacía tres meses de Fireside Companion, que no había tenido tiempo de abrir.

Dos horas después, cuando llamaron a la puerta, se había adormecido en su refugio acogedor. Se estiró, flexionó y, con desgana, se levantó de la silla para ir a abrir con los pies metidos sólo en los calcetines.

En el umbral estaba Rye, ataviado como de costumbre con su chaquetón marinero y la gorra de lana.

– Hola. He venido a hacer las tareas.

– ¡Oh!

Los ojos de Laura expresaron sorpresa.

– Bueno, ¿vas a dejarme pasar o no? Aquí afuera hace frío.

– ¡Oh, sí, claro!

Lo dejó pasar, cerró la puerta tras él y se apresuró a buscar el cubo para agua al otro lado del cuarto. A mitad de camino, Rye vio la silla, el almohadón y el libro, los zapatos abandonados, vio que la mesa había sido apartada de su sitio habitual hasta cerca de la silla, con una vela de laurel y una jarra encima, al alcance de la mano.

Sin decir palabra, recibió el cubo y salió al fondo. Cuando volvió, subió el cubo lleno a la pila seca, echó un vistazo a la alcoba y a la puerta del dormitorio

– ¿Dónde está Dan?

– Se fue.

– ¿Se fue?

Miró a Laura con vivacidad, y le pareció crispada, de pie junto al borde opuesto de la mesa, como si quisiera interponerla entre los dos.

– A casa de su madre.

– ¿A visitarla?

– No, para siempre.

La mirada de Rye se posó en el sitio donde solía estar el humidificador, y luego caminó hasta la puerta del dormitorio y la abrió de par en par. Laura vio que la mirada del hombre hacía el inventario del cuarto y que luego giraba sobre los talones y se volvía hacia ella.

– ¿Se mudó?

Asintió sin hablar.

– ¿Y dónde está Josh?

– En casa de Jane.

Sin añadir palabra, Rye cerró la puerta y salió de nuevo para volver a los dos minutos con una enorme brazada de leña que depositó en la leñera, antes de salir a buscar más. Tras el tercer viaje, la caja estaba repleta y se sacudió las cortezas de las mangas, para luego darse la vuelta, manifestando impaciencia en cada músculo del cuerpo.

– Hace falta remover el sendero del fondo. No llevará mucho tiempo.

Cuando salió, Laura puso más sidra a entibiar, echó otro leño al fuego y puso a cocinar una tripa de picante salchicha de cebada.

Cuando se abrió de nuevo la puerta del fondo, Rye se detuvo a preguntar:

– ¿Hay alguna otra tarea que haya que hacer hoy?

– No, eso es todo.

Rye titubeó al ver que Laura alzaba un brazo hacia la repisa de la chimenea, pero de espaldas a él.

– He puesto salchicha a cocinar, por si quieres quedarte.

– ¿Es una invitación?

– Sí. -Por fin, se dio la vuelta y lo miró-. A cenar.

La sugerencia era clara y, por un instante, ninguno de los dos se movió. Luego, Rye fue hacia el fuego mientras se desabotonaba la chaqueta con una mano. Se la quitó y la arrojó por encima de la mesa, mirando hacia la silla mientras le daba la vuelta.

– Al parecer, alguien ha estado pasando una tarde apacible aquí.

Se detuvo junto al brazo de la silla, se ladeó desde la cadera y recogió la revista que estaba sobre el almohadón.

– Lo confieso: y ha sido maravilloso.

Sin dejar la revista, descubrió la vela, la taza y el delantal tirado sobre la mesa al lado de la chaqueta.

– Sí, ya veo. -Se le levantó una comisura-. ¿Te molesta si yo pruebo?

– Para nada. Pero no te pongas demasiado cómodo.

Rye sacó el almohadón y se sentó con el blando objeto sobre el regazo, observando cómo servía la sidra caliente.

– Ten, creo que te vendrá bien.

Le ofreció la jarra, que Rye fue a recibir con las dos manos, aunque aceptó la bebida con una y aferró la muñeca de ella con la otra. Giró para dejar la jarra sobre la mesa, y atrajo a Laura a su regazo.

– Te diré lo que me vendría bien. -Laura aterrizó sobre el almohadón con ruido sordo-. Y no es una taza de sidra.

Rye aún llevaba puesta la gorra de color azul marino, que se apoyaba sobre el alto respaldo de la silla, mientras que sus codos estaban apoyados con gesto indolente en los brazos de la silla, y las manos en la cintura de la mujer.

