XX

Jeanne se preguntó si Paul la estaría esperando y qué sorpresa le tenía preparada mientras subía en el ascensor, por lo que ella pensaba que sería la última vez. Le parecía que ya no se podía avanzar más, que ya habían cruzado juntos una frontera definitiva. Pero para ella, la aventura continuaba aunque sabía que los peligros habían aumentado.

Salió del ascensor y abrió la puerta con su propia llave. Pensó que Paul quizá ya había descubierto la foto que le había puesto en el bolsillo. Era su modo de hacerle pensar en ella y le gustó la idea de que él la mirara mientras tomaba el café de la mañana o mientras llevaba a cabo las misteriosas actividades de su vida privada.

Volvió a recordar la rata muerta y abrió la puerta con cuidado.

El silencio y el resplandor de la luz contra las paredes circulares le dieron la bienvenida. Contuvo el aliento cuando vio las habitaciones vacías. No estaban los muebles. Pasó rápidamente de cuarto en cuarto confirmando lo que no podía creer, pero el apartamento estaba como en el primer día. Hasta el colchón había desaparecido.

Las paredes parecían más desnudas que antes y las manchas oscuras dejadas por los cuadros más tristes. Tan sólo quedaba el olor de sus encuentros y ya estaba haciéndose parte de la fragancia más penetrante del deterioro.

Salió corriendo dejando la puerta abierta y volvió al mortecino vestíbulo. La ventanilla de la portería estaba abierta y Jeanne pudo ver las anchas espaldas de la mujer inclinadas sobre sus oscuros pasatiempos. Jeanne se puso detrás de ella y se aclaró la garganta, pero la mujer no le hizo caso. Canturreaba una aria de Verdi que sonaba como un prolongado gemido.

—Perdón —dijo Jeanne—, ¿se acuerda usted del hombre del número cuatro?

Las palabras de Jeanne parecieron tener eco en el edificio y recordó el primer día que había venido y la frustración que experimentó al tratar de entrar. La mujer negra todavía ocultaba sus secretos y movió la cabeza con gesto negativo sin ni siquiera darse vuelta.

—Hace varios días que vive aquí —dijo Jeanne.

—No conozco a nadie —respondió la mujer—. Alquilan, subalquilan. El hombre del número cuatro, la mujer del número uno. ¿Qué sé yo?

Jeanne no podía creer que Paul simplemente se hubiera ido. Había esperado alguna sorpresa, pero por supuesto, ésta no.

—Y los muebles —dijo—. ¿Adónde los llevó? El apartamento está vacío.

La mujer se rió en son de mofa como si hubiera escuchado esa pregunta muchas veces.

—¿Adónde le envía la correspondencia? —preguntó Jeanne—. Déme la dirección.

—No tengo ninguna dirección. No conozco a nadie.

Jeanne permanecía incrédula.

—¿Ni siquiera el nombre?

—Nada, mam’zelle—. La mujer se dio vuelta con expresión hostil.

Jeanne estaba presionando demasiado a la portera de este submundo. Después de todo, había entrado allí por propia voluntad. Salió disparada hacia la puerta con el entusiasmo de una nueva idea. Si él se había ido, entonces el apartamento estaba vacante de nuevo. Sería como una especie de venganza, pensó, mientras caminaba hacia el café. Y él se la merecía. Le podría haber dicho que se iba, por lo menos, le podría haber dejado un mensaje. Le pareció imposible no volver a verlo nunca más, pero se dio cuenta de improvisto que no lo vería nunca jamás.

Cuando llegó a la cabina telefónica, su entusiasmo había disminuido; marcó el número de Tom.

—He encontrado un apartamento para nosotros —le dijo. El número 4 de la Rue Jules Verne... Ven de inmediato. ¿Sabes dónde queda? Te espero en el quinto piso.

Regresó y esperó en el vestíbulo hasta que oyó el ruido de los pasos de Tom y de su equipo cuando entraban en el ascensor. Los que no cupieron subían por las escaleras riéndose y gritando a los pasajeros de la jaula. Todo el edificio pareció transformado con el ruido y la súbita efusión de vida. Los recibió con una sonrisa y una reverencia.

