El último tango en Paris Robert Alley

I

La luz deslumbrante del invierno jugaba entre los arcos acanalados de la baranda ornamentada del puente, proyectando una sombra de enrejados en las oscuras aguas del Sena. Bajo el elevado metro, a lo largo de un paseo que parecía el interior de algún vasto y suntuoso salón, los transeúntes avanzaban y se paseaban en silencio, envueltos en un rito extraño y compulsivo. Columnas de hierro floreadas azul y gris, completaban la ilusión de una isla de Art Nouveau, suspendida en el tiempo. El distante sol de enero no podía dar calor a la espléndida decadencia de la escena, violada por el olor terrenal del río, el vaho de las almendras asadas que se levantaba en las orillas y el chillido del metal castigado que se producía cuando el tren pasaba trepidante en las alturas. El lamento prolongado de su silbato marcaba el preludio de un concierto exquisito e irreprimible. El baile había comenzado.

Dos personas que cruzaban el puente en la misma dirección, se vieron envueltas en esta mutua cadencia; aunque no lo sospechaban, ni conocían, ni podrían haber explicado esta curiosa conjunción de tiempo y circunstancia que los había unido. Para cada una de ellas, el puente, el día, el horizonte de París y las condiciones de su existencia, significaban cosas totalmente diferentes y la mera posibilidad de un encuentro les habría parecido infinitesimal.

El hombre, quien tenía un perfil de halcón, arrogante e intransigente hasta el dolor, sollozaba mientras caminaba sin rumbo aparente de columna a columna. Su cuerpo era grueso y musculoso y se movía con el descuido físico de un atleta envejecido, pasándose los dedos por el pelo y metiendo sus manos de obrero en los bolsillos de su abrigo de piel de camello un poco gastado, pero bien cortado al estilo de los que habían hecho famosos a ciertos gángsteres norteamericanos. Por la abierta camisa lucía un cuello poderoso.

—¡A la puta que parió a Dios! —exclamó, y su grito de angustia se confundió con el clamor de un tren que pasaba. En ese momento, su rostro, a pesar de que no estaba afeitado y parecía atormentado, reflejó una precisión angular y una delicadeza alrededor de los ojos y la boca que eran casi femeninas, aun cuando al mismo tiempo su aspecto era duro y brutal. Tenía unos cuarenta y cinco años y era buen mozo de un modo disoluto. Los otros hombres que venían en dirección contraria se apartaban a un lado al cruzarse con él.

La muchacha tenía la mitad de su edad. Llevaba un sombrero marrón de fieltro suave ligeramente ladeado y ofrecía la expresión impetuosa de la gente joven y hermosa. Caminaba con una provocación rayana en la impertinencia; movía el bolso con una larga correa de cuero y su abrigo maxifalda era blanco y de gamuza. El rostro estaba enmarcado sobre un cuello de zorro gris. Tenía las pestañas con un poco de maquillaje, la boca carnosa y saliente había sido cuidadosamente retocada con un color que parecía húmedo y fresco. El abrigo no podía oscurecer totalmente el cuerpo vigoroso y bien formado que daba la impresión de poseer voluntad propia.

Se llamaban Paul y Jeanne. Para ella, el olor del Sena y el reflejo de los rayos del sol en las ventanas de las casas de las orillas, el flash eléctrico bajo la panza del metro y las miradas apreciativas de los hombres que pasaban eran una afirmación de su propia existencia. Para él, estas cosas no significaban nada aunque las viera; sólo eran manifestaciones al azar del mundo físico que detestaba.

Ella lo vio primero y no apartó la mirada cuando él fijó sus ojos distraídos, pero decididos, en los de ella: algo sucedió en ese primer intercambio. Un hombre que ella supuso era un vagabundo, de pronto, se convirtió en una figura notable debido tal vez a las lágrimas y a la contradictoria sensación de violencia que emanaba de él. El únicamente vio un objeto, sensualmente más agradable que la mayoría, pero de todas maneras un objeto tirado en el camino de su propio absurdo paseo.

