XXI

Paul había enterrado a su esposa, sacado los muebles del apartamento de la Rue Jules Verne y se sentía limpio. Por primera vez desde el suicidio de Rosa, el hecho no le pesaba fuertemente. En realidad, experimentaba una ligereza de espíritu y un sólido optimismo como hacía años que no sentía. Los ángulos delirantes de los rascacielos de París, las ramas de un blanco óseo de los Plátanus alineados al borde del Sena, el ritmo del metro que pasaba, la frescura de la brisa, todas estas cosas parecían agradables y únicas y debían ser apreciadas, cosas que podían ser importantes para su propia vida. Y la vista de una chica con un maxiabrigo blanco, la cabeza gacha enmarcada en el cuello de piel que se acercaba a él con pasos medidos, era una afirmación que no se podía negar.

Jeanne andaba sin prestar atención a nada y sólo el ruido del tren que pasaba por arriba y la gente a su alrededor constituían irritaciones menores. No pensaba en nada salvo en la blancura de su propia vida y en la futilidad de las relaciones humanas. El hombre que caminaba a su lado era simplemente una inconveniencia que debía ser ignorada. Por unos segundos, caminaron a la par, luego él avanzó un poco y ella se vio obligada a mirarlo.

—Soy yo nuevamente —dijo Paul y levantó una mano en señal de saludo.

Ella aminoró la marcha, pero no se detuvo. Le sorprendió la elegancia de su aspecto. Llevaba una chaqueta de franela azul hecho a medida, una camisa con rayas verdes y una ancha corbata de seda. Hasta estaba más apuesto y su alegancia reflejaba su seguridad. Pero ella ya no confiaba en él.

—Se acabó —dijo ella.

—Se acabó —repitió él encogiéndose de hombros y apuró el paso para mantenerse a la par de ella—. Entonces se comienza de nuevo.

—¿Qué comienza de nuevo?—. Lo miró y pensó que parecía más abierto y en consecuencia, más vulnerable. Era como si lejos de aquel apartamento, se hubiera despojado de alguna armadura defensiva, como un animal que pierde la piel. Empero, Jeanne se sintió reservada ahora en la intemperie. El apartamento había sido su propia defensa, pero en la dura luz del mundo, ella quería guardar sus secretos.

—Ya no entiendo nada —dijo ella; él apresuró el paso.

Él la tomó del brazo y la llevó hacia la escalinata de la plataforma del metro. Jeanne mantuvo el cuerpo rígido, desacostumbrada a esta insistente persecución. Pensó que sin duda se trataba de una novedad. Paul se detuvo a la sombra del portal, le acarició la mejilla y Jeanne se relajó. Sabía que era algo inútil, pero no podía dejarlo simplemente.

—Bueno, no hay nada que comprender —dijo Paul y antes de que pudiera hablar, la besó suavemente en los labios. Paul sintió la calidez y la realidad de la carne de Jeanne: ahora era una mujer para él, y una mujer atractiva. Para ella, era el primer abrazo cariñoso que podía recordar de Paul.

Caminaron juntos por la plataforma del metro, del brazo y pareciendo una sobrina retraída y un tío cariñoso que intercambiaban confidencias.

—Dejamos el apartamento —dijo Paul— y ahora nos encontramos de nuevo con amor y todo lo demás.

Le sonrió, pero Jeanne movió la cabeza en gesto de rechazo.

—¿Lo demás? —preguntó.

Antes de que pudiera contestar, llegó el metro y subieron. Paul la llevó a un asiento desocupado. Se sentaron muy juntos, como amantes.

—Escucha —dijo contento de poder hablar de sí y de estar libre de su dolor—. Tengo cuarenta y cinco años. Soy viudo. Tengo un pequeño hotel, que es un poco viejo pero no es una pocilga. Antes vivía de mi suerte pero luego me casé. Mi mujer se suicidó...

