La promesa de la mañana desapareció cuando un nubarrón se cruzó con el sol. Este brilló brevemente a través de las nubes, como una oblea finísima, y luego oscureció. La lluvia invernal ensombreció el rostro de París; el viento la llevaba y la desintegraba contra los cristales altos y curvos de las ventanas de los edificios. Una pálida luz reflejada jugaba sobre las paredes del living-room creando la ilusión del agua en movimiento. La habitación había comenzado a tener el perfume del sexo.
Estaban echados desnudos sobre el colchón; el brazo de Jeanne descansaba sobre el ancho tórax de Paul y ella miraba en otra dirección. Paul tenía una armónica plateada y brillante en la mano y la sopló produciendo únicamente notas inconexas y quejumbrosas.
—Qué vida —dijo ella, hablando como si soñara—, no hay tiempo para descansar.
La mañana todavía estaba dentro de ella con sus memorias soterradas de la infancia. Sintió un deseo irrazonable de compartir su desilusión con Paul.
—El coronel —comenzó a decir— tenía ojos verdes y botas brillantes. Yo lo reverenciaba como a un dios. Era tan apuesto con su uniforme.
Sin agitarse, Paul dijo:
—Qué pila humeante de bosta de caballo.
—¿Qué? —Jeanne se sintió enfurecida—. Te prohibo que.. .
—Todos los uniformes son una mierda; todo lo que hay fuera de este lugar es una mierda. Además, no quiero escuchar los cuentos de tu pasado y todas esas cosas.
Ella sabía que era tonto de su parte esperar que él la comprendiera, pero continuó diciendo:
—Murió en 1958, en Argelia.
—O en el 68 —dijo Paul— o en el 28 o en el 98.
—¡En 1958! Y te prohíbo que hagas bromas al respecto.
—Escucha —dijo él pacientemente—, ¿por qué no dejas de hablar de cosas que no tienen la menor importancia en este lugar? ¿Qué diablos significan aquí?
—Entonces, ¿que tengo que decir? —preguntó ella débilmente y como buscando consejo—. ¿Qué tengo que hacer?
Paul le sonrió. Tocó con la armónica unas pocas notas de una melodía infantil con habilidad y sentimiento; luego cantó: —Ven a la buena barra, Lolly-pop...
Jeanne movió la cabeza con aire desconsolado; Paul parecía muy distante.
—¿Por qué no vuelves a América? —preguntó.
—No lo sé. Malos recuerdos, supongo.
—¿De qué?
—De mi padre —dijo él recostándose sobra el estómago y apoyándose sobre los codos para que su cara estuviera más próxima a la de ella—, era un borracho, un jodido —ahora acentuó la palabra—, un putañero, un peleador... supermasculino. Sí, era un tipo jodido —se le ablandó la expresión—. Mi madre era muy poética, también una borracha y la recuerdo de niño cuando la arrestaron desnuda. Vivíamos en un pueblito, una comunidad de agricultores. Yo llegaba de la escuela y ella ya se había ido. Estaba presa o en cualquier otro lado.
Una expresión de placer apenas perceptible le cruzó el rostro y sacó la tensión de sus facciones. Hacía tanto tiempo que no pensaba en esas cosas que ya habían dejado de existir para él.
—Tenía que ordeñar una vaca —dijo— todas las mañanas y todas las noches y eso me gustaba. Pero recuerdo una vez que estaba vestido para salir y llevar a una chica a un partido de basketball y mi padre dijo: «Tienes que ordeñar la vaca.» Y yo le pregunté si por favor no la podía ordeñar él en mi lugar. ¿Sabes lo que me respondió? Dijo: «¡Lárgate de aquí!» Entonces salí y tenía mucha prisa y no tuve tiempo de cambiarme los zapatos y me los llené de bosta. Cuando íbamos rumbo al partido, el auto estaba hediondo.
Paul hizo una mueca.
—No sé —dijo tratando de desechar lo que había recordado—. No puedo recordar muchas cosas buenas.
Jeanne insistió.
—¿Ni una? —preguntó en inglés para hacerlo sentir mejor. Los recuerdos le fascinaban.
