II

Había sucedido todo tan abruptamente; podría haberse tratado de una violación pero Jeanne sabía que no había sido. Todavía podía oler y sentir la solidez de su cuerpo, pero sólo experimentó una excitación y una sorprendida incredulidad. Parecía incongruente que ella se hubiera podido abrir completamente a un total desconocido, recibiendo con placer su semen y su violencia y luego ir a encontrarse con otro hombre a quien decía amar y no confiarle nada. La contradicción la dejó perpleja.

La Gare St. Lazare estaba llena de gente. El enorme techo resonaba con las explosiones del vapor a presión y el eco desigual de miles de pies arrastrándose por las plataformas. Todo a su alrededor era sonido y movimiento, una dura realidad, mientras que hacía poco tiempo había vivido una especie de suspenso en el tiempo y la plenitud de una fantasía romántica.

Jeanne sacó un billete de andén en la taquilla y avanzó por la plataforma. Se movía contra la fuerza de la multitud esperando ver el rostro de Tom. Se preguntó si él no la notaría cambiada de algún modo. Los amigos hablaban a menudo de su gran capacidad de percepción. Eso la preocupó un poco aunque en la enormidad del gentío se sintió segura con su secreto.

Se puso de puntillas tratando de localizarlo y no se percató de que un joven con una chaqueta de dril de algodón, se había puesto detrás suyo y empezaba a filmarla con una negra cámara portátil Arriflex. Al lado del operador, una figura desvaída se arrodilló. Tenía puestos unos audífonos y llevaba una grabadora negra colgada de su hombro con un tirante. En una mano tenía un micrófono que primero lo dirigió en una dirección, luego en otra, recogiendo el sonido de fondo. Una chica "SCRIPT" se interpuso entre los dos con un manojo de papeles en la mano. Los otros pasajeros y los que esperaban hicieron una pausa para observar al equipo cinematográfico, pero Jeanne, al buscar a Tom, no se dio cuenta de lo que ocurría. Por último, lo vio. Iba vestido con una chaqueta corta de cuero y cuello de piel, un Ascot verde y amarillo brillantes y pantalones anchos. Parecía tener menos que sus veinticinco años, tenía la cabeza bien peinada, un andar movedizo y sin complejos y una sonrisa tan abierta e inocente como la de un niño.

Jeanne se abrió paso entre la gente y se arrojó en sus brazos. Por un momento, el abrazo de Tom le pareció tentativo, de hermano, comparado con la férrea trampa de los brazos y hombros de Paul. Justo entonces el tren detrás de ellos comenzó a retroceder lanzando un silbido de vapor. Al darse vuelta para evitar el vapor, vio el grupo con la cámara.

Sorprendida, se alejó de Tom.

—¿Nos toman por otros o qué? —preguntó evidentemente molesta.

Tom se enfrentó a la cámara con sonrisa satisfecha. Era un director de cine por encima de todo, un excelente estudiante de Truffaut y de Godard y estaba metido de lleno en su método documental, el "cinema verite", como lo llamaban los franceses; se dedicaba devotamente a la espontaneidad y al trabajo desde escondites, hasta el punto de autoengañarse. La verdad, para Tom, sólo existía dentro de los confines de una película de celuloide de 16 milímetros proyectada a veinticuatro imágenes por segundo. Era un voyeur sofisticado que prefería abrazar la vida por medio de los lentes de una cámara. A ese respecto, era la antítesis viva de Paul.

—Esto es cine —dijo y ése es mi equipo. Estamos haciendo una película.

Apenas acarició los labios de Jeanne con los suyos: había algo malicioso en el gesto.

—Si te beso, eso será cine.

Él le acarició el pelo.

—Si te acaricio, eso puede ser cine.

Inspirado, empezó a ascender en la tenue estructura de su propia visión. Jeanne lo hizo regresar a la Tierra.

—¡Basta! —le exigió moviendo los brazos y esperando que desapareciera el equipo de cine.

—Los conozco —dijo él—. Ya te lo dije.

Como si esa respuesta fuera suficiente, Tom levantó su maleta y escoltó a Jeanne hasta el fondo de la plataforma. El equipo los siguió. —Mira —dijo él—, estoy haciendo una película para la televisión. Se llama "Retrato de una muchacha" y esa muchacha eres tú.

—Me tendrías que haber pedido permiso.

El operador de sonido se acercó con el micrófono.

—Sí —dijo Tom, pese a que se sintió desilusionado porque ella no había podido darse cuenta del valor de su idea—, supongo que me divierte comenzar con el retrato de la chica que acude a la estación a dar la bienvenida a su novio.

—Entonces, me besaste sabiendo que se trataba de una película. ¡Cobarde!

En su preocupación por la dirección cinematográfica, Tom interpretó el enojo como una prueba de su ingenuidad. Suavemente, le acarició una mejilla.

—Sobre todo, es una historia de amor —dijo—. Ya verás. La cámara continuó funcionando.

—Ahora dime, Jeanne —prosiguió Tom—, ¿qué hiciste durante mi ausencia?

Sin pensarlo dos veces, ella dijo:

—Pensé en ti día y noche y grité: "¡Querido, no puedo vivir sin ti!"

El instante fue eléctrico. Así como el sarcasmo se pierde ante los tontos y los niños, Tom no lo captó. Para él, Jeanne había asumido el papel que él había previsto y estaba radiante. Su actuación lo entusiasmó

—¡Magnifique! —gritó haciendo un gesto al operador. Eso estuvo perfecto. ¡Corta!

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