Jeanne abrió la puerta del apartamento de su madre con su propia llave. Había subido corriendo las escaleras en vez de esperar el ascensor, ansiosa por comunicar la buena noticia; la vista del amplio estudio amueblado cómodamente la produjo un efecto desalentador. Una pared estaba cubierta de armas primitivas africanas y objetos de arte similares a los que colgaban en la villa. La habitación era clara y aireada, pero transmitía una sensación de nostalgia y de tiempos pasados.
Corrió al dormitorio de su madre.
Una mujer apuesta con el pelo grisáceo pulcramente arreglado y un aire innato de autoridad se encontraba de pie junto a la cama que estaba recubierta de viejos uniformes militares. Tenía un par de botas brillantes apretadas contra el pecho.
—Hola, madre —dijo Jeanne y le dio un beso.
—Has vuelto temprano.
—Bueno, bueno, así parece.
Caminó por la habitación e inspeccionó los galones dorados de los uniformes y tocó los talones de las botas.
—Estoy de un humor excelente —dijo.
—Mejor así.
Su madre levantó las botas mientras dejaba escapar un gesto de admiración.
—Dime. ¿Qué opinas? ¿Crees que las debo enviar a la villa?
—Envía todo.
Hizo una pirueta en medio del dormitorio, levantó los brazos y se sacó el pelo de la cara.
—De cualquier manera, Olympia es el museo de la familia.
—Pero las botas, no —insistió la madre—. Las dejaré aquí conmigo. Su contacto me hace temblar.
Jeanne tomó una gorra llena de galones y se la puso ladeada sobre la cabeza; luego se acercó a un pesado uniforme de lana y pasó la mano por los botones y los bordes.
—Uniformes —dijo—, todas esas cosas militares nunca envejecen.
Dejó la gorra y el abrigo. La vieja pistola reglamentaria de su padre estaba en el cajón abierto de la cómoda; la sacó de la gastada cartuchera y la revisó atentamente. Las balas todavía estaban en su sitio.
—Me parecía tan pesada cuando era pequeña y papá me enseñaba a tirar con ella.
Apuntó a la enredadera que colgaba de una maceta en la ventana.
—¿Por qué no la envías a la villa? —preguntó—. ¿Para qué quieres una pistola en este lugar?
—En cualquier casa respetable, un arma de fuego es siempre útil —contestó la madre.
Comenzó a guardar los uniformes en las valijas.
Jeanne puso la pistola en su sitio, cerró el cajón; empezó a revisar una caja de papeles viejos.
—Ni siquiera sabes cómo se usa.
—Lo importante es tenerla. Por sí sola, tiene su efecto.
Jeanne descubrió en la caja una vieja y agrietada billetera de cuero. La abrió y sacó el documento de identidad del coronel. Luego descubrió una fotografía escondida dentro del documento, una foto amarillenta y rayada: era una joven árabe que mostraba con orgullo los pechos desnudos a la cámara.
Jeanne escondió la billetera en su bolso. Se volvió hacia su madre y le mostró la foto.
—¿Y ella? —preguntó—. ¿Quién es?
Su madre frunció el entrecejo de modo casi imperceptible. Era evidente que se trataba de una de las muchas amantes que el coronel había tenido durante sus campañas africanas.
—Hermoso ejemplar bereber —dijo con dignidad mientras continuaba empaquetando—. Una raza fuerte. Traté de tener varias en la casa, pero no servían como domésticas.
Era el contrapunto femenino del soldado profesional de éxito: un modelo de perfecciones y de estoicismo ante las calamidades. Ahora su deber era con la memoria reverenciada de su gallardo marido: no permitiría que nada la empañase.
Cerró una de las maletas con decisión y la puso sobre el piso. Sonrió a su hija.
—Estoy contenta de haber decidido enviar todos éstos a la villa. Las cosas se amontonan.
Jeanne le dio un beso cariñoso.
—Pronto tendrás todo el espacio que quieras.
Su madre la miró, pero Jeanne giró sobre los talones y se encaminó a la puerta.
—Tengo que irme —dijo—. No he terminado de trabajar. Pasé un momento para decirte...
Salió de la habitación y su madre la siguió. Jeanne se apoyó contra el botón del ascensor.
—¿Decirme qué? —preguntó su madre.
—Que me voy a casar.
Abrió la puerta del ascensor y entró.
—¿Que vas a qué?
Su madre se aferró a las rejas afiligranadas del ascensor mirándola con ojos incrédulos.
—Me caso dentro de una semana —dijo Jeanne mientras desaparecía de la vista.