Jeanne sintió el impulso ciego de tocar sus mejillas húmedas y sin afeitar; a Paul le sorprendió un golpe de deseo y se preguntó si esa sensación podía representar la realidad. Durante varios segundos caminaron juntos y al mismo ritmo, y sus expresiones no revelaron más que un vago interés; luego, ella se adelantó como si él fuera un ancla unida a ella por una cuerda invisible e irresistible. Llegó al final del puente y salió de la atmósfera lujuriosa y de fin de siécle y entró en el duro mundo contemporáneo donde las bocinas de los automóviles no podían confundirse con la música. El azul del cielo era demasiado puro y demasiado abrupto. La cuerda irresistible se rompió o se debilitó quedando momentáneamente olvidada.

Jeanne pasó el Café Viaduc en la Rue Jules Verne. La calle estaba desierta aunque era la primera hora de la mañana y París vibraba al compás del tráfico. Remontó la calle hasta que llegó a una gran puerta de hierro con un vidrio amarillo opaco. Un letrero escrito a mano sobre el timbre decía:

SE ALQUILA UN DEPARTAMENTO QUINTO PISO.

Jeanne dio un paso atrás y observó los balcones ornamentados que se perfilaban en fila vertical contra el cielo. Había descubierto el edificio de apartamentos de casualidad y se preguntó qué clase de piso estaría disponible detrás de esos pilares redondos, gruesos y sensuales o de esas celosías entrecerradas que daban a las ventanas el aspecto de ojos somnolientos y lascivos. Jeanne tenía un fiancé y ambos habían hablado a menudo de poner una casa juntos, aunque estas conversaciones siempre eran convencionales y casi académicas. A ella se le ocurrió que éste podía ser el apartamento que transformara la especulación en realidad.

Oyó pasos y giró la cabeza, pero la calle permaneció desierta. Caminó hasta el café. En el mostrador de aluminio pulido había obreros con ropa de trabajo, tomando café cargado y coñac barato, antes de empezar la jornada. Cuando Jeanne entró, la miraron como siempre lo hacían los hombres, pero ella los ignoró y bajó las escalinatas hacia el teléfono.

Al fondo del pasillo brillaba la luz de la cabina. Antes de que la muchacha llegara, se abrió la puerta del servicio y salió Paul. Ella se sorprendió de verlo y extrañamente atemorizada, se puso de espaldas a la pared para dejarle paso. El la miró y se sintió secretamente gratificado por la proximidad y la coincidencia del encuentro. Sintió el mismo impulso lascivo y elemental y no se preocupó en examinar los aspectos más sutiles de su rostro y de sus ropas como tampoco lo había hecho durante el paseo por el puente. Le pareció extraordinariamente irónico que algo tan trivial como una chica linda lo distrajera en su dolor.

Pasó sin ni siquiera esbozar una sonrisa de reconocimiento, y abandonó el café.

Jeanne se sintió vagamente molesta por el encuentro: volvió a sentir la atracción inexplicable ya experimentada en el puente pero ahora le pareció extraña y humillante. Entró en la cabina, depositó la ficha y marcó el número sin preocuparse de cerrar la puerta.

—Mamá —dijo—, soy Jeanne... Voy a ver un apartamento que hay en Passy. Luego iré a encontrarme con Tom en la estación. Te veré después. Besos. Hasta luego.

Colgó y subió las escalinatas. Afuera, la calle parecía demasiado brillante para el invierno, escondida en una aureola atemporal. Pasó un Citroën negro, solitario y veloz. Un andamiaje parecía servir de apoyo a uno de los viejos edificios elegantes situados en medio de la manzana. Se detuvo un momento sobre el asfalto y sintió la presencia de las flores frescas que adornaban su sombrero; cuando se dio cuenta de que los hombres del bar la observaban, se sintió satisfecha. Dio media vuelta y se encaminó al edificio de apartamentos.

Tocó el timbre y empujó la pesada puerta de hierro. Detrás del vidrio opaco y amarillo había un vestíbulo mal iluminado, impregnado del fuerte olor a cigarrillos Gauloise y de algo vagamente desagradable que hervía sobre una cocina, en algún lugar de arriba. La luz se filtraba por las altas ventanas sucias e iluminaba la caja de hierro forjado del ascensor: unos paneles también de vidrio amarillo opaco separaban la entrada del hall de la portería. Jeanne se acercó a la diminuta ventanilla abierta.