– ¿Y entonces, qué? -preguntó, con una voz tan suave como el siseo del fuego.

Los labios de Rye se entreabrieron. Clavó la vista en la boca de ella. Las manos rudas soltaron la cintura y subieron por las mangas del vestido hacia los omóplatos, para atraerla contra su pecho. Laura cayó sobre ese nido confortable, con una mano apoyada sobre el corazón de él, contemplando ese rostro que se inclinaba hacia ella. Antes de que sus labios la tocaran, sintió un tumultuoso palpitar bajo el grueso tejido del suéter. Al principio fue menos que un beso, más bien una reunión después de una larga separación, un saludo de bienvenida de la boca que se posaba sobre la de ella con toda levedad. La punta de la nariz de Rye rozó la mejilla de Laura, aún fría, como los labios que avanzaban en lánguida exploración sobre los de ella, y el aliento tibio dejaba un rocío sobre la piel. Entonces, la cabeza de la mujer empezó a moverse de lado a lado, en respuesta a los movimientos de él, y sólo los bordes de los labios se rozaban, como si quisieran volver a reconocerse. Las puntas de las lenguas se encontraron, humedeciendo los contornos de las bocas. El beso creció, se ahondó, y con cada giro del cuerpo, Laura iba buscando los tensos músculos del cuello, deslizando la palma en el interior del cuello alto del suéter, al tiempo que él pasaba la mano bajo las rodillas de ella para colocarlas sobre el brazo de la silla.

El ardor del beso empezó a crecer minuto a minuto, hasta que la lengua del hombre rozó el interior de la boca de ella, y la mujer hizo lo mismo. Encerrada en sus brazos, sintió que la mano bajo las rodillas las separaba y se deslizaba por el dorso del muslo hasta la nalga, donde apretó, tibia y firme, reconociendo de nuevo sus contornos, mientras el beso pleno y mojado le sacudía los sentidos. La mano de Laura subió del cuello de Rye al cabello, y le quitó sin mirar la gorra para entrelazar los dedos entre las gruesas hebras de la nuca.

Mucho después, cuando los primeros besos y las primeras caricias habían encendido la pasión de las emociones, Rye levantó la cabeza y miró los ojos castaños de suave brillo, y susurró en voz ronca:

– No puedo creer que, por fin, estemos solos.

Laura le acarició la cabeza, moviendo los dedos entre el cabello, que desprendía esa fragancia de cedro.

– Hace cinco meses, dos semanas y tres días.

– ¿Nada más?

– Pero Rye, antes de que tú llegaras yo estaba…

– Después. Hablaremos después.

La boca se abatió otra vez sobre ella y la hizo darse vuelta de modo que uno de sus pechos se apretaba contra él, y el otro quedaba libre. Laura contuvo el aliento mientras Rye sacaba el brazo de abajo de sus rodillas y le rozaba lentamente el muslo, la cadera, el torso, hasta aferrar la carne flexible y tibia en la palma de la mano. Le recorrió el cuerpo un estremecimiento de deleite cuando le acarició el pecho, oprimiéndolo y soltándolo varias veces mientras su lengua se le hundía en la boca y la de ella bailaba una danza alrededor. A través de la tela de algodón que cubría su ropa interior, los dedos de Rye exploraban el pezón erguido hasta que se endureció más por el deseo.

Murmuró contra la boca abierta de ella:

– Vamos a la cama, querida.

Con un lento movimiento de la cabeza, Laura negó mientras la boca de él la acompañaba.

– No, traté de decírtelo…

Pero la boca del hombre se cerró sobre la de ella interrumpiéndola, inundándola con la textura húmeda y lisa de la lengua.

Cuando levantó otra vez la cabeza, murmuró:

– Si no aceptas, te juro que lo haremos aquí mismo, en la silla.

Un reguero de minúsculos besos cubrió un costado de la nariz de Laura.

– Mmm… eso sería maravilloso -aprobó en tono gutural, sintiendo su sonrisa contra el cuello-. Pero no lo haremos en ningún lado hasta que sea tu esposa.

– Eres mi esposa -replicó imperturbable, cambiando posiciones para poder inclinarse y llegar hasta el otro pecho con la boca.

– No, no lo soy.