El tren se detuvo. Un gentío se aproximó a las puertas y las abrió. Paul y Jeanne se miraron y de pronto salieron del vagón. Jeanne se dio cuenta de que no quería escuchar su vida que parecía triste y un tanto sórdida. En silencio, subieron los escalones de cemento en el barrio ordenado y extenso de Etoile, bañado por la luz del sol.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jeanne.

—Me dijiste que estabas enamorada de un hombre y que querías vivir con él. Me amas a mí. Entonces vivamos juntos. Seremos felices, hasta nos casaremos, si quieres...

—No —dijo ella cansada de la caminata—, ¿qué hacemos ahora?

—Ahora vamos a tomar unos tragos. Vamos a celebrar y a estar contentos.

Paul creía en lo que estaba diciendo, pero tenía dudas respecto a cómo entretener a una joven por la tarde. No es que fuera importante. Si lo amaba, estarían contentos en cualquier sitio. La idea de hacerle la corte formalmente lo atrajo. Necesitaba divertirse y convencerla de que era capaz de hacerlo.

—Qué diablos —dijo— no soy ningún premio. Me clavé cuando estuve en Cuba en el 48 y ahora tengo una próstata del tamaño de una patata de Idaho. Pero todavía funciono bien aunque no pueda tener hijos.

Jeanne se sintió aturdida. Paul todavía la atraía por el recuerdo de la aventura, pero la alejaba de él una vaga y creciente repulsión. Se sintió desnuda bajo los rayos del sol.

—Veamos —dijo Paul buscando algo que decirle—, no dispongo de ninguna guardia; no tengo amigos. Supongo que si no te hubiese conocido lo más probable es que me hubiese conformado con una silla dura y hemorroides.

Jeanne pensó por qué sus alusiones siempre eran anales. La llevó tomada de la manga del abrigo, se detuvieron y Paul miró dentro de la Salle Wagram, una pista de baile que a veces se utilizaba para peleas de box de segunda categoría. El sonido de la orquesta llegó a ellos pero desde la calle la sala parecía estar vacía.

—Y para hacer aún más aburrida una historia larga y monótona —continuó diciendo Paul al tiempo que la conducía a la Salle—, soy de un tiempo en que un tipo como yo caía en un lugar como éste para levantar una chica como tú. En aquellos tiempos decíamos que esas chicas se llamaban Bimbos.

Entraron del brazo. La sala resonaba con una música que no procedía de una orquesta, sino de un tocadiscos que estaba sobre una mesa en medio de un montón de discos de cubiertas brillantes. La sala era como un granero con una ancha cúpula de techo e iluminada por docenas de globos que colgaban. Varias filas de mesas rodeaban la pista principal. Se estaba llevando a cabo un concurso de baile. Varias docenas de parejas vestidas con ropa que había estado de moda quince años atrás se movían con un ritmo extraño que Jeanne no conocía. Los hombres llevaban largas patillas a lo Valentino y las mujeres, el pelo como barnizado y lustroso. A Jeanne le recordaron pájaros orgullosos y coloridos moviéndose en una jaula bajo la mirada de hombres y mujeres severos y de mediana edad que estaban sentados en una larga mesa de madera a un costado de la pista. Ante estos observadores sentados, había sobre la mesa papeles y lápices. En la espalda de cada concursante, había cuadrados grandes de cartón con un número impreso. A medida que giraban, los jueces estiraban los cuellos. Unos pocos camareros estaban de pie mirando, pero casi todo el salón estaba vacío. En las mesas que había alrededor de la pista, había manteles blancos, pero las mesas de las otras filas tenían las sillas encima. Una barandilla de madera separaba a los bailarines de los espacios vacíos del salón, ahora convertido en un palacio del tango.

Paul llevó a Jeanne a través de la pista hasta la segunda fila donde un camarero les preparó una mesa con una eficacia insolente. Paul pidió champagne de modo extravagante y tomó asiento frente a Jeanne. Sabía que ella vería el sentido de humor de todo aquello. Lo único que importaba eran ellos dos y el absurdo que los rodeaba sólo proporcionaba diversión. Pero Jeanne no podía quitar los ojos de los concursantes. Parecían tan grotescos, revoloteando en el salón enorme y mortecino, motivados por la música raspadora y el deseo de ser elegidos por el panel de viejos y viejas.