Una negra obesa estaba sentada leyendo un periódico. Jeanne aclaró la garganta para obtener la atención de la mujer, pero ésta permaneció inmóvil y sin demostrar interés alguno.

—He venido para ver el apartamento —dijo por último Jeanne—. Vi el letrero.

La portera giró la cabeza y Jeanne se percató de que tenía cataratas en los dos ojos.

—¿El letrero? —dijo la mujer, mirando con hostilidad hacia un rincón de su cubículo—. Bueno, a mí nadie me dice nada.

Empezó a murmurar, a decir algo que sonaba más como una oración y se volvió de espaldas.

—Me gustaría verlo —dijo Jeanne.

—¿Quiere alquilarlo?

—Todavía no lo sé.

La mujer se puso de pie con un esfuerzo enorme. Empezó una letanía de lamentos.

Alquilan, subalquilan. Hacen lo que quieren. Y soy la última en enterarme. ¿Tiene un cigarrillo?

Jeanne buscó en su bolso, sacó un paquete de Gitanes y los pasó por la ventanilla. La portera extrajo un cigarrillo y Jeanne retiró su mano rápidamente, temerosa del contacto con la mujer. La portera encendió el cigarrillo acercando su abultada cabeza en un esfuerzo por ver la punta y aspiró el humo profundamente. En vez de devolver el paquete, lo guardó en el bolsillo de su gastado suéter.

—Antes no era así —dijo—. Suba, si quiere. Pero tendrá que ir sola. Tengo miedo a las ratas.

Tenía una voz inmensamente vieja. Era como si Jeanne estuviera intentando entrar en un submundo oscuro y amenazador y la portera estuviera decidida a impedírselo. Esta anciana, como Caronte a las puertas del infierno, pedía un pago antes de admitir a los solicitantes; Jeanne se preguntó si desaparecería en las profundidades del edificio.

La portera manoseó las enormes llaves que cubrían el tablero colocado en la pared encima de su silla.

—La llave ha desaparecido —refunfuñó—. Están ocurriendo cosas raras por aquí.

Con un crujido se abrió la puerta próxima al ascensor. Jeanne vio una mano flaca que depositaba una botella vacía sobre las baldosas. La mano desapareció y la puerta volvió a cerrarse.

—Se tragan seis botellas por día —dijo la mujer con indiferencia, como si los inquilinos fuesen animales en vez de gente.

Jeanne dio media vuelta dispuesta a irse. La decrepitud del edificio la molestaba, pero no tanto como la sensación de aislamiento, la sensación de estar aprisionada en un lugar fuera del tiempo donde no había gente real que hiciera las cosas que hacían los demás, sino tan sólo los deformes y los moribundos.

—Espere, no se vaya —dijo la portera—, tiene que haber un duplicado.

Revisó el tablero y encontró una vieja llave de latón.

—Aquí está dijo, y se la pasó a Jeanne quien trató de nuevo de evitar el contacto físico. Pero antes de que pudiera retirar la mano, la mujer se la estrechó y apretó. Una sonrisa imbécil reveló los dientes oscuros y deteriorados.

—Es joven —dijo y pasó sus dedos sobre la mano y la muñeca de Jeanne.

Esta retiró la mano y se dirigió al ascensor. La mujer todavía refunfuñaba cuando Jeanne cerró de un portazo el ascensor y escuchó el rumor del viejo motor mientras empezaba a subir. El edificio le recordaba un mausoleo, grandioso en su concepción y construcción, cuyos ocupantes jamás podían igualar su majestuosidad y por lo tanto lo dejaban decaer. No hubo otros sonidos, salvo el del desvencijado ascensor y el de la puerta cuando salió en el quinto piso.

