Paul estaba en el refugio del puente del tren, mirando los pétalos de hierro azul y gris que sostenían el metro y la lluvia que pasaba entre los arcos hacia el río. Tenía el impermeable puesto no porque tuviera frío o estuviese mojado —había llegado al puente antes de que empezara la lluvia—, sino porque le gustaba la sensación de protección que le dispensaba. No se había peinado esa mañana y la zona de la cabeza que iba a la calvicie era más evidente. Parecía más viejo que antes. Y más vulnerable. Hoy iban a llevar el cuerpo de Rosa a la habitación que su suegra había arreglado con tanto esmero y Paul se dirigía a otra habitación para encontrarse con otro cuerpo que estaba muy vivo aunque no tuviera nombre ni importancia para él. Se le ocurrió que la situación no dejaba de ser bastante cómica, pero no se rió.
En ese momento, un taxi se detuvo en la Rue Jules Verne y Jeanne bajó del coche. Estaba completamente empapada y parecía estar casi desnuda. El fino satín se había vuelto transparente con el color de su carne y colgaba de modo provocativo de sus pechos y nalgas y hasta exponía el pequeño manchón de pelo púbico. El taxista la miró con aturdida admiración cuando Jeanne cruzó la calle y entró en el edificio de apartamentos.
La lluvia menguó y Paul salió del refugio en dirección a la Rue Jules Verne.
Fue algo extraño que ambos llegaron al mismo lugar procedente de circunstancias tan diferentes. Paul llegaba de una escena de duelo y de muerte violenta; Jeanne, de una celebración de la vida y del amor.
Jeanne no había traído la llave y fue corriendo a la ventanilla de la portería. La mujer estaba sentada de espaldas al vestíbulo.
—Perdón —dijo levantando la voz para que la oyese por encima del ruido de la lluvia, pero la mujer ni se volvió. Un trueno hizo temblar el edificio. Jeanne se alejó de la ventanilla y se sentó en un banco de madera al lado del ascensor. Se refregó el cuerpo, que le temblaba.
Allí la vio Paul y experimentó un nuevo regocijo al darse cuende que había venido a él en ese estado de prisa y abandono. El sonido de sus pasos hizo que Jeanne levantara la vista, expectante, pero Paul pasó por su lado sin decir palabra y entró en el ascensor. Se enfrentaron a través de las rejas del aparato.
—Perdóname —dijo Jeanne—. ¿Aún me quieres?
Paul no sabía de qué tenía que perdonarla y no le importaba. Simplemente, asintió con la cabeza y abrió la puerta del ascensor.
—J’ai voulu te quitter, j’ai pas pu —dijo ella de prisa y luego recordó que él prefería hablar en inglés—. Quise dejarte, pero no pude. ¡No puedo!
Paul no dijo nada. Contempló su cuerpo: los círculos oscuros de los pezones a través de la tela mojada, la forma de las caderas angostas, la plenitud de los muslos. Hasta el vello suave de las piernas se veía por el satín como si fuera una segunda piel.
El ascensor empezó a subir.
—Quise irme —volvió a decir ella—. ¿Comprendes?
Todavía Paul no dijo nada. Sus ojos subían y bajaban por su cuerpo. Jeanne empezó a levantar el dobladillo del vestido, reclinándose contra la pared y observando su cara para detectar signos de placer. Mostró primero las pantorrillas y las rodillas, luego los muslos, luego el pelo púbico. Hizo una pausa y levantó aún más el vestido hasta que mostró el ombligo infantil. El ascensor subió aún más.
—¿Qué más quieres de mí? —preguntó ella, agradecida y desnuda.
Paul podría no haberla escuchado. Sus palabras no significaban nada comparadas con su presencia. Adelantó la mano y pasó un dedo entre sus piernas donde estaba húmedo y caliente. Ella vaciló, luego le desabrochó el pantalón y pasó la mano por entre las ropas hasta que lo agarró firme e inequivocamente. Sus brazos formaron una cruz.
El ascensor suspiró cuando llegó a su destino.