El camarero trajo el champagne, llenó las copas y los dejó solos. Jeanne apoyó la cabeza sobre los codos. Paul se pasó a su lado.

—Lamento muchísimo entrometerme —dijo fingiendo un acento británico para divertirla—, pero quedé tan sorprendido de su belleza que pensé en ofrecerle una copa de champagne.

Ella lo miró sin la menor expresión.

—¿Está este asiento ocupado? —preguntó Paul continuando la broma aunque notó que a ella no le hacía gracia.

—¿Qué? —dijo ella—. No, no está ocupada.

—¿Podría sentarme?

—Si quiere.

Paul tomó asiento con un gesto galante y le puso la copa de champagne en los labios. Jeanne sacó la cara. Su parodia parecía demasiado aproximada a la verdad y ambos se sintieron molestos. Las cosas no funcionaban como él había pensado.

—¿Conoces el tango? —preguntó él y Jeanne dijo que no con la cabeza.

—Es un rito. ¿Comprendes «rito»? Pues bien, debes observar las piernas de los bailarines.

Llamó al camarero y pidió una botella de Scotch y vasos. El camarero lo miró un segundo y luego fue a buscar el whisky. Paul quería divertirse, gastar dinero, celebrar y no le importaba lo que pensasen los demás, salvo Jeanne.

—No has bebido tu champagne. Ahora está caliente. Te he pedido un whisky.

El camarero trajo la botella y se alejó a la otra punta del salón. La mesa estaba aislada. Paul sirvió dos grandes tragos de whisky.

—No tomas el Scotch —dijo con suave tono de reprimenda—. Vamos, hazlo, un traguito por el papi.

Le acercó el vaso a los labios. Ella lo miró con tristeza y Paul experimentó una creciente desesperación. Pero entonces, ella bebió sabiendo que con ello lo alegraría aunque el whisky le perforó la garganta.

—Ahora, si me amas —dijo él—, te lo beberás todo.

Ella volvió a beber.

—Okay —dijo ella—. Te amo.

No era más que una frase.

—¡Bravo! —exclamó Paul.

—Cuéntame de tu mujer.

Paul justamente no quería hablar de ello. Eso ahora pertenecía al pasado: se iba a divertir, iba a comenzar una nueva vida.

—Hablemos de nosotros.

Jeanne desvió la mirada y se fijó en los bailarines y los jueces y el grupito de camareros en las sombras.

—Pero este lugar es tan lastimoso.

—Sí, pero yo estoy aquí, ¿no es así?

Jeanne dijo sarcásticamente:

Monsieur Maître d’Hotel.

—Eso es un tanto cruel.

Paul decidió que ella sólo le estaba tomando el pelo. Después de los encuentros intensamente apasionados que habían vivido, no le pareció posible que ella se burlase de él. Pero para ella, cuanto más contaba Paul de sí mismo, menos atractivo lo encontraba.

—De cualquier manera, tú, tontuela —continuó diciendo—, yo te amo y quiero vivir contigo.

—En tu pocilga—.

Fue casi un desprecio.

—¿En mi pocilga? ¿Qué demonios quieres decir?

Paul se estaba enojando y el efecto del whisky agravaba su estado. Jeanne parecía estar interpretando todo mal.

—¿Qué diablos de diferencia hay si tengo una pocilga o un hotel o un castillo? —gritó—. ¡Te amo! ¿Qué carajo importa lo demás?

Jeanne se cambió de silla temerosa de que él le fuera a pegar. Levantó el vaso y bebió todo el contenido. El salón, los bailarines, Paul y hasta sí misma la deprimían. No valía la pena continuar, pero no quería admitirlo. Ni a Paul ni a sí misma.

