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La vista de una chica bonita llorando en la Avenue John Kennedy tendría que haber atraído más la atención. Los faroles de la calle pasaban uno a uno con su luz mortecina, opacos e innecesarios, comparados con el resplandor de las luces de los coches, amontonados, parachoques con parachoques, engarzados en una maniática lucha en pos de mejores posiciones, bullangueros e indiferentes ante los seres humanos que se aferraban al pavimento. Los hombres que Jeanne iba adelantando primero le miraban las piernas, luego los pechos y cuando llegaba el momento de ver sus lágrimas, ella ya los había pasado.

Se secó las lágrimas con la manga y entró impulsivamente en un restaurante. La luz blanca y dura y el olor grasiento de la carne la enfrentaron y ella se movió rápidamente entre los rangos bajos de las empleadas y los empleados de las tiendas en dirección a la cabina telefónica, al fondo del establecimiento.

Localizó una ficha telefónica en el bolso, la depositó y marcó el número de Tom. Este contestó casi de inmediato y ella se dio cuenta de que no podía hablar. Molesto por el silencio, Tom prorrumpió en insultos.

—Como me lo imaginaba —dijo ella—, te conviertes en un grosero al instante. Escucha, tengo que hablar contigo y no tengo tiempo para explicarte... Estoy en Passy... No, por teléfono, no... Nos encontraremos en la estación del metro...

Comenzó a sollozar de nuevo y colgó. Todos querían algo de ella, no había tiempo para descansar; no había cuartel. La estaban usando; algo debía ser eliminado. Pensó en la cámara de Tom indagando dentro de las grietas escondidas de su vida. Sin duda, eso podía ser gastado y dejado de lado.

Dejó la brasserie y se apresuró rumbo a la estación del metro. Esperó en el andén del otro lado de donde llegaría Tom, con las manos en los bolsillos contemplando los trenes rojos que llegaban y partían. Pensó en Paul y se le secaron las lágrimas. La atormentaba su propia ambivalencia.

Tom apareció en el andén de enfrente.

—¿Qué estás haciendo allí? —preguntó.

—Tengo que hablar contigo.

Él se dirigió a las escaleras, pero Jeanne lo detuvo.

—No vengas —gritó—. Quédate allí.

Tom estaba tan confundido como molesto. Miró arriba y abajo del andén, antes de preguntarle:

—¿Por qué no me hablaste por teléfono? ¿Por qué aquí?

Sólo porque había una distancia obligada, quiso decirle. Aquí por lo menos ahora ella estaba segura.

—Debes encontrarte a otra —le dijo.

—¿Para qué?

—Para tu película.

Tom pareció enfermarse.

—¿Por qué?

—Porque te estás aprovechando de mí —dijo ella—. Porque me obligas a hacer cosas que jamás he hecho. Porque utilizas mi tiempo...

Eran las acusaciones que quería hacer en contra de Paul, pero no podía. Y la frustración y la fatiga la hicieron llorar nuevamente.

—...porque me obligas a hacer cualquier cosa que se te cruce por la cabeza. La película ha terminado, ¿entendido?

Tom sólo atinó a levantar las manos con un gesto de confusión. El metro irrumpió rugiente en la estación y se interpuso entre los dos. Jeanne supo que era el fin: el tren se iría con él a bordo y eso representaría el fin de sus complicaciones. Se sintió agradecida de que no hubiera tiempo para experimentar ni placer ni dolor. Simplemente el asunto había terminado.

El metro se fue. Tom se había ido.

Jeanne giró sobre los talones y se lo encontró a su lado.

—¡Estoy harta de que me violen! —le gritó.

Se enfrentaron como felinos. Torpemente, él le tiró un golpe que le dio sin consecuencias en el hombro; ella retrocedió y le arrojó el bolso. Hicieron una escaramuza como niños en la arena, haciendo contorsiones e insultándose y luego, agotados, cayeron en los brazos el uno del otro.

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