—Algo sí —dijo él menos implacable Había un granjero, un viejo muy bueno que trabajaba mucho. Yo trabajaba con él en un zanjón secando la tierra para poder plantar. Usaba sobretodo y fumaba con una pipa de arcilla. La mayor parte del tiempo no le ponía tabaco. Yo detestaba el trabajo; hacía mucho calor, había mucha suciedad y me dolía la espalda. Y todo el día yo observaba que la saliva del viejo corría por el caño de la pipa y colgaba de la punta. Hacía apuestas conmigo mismo acerca de cuándo caería al suelo y siempre perdía. Jamás la vi caer. Dejaba de mirar un segundo y desaparecía y luego un nuevo salivazo ya estaba allí.
Paul se rió en silencio y movió la cabeza. Jeanne temía moverse porque tal vez él dejaría de hablar.
—Y luego teníamos una perra hermosa —continuó diciendo él con una voz que ella aún no había escuchado y que era casi un susurro—. Mi madre me enseñó a amar la naturaleza. Supongo que era todo lo que podía hacer; frente a nuestra casa había un gran campo abierto. En el verano era una plantación de mostaza y nuestra gran perra negra, llamada Dutchy, cazaba allí los conejos. Pero no los podía ver, así que tenía que saltar en el aire y mirar rápidamente para darse cuenta de dónde estaban los conejos. Era algo muy hermoso, pero nunca cazó nada.
Jeanne lanzó una carcajada. Paul la miró sorprendido.
—Te has traicionado —dijo ella con aire de triunfo.
—¿Realmente?
Ella le imitó la voz sonora hablando inglés con un fuerte acento.
—No quiero saber nada de tu pasado, Baby. Pero todo salió afuera, Baby.
Paul se echó hacia atrás y la miró fríamente. Jeanne dejó de reírse.
—¿Piensas que te estaba diciendo realmente la verdad? —preguntó y cuando ella no respondió, agregó—: Tal vez si, tal vez no.
De cualquier manera Jeanne sintió que de algún modo, Paul se había mostrado más humano. Fue ella quien inició la tercera coquetería sexual del día.
Dijo con tono juguetón:
—Yo soy Caperucita Roja y tú eres el Lobo.
Paul empezó a gruñir pero ella lo silenció poniéndole un dedo sobre los labios. Con su otra mano le acarició los anchos hombros.
—Qué brazos más fuertes que tienes —dijo ella.
Paul decidió seguir el juego de Jeanne pero lo haría para sus propios fines y con su cruel sentido del humor. En ese día ya había hecho demasiadas concesiones.
Paul dijo:
—Para apretarte y hacerte eructar mejor.
Ella le examinó la mano.
—Qué uñas más largas tienes.
—Para rascarte el culo mejor.
Ella le pasó los dedos por el pelo púbico.
—Qué pelos más largos tienes en la piel.
—Para que tus cangrejos puedan esconderse mejor.
Ella miró en el interior de su boca.
—Oh, qué lengua más larga tienes.
—Para clavártela... —Paul hizo una pausa por el efecto— en el culo, querida.
Jeanne le tomó el pene con la mano y se lo apretó.
—¿Para qué es esto? —preguntó.
—Es tu felicidad.
Paul aprovechó la oportunidad de dar rienda suelta a su erudición.
—Pija —dijo mientras ella aún lo tenía agarrado— Wicnerwurtz, jui, cazzo, prick, verga...
Ella estaba encantada con su desvergonzado orgullo por el órgano masculino.
—Es gracioso —dijo ella—, esto es como jugar a los adultos cuando eres pequeño. Aquí me vuelvo a sentir como una niña.
—¿Te divertiste cuando niña? —preguntó Paul con aire ausente. Aceptaba la mano de Jeanne como tributo y como estímulo, en ese orden.
—Es lo más hermoso que existe —dijo ella, ahora lejos de la villa y abierta a la inundación de recuerdos idealizados. Paul esperaba esta reacción y decidió destruirle los recuerdos deliberadamente y manteniendo el mismo tono.
—Es lo más hermoso que hay y que se convierte en un chisme —dijo él respirando agitado—, o que obliga a que uno admire la autoridad o se deba vender por un caramelo.
—Yo no era así.
—¿No?