– Mmm… hueles tan bien que me dan ganas de comerte. Toda la vida oliste a bayas de laurel. ¿Lo sabías? -murmuró sin hacer caso de la réplica.

Laura estaba colgada sobre los brazos de la silla como una funda, con la cabeza hacia atrás mientras la boca de él se apoderaba de la cima de su pecho, mojando la tela del vestido y de la enagua, mordisqueando el erecto pezón hasta hacerlo doler. Sacudía la cabeza de un lado a otro, juguetón y feroz, tironeando de la carne oculta hasta provocar un grito gutural que escapó de su garganta y le tiró del pelo para instarlo a que siguiera. Pero un instante después, repitió:

– Rye, no voy a hacer el amor contigo.

Por la posición en que tenía la cabeza, las palabras salieron estridentes y forzadas. Se incorporó, encontrando una fuente secreta de resistencia hasta quedar otra vez sentada sobre las piernas de él.

– ¿A quién quieres engañar? -le preguntó Rye, sin dejar de excitar el pezón con el dorso de los dedos.

La punta de la carne empujaba hacia fuera contra el círculo mojado de la delantera del vestido: era inútil negar que estaba excitada.

– Soy tan humana como tú. Del mismo modo que no pude impedir que me besaras a los dieciséis años, tampoco hubiese podido ahora. Pero quiero ser honesta contigo, Rye.

Él no se convenció, pero le dirigió una sonrisa seductora.

– Bueno, mientras eres honesta, ¿tenemos que dejar este almohadón entre los dos?

La manipuló como si no pesara más que una muñeca de trapo, levantándola, sacando el almohadón y tirándolo al suelo. Sin ninguna delicadeza, le asió un tobillo y lo hizo pasar por encima de él, dejándola a horcajadas, y exponiendo sus partes más íntimas contra el bulto crecido de su propia excitación.

– Muy bien, ¿dónde estábamos? -preguntó en tono frío-. Ah, sí, tú querías ser honesta y estabas diciéndome que no pensabas hacer el amor conmigo hasta no estar legalmente divorciada de Dan, ¿es así?

Mientras hablaba, Rye tiraba de las numerosas faldas de vestido y enaguas, que habían quedado atrapadas debajo de ella, primero con una mano luego con otra, hasta que Laura sintió el bulto de las telas raspándole el trasero y luego caer.

– Sí, así es -afirmó seria.

Pero ya estaba sentada sobre él, y entre los dos sólo se interponían los pantalones de Rye y los calzones de ella. Imperturbable, él acomodó mejor las caderas en la silla, hasta que su dureza y la blandura de ella se ajustaron entre sí como piezas de un rompecabezas.

– Mmm… -Metiendo las manos bajo las olas de algodón, encontró los tobillos de Laura, los apretó contra sus caderas y siguió acariciándolos a través de la textura áspera de los calcetines-. ¿Y piensas dejarme esperando hasta marzo?

– Exacto -replicó en el tono más sereno que pudo, mientras en los ojos de Rye brillaba la diversión mezclada con el deseo.

– ¿Te molestaría que yo pusiera un poco a prueba tu deseo, señora… eh, Morgan?

– En absoluto -respondió con una mueca-. Prueba. Como he dicho, nada más hasta que estemos casados.

Laura enlazó las muñecas alrededor del cuello del hombre y entrelazó los dedos, aceptando la lujuriosa pose con una despreocupación que no hubiese imaginado en otra mujer.

– Sabes que no sería capaz de tentarte a que hagas nada en contra de tu voluntad.

Las manos cálidas se deslizaron por las pantorrillas hasta el hueco de atrás de las rodillas y bajaron junto con los calcetines hasta los tobillos. Metió los pulgares y los índices dentro de las medias, acariciando las curvas encima de los talones, apretando con suavidad, masajeando.

– Lo sé.

Laura sintió que unas cosquillas le subían por las piernas. Como siempre, Rye era el amante perfecto, imaginativo, irresistible. Podía excitarla siempre de maneras diferentes, como hacía en ese momento. «Oh, Rye, quisiera traspasar el límite contigo… pero no puedo, y no lo haré hasta que él ya no se interponga entre nosotros».

Rye ladeó la cabeza, la apoyó contra el respaldo de la silla y preguntó, con sonrisa torcida, en voz sensual:

– Dime otra vez a qué estoy invitado.

Debajo de las enaguas, deslizó las manos hacia las caderas y las hizo retroceder hasta que Laura sintió el bulto cálido de su masculinidad que se albergaba en su feminidad palpitante.

