XI

El argelino parecía no descansar jamás. Las rotas melodías de su saxofón sugerían a Paul la existencia de una criatura en agonía, hipnotizada por el sonido de sus propias lamentaciones. Estaba echado en el sofá de su cuarto, visible desde el escritorio, y con la lámpara baja. El círculo verde, enfermizo, del cartel de Richard de neón del otro lado de la calle, parecía marcar los límites más lejanos de su mundo. Paul dormitaba.

De pronto se despertó consciente de una mano que le tocaba el pecho. En la media luz reconoció la silueta de su suegra con un chal sobre los hombros, encaramada al borde de la silla.

—No puedo dormir con esa música —dijo ella.

Por un instante, Paul se imaginó que era Rosa. Tanto la voz como su tacto eran similares.

—Vine a este hotel a pasar una noche —dijo Paul adormilado—y me quedé cinco años.

No había reproche en la voz de la mujer, pero Paul sabía que existía una reprobación.

—Ahora hacen lo que quieren —dijo casi con orgullo—, se esconden, se drogan, tocan música...

El peso de la mano sobre el pecho era intolerable. La idea de la carne humana en este mundo angosto y sórdido, el propio, el de ella y el de los huéspedes del hotel, lo molestaba. En el gesto de ella, podría verse algo que superaba cualquier intento de reconfortarlo.

—Saque esa mano dijo.

Pero ella pensó que comprendía su aislamiento. Después de todo, se trataba del marido de Rosa y era su deber aliviarle el dolor. El contacto la tranquilizó. Era consciente de que Rosa había elegido lo que ella consideraba un verdadero hombre.

Levantó la mano con gentileza y la miró y sintió un impulso de gratitud. La acercó a los labios de Paul y entonces, con un eficacia súbita y brutal, él la mordió.

Mere sofocó un grito y se agarró de la silla para escaparse de él. Apretó la mano atacada.

—Eres un demente —dijo—. Estoy empezando a comprender...

No terminó la oracion, pero Paul sabía lo que quería decir: que había empujado a Rosa al suicidio. No tenía ninguna objeción a hacer ese papel. No era más absurdo que su papel actual de marido desconsolado, amante secreto y empleado de hotel.

Se levantó de la silla.

—¿Quiere dejar de tocar esa música? —gritó y se acercó al tablero de la electricidad—. Pues bien, los haré callar.

—¿Qué estás haciendo, Paul? —preguntó ella, asustada.

—¿Qué, Mère, está enojada? —habló en inglés, rápida y despreciativamente—. No se enoje, no hay de qué enojarse. Sabe, se asustan con muy poco.

Movió la manija de la luz y toda la pensión se sumió en una oscuridad súbita. Ella dio un grito sofocado y se aferró a la silla. Paul fue en su dirección.

—¿Quiere saber de qué tienen miedo? dijo en voz alta—. Le diré de qué se asustan. Están asustados de la oscuridad. Imagínese. La tomó del brazo y la llevó hacia el vestíbulo.

—Venga, Mère. Quiero que conozca a mis amigos.

—La luz —dijo ella—, ¡la luz!

La empujó hacia el pie de la escalera. El sonido del saxo había sufrido una muerte súbita. Los pisos de arriba del hotel estaban llenos del sonido de puertas que se abrían, ruidos de pasos, voces que hablaban en distintos idiomas.

—Creo que usted tendría que conocer a varios clientes del hotel —dijo Paul con una ironía desesperada y empezó a gritar por el hueco de la escalera.

—¡Eh, muchachos! Me gustaría que saludaran a Mamá.

Alguien encendió un fósforo en el segundo relleno y Paul pudo ver las masas fantasmales y amorfas que allí estaban. Relampagueó otra cerilla. Vislumbró los rostros que veía hacia años, el basural humano del que formaba parte, rostros grotescos y frágiles y que debido al miedo que denotaban, él despreciaba aún más.

—Mami —gritó señalando los rostros con una mano y tendiéndola del brazo con la otra—, éste es el señor VoladoDrogado. Y el señor Saxofón, es nuestro «contacto», mamá, de vez en cuando nos da un poco de cosas fuertes...

Ella trató de irse.

—Déjame ir —exclamó—, pero Paul no le hizo caso.

—...y aquí está la hermosa señorita Chupa-Pijas, ¡reina de 1933! Todavía puede apuntarse unos puntos cuando se saca la dentadura. ¿No quiere saludar, Madre? Esta es Mamá para todos.

La mezcla de idiomas se hizo más fuerte.

—La luz, Paul —rogó ella—. Prende la luz.

—Oh ¿tiene miedo de la oscuridad, Mère? Tiene miedo de la oscuridad —anunció a los huéspedes—. Pobrecita. Muy bien, yo la cuidaré. No se preocupe.

Encendió un fósforo y su propio rostro apareció fantasmal entre las sombras. Se rió mucho y sin humor, arrojó la cerilla a un lado y regresó a la habitación. Volvió a dar la luz. Qué fácil resultaba asustarlos, pensó. Parecían tan atemorizados de que los mataran y de matar.

Regresó al vestíbulo. Los huéspedes en robes de chambre e impermeables se dispersaron rápidamente murmurando como bestias aturdidas. Su suegra seguía aferrada a la barandilla observándolo con total incredulidad.

Llegó un huésped de la calle con un paquete de periódicos bajo el brazo. Tenía más edad que Paul, pero con un aspecto cuidado, distinguido y vestido con un abrigo bien cepillado y un sombrero tirolés, que se sacó de inmediato.

—Hola, Marcel —dijo Paul sin emoción. Le pasó la llave. Marcel inclinó la cabeza con gesto agradable a la suegra de Paul y subió las escaleras. Ella lo miró con aire de aprobación.

—¿Le gusta, Mère? —preguntó Paul.

Ella presintió una nueva trampa y se quedó en silencio. El sonrió sarcásticamente y movió la cabeza. Para él, esto representaba la última y aplastante ironía de la noche.

—Pues bien —dijo—, era el amante de Rosa.

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