—¿Te gusta nuestro apartamento? —le preguntó a Tom cuando éste entró seguido por los otros con sus aparatos. Inmediatamente el operador empezó a instalar la Arriflex en la habitación circular y Jeanne sintió un pequeño amago de remordimiento que pronto fue olvidado. Tom recorrió las habitaciones vacías como un emperador.

—¿Estás contenta? —preguntó al pasar. El operador empezó a filmar indiferente ante el medio ambiente—. Hay mucha luz agregó Tom sin esperar una respuesta.

Jeanne lo llevó al cuarto pequeño.

Este es demasiado diminuto para una cama doble, pero tal vez si, va para un niño. Fidel.. ése sería un buen nombre para un niño. Como Fidel Castro.

—Pero yo también quiero una hija —dijo Tom y ella sintió un súbito ataque de afecto por él. Era tan comprensivo con las cosas que ella hacía ... Volvió a pensar en Paul y extrañó la atmósfera que una vez habían tenido las habitaciones. Por primera vez fue capaz de imaginar la posibilidad de que allí viviera una familia con sus juegos y sus peleas y sus pequeñas miserias. Se sintió inmensamente triste.

—Rosa —dijo Tom, ignorante de las emociones en conflicto de Jeanne—, como Rosa Luxemburgo. No se la conoce mucho, pero en su tiempo no estuvo mal. ¿Qué te pasa?

—Nada.

—Bien. Entonces haré unas preguntas para la película. Hablemos de algo que interesa a todo el mundo: el sexo.

Tom había pensado sorprenderla con el tema. La cámara la enfocó, pero era evidente que ella estaba aburrida y desilusionada. Tom se dirigió al equipo:

—Corten. No es posible, basta de filmar.

Comenzaron a reunir los aparatos. Sin otra palabra, Tom los hizo salir del lugar. La script hizo un gesto tímido de despedida a Jeanne mientras seguía a los otros fuera del apartamento y cerraba la puerta con cuidado.

—Quería filmarte todos los días —dijo Tom con tono humilde. A la mañana cuando te despiertas, luego cuando te duermes. Cuandosonríes por primera vez... Y no filmé nada.

Jeanne dio media vuelta y se alejó de él por los cuartos vastos y vacíos. Tom la siguió y miró con expresión dubitativa el montón de viejos muebles escondidos bajo la sábana, las grietas y las manchas de humedad en las paredes, las molduras rotas.

—Hoy —dijo— dejamos de filmar. La película ha terminado.

Jeanne sintió remordimientos.

—No me gustan las cosas que terminan.

—Uno debe comenzar otra cosa de inmediato—. Tom caminó por la habitación circular a la que había regresado y levantó las manos en un gesto de apreciación. Pero es enorme.

—¿Dónde estás? —preguntó Jeanne desde el cuarto pequeño. Volvió sin ganas al centro de la acción.

—Estoy aquí —dijo él—. Es demasiado grande. Te puedes perder.

—Oh, basta ya—. Jeanne no tenía el mismo entusiasmo que él. —Ahora no empieces .. .

—¿Cómo encontraste este apartamento?

—De casualidad —contestó irritada.

—¡Cambiaremos todo!

Sus palabras tuvieron cierto atractivo para ella. ¿Era realmente posible cambiar algo?

—Todo —dijo ella—. Transformaremos la casualidad en el destino. Tom corrió al cuarto de al lado con los brazos abiertos. —¡Ven, Jeanne! exclamó—. ¡Despeguemos! Estamos en el paraíso. Haz una pirueta, haz tres giros y desciende. ¿Qué me pasa a mí? ¿Una bolsa de aire?

Se apoyó cómicamente contra la pared donde lo había llevado su viaje.

—¿Qué pasa? —dijo Jeanne riéndose a pesar de sí misma.

—Suficientes zonas tormentosas. No podemos actuar de esta manera —agregó Tom con seriedad—. No podernos bromear como niños. Somos adultos.

—¿Adultos? Pero eso es terrible.

—Sí, es terrible.

—Entonces. ¿Cómo debemos actuar?