Bajó los párpados y se le agitó el aliento.

– Salchicha -murmuró, siguiendo sus movimientos exactamente como él esperaba.

– En ese caso, deberíamos comer. Me parece que siento el olor.

Los párpados de Laura se levantaron, y sus labios se curvaron.

– Rye Dalton, eres un hombre perverso.

– -Sí, y a ti no te gusta nada. Ven aquí.

Sin hacer el menor caso de las ropas desarregladas, le pasó los brazos por la espalda con faldas y todo, y la atrajo hacia él hasta que las lenguas se encontraron igual que los cuerpos, el de él alzándose, tentador, el de ella apretándose en respuesta. La mano derecha de Rye bajó por la espalda acariciándola a través del basto algodón de los calzones, bajando más para abarcar la curva de las nalgas, mientras ella se inclinaba adelante, respondiendo al beso con un ardor que les aceleró el pulso. Cuando la tentación se convirtió en tortura, se apartaron y hablaron los dos al mismo tiempo:

– Laura, vayamos a la cama…

– Rye, tenemos que detenernos…

Le apretó las caderas con las manos, pero Laura lo empujó por el pecho. Los ojos estaban tan juntos que las pestañas casi se rozaban.

– Hablas en serio, ¿verdad? -le preguntó-. ¿Piensas hacerme esperar hasta que tu apellido legal vuelva a ser Dalton?

Laura se apartó más.

– Te lo dije cuando empezamos.

– ¿Porqué?

– En parte por lo que pasó la última vez que hicimos el amor, en parte…

– ¿Te refieres a la muerte de Zachary?

Cuando Laura asintió, la irritación de Rye salió a la superficie, y en su rostro apareció una expresión colérica.

– ¡Laura, eso es absurdo!

– Tal vez para ti, pero…

– ¡De todos modos, estás exagerando la sutileza! ¿Qué diferencia hay entre lo que estamos haciendo y lo que queremos hacer? Sólo estás justificando tus acciones, eso es todo.

Picada porque había acertado, Laura se levantó de un salto, se bajó las faldas y lo miró, con las mejillas encendidas por el pudor:

– ¡Rye Dalton, no te quedes ahí sentado acusándome, mientras yo soy la que trata de hacer lo que corresponde!

– ¡Lo que corresponde! ¡Ja!

Ya enfadado, Rye se incorporó en la silla.

– ¡Sí, lo que corresponde! ¡Nos prometimos no deshonrar a Dan!

– ¡Mientras estuviese en esta casa!

– ¡No, mientras aún sea mi esposo legal! Pero ahora no te conviene recordarlo.

– ¡Porque tú me pusiste en un estado de… en el estado de un novato que está a punto de estallar! ¡Me duele, maldita sea!

Las frustraciones que Laura había estado acumulando los últimos nueve meses estallaron sin aviso. De pie ante Rye, sin entender que las tensiones tanto emocionales como sexuales pugnaban por liberarse, estalló en una orgía de gritos.

– ¡Oh, pedazo de… lascivo… -buscó una palabra lo bastante hiriente- macho cabrío! -Con un dedo tembloroso, señaló hacia la puerta-. ¡No hace ni medio día que Dan se fue, y tú ya te presentas a mi puerta dispuesto a ocupar su lugar! Bueno, ¿se te ha ocurrido que tal vez yo necesite un tiempo sola, sin uno que me presione para que me quede y otro que me presione para que me vaya? Estoy harta de que me traten como si fuera un premio de feria. Y, de paso, ¿quién te pidió que vinieras, Rye Dalton? Yo estaba aquí sentada, contenta como un cordero en un pastizal, y tú irrumpiste aquí, y… y… ¡oooh! -Le hacía tanto bien gritar que avanzó un paso y le tiró del suéter-. ¡Levántate de mi silla! ¡Yo estaba perfectamente bien ahí sentada, sola, así que sal de ahí!

Rye se puso de pie, y se enfrentaron, nariz con nariz.

– ¡Así que lascivo macho cabrío!

– ¡Sí, lascivo macho cabrío!

– Y tú lo dices. ¡No vi que te resistieras demasiado! ¡Y no vine aquí a reclamarte como aun premio de feria! ¡Vine a hacer las tareas, mozuela desagradecida!

– ¿Mozuela?… ¡Mozuela! ¡No me digas así, pues estuviste tonteando con esa Hussey mientras yo no estaba disponible!

