Después de la ida de Jeanne, Paul no sintió ningún regocijo: sólo un helado poderío. No esperaba nada más y se olvidó hasta de eso cuando regresó al hotel, oliendo la realidad de pescado podrido que se había caído de un cubo a la alcantarilla de la calle, y oyó gritos que al principio pensó que se debían al dolor, hasta que se dio cuenta que provenían de un bebé desamparado. Se preguntó si Rosa había emitido algún grito en su acto final y decidió que ella lo debía haber abandonado en silencio, casi de la misma manera en que había vivido con él. Eso, sumado al hecho de que no le había dado ninguna explicación, representaba la retorcedura del dedo en la llaga que sufría Paul. En general, la vida era sórdida; era un calvario: todos los sonidos desgarradores y las menores irritaciones rechinaban sobre él y a veces apenas podía controlar sus impulsos salvajes.
El vestíbulo del hotel estaba desierto. Sólo el pequeño escritorio donde únicamente había un desvencijado libro de registro que Paul dejaba porque su presencia era requerida por la ley y no porque le importara conocer los nombres de los huéspedes. La puerta de su cuarto estaba abierta. Alguien se movía; él se sacó el abrigo sin hacer ruido, lo dejó sobre el escritorio y entró en el cuarto. Habría recibido con alegría una pelea, pero vio que se trataba de su suegra, una mujer robusta, de mediana edad, vestida con un simple abrigo negro y un sombrero con velo. Tenía los ojos enrojecidos y rodeados por una carnosidad que parecía llagada. Ni todo el polvo cosmético que llevaba encima podía ocultar el color insalubre de su piel. Estaba frente a un cajón abierto de la cómoda de Paul, buscando algo con manos frenéticas entre las ropas de Rosa.
Él no la molestó. Paul tenía sentimientos encontrados respecto a «Mère», que era como ella le pedía que la llamara. Era algo fácil y no le tenía antipatía. Ella y su chismoso marido pertenecían a la pequeña burguesía que él detestaba, pero sabía que ella amaba a su hija y que, sin éxito, había intentado comprenderla, Paul había pensado que él comprendía a Rosa, y la falsedad de esa suposición le había sido revelada de modo tan brutal la noche anterior, que ahora era más tolerante con la madre de Rosa. Después de todo, Mère había tomado la decisión de dejar el hotel en sus manos, pero después posiblemente se había visto que eso no tenía nada de bendición. Quizás hubieran tenido una oportunidad si se hubiesen ido de París.
Ella dio media vuelta y lo vio. Vacilaron unos instantes, luego avanzaron rápidamente y se abrazaron. A Paul, ella le parecía una persona muy estable. Recordaba los viajes en tren que él y Rosa solían hacer los domingos a su casa de campo de las cercanías de Versalles. Mère siempre servía ragout y un vino blanco seco de la comarca un poco efervescente pero sin efectos posteriores.
—Vine en el tren de las cinco —dijo ella. Miró los ojos cansados y dolidos de Paul—. Oh, Dios, Paul —exclamó.
El no pudo pensar en nada que decirle y temió sus preguntas. Tal vez ella se diese cuenta de la inutilidad de hacer preguntas. Mère se dio vuelta y comenzó a buscar afanosamente entre los pedazos de papel, los botones y los alfileres y los otros efectos personales diseminados sobre la mesa al lado de la cama de Paul.
—Papá está en cama con asma —dijo ella. Ni ella ni Paul lamentaban que no hubiese venido ya que él nunca había aprobado la vida de Rosa o de Paul, pero no tenía el coraje de quejarse—. El médico no lo dejó venir. Mejor que sea así. Yo soy más fuerte.
Se dirigió al armario ropero y lo abrió sin pedir permiso. Buscó entre los vestidos y pasó la mano por el estante superior. Uno por uno, sacó los bolsos de Rosa y los apiló sobre la cama. Los dio vuelta y sólo encontró un viejo lápiz labial.
—¿Qué está buscando? —preguntó Paul, cada vez más molesto. Sospechó que su amistad podía tener una breve existencia.
—Algo que lo pueda explicar respondió Mère—. Una carta, una señal. No es posible que mi Rosa no dejara nada a su madre. Ni siquiera una palabra.
Empezó a llorar con sollozos prolongados y ahogados. Paul juntó los bolsos y los volvió a poner en su sitio y cerró la puerta del ropero. En el estante de arriba estaba la maleta que había contenido los recuerdos de Rosa y él la miro. No había razón para que Mère viera esas cosas porque nada podían revelar.