—No lo sé admitió él—. Inventa gestos, palabras. Por ejemplo, una cosa que sé es que los adultos son serios, lógicos, circunspectos, peludos...

—Oh, sí —dijo Jeanne y se acordó de Paul.

—Se enfrentan a los problemas.

Tom se arrodilló en el piso y le tomó una mano a Jeanne entre las suyas y la hizo acercarse a su lado.

—Creo que te comprendo —dijo él en voz baja—. Quieres más un amante que un marido. Sabes, te propondría algo diferente. Cásate con quien se te ocurra y yo seré quien vaya a tu lado con pasión. El amante.

Le sonrió con cariño. Ella se recostó en el suelo y comenzó a empujarlo hacia sí.

—Vamos dirigió ella. Ahora ésta es nuestra casa.

Pero Tom se resistió. Encontró que la disposición de Jeanne le resultaba un poco molesta ya que a él no le gustaba hacer el amor en habitaciones extrañas. Se dijo que no estaba preparado. Además, el cuarto tenía un olor desagradable que no podía identificar. Se puso de pie y cerró su chaqueta de cuero.

—Este apartamento no es para nosotros —dijo él—. De ninguna manera.

Se dirigió a la puerta y dejó que ella se levantara sin su ayuda. Sintió claustrofobia y quiso marcharse.

—¿Adónde vas? —preguntó ella.

—A buscar otro apartamento.

—¿Otro como qué?—. Jeanne se maravilló de los instintos de Tom.

—Uno donde podamos vivir.

—Pero podemos vivir aquí.

—Encuentro triste este lugar —dijo él—. Tiene mal olor. ¿Vienes conmigo?

Jeanne no quería irse. Oyó sus pasos gallardos en el corredor. Qué diferentes sonaban a los pasos metódicos de Paul.

—Tengo que cerrar las ventanas —dijo— y devolver las llaves y asegurarme de que todo está en orden.

—Muy bien —dijo él—. Nos veremos más tarde.

Se saludaron de modo simultáneo y luego ella lo oyó bajar rápidamente las escaleras. Jeanne fue lentamente a la ventana y empezó a cerrar las persianas. Giró y observó la habitación. Ahora estaba en sombras y el brillo dorado y rojizo de las paredes había dado paso a un marrón brumoso. Las grietas parecían más grandes y amenazaban caerse; el olor era definitivamente de deterioro.

Caminó por el corredor. El cuarto pequeño había perdido el encanto y parecía húmedo y sin ventilación, inadecuado para un niño o para cualquiera. Abrió la puerta del cuarto de baño y sintió un escalofrío a pesar de la luz que venía del tragaluz encima de la bañera. El lavabo estaba sucio y por primera vez se dio cuenta de que del marco del espejo se desprendía la pintura llenando de un polvillo dorado el piso de baldosas.

Sintió una fuerte y súbita necesidad de irse. Algo la amenazaba en ese lugar. Giró y corrió por el corredor. Abrió la puerta de un golpe, salió afuera y cerró sin echar una última mirada.

Le pareció que había transcurrido una eternidad desde la primera vez que entrara en ese edificio. La ventanilla de la portería aún estaba abierta cuando salió del ascensor, pero la mujer había desaparecido. Jeanne se sorprendió de que pudiera moverse, parecía tan obesa, y dejó la llave en el tablero. Nunca se le ocurrió dejar una nota. Cuando salía, oyó que se abría la puerta próxima al ascensor y vio que la mano flaca dejaba otra botella sobre el piso de baldosas.

La Rue Jules Verne no había cambiado. Los obreros habían subido al andamiaje, los autos parecían estacionados de modo permanente, la calle estaba vacía. Pasó apresurada frente al café y cruzó la calle dejando atrás el conocido escenario. Sintió una sensación de alivio mezclada con tristeza. Sólo deseaba irse de allí.

El puente elevado del tren estaba ante ella y arriba, se extendía el límpido cielo azul del invierno. La luz del sol trazaba caprichosos dibujos sobre el puente. Con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo de gamuza y la cabeza gacha, Jeanne empezó a cruzar el Sena sin pensar en lo que le depararía el futuro.

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