Aunque lo ignorase, Laura parecía una moza de taberna con los puños en las caderas, la ropa arrugada, la voz chillona.

– Nunca anduve tonteando con DeLaine Hussey -le respondió, despectivo.

– ¿Y esperas que crea eso… de un hombre con la lujuria que tú tienes?

Levantó el almohadón y lo esponjó, con feroces tirones.

– ¡Tendría que haberlo hecho! ¡Ella estaba más que dispuesta!

Laura se quedó mirándolo con la boca abierta, sorprendida.

– ¡Así que estuviste tonteando por ahí con ella! ¡Maldito seas, Rye Dalton!

Le arrojó el almohadón a la cabeza, y él lo esquivó pero tarde. Cuando se incorporó, lo sujetó en el puño y se lo arrojó a ella, dándole en el costado de la cabeza y obligándola a retroceder un paso.

– Casi no la toqué, como buen tonto que soy. Me mantuve honorable por tu causa y, lo que obtengo en recompensa es el filo de tu lengua.

Aún retenía el almohadón en el enorme puño. Se lo arrojó contra el pecho, soltándolo esta vez, para luego inclinarse a recoger la gorra.

Laura casi se cayó, pero recuperó el equilibrio justo a tiempo para agarrar la chaqueta antes que él. En vez de dársela, se la pasó por encima.

– Puede ser que no me quieran en Michigan con mi lengua afilada.

Rye se quedó inmóvil como una estatua durante un lapso que pareció infinito.

– ¿Eso significa que no quieres ir?

– Te estaría merecido.

Se puso la chaqueta.

– Haz como quieras, y avísame cuando te hayas decidido. -Se dirigió hacia la puerta-. Entre tanto, tendrás que buscar a otro para que haga las tareas cotidianas. Yo tengo bastante que hacer en la tonelería y preparándome para el viaje sin tener que perder tiempo aquí, donde no me quieren.

La puerta se cerró con un golpe tras él.

Durante unos momentos, Laura se quedó inmóvil, preguntándose qué había pasado. Luego, como si hubiera vuelto a la infancia, le sacó la lengua a la puerta. Pero después, cayó de rodillas hundiendo la cara en el almohadón, sobre el asiento, gimiendo e insultándolo. «¡No entiendes lo que me ha tocado pasar, Rye Dalton! ¡No tienes la más remota idea de lo que necesito en este momento!»

Aulló hasta hartarse, y dio puñetazos al almohadón con una furia maravillosa. ¡Catártica!

Sin embargo, ni por un instante dudó de que se iría de la isla con Rye, nueve semanas después.


Rye Dalton emprendió el camino de regreso a su casa maldiciendo todo el tiempo, dirigiéndole insultos en los que no creía, bramando ofensas contra las mujeres en general y contra Laura en particular, sintiéndose masculino y recto, y purificado. Iba pateando los montones de nieve que hallaba en el camino, prometiéndole al Todopoderoso que Laura Dalton jamás volvería a sentir su miembro endurecido apretado contra ella -aunque le rogara hasta que él fuese débil e impotente-, aun sabiendo antes de llegar a la tonelería que no había una palabra de verdad en lo que decía, ¡y que bien le convenía a Laura prepararse para recuperar el tiempo cuando volviese a ser la señora de Rye Dalton!


Les bastó un día para entender qué fue lo que había provocado esa furia irracional. La tensión y la frustración sexual que habían ido creciendo durante meses, mezcladas con las innumerables emociones que los sacudieron: deseo, culpa, amor, reproches, esperanza, miedo, impaciencia. Y como faltaban dos meses para que la situación pudiera resolverse, el enfado era una válvula natural.

Laura se coció en su jugo durante una semana.

Rye también se cocinó en su propia salsa una semana.

Se sintió revivido.

Se sintió renovada.

«¡Maldición, amo a esa mujer!», se torturaba.

«¡Señor de los cielos, amo a ese macho cabrío lascivo!», se irritaba Laura.

«Le daré un par de semanas para que comprenda lo que ha perdido.

«Le daré un par de semanas para que admita que yo era la que tenía razón».

«¡Que tenga que cargar ella la leña y el agua por un tiempo!»

«¡Que coma lo que prepara Josiah!»

«Faltan tres semanas para marzo».

«Faltan tres semanas para marzo».

«¿Qué estará haciendo ella?»