—Voilà! —exclamó Paul. Luego abrió rápidamente la puerta del apartamento. Comenzó a cantar—: «Había una vez un hombre y tenía una vieja cerda...»
La lluvia entraba a torrentes por la ventana abierta del cuarto circular y Paul la cerró de golpe. Luego se volvió a ella y le hizo una reverencia teatral. Jeanne estaba en medio de la habitación, temblando y sonriendo.
—Sabes, estás empapada —dijo él y la abrazó—. El vestido mojado era resbaloso como el hielo y su cabellera le dejó una mancha de humedad en el pecho. Fue al cuarto de baño a buscar una toalla.
Jeanne se sintió jubilosa. Ahora era su novia y ésta era su luna de miel e hizo una pirueta en media de la sala (tal como lo había hecho el primer día) y se dejó caer en el colchón. Se abrazó a la almohada como cualquier adolescente alborotada y luego dirigió el rostro expectante hacia la puerta esperando el regreso de Paul. En ese momento su mano tocó algo húmedo bajo la almohada. Jeanne se incorporó, puso a un lado la almohada. Una rata muerta estaba sobre la sábana; tenía sangre seca alrededor del hocico y la piel estaba húmeda y manchada.
Lanzó un grito.
Paul llegó con la toalla y se la tiró sobre las rodillas.
—Una rata —dijo con naturalidad, pero ella se abrazó a él lloriqueando—. Es nada más que una rata —repitió él divertido de su miedo irracional—. En París hay más ratas que gente.
Paul se agachó y levantó la rata por la cola dejando que la cabeza se balanceara ante su rostro. Jeanne sofocó un grito y dio un paso atrás. Estaba aterrorizada y se sentía enferma ante el espectáculo y por haberla tocado y miró asqueada cuando Paul la levantó un poco más y abrió la boca.
—Yum, yum —dijo relamiéndose los labios.
—Quiero irme —dijo ella tartamudeando.
—Eh, espera. ¿No quieres probar un bocado antes? ¿No quieres comer algo?
Su crueldad era tan extenuadora como súbita.
—Esto es el fin —dijo ella.
—No, no es el fin —bromeó él señalando la cola—. Pero me gustaría empezar por la cabeza que es la mejor parte. ¿Estás segura de que no quieres? Muy bien...
Acercó la rata a un centímetro de su boca. Ella se dio media vuelta horrorizada.
—¿Qué te pasa? —preguntó él azuzándola— . ¿No te gustan las ratas?
—Quiero irme. No puedo hacer más el amor en esta cama. No puedo. Es asqueroso, nauseabundo —se le estremeció el cuerpo.
—Pues bien entonces —dijo él—, lo haremos sobre el radiador o de pie sobre el estante de la chimenea.
Se dirigió a la cocina.
—Escucha —dijo con la rata aún colgando de la mano—, tengo que buscar un poco de mayonesa para esto porque con mayonesa, es algo realmente asombroso. Dejaré el culo para ti. ¡Culo de rata con mayonesa!
—Quiero irme. Quiero salir de aquí —gritó ella sin poder ni siquiera mirar la cama. Qué rápidamente había cambiado la atmósfera: no se podía predecir lo que haría a continuación. El deseo que sentía por él y su propia pasión habían desaparecido ante el contacto de esa piel manchada y muerta. Por primera vez vio el cuarto en toda su sordidez. El olor del sexo le hizo recordar a la muerte. Su propia audacia de estar allí la asustó.
Estaba por avanzar hacia la puerta cuando Paul regresó. Había tirado la rata.
—¿Quo vadis, baby? —preguntó juguetonamente. Fue a la puerta y la cerró con llave. Jeanne lo miró con una expresión mezcla de disgusto y agradecimiento. En realidad no quería irse.
—Alguien lo hizo a propósito —dijo mirando a Paul con suspicacia—. Lo puedo sentir. Es una advertencia, es el fin.
—Estás loca.
—Te lo tendría que haber dicho de inmediato —quería desafiar esa abrumadora seguridad masculina—. Me he enamorado de una persona.
