La vieja barcaza estaba inclinada muy a estribor y su nombre, L'Atalante, era apenas visible en la pintura descascarada de la proa. Jeanne había pasado muchas veces al lado de la barcaza anclada en el canal St. Martin, adornada con hilos llenos de luces de colores y mostrando un cartelón que anunciaba que era un salón de bailes. El letrero estaba medio caído, los cables enormes apenas parecían poder mantener a flote la barcaza y la cubierta del frente estaba abarrotada de pedazos de muebles baratos y unos pocos accesorios náuticos de metal.
Jeanne cruzó rápidamente el empedrado de la orilla. Tom y el equipo la esperaban pacientemente en la proa y ella los saludó agitando la mano. Ahora Tom tan inofensivo y tan previsible comparado con la violencia irracional de Paul. Lo que hacía Tom era siempre un juego, un juego cinematográfico, pero con Paul, las cosas nunca eran lo mismo. Le parecía que cada vez que se encontraba con Tom, ella traía consigo una nueva y más extrema degradación que él nunca podría ni siquiera sospechar. Se estaba acostumbrando a su doble vida, a pesar de que cada vez que dejaba a Paul, se decía que era la última vez.
El capitán de la barcaza estaba de pie entre sus porquerías con un cigarro en la mano llena de tatuajes.
—No venderé nada —le dijo cuando ella subió a bordo.
—Todos tienen algo para vender —dijo Jeanne, sonriendo. Podía usar algo de esa basura en su negocio de antigüedades cerca de Les Halles.
Tom se acercó, la tomó del brazo y la llevó hasta la barandilla de proa. El operador metió las manos en un bolso negro y cargó la cámara con película virgen; el tipo del sonido estaba de cuclillas en la cubierta preparando todo para la entrevista. Frunció el ceño cuando el capitán puso un viejo disco de 78 revoluciones en el tocadiscos y una voz nasal y masculina comenzó a cantar «Parlami d’amore Mariu».
Tom le preguntó a Jeanne:
—¿Cuál es tu profesión?
—Soy una persona ocupada.
Sonrió para la cámara.
—Pensé que eras una anticuaria —dijo él con cierta gravedad en la voz.
—No, tengo negocios con las mellizas. Soy una entrometida, la que mete la nariz en las cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cualquier cosa de 1880 a 1935.
—¿Por qué precisamente esos años?
—Porque en materia de antigüedades, 30 años fueron revolucionarios.
Él la miró con exasperación.
—No comprendo —dijo—. Repite, repite. ¿Qué clase de años fueron esos?
—Revolucionarios. Sí, el Art Nouveau es revolucionario en comparación con el resto del siglo XIX y la época victoriana. Comparado con bric-a-brac y el mal gusto.
—¿Mal gusto?
Tom miró a los miembros de su equipo como si buscara una explicación; era obvio que Jeanne no le contestaba como él había previsto.
—¿Gusto? —repitió—. ¿Qué es eso? Y ¿cómo puedes pensar que es revolucionario recolectar objetos viejos que alguna vez fueron revolucionarios?
—¿Quieres pelear? —preguntó ella dándose cuenta de que él la estaba provocando.
—Muy bien, muy bien.
Tom levantó los brazos en son de paz.
— ¿Dónde encuentras estos objetos . . . revolucionarios?
—En los remates, en diferentes mercados, en el campo, en las casas particulares...
—¿Entras en las casas de la gente? ¿Qué clase de gente?
—Gente vieja —dijo ella—, si no, sus hijos, sobrinos, nietos. Esperan a que se mueran los viejos. Y luego lo venden todo y lo más rápido que pueden.
—¿No es un poco morboso? Francamente, me disgusta un poco. El olor de las cosas viejas, los despojos de los muertos...
—No es algo que entusiasma.
Ahora Jeanne caminó con energía por la cubierta.
—El modo en que opero —dijo— con el pasado es algo que entusiasma. Se trata de descubrimientos, un objeto con historia. Escucha, una vez encontré un reloj despertador que había pertenecido al verdugo de París.
—Eso es espantoso. ¿Te gustaría tener el despertador del verdugo junto a tu cama?
Ella se le acercó con las manos en la cintura.
—Realmente, ¿estás tratando de iniciar una pelea? —preguntó ella—. ¿O simplemente le tienes aversión a las antigüedades?