Aplacado de verla bebiendo, Paul terminó su vaso. Volvió a llenar ambos. El alcohol lo hizo más ardiente y al mismo tiempo sintió que su desesperación subía. Jeanne miraba la pista de baile. La música y las parejas con los números en las espaldas giraban en un vértigo creciente mientras se le nublaba la mente. Deseó no haber bebido tan rápidamente pese a que el Scotch ahora le daba sed. Observó las piernas de los bailarines. Se movían pavoneándose y agitaban las cabezas de modo automático.

De pronto, la música dejó de sonar y las parejas regresaron a sus mesas donde se sentaron en los bordes de las sillas con sonrisas clavadas en los labios y las cabezas en dirección de los jueces. Una mujer de mediana edad con un vestido de flores estampadas, rojas y púrpuras, se puso de pie detrás de la mesa larga y anunció en voz alta y eficiente:

—El jurado ha elegido a las siguientes diez mejores parejas.

Se ajustó las gafas y levantó una hoja de papel delante suyo. Se hizo el silencio en el salón cuando empezó a leer los números. Una por una, las parejas elegidas volvieron a la pista listas para el último enfrentamiento con la música que iba a empezar. Poco a poco la pista estuvo llena de gente nuevamente. Las parejas estaban en posición, con los miembros rígidos y mirándose ciegamente a los ojos. A Jeanne le parecieron maniquíes.

La mujer del vestido floreado levantó las manos con gesto vehemente y exclamó:

—Y ahora damas y caballeros, ¡buena suerte en el último tango! Sus palabras resonaron en el salón cavernoso. Había llegado la hora del juicio final.

Al instante, la música sonó a todo volumen y melodiosa e infinitamente deprimente para Jeanne que podía ver la luz del sol que se filtraba por la puerta. Estar borrachos por la tarde contemplando autómatas era algo que la hizo querer gritar. Paul estaba sentado frente a ella, mirando a los bailarines por encima del hombro, lóbrego e imprevisible. Una vez más, Jeanne intentó observar las piernas de los bailarines. Se movían al unísono perfecto mientras cada pareja se zambullía y escabullía y luego se inclinaba hacia atrás en un floreo estilizado, las sonrisas frígidas, los ojos y los rostros sin la menor expresión. Empezó a preguntarse si eran gente de verdad. Era imposible imaginarlos llevando a cabo actividades humanas ordinarias.

—Dame un poco más de whisky —le pidió a Paul.

—Oh, pensé que no bebías.

—Ahora tengo sed. Quiero beber más.

Paul se puso de pie y caminó alrededor de la mesa con paso inseguro.

—Muy bien. Creo que es una buena idea.

Sirvió más whisky con cuidado. Jeanne se sintió mareada y acercó el vaso en su dirección.

—Espera un minuto —dijo Paul antes de que pudiera beber.Pronunció las palabras con voz pastosa y se dispuso a hacer un brindis—. Porque... porque eres realmente hermosa...

Jeanne pensó que ése era el brindis y tomó su trago.

—¡Espera un minuto! —gritó él y pegó con el vaso contra la mesa. El Scotch se le derramó en la mano y cayó al suelo.

—Okay.

—Lo lamento, lo lamento muchísimo —dijo con acento británico—. No fue mi intención derramar mi trago.

Jeanne levantó su vaso.

—Bueno, hagamos un brindis dijo—, ¡por nuestra vida en el hotel!

—No, a la mierda con todo eso.

Paul derribó una silla cuando fue a sentarse a su lado. Se recostó contra ella y Jeanne se percató de sus ojeras y del pelo fino. Todo lo que le había dicho en el apartamento el día anterior había sido verdad. Era un hombre viejo y ahora hasta olía como un viejo. No podía mirarlo sin pensar en su cuerpo. En realidad jamás había pensado en la faja que usaba, en las arrugas de su piel. El secreto de su nombre y existencia lo había preservado falsamente para ella.

—Vamos —dijo Paul—, hagamos un brindis por nuestra vida en el campo.

—¿Eres un amante de la naturaleza? Nunca me lo dijiste.