En camino a la tienda, Jeánne entró en una máquina automática de fotos en la estación Sir Kakeim del metro. Introdujo las monedas en la ranura, cerró las cortinas de plástico y se encontró a solas sentada en un banco duro de madera ante su propio reflejo en el espejo de dos caras.
La cámara sacó la primera foto. Dobló el rostro hacia la izquierda, luego a la derecha, y esperó cada vez a que la máquina automática le sacase la foto.
Con un arranque impulsivo, se desabrochó la blusa y expuso los pechos ante la cámara.
—Buen ejemplar bereber —se dijo al oír el ruido del último flash.
Esperando en la plataforma del metro, Jeanne observó la angosta calle llena de gente y vio cómo la gente pasaba, furtiva, frente al café, algunos portando valijas. Viajeros de S. Lazare, pensó, muchos de ellos extranjeros. Acarició la foto bereber en el bolsillo y la que acababa de sacarse a sí misma. La primera le había dicho algo acerca de su padre que jamás había sospechado: ahora pensaba en él como un hombre capaz de deseos sexuales y de inspirarlos. Debía haber tenido una vida secreta y la idea la intrigó. De saberlo su madre, ya no le importaba. Qué pronto se acomodaba la gente a las demandas de la carne. Al haberse sacado una foto con los pechos al aire sintió que había establecido una nueva relación con su padre. También lo había hecho como una broma, se dijo, y quería compartirla con uno de sus amantes. Luego se dio cuenta de que tanto Tom como Paul la desaprobarían, pero por razones diferentes: Tom diría que era algo vulgar. Y Paul la torturaría por su sensiblería.
Jeanne subió al tren y cruzó la ciudad pensando en su aventura, ignorante de los demás pasajeros. La idea de que su padre pudiera haber tenido una aventura parecía justificar sus encuentros con Paul.
Pero si en verdad se iba a casar con Tom, tenía que por lo menos realizar algún ajuste mental. De lo contrario, ocurriría algo espantoso.
Se apeó del tren y caminó hacia el refugio del viejo mercado de Les Halles donde estaba su tienda de antigüedades. Lo primero que notó fue que los vidrios del escaparate estaban sucios. La habitación única era una jungla: pies de lámparas, percheros de sombreros, patas de sillas labradas y un viejo canapé entre botellas polvorientas. Al lado de la puerta de entrada, había un barril lleno de antiguos bastones.
En el fondo de la tienda, sus dos ayudantes, Monique y Mouchette, estaban abriendo un cajón de basuras. Las mellizas tenían largo cabello rubio y los pantalones cubiertos de parches de colores. Técnicamente eran las ayudantes de Jeanne. Ella empezó el negocio con dinero de su madre, pero por lo general eran las mellizas quienes se enfrentaban a las ricas matronas de Auteuil que venían a comprar las reliquias de Jeanne. Eran más jóvenes que Jeanne, pero como habían participado en la revuelta estudiantil de 1968 cuando todavía asistían a la escuela primaria, tendían a tratarla como a una impetuosa hermana menor.
—Hola —dijo Jeanne—. Me voy a casar.
Las mellizas se incorporaron y se sacaron los pelos de los ojos.
Miraron a Jeanne sin poder creerlo y luego cruzaron las miradas.
—¿Qué sientes ahora que te vas a casar? —preguntó Monique.
Jeanne sabía que Tom no les gustaba.
—Voy a ser más serena, más organizada —dijo Jeanne desabrochándose el abrigo. Pensaba ayudar a sacar las cosas de los cajones—. He decidido ser una persona seria.
Las mellizas lanzaron una carcajada.
—¿Qué harían en mi lugar? —preguntó Jeanne.
—Me pegaría un tremendo golpe en la cabeza —dijo Mouchette.
—Me haría monja —dijo Monique.
¿Y renunciar al sexo?, pensó Jeanne. Empezó a sacarse el abrigo, luego se detuvo. Empezaría la nueva etapa diciéndole a Paul que se iba a casar, que la aventura había terminado. Después de todo, el matrimonio de sus padres había persistido tal vez debido a una actitud semejante de parte de su padre. En ese momento, se sintió enormemente fuerte.
—He tomado una decisión importante —dijo abrochándose nuevamente el abrigo—. Se acabó. A partir de hoy, no lo veré nunca más.
—¿No hay boda? —preguntó Mouchette.
—Sí —dijo Jeanne por encima del hombro—, me voy a casar. ¡Soy una mujer libre!
Monique y Mouchette intercambiaron miradas, más confundidas que nunca.
—Jamás la comprenderé —dijo Monique.
—De cualquier manera, no se dice «libre»; se dice «liberada».