XIX

Era tarde y el silencio que reinaba en los corredores del hotel se vio perturbado por el sonido de unos pasos lentos y firmes. Paul salió de la escalera y entró en el angosto hall. Sintió que era el guardián del laberinto, girando en las esquinas, entrando y saliendo de la oscuridad, sin voluntad ni propósito. Hizo una pausa en una esquina de la oscuridad y escuchó: únicamente se oía el sonido de su respiración. Levantó el papel de la pared y descubrió un atisbadero en una habitación de huéspedes. Puso el ojo contra la mirilla y vio a la prostituta dormida, sola en un revoltijo de mantas, con una pierna blanca al descubierto y el negro maquillaje sellándole los ojos cerrados.

Paul siguió caminando. Abrió el ropero de la ropa blanca al final del corredor en donde había una vista secreta de la pareja argelina a un lado y del otro, del desertor norteamericano. Los cuerpos yacían dormidos, parecían caídos en la inconsciencia y los párpados hechos de piedra suave. Pasó a otros atisbaderos escondidos en diseños de aspecto inocente en el papel de la pared, en rincones y grietas. El hotel le recordó una tela de araña en la que no había nada secreto, nada virgen. Verificó todos los demás huéspedes, pero no vio seres humanos; tan sólo eran bocas flojas en muecas incontroladas, labios emparchados en cuerpos que parecían la negación de la carne. Sólo oyó las respiraciones trabajosas y alguna que otra invocación que murmuraban entre sueños. A Paul le dio la impresión de que estaba identificando cuerpos en las mesas del depósito de cadáveres.

Sacó una llave y abrió la puerta del cuarto de Rosa. El olor de las flores fue inmediato y abrumador. La lámpara en la mesa de noche estaba prendida. Su cuerpo yacía en un ataúd de aroma dulce y enfermizo. Vestía lo que parecía un traje de novia con finos lazos blancos y un velo. Le habían cerrado con cuidado los labios y teníaun espeso maquillaje sonrosado en las mejillas y los labios. Las cejas falsas le daban en la muerte el aspecto de alguien que dormía profunda y serenamente. Tenía los delgados dedos entrecruzados encima del estómago y la piel de las manos y del rostro tenían una brillante luminosidad. Unicamente su expresión era la correcta: una sonrisa irónica y apenas perceptible.

Paul se sentó pesadamente en una silla y terminó el último cigarrillo del paquete de Gauloise. Apretujó el papel, lo arrojó a un costado y encendió el cigarrillo con satisfacción.

—Acabo de dar una recorrida —dijo sin mirar a Rosa—. La puerta estaba cerrada con llave y le daba el placer de poder hablar a su mujer muerta. Era un modo de ordenar su propia mente.

—Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Todo está bien, en calma. Las paredes de este lugar son como queso suizo.

Miró en derredor, a las paredes y el techo de este pequeño cuarto triste y trató de controlar su furia y su dolor. Por último se enfrentó con la cara de Rosa.

—Estás ridícula con ese maquillaje —dijo—, como la caricatura de una puta; un pequeño toque de mamá esta noche. Una Ofelia falsa ahogada en la bañera.

Movió la cabeza. Su intento de risa sonó como un grito sofocado. Rosa estaba tan quieta, tan final.

—Ojalá te pudieras ver. Realmente, te reirías.

Esa era una cosa que Rosa tenía: sentido del humor. Tal vez, un humor distorsionado y ocasionalmente cruel, pero se podía reír. Parecía una irreverencia haberla vestido así, algo falso. La verdad era que Paul no podía decir que habría reconocido como su esposa a este cuerpo en caso de haberlo visto de esa manera por la calle.

—Eres la obra de arte de tu madre —dijo con amargura y se sacó el humo de la cara—. Dios santo, hay demasiadas flores de mierda en este lugar. No puedo respirar.

Hasta tenía flores diminutas en el pelo. Pisoteó el cigarrillo con el talón encima de la alfombra. Tenía que decir algunas cosas, de lo contrario, se volvería loco.

—Sabes, arriba del ropero, en esa vasija de cartón prensado, encontré todas tus cositas. Lapiceros, llaveros, moneda extranjera, cuadernos, todo. Hasta el cuello de un clérigo. No sabía que te gustaba coleccionar esas porquerías que dejan los huéspedes...

Había demasiadas cosas que no sabía y que ya nunca sabría. Era tan injusto, tan desesperado.