—Oh, por Dios. —Paul sabía que lo único que harían en el campo era el amor. ¿Por qué lo estaba provocando? Agregó siguiéndole la corriente—: Sí, soy un muchacho, de la naturaleza. ¿Acaso no me puedes ver rodeado de vacas? ¿Con mierda de gallinas por todo el cuerpo?

—Oh, por supuesto que sí.

—¿Por qué no? —preguntó él, ofendido.

—Muy bien, tendremos una casa y vacas. Yo también seré tu vaca.

—Y escucha —dijo él riéndose roncamente—, te tendré que ordeñar dos veces al día. ¿Qué te parece?

—Detesto el campo —admitió ella pensando en la villa. Todo se volvía obsceno y deformado por el alcohol, en especial la visión de esos cuerpos en perpetuas contorsiones y desprovistos de vida.

—¿Qué quieres decir con eso de que detestas el campo? —demandó él.

—Lo detesto.

Jeanne se puso de pie y se afirmó contra el respaldo de su silla. Sintió que tenía que largarse de allí.

—Prefiero ir al hotel —dijo y la idea no le pareció ridícula del todo. Quizás todavía hubiese una posibilidad, pensó, tal vez Paul tendría un aspecto diferente una vez que ambos estuvieran a solas en un cuarto. Tal vez se podría olvidar de todo esto y de lo que él le había contado—. Vamos, vamos al hotel.

Pero Paul le agarró la mano y la llevó hacia la pista de baile. Trastabillaron al bajar la plataforma levantada y sus pies resonaron en las tablas, pero la música los cubrió.

—Bailemos —dijo Paul.

Jeanne movió la cabeza diciendo que no, pero Paul insistió y la empujó a la pista principal. Los bailarines simularon ignorar su presencia.

Se tambalearon entre los concursantes. Jeanne sintió las piernas flojas. La música y el aire viciado del salón parecieron combinarse con el whisky; luego olió el hedor de una docena de perfumes. Los focos de la luz la cegaron y las otras parejas pasaban a su lado con una gracia estilizada que hacía escandalosos los movimientos anticuados de Paul. Él la tomó en una pose de baile, luego levantó una pierna y la dobló hacia atrás burlándose de los demás. Se contoneó de un lado a otro, con la barbilla levantada teatralmente, levantando mucho las rodillas y dando golpes en el piso con los pies. Intentó hacer girar a Jeanne con una mano, pero ella resbaló y cayó pesadamente deslizándose un poco por la pista.

—¿No quieres bailar? —preguntó Paul. Comenzó a bailar solo haciendo contorsiones en medio de las parejas. Ellos no fallaban un solo paso. Era algo absurdo y Paul se divertía. Se sentía bien, volando con el whisky, y el espectáculo. Su nueva vida estaba empezando y la quería vivir plenamente a su manera. Trató de dar un salto y cayó de rodillas.

La mujer del vestido floreado estaba muda de la indignación. Los otros jueces se arremolinaron a su alrededor hablando en voz baja, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a enfrentarse con la pareja borracha e irreverente.

—¡La pista ya está llena! —gritó la mujer de las flores agitando los brazos y avanzando hacia Paul—. Usted está exagerando.

Tomó a Paul en serio, como a todo lo demás.

Paul pensó que era muy cómico. Empezó a reírse y a bailar alrededor de la mujer como un matador.

—¡Váyase de aquí, señor! ¿Qué está haciendo?

—¡Madame! —dijo él y tomó a la mujer por la cintura en una pose de tango. Paul empezó a moverla pesadamente por la pista y ella luchó por deshacerse del abrazo.

—Es el amor —dijo Paul—. Siempre. L’amour toujours.

—¡Pero es un concurso!

Por último se pudo liberar. Sus colegas de la mesa del jurado se aproximaban con precaución.

—¿Qué tiene que ver el amor aquí? —gritó la mujer—. Váyase al cine a ver amor. ¡Ahora váyase, largo de aquí!

Jeanne tomó a Paul del brazo y lo empujó hacia la salida. Pero él se detuvo al borde de la pista. Mientras todos los jueces lo miraban, se bajó los pantalones, se agachó y les mostró el culo. Los espectadores contuvieron el aliento.