—Oh, qué maravilla —dijo Paul con gesto burlón. Se adelantó y pasó las manos por la tela suave del vestido como si fuera un aguacate maduro. Sabes, vas a tener que sacarte esta porquería mojada.
—Voy a hacer el amor con él —insistió ella.
Paul la ignoró.
—Primero, toma un baño caliente, porque si no lo haces, te vas a pescar una neumonía. ¿De acuerdo?
Con gentileza llevó a Jeanne al cuarto de baño y allí abrió los dos grifos. Luego recogió el dobladillo del vestido y lo empezó a levantar lentamente desnudándola como ella se había desnudado en el ascensor.
—Pescas una neumonía —dijo— y luego ¿sabes qué sucede? Te mueres.
Ella quedó de pie ante él, desnuda y moviendo la cabeza.
—¡Tengo que romperle el culo a esa rata muerta! —dijo él.
—Ohhh —murmuró ella y se escondió el rostro entre las manos. Sabía que él jamás le permitiría olvidarse.
Paul empezó a cantar nuevamente. Se subió las mangas, luego le dio una mano a Jeanne y la hizo pasar gentilmente dentro de la bañera. El agua estaba encantadoramente caliente. Se sentó lentamente sintiendo que el frío y la ansiedad desaparecían de su interior Paul se sentó en el borde de la bañera.
—Pásame el jabón —dijo.
Le agarró el tobillo y le levantó el pie hasta que estuvo a la altura de su cara. Lentamente comenzó a enjabonarle los dedos, la planta del pie, luego las pantorrillas. Jeanne se sorprendió de la suavidad de sus manos. Sintió que sus piernas estaban hechas de elástico mientras el vapor subía por ellas y daba a su piel un brillo caluroso.
—Estoy enamorada —repitió.
Paul no quería escuchar nada de eso. Pasó su mano llena de jabón por el costado del muslo hasta que no pudo ir más allá. Allí empezó a hacer espuma.
—Estás enamorada —dijo con un entusiasmo burlón—. ¡Qué encanto!
—Estoy enamorada —insistió ella y empezó a gemir. La mano de Paul era implacable y ella apoyó la cabeza contra el costado de la bañera y cerró los ojos.
—Estoy enamorada, ¿entiendes? susurró—. Sabes, eres un viejo y te estás poniendo gordo.
Paul le soltó la pierna que cayó al agua pesadamente.
—Gordo, ¿no? Qué cruel.
Le enjabonó los hombros y el cuello y acercó la mano a los pechos. Jeanne estaba determinada a obligarlo a que la tomase en serio. Asimismo se percató de que disponía de una ventaja, lo que era algo nuevo para ella. Lo miró con atención y comprobó que lo que estaba diciendo era verdad.
—Has perdido la mitad del pelo y la otra mitad es casi blanca dijo ella.
Paul le sonrió pese a que las palabras lo molestaron. Le enjabonó los pechos, luego tomó uno con una mano y lo observó con ojos críticos.
—Sabes —dijo—, dentro de diez años vas a estar jugando al fútbol con tus tetas. ¿Qué piensas de ello?
Jeanne sólo levantó la otra pierna y Paul se la lavó.
—¿Y sabes qué voy a estar haciendo yo? —preguntó mientras volvía a poner la mano sobre la piel suave entre los muslos.
—Estarás en una silla de ruedas —dijo Jeanne y suspiró cuando el dedo de Paul le tocó el clítoris.
—Bueno, tal vez. Pero pienso que estaré riéndome en la eternidad.
Le dejó la pierna, pero Jeanne la mantuvo en el aire.
—Qué poético. Pero por favor, antes de que te levantes, limpiame el pie.
—Noblesse obliga.
Le besó el pie y luego se lo enjabonó.
—Sabes —continuó diciendo Jeanne, él y yo hacemos el amor.
—¿Realmente? —Paul se rió, divertido con la idea de que lo estaba provocando con esa revelación—. ¿Y lo hace bien?
—¡Es magnífico!