La puerta del apartamento era ancha y pesada y su madera barnizada era casi negra a la sombra del pozo del ascensor. El picaporte de bronce estaba brillante por el uso. Jeanne abrió la puerta y de inmediato le sorprendió la disposición y la vastedad del departamento. El suelo del vestíbulo estaba cubierto de baldosas blancas y negras; las paredes tenían la misma madera oscura y suntuosa de la puerta. Entró con respeto, casi con miedo, en el corredor. Pudo ver el detalle hermoso del piso de parquet en la sala de estar y las paredes de un amarillo suave con la textura de un viejo pergamino. Los cristales altos y curvos de las ventanas en forma de arco, hacía mucho tiempo sin lavar, difundían la luz del sol que llenaba la habitación con un brillo de oro quemado. El recinto era un círculo perfecto. La continuidad de los óvalos y dardos de la moldura estaba rota sobre las ventanas, un espacio limpio de menos de un metro donde el yeso se había caído hacía muchos años. Había manchas de humedad en las suaves paredes doradas, y pinturas ovaladas y rectangulares retiradas hacía años habían dejado manchas oscuras como las sombras de los inquilinos del pasado. La atmósfera era de una elegante decadencia. La extravagancia sensual del lugar atrajo a Jeanne, pero la sensación de deterioro y el aroma casi imperceptible de encierro que ella asociaba con la muerte, le produjo un sentimiento de rechazo.

Entró en la sala circular y se quitó el sombrero. Dejó en libertad su pelo exuberante y castaño, se desabrochó el abrigo e hizo una pirueta en medio de la habitación, pero de pronto se atemorizó. Los rayos de luz que pasaban por las ventanas con las celosías entrecerradas la deslumbraron y las sombras parecieron arrastrarse en su dirección.

De pronto lo vio. Estaba sentado en el radiador con la cabeza sobre las rodillas. Ella pegó un grito y se mordió un puño. El no se movió.

—¿Quién es usted? —preguntó como asustada.

Trató de mantener su compostura y se alejó lentamente hacia la puerta.

—Me asustó —dijo ella con toda la calma que le fue posible. Luego lo reconoció; era el hombre del puente—. ¿Cómo entró?

—Por la puerta.

Su voz era vibrante y profunda. Hablaba francés con acento extranjero, con dureza y un aparente desprecio por el idioma.

Jeanne permaneció en la puerta de entrada al corredor. Paul no se había movido. Todo lo que ella tenía que hacer era dar media vuelta e irse, pero por alguna razón inexplicable, vaciló.

—Soy una tonta —dijo—. Dejé la puerta abierta y no le oí cuando entró.

—Ya estaba aquí —había algo siniestro en su voz.

Jeanne giró la cabeza y volvió a observar su perfil. Sintió curiosidad.

—Perdón, ¿cómo dijo? —preguntó ella—. Su pregunta no tenía sentido y no recibió respuesta.

La silueta de Paul se extendió y agrandó. Sus hombros macizos parecían apropiados para las vastas proporciones del cuarto. Lo cruzó pesadamente. Tenía ojos inteligentes, muy intensos. La miró burlonamente mostrándole una llave que tenía entre los dedos.

—Ah, la llave —dijo ella—, entonces usted es quien se la llevó...

—Ella me la entregó —corrigió él todavía con tono burlón. La evidente ansiedad que sentía la muchacha le pareció estupidez, algo risible. No le importaba si creía sus palabras o no, si se iba o se quedaba, pero su confusión le pareció divertida.

—Tuve que sobornar a la portera —dijo Jeanne y se sorprendió de verse tan dispuesta a entablar conversación. ¿Por qué no se alejaba de este extraño que sollozaba en los puentes y luego aparecía en las sombras de un apartamento vacío? Jeanne se preguntó si no estaría loco.

—Tiene un acento norteamericano —le dijo como si tal vez él no fuera consciente de ella; luego se sintió hecha una tonta.

Paul decidió ignorarla. Dio media vuelta y caminó por la habitación examinando el piso (de donde hacía mucho tiempo había desaparecido el encerado) y las desgastadas paredes, con un aire de autoridad. Parecía tan vanidoso como fuerte.

—Estos edificios antiguos me fascinan —dijo Jeanne.