Él y Jeanne salieron tambaleantes de la pista. Se quedaron en un rincón oscuro junto a las mesas arrinconadas y se sentaron descansando pesadamente contra la pared. La música continuó indiferente y sin interrupción.

—Belleza mía, siéntate delante mío —dijo Paul y trató de tocar la mejilla de Jeanne, pero ella quitó la cara. Gimió de angustia verdadera.

—¡Garçon! —Paul chasqueó los dedos, pero el camarero no vino—. ¡Champagne! —gritó y empezó a mover las manos al ritmo de la música—. Si la música es el alimento del amor, ¡que siga sonando!

Dirigió la mirada a Jeanne y vio las lágrimas corriendo por sus mejillas.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—Se terminó.

—¿Qué te sucede? —repitió negándose a comprender lo que ella acababa de decir.

—Se terminó.

—¿Se terminó qué?

—Jamás nos volveremos a ver, nunca más.

—Eso es ridículo. —Paul hizo un gesto con las manos quitando importancia a sus palabras. Luego le tomó la mano y se la puso dentro de sus pantalones. Repitió suavemente: —Es ridículo.

—No es una broma. Jeanne le tomó el pene con el puño y comenzó a moverlo. Miraba fijamente hacia adelante y las lágrimas aún le corrían por las mejillas.

Paul se recostó contra la pared.

—Oh, tú, rata sucia —suspiró.

—Se terminó.

—Mira, cuando algo termina, vuelve a empezar. ¿No lo ves?

—Me voy a casar —dijo Jeanne mecánicamente—. Me voy a otra parte. Se terminó.

Movió la mano más rápidamente.

—Oh, Jesús.

Paul acabó y Jeanne retiró la mano con disgusto. Ella lo había ordeñado a él y a Paul se le fue la última pizca de energía. Ella se limpió la mano con su pañuelo.

—Mira —dijo él tratando de bromear acerca de la repulsión que sentía Jeanne—, eso no fue una correa engrasada, fue mi pija.

La música murió y el salón se llenó con sonidos de pasos y el sonoro anuncio del juez acerca de los ganadores del concurso. Jeanne no comprendió las palabras, pero no tenía importancia. Vio el escenario y se vio allí con Paul. El se había vuelto desagradable y su vida era sórdida y carecía de sentido, su sexo era inútil. Lo miró y se enfrentó a un mendigo borracho. Lo odió y se odió a sí misma.

—Se terminó —dijo y se puso de pie y se dirigió a la salida.

—Espera un minuto —dijo Paul—. ¡Tú, Bimbo idiota!

Se puso de pie con dificultad y se ajustó los pantalones. Cuando llegó a la puerta, ya Jeanne estaba caminando con paso vivo hacia el boulevard principal.

—¡Carajo! —dijo Paul deslumbrado por la súbita luz y con paso inseguro. El sonido de sus pasos asustó a Jeanne.

—Hay, Rube —llamó Paul con acento juguetón, pero Jeanne apuró aún más el paso—. ¡Ven aquí!

Ella cruzó la calle justo en la esquina cuando cambiaron las luces y Paul tuvo que esperar. En su interior crecieron la furia y la frustración. De improviso, se dio cuenta de que si ella lo dejaba ahora, jamás la volvería a ver.

—¡Ven aquí! —gritó de nuevo metiéndose entre el tráfico y los bocinazos y apurándose—. ¡Voy a alcanzarte, Bimbo!

En ese momento los dos se echaron a correr. Entraban y salían de la sombra de los Plátanus alineados en el pavimento y los espasmos de los rayos del sol enfocaban la contradicción: una chica hermosa con el abrigo abierto y el cabello al aire perseguida por un hombre lo suficientemente viejo como para ser su padre y falto de aliento y de gracia para esa carrera.

Podían haber estado ligados por una cuerda invisible que se hacía más corta a medida que ella aminoraba el paso, luego se alargaba cuando ella volvía a poner distancia entre ellos. Pero la cuerda invisible nunca se rompió. Permanecieron asociados en un ritual extraño, aislados del mundo por el que pasaban.