—Yo escribía poemas; dibujaba castillos, castillos enormes con torres altísimas.
—¿Nunca pensabas en el sexo?
—Nada de sexo —respondió ella con énfasis.
—No, nada de sexo— simuló creerle—. Entonces probablemente estabas enamorada de tu maestro.
—Mi maestra era una mujer.
—Entonces era una lesbiana.
—¿Cómo te enteraste? —Los instintos de Paul la sorprendían y enfurecían al mismo tiempo. Apenas podía recordar a su profesora, Mademoiselle Sauvage, que regañaba a propósito a las niñas para luego poder consolarlas. ¿Era entonces todo corrompido?, se preguntó.
—Es una situación clásica —dijo Paul—. De cualquier manera, continúa.
—Mi primer amor fue mi primo; se llamaba Paul.
El nombre, cualquier nombre, lo molestaba.
—Voy a pescarme hemorroides si sigues diciendo nombres. No me importa si me dices la verdad, pero no me des nombres.
Jeanne se disculpó. Vaciló antes de continuar pero él comprendió la vulnerabilidad de Jeanne y la animó a que siguiera.
—Pues, continúa —dijo— y di la verdad.
—Yo tenía trece años. El era delgado y moreno. Lo puedo ver con su narizota. Fue un romance. Me enamoré de él cuando lo escuché tocar el piano.
—Quieres decir cuando se te metió en las bragas.
Paul pasó una mano por el muslo de Jeanne hasta que la punta de sus dedos tocaron los labios de la vagina. Simuló tocar un teclado imaginario.
—Era un niño prodigio —dijo Jeanne—. Tocaba con ambas manos. —Apostaría a que sí —replicó Paul con desprecio—. Probablemente así se masturbaba.
—Nos moríamos de calor...
—Una buena excusa. ¿Qué más?
—A la tarde, cuando los mayores estaban durmiendo la siesta.. .
—Empezaste a agarrarle su pija.
—Estás loco —dijo ella, exasperada.
—Pues entonces —afirmó Paul—, te tocó él.
—Jamás se lo permití. ¡Jamás!
—«¡Mentirosa, mentirosa, los calzones en llamas y la nariz tan larga como el cable del teléfono!» ¿Quieres decirme que no te tocó? Mírame a los ojos y dime: «Jamás me tocó.» Vamos, dilo.
Jeanne se alejó de él y miró su propio cuerpo. Los pechos y las caderas parecían pesados y sensuales; se sintió tanto más vieja, tan distante de aquel tiempo evocado. Quiso dejar de recordar, pero Paul no se lo permitía.
—No —admitió ella—, me tocó. Pero del modo en que lo hizo...
Paul se había puesto de pie y estaba mirándola desde lo alto.
—El modo en que lo hizo —dijo él sarcásticamente—. Okay, ¿qué hizo?
—Detrás de la casa, había dos árboles, un Plátanus y un castaño. Yo me sentaba bajo el Plátanus y él bajo el castaño. Contábamos uno, dos, tres y nos empezábamos a masturbar. El primero que acababa...
Jeanne levantó la mirada y vio que Paul se había dado vuelta.
—¿Por qué no me escuchas? —preguntó volviendo a hablar en francés.
Él no respondió. Paul sabía que hasta la inocencia de Jeanne era sexual; la confesión era un triunfo que le pertenecía a él, pero aún no había terminado.
Ambos quedaron perplejos ante los ruidos que había en el pasillo de afuera. Una voz masculina y nasal les llegó desde el rellano de la escalera:
—La Biblia completa, una edición única, sin cortes..
Paul se enfureció por la interrupción. Se acercó a la puerta, pero Jeanne lo tomó del brazo.
—¿Hicimos un pacto o no? —susurró ella. Nunca nadie nos verá juntos. Me puedes matar y nadie jamás se enterará. Ni siquiera ese vendedor de biblias que está ahí afuera.
Paul le puso las manos sobre la garganta y los pechos rozaron su antebrazo.
—¡La Biblia verdadera! —gritó el vendedor, ¡No cerréis vuestra puerta a la Eternidad!
Paul detestó al hombre sin ni siquiera necesidad de verlo.
—¡Un cerdo bíblico! —musitó—.