—No son muy caros para alquilar —dijo él con aire condescendiente y pasó un dedo por la repisa de la chimenea. Se detuvo y observó el polvo que allí se acumulaba y recordó el shock que le había causado ver a su mujer muerta, el modo en que había huido del hotel después de la llegada de la policía, la expresión de miedo en los rostros de los huéspedes. No podía acordarse de lo que había sucedido desde entonces. La cara de esta muchacha en el puente, tan llena de vida, pareció devolverlo a su dolor.

—Un sillón quedaría estupendo cerca de la chimenea —dijo Jeanne.

—No —replicó él, contradiciéndola—, el sofá tiene que estar frente a la ventana—. Era una orden.

Ella se mantuvo a cierta distancia de él aunque le habría gustado observarlo desde más cerca, revisar sus ropas y los pálidos ojos grises casi ocultos bajo una frente altanera y ancha. Ella no pudo comprender por qué aceptaba sus rechazos y sintió un inmenso deseo de ablandarlo.

Continuaron revisando la habitación y luego pasaron a un cuarto adyacente, cada uno simulando que solamente estaba interesado en el apartamento, más bien que en su encuentro inesperado y en la promesa (o la am enaza) de su conclusión. Entraron ceremoniosamente en el comedor, él, unos pasos detrás de ella. Junto a una pared había un atado de periódicos amarillentos, un viejo bureau descansaba sobre tres patas y un revoltijo de cajones rotos, sillas y otros muebles, se vislumbraba bajo una sábana inmunda.

Paul intentó equilibrar el bureau y se preocupó de hacerle mantener su estabilidad mientras esperaba la reacción de la chica. Sintió que ella se sentía atraída y atemorizada a la vez y decidió no hacer nada en absoluto por ayudarla. No le importaba lo que sucediera porque se vio a sí mismo y a ella, como dos cuerpos ridículos sin motivaciones ni consecuencias.

Cerró los ojos y revivió el recuerdo de la noche anterior. Cuando los volvió a abrir, vio que Jeanne se había desabrochado el abrigo poniendo al descubierto una corta falda amarilla y unas piernas que parecían anormalmente largas, perdidas en el abrazo de sus botas suaves de piel de ternero. Debajo del borde de la minifalda, sus muslos eran potentes e incitantes. Tenía una piel firme que parecía brillar en el reflejo de la luz. Paul pudo ver que sus pechos eran grandes y que no necesitaban de la ayuda del sujetador. Jeanne echó sus hombros para atrás.

—¿Va a alquilarlo? —preguntó.

—¿Y usted? —Su voz ahora era ronca.

—No lo sé.

Paul se acercó a las ventanas. Los techos de estaño y pizarra del Passy se extendían hacia el río, un océano de planos angulosos delirantes pintado de un suave azul grisáceo; la torre Eiffel se levantaba a la distancia, espinosa y erguida, como una antena gigantesca que sacaba la energía del cielo. Los dos contemplaron la torre; ella, impresionada por su magnitud y él, por su pretensión. Luego Paul vio el reflejo de Jeanne en el cristal y estudió su cuerpo nuevamente. Se le endureció el estómago y se le secó la boca.

Ella era absolutamente consciente de que tenía sus ojos sobre ella y al mismo tiempo sintió vergüenza y una especie de regocijo, como si disfrutase de la humillación de que la hacía objeto.

—Me pregunto quién vivió aquí —dijo ella—. Hace mucho que está desocupada.

Jeanne regresó al corredor y se encaminó al cuarto de baño. Pensó que él la seguiría, pero oyó sus pasos en dirección a la cocina. Con indiferencia, inspeccionó el cuarto de baño, muy atenta a los movimientos de Paul en el otro extremo del apartamento. El tragaluz sobre la bañera inundaba de claridad el cuarto. Los antiguos lavabos encajaban justo con el marco del espejo ovalado. Jeanne se detuvo a arreglarse el pelo y a examinar su maquillaje. Luego, en un súbito arranque, se bajó las bragas, se levantó el abrigo y la falda y se sentó en el water. Sabía que era inconveniente no haber cerrado la puerta, que él podía entrar en cualquier momento y sin embargo, esa posibilidad la excitaba. Se aterrorizó de que la pudiera encontrar allí y al mismo tiempo, esperaba que así fuera.

