XII

El tiempo estaba suspendido de las fachadas de piedra ornamentada de la Rue Jules Verne. Jeanne jamás entraba en la calle sin mirar antes detrás suyo en caso de que alguien conocido la estuviera mirando. Se había memorizado el orden de los coches estacionados. Le eran totalmente familiares el toldo brillante y andrajoso del café y los desiertos andamiajes del edificio de apartamentos adonde ella regresaba una y otra vez.

Le gustó llegar al recibidor frío y tétrico de la planta baja. La ventanilla de la portería estaba cerrada y el edificio tenía un aspecto más desolado que de costumbre. Jeanne entró en el ascensor y colocó el tocadiscos portátil que llevaba en el suelo entre sus pies. Aumentó su ambivalencia respecto a Paul: como siempre, ella lo deseaba, pero temía encontrarlo allí. El último encuentro había terminado de modo tan diferente, tan cariñoso, que su anticipación subió con ella.

Al abrir la puerta del apartamento, pensó que había captado la misma melodía airosa y distante. La puerta se abrió a lo que ella pensaba que eran habitaciones vacías. Sus pasos hicieron eco sobre las baldosas y pudo ver la mitad del cuarto circular y el colchón que conocía tan bien, inundados de luz. Exclamó:

—¿Hay alguien?—, pero no obtuvo respuesta.

Colocó el tocadiscos en el piso y se encaminó a los muebles cubiertos con la sábana. La forma era un poco atemorizante y ella le dirigió la palabra jugando y tratando de disminuir su desilusión.

—¿Sucede algo malo? Tú también tienes tus problemas, ¿ne c'este pas?

Jeanne no había visto a Paul que estaba echado en el rincón más lejano del cuarto, silencioso y sin prestar atención. En el piso delante suyo había un Camembert parcialmente comido, un pedazo de pan y un cuchillo. Sólo tenía puestos los pantalones y una camisa, estaba despeinado y sus ojeras denotaban que había dormido poco.Ni siquiera levantó la vista cuando por último habló:

—Hay mantequilla en la cocina.

Jeanne giró rápidamente.

—Estabas aquí —dijo escondiendo el miedo—. ¿Por qué no me contestaste?

—Ve a buscar la mantequilla —le dijo él.

—Tengo prisa. Tengo una cita.

—¡Ve a buscar la mantequilla!

Ella lo miró perpleja. Ya había olvidado todo lo sucedido el día anterior.

El ahora parecía brutal, tirado en el piso sucio, apoyado en un codo, con migas de pan en los labios. Jugueteó con el queso como un animal enjaulado que espera que lo alimenten.

Jeanne se encaminó a la cocina y regresó con la mantequilla envuelta en papel metálico. La arrojó al piso delante de él y tan sólo esa pequeña violencia pareció atraer su atención. Paul la miró con una expresión de lejano interés. Era su primer acto de desafío, pero no era lo suficientemente fuerte para que le afectara.

—Me vuelve loca —dijo ella en su curioso inglés poniéndose a cuatro patas junto a él—. Estás tan seguro de que volveré.

Paul esparció la mantequilla sobre el pedazo de pan y comió haciendo ruido. Se sacó un trocito de papel metálico de la boca y se la limpió con el revés de la mano. No haría nada para convencerla de que se quedara, pero si se quedaba, él habría de poner a prueba su fortaleza.

—¿Qué piensas —preguntó ella irónicamente y hablando en francés pese a que sabía que él prefería hablar en inglés—, que un norteamericano echado en el piso de un apartamento vacío y comiendo queso y pan duro es un sujeto interesante?

Lo tentó pero él permaneció en calma. Verlo así le repugnaba y al mismo tiempo, la excitaba. Se preguntó por qué su desaliño la atraía sexualmente cuando la desagradaba y enfurecía. Desde la noche anterior, la frustración y la rabia de Paul habían ido en aumento y ahora dirigía su estado de ánimo contra ella. Después de todo, ella sólo era un cuerpo; ésa era la idea del pacto convenido.

Jeanne golpeó, irritada, sus uñas contra el suelo. Y luego con los nudillos y se oyó un ruido a hueco.