Quería castigarlo por haberlos interrumpido, pero Jeanne no lo dejó mover. Paul empezó a apretarle el cuello.
—Tienes razón —dijo él—, nadie debe saber, ni el vendedor de biblias ni la portera semiciega.
—Ni siquiera tienes un motivo —Ella le apretó las muñecas que parecían tan duras como si fueran de madera—, el crimen perfecto.
Paul tensó los dedos. Pudo sentir los tendones y sus pulgares encontraron poca resistencia. Qué fácil sería terminar con sus recuerdos banales y con la capacidad de Paul para aprenderlos. La carne, una vez corrompida, era carne muerta: la de Jeanne, la de Rosa, hasta la propia. Ella había conseguido que él revelara parte de su pasado y la debilidad en que se basaba su furia. Alguien tenía que sufrir, y si no era el vendedor de biblias, entonces ella, porque no había nadie más presente.
Él la dejó y Jeanne se arrodilló en el colchón agarrándose el cuello con ambas manos. Su respiración era entrecortada y se preguntó si sólo había intentado asustarla.
El sonido de los pasos que se alejaban del vendedor de biblias casi no les llegaba más.
—¿Cuándo acabaste por primera vez? preguntó Paul—. ¿Qué edad tenías?
—¿La primera vez? —trató de recordar, aliviada y de alguna manera, halagada. Cuán difícil era Paul de descubrir. Y qué solo, allí de pie con la figura dibujada contra la ventana grisácea como una pizarra húmeda. Tenían tensos los músculos de la espalda como si esperara un ataque.
—Una vez llegaba muy tarde a la escuela —comenzó a decir ella—. Y de pronto tuve una fuerte sensación, aquí —Jeanne se tocó la vagina—. Se produjo mientras corría. Entonces corrí más y más rápido. Y cuanto más corría, más lo sentía y más acabé. Dos días después, traté de correr de nuevo, pero no pasó nada.
Paul no se dio vuelta. Ella se recostó con la cara contra el colchón, su mano todavía entre las piernas. Le pareció muy raro encontrarse allí contándole a él sus secretos más oscuros, cosas que jamás podría haber compartido con Tom.
—¿Porqué no me escuchas? —preguntó.
Paul fue al cuarto de al lado. Se sintió tan tenso como un alambre extendido. Se sentó en el borde de una silla y observó a Jeanne. Ella comenzó a mover las caderas con un meneo circular como simulando una copulación. Se le endurecieron las nalgas.
—Sabes —dijo ella suspirando y sin mirarlo—, parece como si estuviera hablando a la pared.
Ella siguió tocándose y moviéndose con un placer creciente.
—Tu soledad me pesa. No es indulgente ni generosa. Eres un egoísta —su voz era distante y sin aliento—. Yo también puedo arreglármelas sola, sabes.
Paul observó el cuerpo joven, ondulante y rítmico y los ojos se le llenaron de lágrimas. No lloró por la pérdida de las fantasías infantiles de Jeanne ni por sus propios comienzos sórdidos. Lloró por su propio aislamiento.
Jeanne llegó al clímax y se quedó quieta, reseca y físicamente agotada.
—¡Amén! —dijo él.
Se quedó sentado e inmóvil mucho tiempo. Por último, Jeanne se puso de pie y sin mirar a Paul, juntó su ropa y se encaminó al cuarto de baño.
Allí estaba la chaqueta de Paul colgada de una percha. La tela le pareció ordinaria a Jeanne y en un impulso, miró la chaqueta y descubrió que provenía del Printemps, una tienda enorme en las proximidades de la Opera. Vaciló y luego revisó los bolsillos, sacó diez monedas, un billete usado del metro de la estación Bir Hakeim y un cigarrillo roto. Pasó al bolsillo de arriba, sorprendida de su propia audacia, y descubrió un fajo de billetes de cien francos, pero ningún documento ni identificación.
La puerta se abrid de golpe y Paul entró. Tenía puestos los pantalones y llevaba una vieja cartera de cuero en la mano. La dejó sobre el lavabo y sacó la crema de afeitar, un largo pedazo de cuero para afilar la navaja, gastado por el paso de tanto filos y la navaja con el mango de hueso.
