XVI

Por una vez, el hotel estaba tranquilo. Paul cerró con llave la puerta de entrada después de mirar en dirección al café y luego apagó la lámpara, una rutina que le era absolutamente familiar y cada vez más tediosa. Consideró la satisfacción que le proporcionaría encerrar afuera a todos los huéspedes, en vez de adentro. El hecho era que en realidad ya no le importaba el dinero.

Se sintió horriblemente solo. Al día siguiente enviarían el cadáver de Rosa de la autopsia. No quedaba duda, pensó, que tanto él como su suegra obtendrían un placer sórdido de ese regreso al hogar.

Fue a su habitación, sacó una botella de Jack Daniels de su armario y se sirvió un trago. Tenía la mano firme cuando lo tomó, pero las entrañas, frías e irritadas. Encontró la bata en el ropero y se la puso ajustándose mucho el cinto a la cintura. El cuarto no parecía contener nada que le perteneciera. Los libros y los cuadros eran de Rosa porque Paul no quería guardar reliquias.

Pero aquí se sentía resguardado y no quería irse. Marcel lo había invitado a que pasase por su propia habitación, una extraña invitación. Siempre se refería a Marcel con humor amargo como el amante desacreditado de su mujer. Eso lo hacía sonar más desesperanzado y de alguna manera, más brutal. Por cierto él también había tenido sus amantes —criadas de bar, empleadas de tienda, cualquier cuerpo que se le cruzara por el camino—, pero más que todo debido a la fuerza de la costumbre. Pero Rosa había dado la impresión de haber pensado otra cosa. Como un amante oficial, Paul pensaba que tenía derecho a ciertos privilegios, entre ellos, el amor. Cuán presuntuoso había sido.

Sabía que Marcel había necesitado coraje para hacerle esa invitación. Cuántas noches se había sentado Paul en esta sala de espera, mirando la luz de neón del cartel de Richard del otro lado de la calle mientras Rosa estaba con su amante. Paul se dijo que si Marcel se mostraba tierno y sentimental esta noche, tal vez sólo le quedaría la posibilidad de romperle la cabeza y hacérsela pasar por esas paredes de cartón prensado. Por otro lado, existía la posibilidad de que Marcel pudiera decirle algo de interés.

Paul subió las escaleras y golpeó a la puerta de Marcel.

—¡Entre! —la respuesta fue gentil e inmediata.

Paul entró en un cuarto angosto lleno de libros y de revistas e inundado del resplandor cálido que despedía la pantalla roja de la lámpara. De las paredes colgaban reproducciones de Lautrec y Chagall, fotografías de paisajes naturales idealizados arrancados del Paris Match, entradas viejas del hipódromo, cartas, recortes y un poster de Albert Camus. Marcel estaba sentado ante un escritorio lleno de copias de Le Monde, Paris-Soir y media docena más de periódicos, recortando un artículo con unas tijeras. El también llevaba una bata.

—No vine aquí a llorar en su compañía —le dijo Paul.

—¿No le molesta si continúo trabajando? —preguntó Marcel—. Me distrae después de lo que sucedió.

Vio que Paul comparaba las batas. Ambas eran de la misma tela.

—Idénticas —dijo Marcel con satisfacción—. Rosa quiso que nuestras batas fueran exactamente iguales.

La irritación de Paul fue en aumento. No sabía nada de las batas y las encontraba ridículas.

—No me llamó para decirme algo que ya sé —dijo, mintiendo. Decidió tomar la iniciativa y tomó un montón de recortes que estaba en medio del escritorio—. Me pregunto para qué los guarda. ¿Se trata de un trabajo o de un hobby?

—No me gusta la palabra hobby —replicó Marcel—. Es un trabajo para redondear mi salario.

—Entonces es algo serio —se burló Paul—. Es un trabajo que lo obliga a leer. Muy instructivo.

—Sea sincero —dijo Marcel—. ¿Acaso no sabía que teníamos batas idénticas?

Paul se río pero el sonido no tuvo fuerza.

—Tenemos muchas cosas en común —continuó diciendo Marcel, pero Paul lo interrumpió.

—Sé todo. Rosa me hablaba con frecuencia de usted.

En la presencia de otro hombre, hasta delante de un hombre tan fastidioso como Marcel, Paul podía ser sentimental respecto a su mujer sin una sensación de furiosa impotencia. Marcel era un hombre y jamás había representado una amenaza, salvo tal vez en la manera en que lo utilizaba Rosa.

—¿Querría un trago de bourbon? —le preguntó a Marcel en un arranque imprevisto de generosidad. Se dirigió a la puerta.

—Espere —dijo Marcel y abrió un cajón del escritorio de donde sacó su propia botella de Jack Daniels—. Yo también tengo una botella.

—¿Se trata de otro regalo de Rosa?

—No me gusta mucho, pero Rosa quería que siempre tuviese una botella. A menudo pienso si por estos detalles, podríamos explicar, comprender juntos...

Paul aceptó un vaso de whisky.

—Durante casi un año, Rosa y yo... —Marcel tartamudeó—. Regularmente y sin pasión —dijo decidiendo dejar sin especificar el acto sexual—. Creía que la conocía tanto como uno puede conocer a su...

—Amante —dijo Paul con naturalidad.

—Pero hace poco sucedió algo que no pude explicar.

Marcel señaló una cuña de papel cerca del techo donde el papel había sido arrancado.

—Rosa se encaramó en la cama —dijo— e intentó arrancar el papel con las manos. La detuve... se estaba arruinando las uñas. Lo hizo con una extraña violencia. Jamás la había visto así.

Paul estaba a punto de descubrir algo.

—Nuestro cuarto estaba pintado de blanco —dijo— y ella quiso que fuera diferente a los otros cuartos del hotel, para que pareciera como una casa normal. Aquí también quiso hacer cambios y empezó por las paredes.

Paul se sentó en la cama. Cuán fácil era para cualquiera tener otra vida; pensó en Jeanne y en el hecha de que no se conocían los nombres. ¿Era posible que Rosa también se hubiera creado con Marcel su visión más oscura de la existencia? ¿Y que esa visión fuera un duplicado de su vida verdadera? Por un momento, Paul no pudo hablar. Miró a Marcel con fascinación.

—Usted debe haber sido un hombre buen mozo —dijo.

Marcel se sentó a su lado en la cama.

—No tanto como usted.

—Se conserva bien —Paul lo palmeó a través de la bata—. ¿Qué hace con la panza? Yo ahí tengo un problema.

—Oh, es un secreto —pero Marcel no terminó la frase—. ¿Por qué Rosa lo traicionaba conmigo?

Paul no miró a sus ojos nada maliciosos: este hombre jamás comprendería.

—¿No cree que Rosa se suicidó? —preguntó Paul serenamente.

—Me es muy difícil creerlo.

Marcel pareció atemorizarse de su propia admisión. Se puso de pie y se acercó a la ventana, se aferró a la barra que sobresalía del marco y comenzó a hacer flexiones.

—Este es el secreto de mi estómago.

Paul sólo miró; era la reconstrucción de sí mismo. Rosa lo había vestido como Paul, le había dado su bebida favorita. Paul había buscado una carta de Rosa; no había nada salvo sus recuerdos insubstanciales y a veces obscenos.

Ahora se dio cuenta de que Marcel y el cuarto de Marcel era el mensaje que buscaba. La banalidad de toda la situación era abrumadora.

Fue a la puerta e hizo una pausa.

—Sinceramente —le dijo a Marcel—, me pregunto lo qué ella vio en usted.

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