«¿Qué estará haciendo él?»

«Salchicha… -Rye sonreía-, Ah, qué mujer».

«Sintió que estaba cocinándose, ¿eh? -Laura sonreía-… tal vez era él el que estaba cocinándose».

«Dos semanas hasta marzo».

«Una semana hasta marzo».

«Maldición, la echo de menos».

«¡Espera a que estemos casados, Rye Dalton! ¡Te haré pagar por este sufrimiento!»


*Esperaron a que el tribunal le diese la libertad a Laura y, mientras tanto, Josh seguía hostil, y a menudo miraba a su madre con el entrecejo fruncido, enfadado porque Dan se había ido de la casa. Laura se hartó de verle el labio inferior proyectado hacia fuera como si tuviese un peso colgando de él y, con frecuencia, tenía que contenerse para no defenderse cuando el niño la veía hacer los preparativos para Michigan y reaccionaba como si estuviese cometiendo un grave atropello con cada puntada que daba, con cada artículo que empaquetaba.

Alistó una considerable cantidad de ropa pues, en cuanto se alejaran de los molinos de Nueva Inglaterra, se convertiría en una mercadería preciosa. Había comprado grandes madejas de lana para hacer calcetines y mitones, y tela gruesa para confeccionar pantalones más grandes para Josh, al invierno siguiente. Tenía semillas de flores guardadas en pequeños sacos de algodón, metidos entre capas de tela para que no se congelaran. Hizo un inventario de sus utensilios domésticos para decidir qué llevaba y qué no: cualquier elemento de madera era abandonado de manera automática, pues Rye podría fabricarlo cuando llegaran a Michigan. Lo que tendría valor en la frontera era todo objeto de vidrio y de metal. Tenía al día una lista cada vez más larga de elementos necesarios: agujas, papel, tinta, textos escolares, redes mosquitero, jabón suficiente para todo el viaje, lanolina, especias, hierbas, ingredientes medicinales, mechas para velas, ropa de cama, algodón suave para vendas y alambre; este último era el elemento más imprescindible para la mayoría de las reparaciones caseras sencillas.

Entretanto, también Rye se preparaba para partir. Él y Josiah habían hecho el inventario más exhaustivo posible de barriles pues, cuando se marcharan, la isla se, quedaría sin tonelero hasta que pudieran tentar a alguno para que fuera desde el continente. Para su propio uso fabricaron barriles especiales, a prueba de agua, para llevar uno de los elementos más importantes: pólvora. Hicieron unos más grandes para llevar ropa, y de tamaño mediano para transportar las herramientas del oficio. Rye compró un rifle de percusión John H. Hall, y moldes para balas. El también redactó listas, pero que referían a supervivencia y provisiones más que a utensilios domésticos: cuchillos, palas, metal para hacer arneses, tenazas para cascos (pues en Michigan harían falta caballos), ungüento, grasa y aceite.

Y todos los días lo preocupaba la posibilidad de que el tribunal se demorase y, cuando llegara la hora de partir, él y Laura se vieran en un atolladero. Pero llegó la noticia de que la audiencia estaba fijada para seis meses después del día en que Dan Morgan había presentado los documentos.


El tribunal del condado de Nantucket, Commonwealth de Massachusetts, existía desde 1689. A lo largo de su historia había disuelto muchos matrimonios proclamando muertos a los desaparecidos en el mar, pero el juez James Bunker jamás supo de un matrimonio que se disolviera porque un marino desaparecido fuese declarado vivo.

En su cámara del segundo piso del edificio público de la calle Union, el Honorable Juez Bunker revisó el caso en un ventoso día de mediados de marzo de 1838, esforzándose por separar su conocimiento personal sobre Rye Dalton, Dan Morgan y Laura Dalton Morgan de los aspectos legales que debía tener en cuenta. Su inclinación puritana lo hacía reacio al divorcio pero, en este caso, conociendo la historia de los tres involucrados y teniendo en cuenta las inverosímiles circunstancias a que los empujó el destino, le pareció imposible hacer otra cosa que asegurar la disolución del matrimonio.

Cayó el martillo y sus ecos rebotaron en el salón de techos altos. Ezra Merrill metió los escasos papeles en un portafolios de cuero y fue en busca de su abrigo. Dan y Ezra se estrecharon las manos y conversaron brevemente en voz baja, con frases que Laura no pudo oír. A continuación, el abogado se volvió hacia ella, le deseó lo mejor, y se fue.