—¿Qué estoy haciendo en este apartamento contigo? —preguntó ella.
Paul la ignoró y comenzó a aplicarse la crema.
—¿Amor? —sugirió ella.
—Digamos que practicamos una follada rodante como una rosquilla.
Ella no entendió exactamente lo que el decía, pero sabía que se trataba de alguna metáfora obscena que describía su opinión de las acciones humanas.
—Entonces piensas que soy una puta.
Jeanne tuvo dificultad en pronunciar esa última palabra en inglés.[1] Paul se rió de ella.
—¿Pienso que eres qué? ¿Una guerra?
—¡Una puta! —gritó ella—. ¡Puta! ¡Puta!
—No, sólo eres una muchachita anticuada que trata de vivir.
El tono de su voz la insultó.
—Prefiero ser una puta.
—¿Por qué me estabas revisando los bolsillos? —preguntó él.
Jeanne se las arregló para no expresar sorpresa.
—Para averiguar quién eres.
—Para averiguar quién eres —repitió él—. Pues bien, si observas con atención, me verás escondido detrás de la bragueta.
Ella se maquilló. Paul enganchó el cuero para afilar en el grifo y empezó a afilar la navaja con destreza.
—Sabemos que se compra la ropa en una gran tienda —dijo Jeanne—. Eso no es mucho, muchachos, pero es un principio.
—No es un principio, es un final.
La atmósfera anterior en la habitación circular había pasado. Ahora las frías baldosas tenían un efecto desapacible, pero Jeanne persistió. Como de casualidad, le preguntó la edad.
—Voy a cumplir noventa y tres este fin de semana.
—Oh, no lo representas.
Él empezó a afeitarse con movimientos precisos.
—¿Has ido a la universidad? —preguntó ella.
—Oh, sí. Fui a la universidad del Congo. Estudié el apareamiento de las ballenas.
—Los barberos por lo general no van a la universidad.
—¿Me estás diciendo que parezco un barbero?
—No —dijo ella—, pero ésa es una navaja de barbero.
—O de un demente.
No hubo sentido del humor en su voz.
—Entonces, ¿quieres cortarme? —decidió ella.
—Eso sería como escribirte mi nombre en la cara.
—¿Como hacen con los esclavos?
—Los esclavos son marcados en el culo —dijo él—. Y yo quiero que estés en libertad.
—Libertad —la palabra le sonó extraña a Jeanne—. Yo no soy libre.
Lo miró en el espejo. Paul mantenía el mentón en alto y miraba el progreso de la navaja sobre su garganta. Su masculinidad pareció amenazada en ese preciso instante sin vigilancia.
—¿Sabes qué? —preguntó ella—. No quieres saber nada de mí porque odias a las mujeres. ¿Qué te han hecho?
—O pretenden saber quién soy o pretenden que no sé quiénes son ellas. Y eso es muy aburrido.
—No temo decir quién soy. Tengo veinte años...
—¡Por Dios! —dijo él volviéndose hacia ella—. ¡No te gastes el seso!
Jeanne iba a seguir hablando, pero él levantó la navaja.
—¡Cállate! ¿Lo entiendes? Sé que es duro, pero vas a tener que soportarlo.
Jeanne aflojó.
Paul dejó caer la navaja en la cartera. Se enjuagó la cara, se secó y luego agarró los bordes del lavabo y verificó su solidez.
—Estos bordes son muy raros —dijo—, ya no se encuentran en ninguna parte. Creo que este lavabo nos hace permanecer juntos, ¿no lo crees?
Alargó la mano y tocó cada uno de los artículos de tocador de Jeanne de un modo casi delicado.
—Pienso que estoy contento contigo —dijo.
Le dio un beso inesperado, se dio media vuelta y se fue del cuarto.
—¡Encore! —exclamó Jeanne—. ¡Hazlo de nuevo, de nuevo! Terminó su maquillaje de prisa, contenta de que él lo hubiera admitido. Se vistió y le dijo alegremente en francés:
—Ya voy, estoy casi lista.
Abrió la puerta y salió al corredor mal iluminado.
—¿Podemos irnos juntos? —preguntó sabiendo de que el no objetaría la propuesta.
Pero no hubo respuesta. Paul ya se había ido.