—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó ella volviendo a tocar—. Hay un hueco. ¿Lo oyes?

Paul se acercó. Golpeó el piso con el puño, luego pasó una uña por el borde de la alfombra aflojando lo que parecía ser la tapa de un lugar secreto.

—No lo abras —dijo Jeanne.

—¿Por qué no?

—No lo sé. No lo abras.

Se aferró a la muñeca de Paul.

—¿Qué pasa? —dijo él—. ¿No lo puedo abrir?

La observó con interés creciente. Podría haber abierto fácilmente el lugar secreto, pero prefirió esperar. La resistencia de Jeanne lo excitó.

—Ahora espera un minuto —dijo él, sacándole la mano de su muñeca—. Tal vez haya joyas. Quizás hay oro.

Jeanne no lo pudo mirar. No quería que lo abriese, pero vacilaba en darle la razón.

—¿Tienes miedo? —preguntó él—. Siempre tienes miedo. Nuevamente alargó la mano hacia la tabla.

—No —dijo ella—, tal vez hay secretos de familia escondidos allí. Paul retiró la mano.

—¿Secretos de familia? —dijo y su voz sonó falsamente dócil—. Te contaré secretos de familia.

Paul la agarró del cuello con una mano y con la otra, la obligó a echarse, el rostro contra el piso. Paul sintió una furia descontrolada ante la mención de la familia. Esa gran institución moral, pensó, esa creación divina intocable, formada con el objeto de fomentar la virtud entre los buenos ciudadanos, el tabernáculo de todas las virtudes e, incidentalmente, lo que más odiaba.

Jeanne se resistió débilmente.

—¿Qué haces? —preguntó mientras él le pasaba una mano por debajo del cuerpo y le desabrochaba los pantalones.

—Te voy a hablar de la familia —dijo bajándole con violencia los pantalones hasta las rodillas y desnudándole las nalgas—. Esa institución sagrada que fomenta la virtud entre los salvajes.

Jeanne trató de recuperar el aliento y luchó. Paul la inmovilizó con el peso de su cuerpo, una mano aferrada a su nuca. Por un momento pareció dudar sobre el curso de acción a seguir, pero entonces vio el papel metálico que contenía la mantequilla. Con un pie, lo acercó.

—Quiero que repitas conmigo dijo y metió los dedos de su mano libre en la mantequilla. Con calma, se la aplicó en el ano, engrasándola, pensó, como se prepara un cerdo para la broqueta. Sus dedos eran brutalmente eficientes.

—No y no —insistió ella, sin creer realmente que le sucedería eso—. ¡No!

Paul se desabrochó y todavía haciendo presión se quitó los pantalones. Se puso de rodillas contra el cuello de Jeanne y puso sus piernas entre las de ella. Jeanne sintió que la estaba preparando para el ataque y experimentó terror y un total desamparo.

—Ahora repite conmigo. Sagrada familia... —comenzó a decir y le separó las nalgas con los dedos. Se echó contra ella intentando penetrarla—. ;Vamos, dilo! Sagrada familia, la iglesia de los buenos ciudadanos...

—Iglesia —exclamó ella— ...los buenos ciudadanos.

Jeanne pegó un grito, el rostro aplastado contra las tablas suaves, los ojos absolutamente cerrados. El dolor vino de pronto, penetrante. El pene se había convertido en un arma.

—¡Dilo! — ordenó respirando agitado—. Los niños son torturados hasta que dicen la primera mentira.

—Los niños...

Ella gritó nuevamente cuando él la penetró más profundamente.

—Donde la voluntad es rota por la represión —dijo él susurrando las palabras entre los dientes.

—Donde la voluntad es rota...

Jeanne empezó a sollozar debido tanto a la humillación como al dolor. Paul renovó su asalto, su cuerpo entregado a un ritmo urgente y creciente. Era enorme en ese lugar virgen.

—Donde se asesina a la libertad —dijo él.

—Donde se...

—El egoísmo asesina a la libertad.

Clavó los dedos en su carne como si ella se pudiera evaporar y escapar de él. Ya no era posible escapársele ni rechazarlo y sus sollozos sólo servían para que él la penetrara más profundamente.