Paul se apoyó contra la pared de la cocina y miró la cañería. El sonido de la cadena del water lo distrajo y excitó. Jeanne entró en la cocina y ambos evitaron las miradas, pasaron a examinar diferentes habitaciones. Los dos se dieron cuenta de que al prolongar la inspección, aumentaban la posibilidad de una confrontación. Ninguno de los dos la buscó activamente o quería esta confrontación; empero, ninguno estaba dispuesto a romper el encanto. Era como si estuvieran sujetos a una coreografía y les repugnara destrozar el tono de la obra o el fatalismo que contenían esas paredes.

El sonido del teléfono fue una intrusión mal recibida. Jeanne levantó el teléfono en el dormitorio mientras Paul lo contestaba desde el comedor. La voz del ser extraño que llamó se esfumó, pero Paul y Jeanne continuaron escuchando, ambos atentos a la respiración del otro. Ella deseó que le hablara, que le hiciera alguna concesión, alguna muestra de debilidad. Entonces ella habría podido ponerse firme e irse. Pero Jeanne ni siquiera podía colgar el teléfono aunque quiso arrojarlo contra la mesita antigua y tallada. La arrogancia invencible de Paul era el elemento que la detenía e inmovilizaba. Quizás Paul lo sospechaba porque se sintió orgulloso de su poderío.

Dejó el teléfono sobre el piso y sin hacer ruido cruzó rápidamente el living-room circular entrando en el corredor. La pudo ver de rodillas, de espaldas a él, todavía escuchando. En la claridad, su pelo tenía un brillo naranja como si estuviera incendiándose; en la otra mano tenía el abrigo y por un instante, Paul estudió los músculos rígidos de sus muslos.

En silencio, avanzó y vislumbró la expresión de un chico que está a la espera cuando Jeanne, sin darse cuenta, pasó la punta de la lengua por los labios. Entonces ella lo vio. Colgó rápidamente, confusa y atemorizada. No se atrevió a mirarle. En ese momento, tuvo miedo y lo detestó.

—Pues bien, ¿se ha decidido? —preguntó ella y no pudo ocultar el resentimiento en su voz—. ¿Lo va a alquilar?

—Sí, ya está decidido.

Paul sintió haber afirmado aún más su fuerza y se dejó ablandar.

—Ahora no lo sé. ¿Te gusta?

La tomó de la mano y la ayudó a ponerse de pie. Ella tenía los dedos fríos, suaves y entregados; Jeanne se percató de la fuerza potencial de la ancha palma y de los dedos alguna vez callosos debido a un trabajo manual. Era la primera vez que se tocaban y sus manos tardaron en separarse. Ella nunca se había sentido tan vulnerable.

—¿Te gusta? —repitió él mientras dejaban caer las manos—. ¿El apartamento?

—Tengo que pensarlo —dijo ella con expresión ansiosa. Era difícil pensar en otra cosa.

—Piénsala rápido —dijo él usando unas palabras que en su boca sonaron como una amenaza.

El la dejó. Jeanne oyó el sonido de sus pasos en el corredor, el portazo en la entrada; luego nada más, salvo su propia respiración. Una bocina sonó en la lejanía seguida de un completo silencio. Se ha ido, pensó para sí misma, y de pronto se sintió consumida. Levantó el sombrero del piso, pasó el living-room rumbo a la salida, concentrada. Sorprendida, levantó la mirada.

Paul la estaba esperando apoyado contra la pared. Pareció aún más corpulento a la luz directa del sol, el mentón erguido y los ojos entrecerrados. Tenía los brazos cruzados contra el pecho; el abrigo estaba abierto y mostraba el torso y las piernas fuertes y musculosas. Jeanne dijo:

—Pensé que se había ido.

—Cerré la puerta con llave —caminó lentamente hacia ella mirando fijamente los ojos anchos y azules que reflejaban más resignación que miedo—. ¿Estuve mal?

—No, no —dijo ella tratando de recuperar el aliento—. Sólo pensé que se había ido —sus palabras quedaron pendientes, como una invitación.