—Hasta si el marido vive unos doscientos años de mierda —dijo con pena y enfado—, jamás va a poder descubrir la verdadera naturaleza de su mujer. Quiero decir que podría llegar a comprender el universo pero jamás podría descubrir tu verdad, jamás. Es decir ... ¿quién diablos fuiste?

Por un instante esperó que Rosa le contestara. Esperó escuchando el vasto silencio del hotel. Era la medianoche sobre todo el mundo, en todos lados. Paul sintió que era la única cosa despierta en el universo.

—¿Recuerdas aquel día —preguntó tratando de sonreír—, el primer día que estuve aquí? Sabía que no podía meterme dentro de tus bragas a menos que dijera...

Dejó de hablar e intentó recordar aquel primer encuentro de hacía cinco años. Rosa parecía tan formal, tan distante. Y sin embargo, él sabía. Se sintió orgulloso porque pensó que en realidad había hecho una conquista, que se comprendían el uno al otro.

—¿Qué es lo que dije? Ah, sí... «¿Me podría dar la cuenta, por favor? Tengo que irme.» ¿Recuerdas?

Esta vez su risa fue genuina. Sí, Rosa había caído en esa trarnpa, tenía miedo de que se escapara cuando en realidad él no tenía intención de irse. El hotel era más limpio entonces y recordó que lo había elegido por esa razón. Qué extraño como terminaron las cosas.

Paul sintió una necesidad súbita de confesarse.

—Anoche le apagué las luces a tu madre y se armó un lío. Todos tus... tus huéspedes, como los solías llamar. Supongo que también me incluye, ¿no es así? Volvió a sentirse enojado—. Me incluye, ¿no es así? Durante cinco años en este lugar fui más huésped, que un marido. Con privilegios, por supuesto. Y luego para ayudarme a comprenderte, me dejaste como legado a Marcel. El doble del marido cuya habitación era el doble de la nuestra.

Sintió celos, se sintió verdaderamente celoso, no por lo que ella y Marcel habían hecho juntos, sino porque no sabía lo que habían hecho. Como marido tenía derecho a ciertas cosas, aunque no fuera más que el marido titular. Ella se lo podría haber dicho antes de despacharse; podría haber tenido esa simple cortesía. Pero sin duda él también tenía miedo de saber.

Paul se puso de pie con un esfuerzo. Sintió que lo recorría una ola de dolor y rabia y frustración. Ella no tenía derecho a dejarlo de ese modo; su ida era peor que una broma obscena hecha a su costa.

—¡Tú, puta barata y perdida! —Escupió las palabras y desarregló algunos flores cuando se acercó a la cama—. ¡Espero que te pudras en el infierno! Eres peor que la cerda callejera más sucia que se pueda encontrar en cualquier sitio, ¿Y sabes por qué? Porque mentiste. Me mentiste y yo confié en ti. ¡Mentiste! Sabías que estabas mintiendo.

Tenía las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta y sus dedos tocaron algo extraño. Lentamente sacó una pequeña fotografía. La acercó a la luz. Era la foto de Jeanne con los pechos desnudos ante la cámara. Paul contempló la foto como si no la reconociera. Pensó que se la debía haber puesto en el bolsillo esa tarde. Se dijo que eran todas iguales, hizo pedacitos la foto y los tiró sobre las flores. El debía vivir y eso era algo que Rosa no había comprendido ni le había importado comprender.

—Vamos, dime que no mentiste. Puso el rostro cerca del de Rosa y notó un olor medicinal entre el aroma de las flores—. ¿No tienes nada que decir? Puedes inventar algo, ¿no es así? Vamos, dime. Vamos, sonríe, coño.

Miró, espectante, sus labios. Parecían estar hechos de sebo.

—Vamos —dijo— dime algo cariñoso. Sonríeme y dime que no comprendí.

Los ojos se le llenaron de lágrimas que empezaron a bajar por las mejillas. Se pasó el revés de la mano por la cara, luego se inclinó acercándose más al cadáver. No iba a aflojar tan fácilmente.

—Vamos, dímelo, ¡puta cerda! ¡Puta cerda mentirosa!

Comenzó a sollozar, el cuerpo sacudido de temblores. Se aferró al respaldo de una silla y le tocó el rostro. Estaba frío e inflexible. Empezó a sacarle las florecillas del pelo y a tirarlas al suelo.

—Lo siento —dijo resollando—, pero no puedo aguantar todas estas porquerías en tu cara. Nunca te maquillabas toda esta maldita mierda...