—Se lo dije por teléfono —dijo él—. No dejó nada. Es inútil buscar una pista.
Recogió la maleta de Mère, una gran valija de lona que parecía demasiado pesada para una breve estancia. El no quería que se quedase mucho tiempo en el hotel porque su presencia le recordaba a Rosa y todas los problemas que habían quedado sin resolver.
—Necesita descansar —le dijo en un tono imposible de contradecir—. Hay algunas habitaciones libres en el piso de arriba.
Paul la llevó hacia la escalera. Mère se percató de lo gastada que estaba la alfombra y cómo se estaba rompiendo en el borde de cada escalón, que estaba rota la pantalla de la lámpara de metal al lado del escritorio y que hacía mucho tiempo que no se limpiaban los cristales de la puerta. Asimismo, el hotel tenía un olor que ella no recordaba, como el olor del Camembert viejo, y se alegró doblemente de que su marido no la hubiese acompañado.
Pasó una pareja de negros en las escaleras. Era el argelino que tocaba el saxofón y su mujer, ambos con abrigos que les quedaban un poco grandes y ambos sonrientes y mostrando unos dientes blancos y saludables. Paul los saludó con un movimiento de cabeza, pero Mère se detuvo y los miró bajar las escaleras. Cuando ella dirigía el hotel, los negros tenían prohibida la entrada y le echó una mirada de sorpresa a Paul. El la consideró con frialdad, y sin expresión alguna. No le quería dar la oportunidad de empezar a quejarse y siguió adelante antes de que pudiera hablar.
Todas las puertas necesitaban pintura y esto las hacía más anónimas. De un cuarto salió el ruido de la criada con la aspiradora. Paul abrió una puerta y Mère entró. Sobre una pequeña mesa de despacho había un jarrón sin flores. El colocó la valija en medio de la cama que crujió con el sonido de sus viejos resortes.
—¿Con una navaja? —preguntó Mère y Paul entrecerró los ojos. Sabía que la pregunta llegaría pero sin embargo no estaba preparado. Contestarla era casi el equivalente a dar rienda suelta a la enfermedad.
—Sí —dijo sin pasión.
—¿A qué hora sucedió?
Paul decidió que se explicaría una vez y que luego nunca más volvería a hablar del tema, pasase lo que pasase.
—No lo sé —comenzó—. Yo tenía el turno de la noche. El último huésped llegó alrededor de la una. Cerré y...
Cerró los ojos y volvió a contemplar la escena: un cuarto pequeño empapado de sangre, más sangre de lo que él creía posible. Rosa echada en la bañera, distante y austera hasta en esa muerte truculenta. Podría haber preparado para él de antemano un gesto, una palabra, algo que aliviara las cosas o que las hiciera comprensibles. Podría haber arreglado que el recepcionista, Raymond o la criada descubrieran ese horror. ¿Quiso que él sufriera más o no le importó? De una manera u otra, el efecto fue devastador.
—Se mató por la tarde —dijo poniendo punto final.
—¿Y luego?
La voz de Mère era como un eco: dijera lo que dijera, Paul sabía que habría otra pregunta.
—Ya se lo dije —replicó, de pronto, muy cansado—. Cuando la encontré, llamé la ambulancia.
Salió al pasillo antes de que ella pudiera hablar de nuevo. El cuarto del que estaban hablando quedaba directamente al otro lado del pasillo y Paul creyó oír que corría el agua en la bañera. Puso la oreja contra la áspera madera. Mère había empezado a deshacer las maletas y no se dio cuenta de que él se había retirado.
—Después de tu llamada —dijo— nos quedamos despiertos toda la noche hablando de Rosa y de ti.
Paul se preguntó si la criada había dejado los grifos abiertos.
Lo podía haber hecho por fastidio o porque temía que la sangre quedara en las cañerías. Era muy supersticiosa y Paul se preguntó si aún estaría en el cuarto.
Volvió a la habitación de Mère. Ella estaba arreglando con cuidado sus pertenencias: artículos de tocador, un pijama abrigado y un vestido negro para el funeral. Miró sus cosas con un gesto de aprobación.
—Papá no dejó de susurrar como si todo hubiera pasado en nuestra casa.
Ella lo observó con una expresión curiosa que a él le pareció grotesca.
—¿Dónde ocurrió? —preguntó ella.
—En uno de los cuartos —Paul habló con cierto tono de desprecio como si el cuarto se tratase de un gran salón—. ¿Qué importancia tiene?
—¿Alguien sabe si sufrió?