Paul estuvo a su lado en un segundo. Le tomó el rostro con las manos y la besó en los labios. En la confusión, ella dejó caer el bolso y el sombrero, y colocó las manos sobre los anchos hombros. Por un instante, permanecieron absolutamente inmóviles. Nada se movía en la habitación circular salvo las pelusas que caían por el aire; ningún sonido les llegó salvo el de sus propias respiraciones agitadas. Parecían suspendidos en el tiempo, como la belleza marchita de la habitación, aislados del mundo y de sus vidas respectivas. El cuarto adquirió calidez acogiéndolos durante este breve y silencioso noviazgo.

De pronto, Paul la alzó en sus brazos y la llevó hasta la pared de la ventana sin esfuerzo aparente, como si se tratara de una criatura. Ella le pasó los brazos por el cuello que le pareció tan duro como un tronco y le acarició los músculos de su espalda bajo la suave tela del abrigo. El tenía un olor amargo en parte sudor y en parte algo que ella no pudo identificar; algo más masculino que el de cualquier joven que hubiera conocido y que la excitó poderosamente. El la bajó, pero sus manos no la dejaron, la apretó contra sí y tocó sus pechos oscilantes a través de la tela de su ropa. Le desabrochó el vestido con rapidez y maña, y metió las dos manos en el interior, acariciándolos; con los dedos dibujó la forma de sus pezones. A ella la excitó la dureza de su piel y se apretó aún más contra él.

Como si lo hubieran convenido de antemano, comenzaron a desnudarse el uno al otro. Ella lo agarró a través de los pantalones; él pasó una mano por debajo de la falda y de un tirón le arrancó las bragas. Jeanne se sofocó ante su audacia y se colgó de él con miedo y anticipación. Paul puso una mano entre sus piernas y la levantó del suelo; con la otra se desabrochó los pantalones. Luego la tomó por las nalgas, la subió un poco más y la penetró.

Se agarraron como animales. Jeanne subió por el tronco de su cuerpo apretando sus caderas con las rodillas y colgando de su cuello como una niña perdida. El la apretó contra la pared y entró más profundamente dentro de ella; por un instante lucharon torpemente, como en un combate, pero pronto se pusieron de acuerdo y comenzaron a moverse con un mismo ritmo. Sus cuerpos avanzaban y retrocedían como participantes en la más íntima de las danzas. El ritmo se hizo más frenético; la música y el mundo, olvidados, gimieron, suspiraron y se golpearon contra la pared protegiendo esa pasión; cayeron más allá de los orígenes de su propio empeño y se apagaron poco a poco y sin remordimientos, sobre la estropeada alfombra naranja.

Permanecieron inmóviles en el suelo, sin tocarse, mientras la agitación de sus respiraciones se normalizaba gradualmente. Luego, Jeanne se alejó de él, puso la cabeza sobre el brazo y levantó la vista. Pasaron varios minutos en los que ninguno de los dos pronunció palabra.

Se pusieron de pie y arreglaron sus ropas, dándose la espalda. Jeanne se puso el sombrero igual que antes, lo siguió por el corredor y salieron a la escalera. Paul cerró la puerta con llave; Jeanne llamó el ascensor y con vergüenza se apartó de Paul. Minutos antes, habían compartido el abrazo más sensual y ahora, fuera de los confines del departamento, eran tan distantes como desconocidos.

Ella se sintió agradecida cuando Paul le volvió la espalda y bajó por las escaleras en vez de hacerlo con ella en el ascensor. Pero no pudieron evitar encontrarse en el vestíbulo. Ella se preguntó cuál sería su próximo movimiento cuando la siguió, mientras pasaban delante de la ventanilla de la portera y se encaminaban a la puerta.

El salió a la calle detrás de ella. La luz del sol los deslumbró y los ruidos de París sonaron discordantes. Paul arrancó el letrero escrito a mano SE ALQUILA de la puerta. Lo rompió y lo arrojó a la alcantarilla. Por un momento ambos vacilaron, luego tomaron direcciones opuestas y ninguno de los dos volvió la cabeza.

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