Con extrema delicadeza, le sacó las cejas falsas y las tiró. Pero el efecto era todavía falso y no tenía nada que ver con ella. Se acercó al lavabo donde mojó el pañuelo. Luego se puso a sacar el polvo y el rouge de la cara de Rosa.

—Te voy a sacar este color de los labios. Lo siento, pero tengo que hacerlo.

Dio un paso atrás y volvió a mirarla. Sintió afecto y una necesidad compulsiva de explicar su desesperación.

—No sé por qué lo hiciste —dijo—. Yo también lo haría si supiera cómo.

Hizo una pausa y consideró la posibilidad del suicidio. Quizás él no era el tipo suicida, pero tampoco lo era Rosa. Paul se habló a sí mismo:

—Tengo que encontrar una manera.

Se arrodilló al lado de la cama y descansó la cabeza sobre el cuerpo de Rosa. Estaba por volver a hablar, a perderse en los despojos de sus propios sentimientos. Jamás había podido ver el valor de las cosas y de la gente hasta después de su desaparición. El tomar conciencia de ella no lo ayudó a aliviar su dolor. Por una vez, estaba desamparado, sin el apoyo de ni siquiera su amargo sentido del absurdo.

Alguien golpeó en la puerta de la calle. El golpe resonó por el hotel como la llegada de la perdición y por un instante sintió miedo. Luego empezó a sonar el timbre: un sonido insistente, vidrioso.

A medias, murmuró:

—¿Qué? Está bien, ya voy y se puso de pie. Dio media vuelta para mirar a Rosa y sólo sintió afecto porque pareció que había hecho algún arreglo con el recuerdo que tenía de ella—. Tengo que ir, querida —dijo—. Baby, alguien me está llamando.

Sonrió por última vez a las rígidas facciones, luego salió al corredor y cerró la puerta.

Una voz ronca de mujer llegó desde la calle.

—Hola. ¿Hay alguien?

Paul sintió que acababa de salir de un sueño profundo.

—Ya voy —dijo y bajó las escaleras en dirección al vestíbulo.

Dos sombras estaban apoyadas contra el vidrio helado. Paul no prendió las luces del vestíbulo, sino que fue directamente a la puerta. Un hombre y una mujer se apretaban en el umbral del hotel. No pudo distinguir los rostros.

—¡Apúrate! —dijo la mujer viendo a Paul en el resplandor de la luz de la calle, pero éste no se movió para abrir la puerta.

—¡Despiértate! —dijo la mujer, golpeando con fuerza y luego poniendo la cara contra el vidrio—. ¡Abre la puerta!

—Es tarde —dijo Paul—. Son las cuatro de la mañana.

No reconoció la voz de la mujer ni el ojo maquillado que lo miraba.

—Necesito el cuarto de siempre dijo ella—. El número cuatro. Nada más que media hora o tal vez a lo sumo una hora.

Paul movió la cabeza. ¿Por qué, se preguntó, esta mujer lo molestaba? Parecía conocer el hotel.

—No, por cierto —insistió ella—. Cuando no tienes vacantes, pones un cartel. Lo sé. Estoy cansada de discutir. Llama a la propietaria. Llama a la propietaria. ¡Muévete! La propietaria siempre me ha ayudado.

Paul dio una vuelta a la cerradura con la llave y abrió un poco la puerta. Vio una prostituta gorda de mediana edad con un maquillaje azul sobre los ojos. Detrás de ella, había un hombre con abrigo que miraba ansioso a un lado y otro de la calle, temeroso de que lo vieran.

—Rosa y yo somos viejas amigas —dijo la mujer—. Ahora, abre. Déjame pasar si no quieres que se lo diga.

Mientras hablaba, el hombre se retiró primero lentamente, y luego se alejó caminando sin que la mujer se percatara. Paul abrió la puerta y ella entró rápidamente.

—Todo en orden —dijo dándose vuelta—. Entrée. —Vio que el hombre se había ido y se dirigió furiosa a Paul—: ¿Estás contento? Me dejó.

—Lo siento —dijo Paul. Sintió que estaba participando en un sueño, que tanto él como los demás no eran reales. La posibilidad de poder haber dado con un amiga de Rosa lo llenó de un remordimiento sentimental. La mujer parecía querer algo de él, pero Paul no entendió exactamente qué, aun cuando lo empujó hacia la puerta.