¿Cómo podría haber dejado de sufrir?, pensó Paul. Y ¿por qué lo hizo?
—Tendrá que preguntárselo a los médicos —y agregó con placer malicioso—: Están haciendo la autopsia.
Mère abrió la boca, sorprendida. Las autopsias estaban asociadas con el crimen y el deshonor y ella no lo podía permitir.
—Nada de autopsias —dijo como si fuera la autoridad.
Paul no podía soportar más preguntas. Dio media vuelta y cruzó el pasillo hacia la otra puerta. Tomó el picaporte y abrió bruscamente la puerta. La habitación seguía vacía y tan arreglada como antes. El grifo de la bañera estaba abierto, cruzó el cuarto y lo cerró. Miró el esmalte limpio. Tal vez podría traer a Mère y mostrarle el escenario del suicidio de su hija. Quizás eso la satisfacía. Paul dio otra vuelta al grifo pero se detuvo antes de romperlo. El cuarto era tan común que tal vez por eso Rosa lo había elegido.
Al otro lado del pasillo, Mère empezó a sacar tarjetas y sobres de un paquete. Todo tenía un borde negro sólo apropiado para el anuncio de la muerte. Eran sobrantes de los funerales de otros parientes y ella se enorgullecía del conocimiento y la experiencia que tenía de ese tipo de cosas. Conduciría los últimos ritos de su hija con eficacia: a Rosa no le faltaría nada. Paul la preocupaba un poco. Siempre le había tenido miedo, pero al mismo tiempo reconocía su intensa hombría. Era tan diferente de su marido. Una vez llegó a pensar que era el único tipo de hombre que podía manejar a Rosa. Par esa razón, dio su bendición al casamiento de Rosa «con un soldado de fortuna». Estas eran las palabras de su marido.
Paul permaneció en el umbral mirando la colección de tarjetas y sobres. Mère levantó un par y los examinó de modo casi amoroso.
—Los tenía en casa —dijo evitando su mirada—. Yo ya he pasado por estas cosas. Pero ahora pienso en todo. Voy a arreglar mucho la habitación, con flores en todos lados.
Paul apretó los puños. No podía soportarlo más.
—Tarjetas y parientes —dijo con amargura—, flores y ropa de luto, todo en esa maleta. No se ha olvidado de nada, salvo de una cosa. No quiero curas.
Eso no se le había ocurrido a ella y un funeral sin sacerdotes era algo inimaginable.
—Religioso —tartamudeó—, va a ser un funeral religioso.
—¡Rosa no era creyente!
Sus palabras resonaron por el pasillo. Unas puertas se abrieron cuando los huéspedes empezaron a escuchar. El suicidio de Rosa había echado un paño mortuorio en el hotel entero y muchos de los huéspedes se movían furtivamente por los corredores, temerosos de la muerte o molestos por los inconvenientes. Paul no estaba seguro de qué se trataba y no le importaba.
—Ninguna persona de este lugar es creyente —dijo para que lo escucharan los demás.
—No grites, Paul —dijo Mère retrocediendo con miedo hasta que la cama se interpuso entre los dos.
Paul gritó aún más fuerte:
—¡La Iglesia no quiere suicidas!
Era absurdo y sin embargo, sintió dolor y frustración. Por un momento pensó que podía estrangularla, pero en cambio se puso frente a la puerta y la golpeó primero con un puño y luego con el otro.
—La absolverán —dijo Mère sollozando y desesperada—. Yo me ocuparé de ello. Tendremos una misa hermosa...
Luego se sentó en la cama y se cubrió la cara con las manos.
—¿Sabes lo que dijo papá? —dijo ella entre sollozos, incapaz de no expresar lo que ella creía que era la verdad—. Dijo, «Mi hijita siempre fue feliz. ¿Qué le hicieron? ¿Por qué se mató?»
Paul deseó poder llorar él también, hacer algo por aliviar el dolor. Pero no había nada que pudiera hacer.
—No lo sé —dijo—, nunca lo sabré.
Controlando su furia, giró y salió al corredor. La mayoría de las puertas se cerraron rápidamente mientras los huéspedes intentaban esconder el hecho de que habían estado escuchando y unas pocas puertas permanecieron un poco abiertas. Paul pensó en la gente detrás de ellas en términos de gusanos y quiso provocarlos aunque sabía que ninguno de ellos tenía la valentía de aceptar su desafío. Sus vidas tenían tan poco significado y eran tan despreciables como la de él.
Con falsa compostura, recorrió el corredor y tomando el picaporte de cada una de las puertas abiertas, les dio un portazo.