En el silencio que siguió, Laura miró a Dan con una sonrisa desmayada.

– Así que, ya está -comentó él, con aire de resignación.

– Sí, yo…

– No me lo agradezcas, Laura. Por el amor de Dios, no me des las gracias.

– No pensaba hacerlo, Dan. Iba a decirte que no creo que el juez Bunker se haya encontrado antes con un caso como este.

– Es obvio que no. -Se hizo un nuevo silencio. Dan tomó el abrigo, se lo abotonó lentamente y, mirándose las puntas de los zapatos, dijo-: ¿Cuándo os marcháis?

– A fin de mes.

Dan levantó la vista.

– ¿Tan pronto?

– Sí. -Ya se había esfumado la culpa que sintió en algún momento, pero se apresuró a agregar-: Seguramente querrás pasar un tiempo con Josh antes de que nos vayamos. Te haré saber cuándo podrá ser.

– Sí. Gracias.

Una vez más, se instaló entre ellos un incómodo silencio.

– Bien, creo que ya no queda otra cosa que seguir cada uno su vida por separado. ¿Vamos?

Dándose la vuelta la tomó del codo con cortesía pero la soltó mucho antes de que hubiesen llegado a al calle.

Se despidieron, y Laura regresó a la casa. Abajo, el agudo silbido del vapor Telegraph elevó su grito desgarrador. El silbato estremeció el aire otra vez, y Laura sintió que su corazón se elevaba como ese sonido.

«¡Soy libre! ¡Soy libre! ¡Soy libre!»

Se detuvo en medio de la calle, giró sobre los talones para ver si distinguía al Telegraph pero, aunque no pudo verlo, sabía que estaba recogiendo pasajeros en Steamboat Wharf, como todos los lunes, miércoles y sábados. Y pronto, un día la llevaría a ella junto con Rye. De golpe se dio cuenta de que era completamente libre para irse con él, al fin. Al recordar la discusión que habían tenido, sonrió. «¡Por Dios, Laura, qué tonta! ¡No le preguntaste qué día se van!»

Giró y sus pies volaron por la calle hacia su casa. El viento de marzo le hacía revolotear el sombrero, y miles de preguntas bailoteaban en su mente. Mientras fue Laura Morgan, no le parecía correcto hacerle esas preguntas a Rye, hablar con él de los planes comunes. Pero ya podía preguntarle cualquier cosa. Mientras avanzaba por el sendero de conchillas había una -sólo una- pregunta de la más fundamental importancia que desbordaba su palpitante corazón.

El mensaje llegó a la tonelería a última hora de la tarde, y Rye, reconociendo la letra de Laura, le arrojó una moneda a Jimmy Ryerson. Impaciente, subió a la vivienda de la planta alta y se encaramó al borde de su camastro mientras desgarraba el sello.

Querido Rye:

Lo siento. ¿De todos modos te casarás conmigo?

Te amo,

Laura

En su cara se encendió una enorme sonrisa. ¡Era libre! Lanzó un ronco grito de alborozo y mandó a Chad a la casa con una respuesta inmediata.

Querida Laura:

Yo también lo siento. Acepto tu propuesta.

¿Puedo ir a cargar agua para ti?

Te amo,

Rye


Querido Rye:

Mantente alejado de mí, macho cabrío lujurioso.

No es mi agua lo que te interesa.

Todo mi amor,

Laura


Querida Laura:

Entonces, ¿puedo cargar leña? ¿Qué me dices de calentar una salchicha?

Todo mi amor,

El macho cabrío lujurioso


Querido Rye:

Hasta que estemos casados, no. ¿Cuándo nos marchamos?

Ya está todo listo.

Con amor,

La mozuela desagradecida

P.S.: Necesito tres barriles grandes, o cuatro.

¡Pero no los traigas, envíalos!


Querida Laura:

Te mando a Chad con los primeros cuatro barriles. Si necesitas más, házmelo saber. Partimos en el buque Albany el jueves 30 de marzo. ¿Qué opinas de que nos case el capitán?

Te amo,

Rye


Querido Rye:

¡Sí, sí, sí! Todo está listo. He dejado espacio en uno de los barriles por si necesitas más lugar para tu ropa. ¿Cuándo te veré?

Yo también te amo,

Laura


Faltaban dos días para marcharse cuando entregaron un mensaje en la puerta de Laura. Pero esta vez, era Rye mismo el que lo llevaba.