Era la hora de más tráfico y los Champs Elysées estaban llenos de gente. Jeanne corrió evitando una y otra vez las oleadas de transeúntes y a corta distancia de Paul. Aumentó su miedo cuando se dio cuenta de que éste no dejaba de seguirla y presa del pánico trató de pensar en un sitio donde pudiera sentirse segura. Únicamente se le ocurrió el apartamento de su madre en la Rue Vavin en Montparnasse y no dudó de que Paul no podría durar tanto.

Él ya se había quedado distanciado, ella aminoró la marcha y lo miró por encima del hombro. Media manzana uno del otro, pasaron el Grand Palais, espléndido en la luz del atardecer, la Gare d’Orsay y cruzaron el Sena, con el sonido de sus pasos perdidos en el rugido del tráfico en competencia. Paul la siguió aunque casi no tenía aliento y sentía dolores punzantes en el pecho.

Cuando llegaron a Montparnasse, Jeanne dio media vuelta y le gritó:

—¡Basta! ¡No sigas!

—¡Espera! —rogó Paul pero fue inútil. Volvió a avanzar.

Jeanne se aproximó al edificio del apartamento de su madre y caminó más lentamente. No quería que Paul la siguiese allí y no se le ocurrió ninguna alternativa. Se percató de los pasos atrás de ella. Por último, él la alcanzó, casi incapaz de respirar y la agarró del brazo.

—¡Se terminó! —dijo ella deshaciéndose de él—. Ya es suficiente.

—Eh, cálmate.

Paul se apoyó en la pared y trató de razonar con ella, pero Jeanne caminó a su alrededor.

—¡Basta! —gritó—. Se terminó. Ahora vete. ¡Lárgate de aquí!

Paul caminó a su lado todavía tratando de recuperar el aliento.

—No puedo ganar —dijo—. Dame una oportunidad.

Se esforzó por adelantarla y cerrarle el paso. Sonrió, desesperado, para ganar el control, las manos descansando en las caderas. Dijo con cariño:

—Eh, tontuela .. .

Jeanne habló rápidamente, esta vez en francés.

—Esta vez voy a llamar a la policía.

En ese momento él decidió no dejarla ir. Iba a hacer cualquier cosa para prevenir que lo abandonara. Jeanne era su última posibilidad de amor.

Ella pasó a su lado.

—Bueno, carajo, no estoy en tu camino —dijo amargamente—. Es decir, aprés vous, Mademoiselle.

Ella hizo una pausa en la esquina y miró al otro lado de la calle, la puerta de entrada del edificio de su madre. Estaba temblando y tratando de dominar el pánico que amenazaba hacerla pasar directamente por esa puerta. Paul vio que ella estaba verdaderamente asustada. Más tarde la podía tranquilizar, pensó, después de que descubriera dónde vivía.

—Adiós, hermana —dijo él pasándola y saliendo de la acera—. Además, eres una chica de aspecto bastante desagradable. No me importa si no te vuelvo a ver.

Siguió caminando simulando haber perdido todo interés. Jeanne lo miró y luego salió disparada y cruzó la calle. Pasó la puerta del edificio, pero cuando la estaba cerrando, Paul cruzó la calle como un rayo, subió la escalinata y entró en el vestíbulo justo cuando Jeanne acababa de cerrar la puerta del ascensor. Ella lo miró aterrorizada mientras él se aferraba a la frágil manija de hierro e intentaba abrirla.

El ascensor empezó a subir.

—¡Carajo! —dijo Paul y subió la escalera tratando de mantenerse a la par del aparato.

—¡Estás terminado! gritó Jeanne en francés—. ¡Tu as fini!

Llegó al segundo rellano y agarró la manija del ascensor pero fue demasiado tarde. La jaula continuó subiendo con Jeanne arrinconada ,en el fondo.

Les flics... —tartamudeó ella.

—A la mierda con la policía.

El ascensor pasó el tercer rellano antes de que Paul pudiera llegar a la manija. Continuó hubiendo.

