IV

Jeanne subió en el ascensor sin saber realmente por qué. El viejo aparato gemía y suspiraba y amenazaba con no llegar jamás al quinto piso. Una parte de Jeanne deseaba que regresara al vestíbulo sofocante que estaba vacío y sólo ofrecía una vista de la portera loca, sentada de espaldas a la ventanilla, canturreando una melodía desafinada. Jeanne se había tratado de convencer de que en realidad pensaba alquilar el apartamento si es que el hombre que había conocido no lo había hecho. Pero no era el apartamento lo que ella quería ahora.

Tocó el timbre y lo volvió a hacer de inmediato. No hubo ningún movimiento dentro de ese arco sin tiempo que ella imaginó con tintes otoñales rojos y rodados. Apretó tanto la llave que su mano transpiró.

Una puerta se abrió en el piso de arriba y luego se oyeron pasos. Jeanne sintió un terror súbito e irracional. No sabía lo que más la atemorizaba: que la vieran allí o que la sacaran del umbral de su aventura. En un instante, único e impetuoso, insertó la llave en la cerradura, la hizo girar y empujó la puerta. El apartamento la abrazó; se sintió en su casa. Rápidamente cerró la puerta sin mirar detrás suyo.

Jeanne dio media vuelta, enfrentó el corredor angosto que se abría a varias habitaciones y avanzó lentamente. Todo estaba como ella lo recordaba. El sol había cambiado de posición e iluminaba la otra pared del cuarto circular. En la suave claridad, las marcas de humedad y las grietas en el grueso empapelado parecían las líneas finas de un cardiograma. La excitación y la incredulidad que había experimentado esa mañana regresaron a ella. Esa visita la había obsesionado: no podía dejar de pensar en ella, ni siquiera cuando Tom la filmaba. No supo qué le deparaba el futuro inmediato.

Algo se movió. Jeanne giró sobre sus talones y vio en el rincón, junto al radiador, un gran gato amarillo recostado en la sombra que la observaba. Taconeó el piso y avanzó hacia el gato como si fuera realmente su rival. Le molestó la intromisión del animal y la inspección impertinente de que la hacía objeto. El gato saltó al marco de la ventana y desapareció. Lo persiguió hasta allí, pero se encontró mirando los techos y confrontando la altura distante y espinosa de la torre Eiffel, burlona en su maciza permanencia. La sirena de un coche de policía llegó a ella desde el otro lado del Sena y luego el sonido fue desapareciendo. Una vez más, el apartamento asumió el aire de un refugio.

—¿Hay alguien? —llamó una voz desde el corredor.

Por un momento, Jeanne volvió a sentir el pánico anterior. Levantó la llave y la puso delante suyo como si se tratara de un escudo.

Esperaba ver un hombre corpulento con un abrigo de piel de camello. En cambio, vio que aparecían por el corredor las patas de un sillón apoyadas en un par de piernas humanas envueltas en un moño azul desteñido y un par de zapatos viejos y gastados. El sillón bajó y ella vio un obrero con una boina sucia. Tenía un Gauloise en los labios.

—Muy bien, señora —dijo con un fuerte acento marsellés—, ¿dónde lo pongo?

Jeanne estaba demasiado sorprendida para hablar. El hombre caminó hasta el centro de la habitación sin esperar respuesta y dejó el sillón en el suelo.

—Podría haber llamado —dijo ella sintiéndose muy tonta.

—La puerta estaba abierta.

El hombre se sacó el cigarrillo de los labios y expulsó humo por la nariz. La punta del Gauloise estaba manchada de un marrón oscuro debido a su saliva.

—¿Lo puedo poner aquí? —preguntó al tiempo que señalaba el sillón.

—No, frente a la chimenea —dijo Jeanne con firmeza.

Él puso mala cara, levantó el sillón y lo sacó del cuarto. Jeanne decidió irse. Pero al dirigirse a la puerta, se encontró con un segundo mozo que traía otra silla.

—¿Las sillas dónde? —preguntó y sin esperar respuesta, comenzó a colocarlas en semicírculo en medio de la habitación.