—Te escucho buscar estas cosas viejas, hablar de este espantoso reloj despertador...
Hizo una pausa, controlando la emoción de su voz y luego continuó hablando:
—Y luego te veo a ti... saludable, limpia, moderna...
—¿Moderna? —Jeanne se rió—. ¿Qué significa eso? Es sólo la moda.
—Mira a tu alrededor. Vestidos de los años 30 o 40..
—Vestidos que puedo comprender. Eso me hace pensar en las películas.
Tom abrió los brazos y miró el cielo.
—...de las estrellas cuando realmente eran estrellas. Rita Hayworth...
Jeanne movió la cabeza con gesto de desilusión.
—Cuando se trata de películas —dijo—, entonces tú comprendes. Pues bien, ése es un modo de rechazar el presente. Estoy en el proceso de hacerme hacer un vestido como el que usó mi madre en esa fotografía de 1946. Era hermosa con esos hombros anchos..
—Así es —interrumpió Tom—, ésa es una manera de rechazar el presente.
—Es mucho más fácil amar algo que no nos afecta demasiado directamente, algo que se mantiene a cierta distancia. Como tu cámara.
Fue como una especie de acusación. Tom pareció dolido, se dio media vuelta y habló rápidamente al operador.
—¡Distancias! Ya verás... Dame la cámara. Yo continuaré a partir de ahora.
Le dijo al hombre del sonido que colgara el micrófono.
—Déjalo en funcionamiento. Y ahora, fuera de aquí, ¡todos ustedes! —Indicó también a la script que se fuera y retornó enojado hacia Jeanne—. No vivo de nostalgias. El presente es importante. Siéntate en esa hamaca.
Señaló una hamaca que estaba en la proa; ella cumplió sus instrucciones, impresionada de este súbito alarde de iniciativa. Tom habló mientras enfocaba la cámara.
—Muévete un poco, canta.
Jeanne empezó a cantar. Canturreó la canción «Une jolie filie sur la balancoise» e interpretó el papel.
Tom se rió.
—Ya es algo distinto —dijo—. ¿Sabes por qué les dije que se fueran?
—Porque estabas enojado. O porque quieres estar a solas conmigo.
—Y ¿para qué quiero estar a solas contigo?
—Tienes que decirme algo —especuló ella— a solas.
—¡Bravo! —exclamó Tom—. ¿Qué?
—¿Es triste o alegre?
—Es un secreto.
—Entonces es alegre. ¿Qué clase de secreto?
—Veamos...
Tom simuló estar pensando.
—...un secreto entre un hombre y una mujer...
—Entonces se trata de algo obsceno —dijo ella riéndose—. ¿O es algo relacionado con el amor?
—Sí, pero eso no es todo.
—Un secreto de amor.
Se llevó el puño al mentón; Tom continuaba con el ojo pegado a la cámara.
—Un secreto de amor con algún pretendiente que no es de amor —dijo ella—. Me doy por vencida.
—Quería decirte que dentro de una semana me voy a casar contigo.
—¡Vaya novedad!
—Por supuesto, depende de ti.
—¿Y de ti?
—Yo ya lo he decidido —dijo él—. Todo está preparado...
—Oh, Tom, todo esto es tan extraño. Me parece imposible.
—La toma no está saliendo bien. Las manos me tiemblan de la emoción.
Ella empezó a mecerse y a levantar los pies cada vez más altos.
—Todavía no me has contestado —dijo él.
—Porque no lo comprendo.
Jeanne tenía el rostro muy ruborizado y esbozaba una sonrisa ancha que no se comprendía. Miró a su alrededor, el canal, el capitán que guardaba sus porquerías en unas cajas, las casas que se alineaban en la orilla, el vuelo sincronizado de un par de palomas, y no se pudo concentrar en nada concreto. Lentamente la hamaca se detuvo.
—¿Pues bien? —preguntó Tom—. ¿Sí o no?
Una traza de ansiedad cruzó el rostro de Jeanne; pasó los brazos por el cuello de Tom.
—Deja de filmar —susurró—. Se supone que me casaré contigo y no con la cámara.
Tom levantó un viejo salvavidas y, en celebración, lo arrojó a las aguas del canal. Para su mutua sorpresa, se hundió rápidamente.