—La familia...

—La familia —repitió ella con un largo y agónico gemido.

—Tu familia de mierda, de mierda —susurró él acabando—. ¡Oh por Dios!

Jeanne quedó echada sobre el piso, totalmente desamparada. Pasó el espasmo, pero Paul no salió de ella. Le tomó el cabello con una mano y le hizo girar la cabeza en dirección al hueco secreto. Con la otra mano, levantó un poco la tabla.

—¡Abrela! —le ordenó.

—¿Por qué? —preguntó Jeanne aún gimiendo. ¿Qué más podía querer después de esta última y devastadora degradación?

—¡Abrela! —repitió él.

Jeanne levantó la alfombra poniendo al descubierto una cavidad no más grande que un ladrillo. Estaba vacía.

Paul rodó a un costado y quedó echado en el piso. Ahora todos los orificios habían sido violados; todos estaban vacíos. El vacío de Paul permanecía insatisfecho.

Lentamente, Jeanne se puso los pantalones, reprimió los sollozos y se limpió la nariz con la manga de tela rústica de su blusa campesina. Podría haberse ido entonces, pero sintió que su propio poder estaba creciendo. El no tenía derecho a tratarla de ese modo, como a una esclava.

Fue al hall y recogió el tocadiscos y lo llevó al living room donde se arrodilló para abrirlo. Desenrolló el cable, sacó el enchufe y lo insertó en la pared. Saltaron chispas azules y ella retiró la mano.

—¡Merde! —exclamó.

Miró a Paul que parecía recuperado y con un brazo sobre los ojos. Jeanne recordó que no sabía su nombre.

—¡Eh, tú! —dijo.

Él se dio vuelta.

—¿Sí? —dijo con voz ronca.

—Tengo una sorpresa para ti.

—¿Qué? —Paul no comprendió y ella se le acercó simulando una sonrisa.

Paul se puso de rodillas y se abrochó los pantalones.

—Muy bien —dijo—. A mí me gustan las sorpresas.

Ya había dejado de lado lo que acababa de hacer; no era más que una nueva violación del templo y ella lo odió aún más por esa indiferencia ante lo que había hecho. Quería herirlo, poner ese cuerpo poderoso en corto circuito, ver cómo desaparecía su fortaleza y alguna evidencia de tormento físico. No veía la hora de hacer lo que pensaba hacer.

—¿Qué pasa? —preguntó Paul.

—Música —dijo ella aún sonriente—, pero no sé cómo funciona.

Le pasó el cordón y señaló el enchufe en la pared. Luego retrocedió. Paul tomó el enchufe y sin vacilar lo metió en la pared. Entonces se produjo una lluvia de chispas y se oyó un ruido fuerte al tiempo que él saltaba y arrojaba el cable al piso.

—¿Disfrutaste? —preguntó Paul controlando su rabia.

Jeanne no estaba segura.

—Sabes, hay un tipo —dijo— que me persigue. Unicamente viene aquí cuando no estás. Apenas te vas, él entra. Y me mira —tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Estás llorando por culpa de este tipo? —preguntó él impertérrito.

—Estoy llorando porque sabía que ibas a recibir un shock y no dije nada. Lloro debido a lo que hiciste. Lloro porque no puedo soportarlo más.

—Es una frase de los suicidas —dijo Paul con naturalidad—. Algunos hasta llegan a escribirla. ¿Te vas a matar?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Ninguna razón especial —hizo una pausa—. Piensas en el suicidio por lo menos una vez al día, ¿no es así?

—Yo no, pero me gusta la idea... es romántica.

—Conocí una persona que nunca pensó en ello, pero un día se suicidó.

—Oh, Dios santo —dijo—, me olvidé de mi cita. Sólo vine aquí para darte el tocadiscos.

—Las citas están hechas para no cumplirlas.

Jeanne se secó las lágrimas con la manga de su abrigo y lo miró. Paul no se había movido.

—¿Y tú? —preguntó ella dirigiéndose a la puerta.

—¿Y yo qué?

—¿Te vas a matar?

Paul sonrió por primera vez.

—No soy del tipo de los que se matan —dijo—. Soy del tipo de los que matan.

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