—¡Tu as fini! —le gritó ella.

La jaula se detuvo en el cuarto piso y Jeanne salió y empezó a golpear la puerta del apartamento de su madre. Entonces Paul la alcanzó.

—Escucha —dijo agitado—, quiero hablar contigo.

Jeanne pasó a su lado y empezó a golpear las puertas de los otros vecinos, pero no obtuvo respuesta. Paul la siguió y cuando le tocó un brazo, ella empezó a dar gritos.

—Ahora esto se está poniendo ridículo —dijo él.

—¡Socorro! —gritó ella buscando la llave en el bolso—. ¡Socorro!

Nadie vino. Jeanne metió con dedos temblorosos la mano en la cerradura y cuando abrió la puerta, casi se cayó adentro. Paul estaba detrás suyo y bloqueó la puerta con el hombro. Ella entró corriendo en el apartamento sin ver nada y empujada por un pánico que se centraba en un solo objeto escondido en el cajón de la cómoda. No había forma de detenerlo. Siempre había sabido que no podía ocultarse en él. Empero, no estaba preparada para su crueldad.

—Este es el trofeo del campeonato —dijo Paul deteniéndose para mirar los grabados y las armas primitivas—. Vamos hasta el final.

Jeanne abrió el cajón y sacó la pistola reglamentaria de su padre. La sintió pesada, fría y efectiva y la escondió en su abrigo antes de darle la cara.

—Estoy un poco viejo —dijo Paul con una sonrisa triste—. Ahora estoy lleno de recuerdos.

Jeanne lo observó con una horrible fascinación cuando Paul tomó una de las gorras militares de su padre y se la puso a un costado de la cabeza. Se acercó a ella.

—¿Qué te parece tu viejo héroe? —preguntó—. ¿Queda bien de este lado o me lo pongo del otro? Todavía podía ser encantador.

Dejó la gorra con un gesto gracioso. Ella ahora estaba allí, ella ahora le pertenecía y no podía dejar que se fuera. La idea de que por último había encontrado a quien amar le pareció hermosa.

—Corriste por África y Asia e Indonesia y ahora te he encontrado —Paul lo dijo en serio y agregó—: Y yo te amo.

Se acercó más y no se percató de que el abrigo de Jeanne estaba abierto. El cañón lo apuntaba. Levantó la mano para tocarle la mejilla y murmuró:

—Quiero saber tu nombre.

—Jeanne —dijo ella y apretó el gatillo.

El disparo lo hizo retroceder unos pasos, pero no se cayó. El olor de la cordita quemada llenó el ambiente y la pistola tembló en la mano de Jeanne. Paul se inclinó un poco hacia adelante agarrándose el estómago con una mano y con la otra todavía levantada. Su expresión no había cambiado.

—Nuestros hijos... —comenzó a decir— ...nuestros hijos...

Dio media vuelta y se tambaleó hasta la puerta de vidrio que daba a la terraza. Cuando la abrió, el aire fresco le dio en el pelo y por un instante casi pareció joven. Salió y caminó sobre las baldosas, mantuvo el equilibrio agarrándose a la barandilla,y dirigió el rostro hacia el cielo azul y brillante. París se extendía ante sus ojos.

Con una gracia sin prisa, se sacó una goma de mascar de la boca y delicadamente la apretó contra la parte exterior de la barandilla del balcón.

—Nuestros hijos —dijo— recordarán...

Eso fue lo útimo que supo que había dicho. Pero su última palabra sobre la Tierra fue murmurada en un dialecto de Tahití. Cayó pesadamente contra la base de una maceta, se acurrucó como un niño durmiendo y murió con una sonrisa.

—No sé quién era —murmuró Jeanne para sí misma, el arma todavía en su mano, los ojos abiertos y ciegos—. Me siguió, trató de violarme. Estaba loco... No sé cómo se llama, no lo conozco... No sé... Trató de violarme, estaba loco... Ni siquiera sé cómo se llama.

Esa parte, por lo menos, era verdad.

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