—Apúrate y tráelo —dijo ella acercando su rostro al de Paul. No la pudo ver con claridad, pero tenía el olor dulzón y viejo de las flores mustias—. No puede haberse ido muy lejos. Tráelo de vuelta. Dile que todo están en orden.

Paul salió a la calle. La luz del amanecer estaba empezando a salir y se sintió cansado y confundido. Tal vez tendría que hacer lo que esa mujer le había pedido. Pensó que el hombre debía haber estado de acuerdo con ella antes de ir. Era justo que regresara y que Paul ayudara a convencerlo.

Corrió al trote por la calle y el aire frío de la mañana le llenó los pulmones. Hacía unos momentos había estado velando a su mujer y ahora estaba corriendo para hacerle un favor a una prostituta, haciendo de rufián en memoria de su esposa. El remordimiento que sentía empezó a desaparecer y le renació el viejo encono. Quizás se trataba de otra broma de Rosa que parecía acecharlo en todos los sitios. Se preguntó vagamente por qué las prostitutas querían tanto a Rosa.

El hombre del abrigo oscuro había desaparecido. Paul se detuvo para recuperar el aliento. Permaneció inmóvil oyendo el sonido de los camiones que llevaban mercaderías por las calles angostas y olió el aroma húmedo de la basura tirada en el callejón. Pensó que estaba viviendo la indignidad final. Y no había nada para echarle la culpa, ni siquiera a sí mismo. Eso por lo menos habría sido una satisfacción, un modo de aplacar su furia.

Apretó los puños y regresó al hotel. Se había olvidado de la prostituta. Pero entonces vio al hombre del abrigo que trataba de esconderse en un portal oscuro. Su cobardía disgustó a Paul. ¿Por qué se había puesto de acuerdo en ir con la prostituta y luego se negaba causándole problemas?

—Me ha encontrado —dijo el hombre intentando sonreír. Era delgado y de aspecto delicado con la voz de un actor—. Por favor, no le diga que me encontró. ¿Vio lo fea que es?

Se alejó de Paul y levantó las manos en actitud suplicante.

—En un tiempo, mi mujer me era suficiente —dijo—, pero ahora se ha enfermado; una enfermedad que la ha puesto la piel como de serpiente. Póngase en mi lugar.

Paul lo tomó del brazo.

—Vamos —dijo.

De algún modo, el cuento del hombre lo había enfurecido.

—Estaba borracho —rogó el hombre—. Elegí la primera que pude encontrar, luego, caminamos un poco y se me fue la borrachera...

Trató de irse y con una furia irracional y súbita, Paul lo arrojó con fuerza brutal contra la puerta metálica de una carnicería. Cayó en la calle sucia y comenzó a gatear escapándose de Paul.

—¡Déjeme solo! —gritó—. ¡Está loco! ¡Déjeme solo!

Trató de ponerse de pie y Paul lo pateó tirándolo sobre el empedrado resbaladizo.

—Y ahora lárgate de aquí —dijo Paul—. ¡Puto de mierda! El hombre salió corriendo cojeando un poco y echando una mirada de terror por encima del hombro.

Paul regresó lentamente al hotel, exhausto. Cuán rápidamente había descendido de la adoración a su mujer al sórdido manejo de la existencia cotidiana.

La mujer lo esperaba en el vestíbulo, sentada en el banco y fumando un cigarrillo. La brasa roja brillaba en las sombras.

—Lo sabía —dijo—. No pudiste hacerlo regresar. ¿Dónde voy a encontrar uno a estas horas?

—¿Cuánto te hice perder?—. Empezó a buscar en sus bolsillos. La mujer se rió.

—Dame lo que puedas. No lo hago por el dinero. Me gusta, ¿entiendes? Lo hago porque me gustan los hombres.

Puso una mano en el hombro de Paul.

—Sabes, eres un encanto —dijo ella con su voz ronca—. Si quieres, lo podemos hacer aquí. Tengo un vestido muy práctico con un cierre relámpago de primera. Se abre todo. Ni siquiera tengo necesidad de sacármelo. Vamos, no seas tímido, nene.

Ella se acercó a la luz y Paul contempló lo que le pareció ser una máscara mortuoria. Dio un paso atrás, confundido y aterrorizado, y empezó a alejarse de ella.

—¡No me mires así!—. La mujer se fue a la puerta. Antes de salir, dijo:

—Ya no soy más joven. ¿Y qué? Tu mujer un día estará como yo.

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