El primer hombre de mudanzas volvió con una mesa que era redonda, hecha de madera manchada de ciruelo con una base pesada y negra. No iba con las sillas, unas Windsor falsas de madera más clara, posiblemente de fresno, y Jeanne se preguntó si los muebles pertenecían al norteamericano. A Jeanne, que vendía antigüedades, le pareció que se trataba de algo extraño que un hombre reuniera ese lote de muebles aunque nunca podría haberse imaginado que eran muebles sacados de un viejo hotel.

—¿Y la mesa? —preguntó el hombre.

—No sé —respondió Jeanne simulando que era la dueña de la casa—. El decidirá.

La intrusión de los mudadores arruinó el humor de Jeanne. Ahora estaba segura de que alguien había alquilado el apartamento. Nuevamente fue al corredor dispuesta a irse y nuevamente le bloquearon el camino; esta vez los hombres luchaban con el peso de un colchón doble. Dejaron la carga en un cuarto pequeño al fondo del corredor aunque el colchón sobresalía de la puerta.

Les dio un billete de cinco francos a cada uno y se fueron.

Ahora estaba en libertad para irse. Pero era demasiado tarde. La vuelta a la cerradura fue súbita y fuerte. Espió por el corredor y vio la ancha espalda de Paul envuelta en el abrigo.

Por primera vez en su vida, Jeanne experimentó un terror verdadero. Su mente se agitó como un pájaro atrapado. ¿Por qué no se había ido antes, cuando aún le era posible hacerlo? Retrocediendo, se echó en el mullido sillón y se abrazó las largas piernas en una actitud de sumisión, Oyó el sonido de los pasos que se aproximaban y miró en otra dirección para no tener que darle la cara cuando apareciese. Estaba preparada para mostrar sorpresa, pero él entró en la habitación casi sin mirarla. Con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, caminó observando los muebles con una expresión de leve desaprobación.

Se acercó al sillón de Jeanne. Ella quiso hablarle de la llave, pero no quiso ser la primera en hablar. Siempre existía la posibilidad de que él hiciera alguna indicación de que le gustaba su presencia.

Pero sus primeras palabras fueron una orden:

—El sillón tiene que ir frente a la ventana.

Antes de que ella pudiera hablar, él agarró los brazos del sillón y con un alarde de fuerza lo levantó a medias con ella todavía sentada y lo llevó a la ventana. Dio un paso atrás y se sacó el abrigo con naturalidad, dejándolo caer sobre el respaldo de una silla. Tenía puesta una chaqueta gris suave y un suéter de cuello alto que le daba un aspecto juvenil. Ya se había afeitado y peinado con cuidado. A Jeanne le pareció casi distinguido. Esperó que el aseo fuese un tributo para ella. Su miedo disminuyó.

A la defensiva, dijo:

—Vine a devolverle la llave.

Él ignoró sus palabras.

—Ven a ayudarme —le ordenó.

Su tono evitó la posibilidad de una negativa. Jeanne se puso de pie y se sacó el abrigo muy consciente de que no tenía nada puesto bajo la falda. Movió la cabeza y una masa de rizos de pelo negro cayó sobre sus hombros. Sus grandes pechos se apretaron contra la fina tela sintética de su vestido. Paul estaba concentrado en otras cosas.

—No le ha llevado mucho tiempo traer sus cosas —Jeanne señaló la llave que había dejado sobre la mesa. Vine a devolvérsela a usted.

—¿Qué me importa?

Levantó una silla y se la pasó mirándola por vez primera.

—Coloca las sillas alrededor de la mesa.

Jeanne se encogió de hombros y obedeció. Si bien le producía un placer perverso que le diera órdenes este desconocido que no respetaba ninguna de las formalidades sociales, al mismo tiempo se sentía molesta y perturbada.

—Estaba por tirar las llaves dijo ella sin darse vuelta y pasó los dedos por el marco suave y duro del respaldo de la silla. Era acanalado y redondo en el borde. Con el índice hizo un círculo en la madera y estudió su uña larga y bien formada.

—Pero no lo pude hacer —continuó diciendo—, soy una idiota.

