IX

Las flores oscuras formaban una barricada frente a la ventana, parecían atascar la bañera y el water, reclamaban poseer el armario.

La cama estaba vacía. Paul, permaneció junto a la puerta abierta observando el trabajo manual de su suegra. Dudaba en entrar. El perfume espeso y pesado de los crisantemos lo enfermaban al igual que las palabras obsequiosas del portero, Raymond, cuyos modales le hacían recordar a un funebrero.

—Está muy lindo —dijo Raymond y entró en el cuarto antes que Paul. ¿No le parece?

—Únicamente falta Rosa.

—Su suegra necesitaba hacer algo. Este es un cuarto agradable y tranquilo. Si no fuera por ese armario. Está carcomido. Puede oír a las carcomas en la madera.

Raymond acercó su cabeza calva al armario y emitió un sonido parecido al de mascar.

—Siempre pongo a los sudamericanos en este cuarto —dijo con una sonrisa maliciosa. Los sudamericanos jamás dejan propina. Siempre dicen: «No tengo dinero. Mañana, mañana.»

Paul hizo una broma amarga.

—No tenemos vacante, caballero. Sólo disponemos del cuarto del funeral.

La risa de Raymond sonó esta vez como si fuera un gemido entrecortado.

—Eso está bien, jefe. Le sentará bien reír un poco.

Paul giró y bajó las escaleras hasta el vestíbulo. Una mujer muy maquillada de edad indeterminada y vestida con una falda de lentejuelas debajo del abrigo, se inclinó sobre el libro del registro buscando los nombres de posibles clientes. Era una huésped, una amiga de Rosa y Paul la toleraba. Al pasar, cerró el libro y prosiguió camino a su cuarto dejando la puerta abierta.

—Hoy no hay ninguna cara interesante —dijo la prostituta. ¿Quieres apostar a los caballos, Raymond?

Paul no le contestó. Sacó una vieja olla de la cocina y se puso a hacer café.

La pobre Rosa y yo conocíamos a una mujer que nos pasaba buenos datos continuó ella sin importarle si la estaban escuchando o no—. Las apuestas eran una distracción. Y Rosa adoraba los caballos. Estábamos pensando comprarnos uno.

—Rosa no sabía nada de caballos.

—¿De qué estás hablando? Rosa sabía muchísimo de caballos. La gente del circo le había enseñado a montar.

Paul se sentó detrás del mostrador. El parloteo de la mujer lo importunaba.

—¿Qué gente de circo? —preguntó con voz cansada.

—Rosa se escapó de su casa cuando tenía trece años y se fue con el circo. Es gracioso que jamás te lo haya contado.

Paul quiso que se callara. La idea de que su esposa había inventado historias para el placer de una prostituta le revolvía tanto el estómago como la vista de las pantorrillas blancuzcas de la mujer. ¿Era posible que ella supiera más de Rosa que él? Ella sintió el disgusto de Paul y subió las escaleras.

—¿Porqué lo hizo? —escuchó Paul que la mujer decía—: El domingo era el Grand Prix de Auteil.

Delante de Paul apareció un joven con una chaqueta militar. Se trataba de un norteamericano porque llevaba una maleta de aerolíneas, esperó a que le dirigieron la palabra y tenía en los ojos algo fantasmagórico que Paul había visto a menudo.

—¿Quiere un cuarto? —preguntó Paul en francés por mala voluntad.

—Si, vengo de Dusseldorf. El invierno dura mucho allí.

Era la misma frase que todos usaban. La estúpida simulación de los desertores le parecía patética. Pero eran clientes que pagaban y eso en ellos era más un hábito que una necesidad.

—¿Y se fue sin decir nada? preguntó Paul.

El joven asintió con la cabeza.

—Con respecto al pasaporte, tendré uno en un par de días.

Paul sacó una llave del tablero y se dirigió hacia el primer piso. Abrió la puerta del cuarto adyacente al de Rosa y observó al joven depositar el bolso en el suelo y mirarlo con una expresión de gratitud.

—Sobre el dinero —dijo—, no sé cuándo le podré pagar.

Paul l0 miró. Ya no le importaba el dinero, pero tampoco le ofreció ayuda. Cerró la puerta en la cara del desertor y bajó las escaleras.

Загрузка...