Cuando abrió la puerta, Laura no lo encontró en el umbral sino a unos metros más atrás, sobre el sendero de conchillas.

– ¿Rye?

Al verlo, sintió que se le detenía el corazón en la garganta. Llevaba puesto un tosco suéter de color crudo, y pantalones marineros acampanados. Sobre el cabello alborotado se encaramaba una gorra griega de pescador, de lana cheviot negra, con la visera ladeada en travieso ángulo sobre la frente bronceada. La inclinación de la gorra subrayaba su apostura y su reciedumbre, dándole gran realce, y cuando los ojos oscuros encontraron la mirada de esos ojos azul oscuro, su rostro se iluminó con una sonrisa inmensa que Rye respondió al instante.

– Hola, mi amor.

Tragó saliva y no dijo más. Metió los dedos en la solapa de la cintura y la contempló como si no pudiese saciarse nunca, la sonrisa suavizada, mucho más elocuente en las facciones curtidas.

– Te he echado mucho de menos -admitió la mujer, sincera.

– Yo también a ti.

– Lamento las cosas que dije.

– Sí, yo también.

– ¿No te parece que somos unos estúpidos?

– No, es que estamos enamorados, ¿no crees?

– Sí, creo que sí. -La sonrisa de Laura tuvo un tinte melancólico. Y como Rye no se movía, lo invitó-: ¿Quieres entrar?

– Más que nada en el mundo.

Pero las botas negras parecían clavadas en las conchillas blancas.

– Bueno, entonces…

– Pero no entraré.

– ¿N-no?

Negó lentamente con la cabeza, y una sonrisa alzó un costado de la boca bien delineada.

– Dos días más… esperaré.

Laura exhaló un suspiro trémulo y dejó perder la vista en la bahía, para luego fijarla en el hombre.

– Dos días más. -Luego, confesó-: Estoy un poco asustada, Rye.

– Yo también. Pero, además, excitado.

Laura se permitió seguir contemplándolo.

– Sí, excitado -confirmó en voz queda, dejando escapar una doble intención al imitar el hablar marinero de él.

Rye carraspeó y pasó el peso del cuerpo de un pie a otro.

– Bueno, Josiah ya está listo para viajar. ¿Y Josh?

– Josh ha estado tratándome como si yo hubiese pateado a su perro. No sé cómo se comportará cuando llegue la hora de las despedidas.

Pensaron en Jimmy Ryerson, en Jane, en Hilda… Dan. Y por un momento, los dos semblantes se ensombrecieron.

– Sí, los adioses serán duros, ¿no es cierto?

La mujer asintió y, en bien de él, se obligó a sonreír.

– Bueno, entonces…

Rye retrocedió dos pasos.

Cuanto más se aproximaba la partida, lo definitivo de la aventura les provocaba más aprensión. Preveían muchas incertidumbres, una larga distancia que recorrer, peligros a enfrentar. ¿Cuál sería la actitud de Josh? Pero cuando la mirada de los ojos castaños se encontró con la de los ojos azules, Laura y Rye se apoyaron uno a otro, asegurándose de que juntos podrían encarar cualquier cosa que el futuro les pusiera delante.

– Yo mismo vendré a buscarte alrededor de las nueve del jueves.

– Estaremos preparados.

Pero siguió de pie sobre el sendero, contemplando los profundos ojos castaños, sin voluntad de irse hasta que, al fin, con un breve quejido, atravesó la distancia que los separaba y, levantando la mano de ella, sin sortija, la llevó a los labios.

– Josh se conformará -la tranquilizó.

Giró sobre los talones y bajó corriendo la colina.


En ese mismo momento, en un patio cerca del pie de la colina, Josh estaba de rodillas a un lado de un pozo de canicas, contorneado por una línea trazada en la arena. Hizo puntería con un ojo de gato equilibrado sobre el pulgar, y de pronto se enderezó y miró a Jimmy, que estaba al otro lado del círculo.

– Eh, Jimmy.

Jimmy Ryerson estaba contando las canicas de su escondrijo, y se interrumpió.

– Me has hecho perder la cuenta. ¿Qué? -le pregunto.

Josh se rascó la cabeza, dejando una mancha de polvo gris en el cabello rubio y, al fin, formuló la pregunta que lo tenía intrigado hacía semanas:

– ¿Qué es una aventura?

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