Fue una pequeña confesión y estaba segura de que él contestaría algo. Le indicaba su propio desamparo aparente y él le tendría simpatía. Después de todo, él también era un ser humano aun cuando lo cubriera un halo de violencia potencial.

Jeanne dio media vuelta para enfrentarse con él y encontró que estaba sola.

—Escuche —dijo enojada, su desilusión sólo equiparada por la incredulidad: a él realmente no le importaba y eso le resultaba difícil de comprender después de lo que había sucedido anteriormente—. ¿Dónde está? Tengo que marcharme.

No obtuvo respuesta. Por un momento pensó que se había ido, pero el abrigo todavía estaba allí. El miedo que había experimentado esa mañana volvió a ella.

Caminó por el living-room buscándolo, pasó los muebles ocultos bajo la sabana y salió al corredor.

Estaba de pie ante la entrada del cuarto pequeño mirando al colchón que no cabía, con una mano sobre la cintura, y la otra, apoyada contra la pared.

—La cama es demasiado grande para el cuarto —dijo como si no fuese obvio.

—No sé cómo dirigirme a usted —dijo Jeanne.

—Carezco de nombre.

Es extraño que alguien diga eso, pensó Jeanne.

—¿Quiere saber el mío? —preguntó.

—No.

Ella ni siquiera vio el golpe que se aproximaba. Él pareció que hacía un mero movimiento de muñeca, pero la fuerza del revés de la mano hizo que le doblara la cara. Jeanne abrió la boca y sus ojos expresaron sorpresa, rabia y terror.

—No quiero saber tu nombre —dijo él, amenazador, mirándola fijamente—. No tienes nombre y yo tampoco lo tengo. Nada de nombres en este lugar. ¡Ni un solo nombre!

—Está loco —susurró Jeanne y se llevó su mano a la mejilla. Empezó a sollozar.

—Tal vez sí. Pero no quiero saber nada de ti. No quiero saber dónde vives o de dónde vienes. No quiero saber nada. ¡Nada! ¿Comprendido?

Estaba prácticamente gritando.

—Me asustó —dijo ella secándose las lágrimas que tenía en las mejillas.

—Nada —repitió él. Ahora habló con calma y fijó la vista en ella. Tú y yo nos encontraremos aquí sin saber nada de lo que nos ocurre afuera.

Su voz tenía efectos hipnóticos.

—Pero, ¿por qué? —preguntó ella, débilmente.

Paul no le tuvo lástima. Se acercó y le puso la mano en la garganta. Su piel era suave y en el interior, los músculos estaban tensos.

—Porque aquí no necesitamos nombres. Vamos a olvidarnos de todo lo que sabíamos: toda la gente, todo lo que hacemos, dónde vivimos. Vamos a olvidarnos de todo.

Ella intentó imaginárselo.

—Pero yo no puedo. ¿Y usted?

—No lo sé —admitió él—. ¿Tienes miedo?

Jeanne no contestó. Lentamente, Paul empezó a desabrocharle el vestido. Se acercó para besarle, pero ella retrocedió.

—Ahora basta —dijo ella con la mirada gacha—. Déjeme ir.

Paul la agarró del brazo que estaba sin fuerza.

—Mañana —murmuró ella. Levantó la cabeza y le besó la mano—. Por favor, mañana lo desearé más.

Permanecieron de pie mirándose a los ojos, el cazador y la presa delicada, ambos inseguros de lo que ocurriría.

—Muy bien —dijo él finalmente—. Está bien. De esa manera no se transformará en un hábito.

Paul acercó el rostro, le tomó el pelo con las manos y aspiró su aroma.

—No me bese —dijo ella—. Si me besa, no podré irme.

—Te acompaño hasta la puerta.

Caminaron calmadamente por el corredor como si no quisieran separarse. No se tocaban, pero ambos eran conscientes de la proximidad del cuerpo del otro, de la proximidad y de la intriga de la posibilidad. Ese era el lazo que los unía. Paul abrió la puerta y Jeanne salió del apartamento.

Volvió la cabeza para despedirse, pero la pesada puerta ya se había cerrado.

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