Al desafío de Jeanne le faltaba convicción. Sin embargo, Paul sintió que estaba más satisfecho. Sin duda, ella tendría otro amante, pero volvía una y otra vez a él por lo que le pareció una razón obvia.
—Sabes, eres una imbécil—dijo él—. Lo mejorcito lo vas a hacer en este mismo apartamento. Ahora, ponte de pie
Ella obedeció y dejó que él la diera vuelta. Sus manos, suaves por el jabón, le acariciaron la espalda y las nalgas. Paul parecía un padre que bañaba a su hija, los pantalones empapados de agua, concentrado y un tanto inexperto.
Jeanne dijo:
—Mi novio está lleno de misterios.
Esa idea molestó vagamente a Paul. Se preguntó hasta dónde la dejaría llegar y cómo haría para detenerla.
—Escucha, tontita —dijo—. Todos los misterios que vas a encontrar en la vida están en este mismo lugar.
—Es como todo el mundo —la voz de Jeanne tenía un tono de ensoñación—, pero al mismo tiempo, es diferente.
—Como todo el mundo, ¿pero diferente? Paul le siguió la corriente.
—Sabes, hasta llega a asustarme.
—¿Qué es? ¿El rufián local?
Jeanne no pudo dejar de reírse.
—Podría ser. Tiene ese aspecto.
Salió de la bañera y se envolvió en una gran toalla. Paul se miró las manos enjabonadas.
—¿Sabes por qué estoy enamorada de él?
—Tengo muchísimas ganas de saberlo —dijo él sarcásticamente.
—Porque sabe... —hizo una pausa, incierta de que quería asumir la responsabilidad por sus palabras— ...porque sabe cómo enamorarme.
Paul notó de que su molestia se había transformado en rabia.
—¿Y quieres que este hombre que tú amas te proteja y te cuide?
—Sí.
—¿Quieres que ese guerrero poderoso, dorado y brillante construya una fortaleza en donde puedas refugiarte?
Se puso de pie y levantó la voz junto con su cuerpo. La miró con desprecio.
—...y entonces nunca tendrás que tener miedo y nunca te sentirás sola. Nunca te quieres sentir vacía. Eso es lo que quieres, ¿no es así?
—Sí—dijo ella.
—Pues bien, jamás encontrarás ese hombre.
—¡Pero ese hombre ya lo he encontrado!
Paul quiso golpearla, hacerle ver al estupidez de su afirmación. Sintió un ataque de celos. Jeanne había violado el pacto, había hecho que el mundo exterior pareciera real por primera vez. Tenía que violarla de alguna manera.
—Pues —dijo, no pasará mucho tiempo antes de que él quiera construirse una fortaleza con tus tetas, tu coño y tu sonrisa...
Paul pensaba que el amor era una excusa para alimentar en otra persona la propia estimación de uno mismo. El único modo verdadero de amor era utilizar otra persona sin presentar ninguna excusa.
—Con tu sonrisa —continuó— construirá un lugar en el que se pueda sentir lo suficientemente cómodo y poder hincarse ante el altar de su propio falo...
Jeanne lo miró fascinada, la toalla cubriéndole todo el cuerpo. Las palabras de Paul la asustaron y la llenaron de un nuevo deseo.
—He encontrado ese hombre —repitió.
—¡No! —exclamó él rechazando la posibilidad—. ¡Estás sola! ¡Estás completamente sola! Y no te liberarás de ese sentimiento de soledad hasta que veas a la muerte cara a cara.
Paul bajó la mirada y vio las tijeras sobre el lavabo e involuntariamente sus manos fueron en esa dirección. Sería tan fácil: ella, él, luego nada más que sangre. El había estado allí anteriormente, se dijo a sí mismo. Pensó en el cuerpo de Rosa siendo subido por las escaleras por un par de empleados de la funeraria. Una ola de náusea lo sacudió.
—Sé que esto puede parecer una mierda —dijo—, una mierda romántica. Pero hasta que no vayas hasta el mismo culo de la muerte, dentro de su culo, y sientas ese útero de miedo, no podrás conseguirlo. Luego, tal vez, puedas encontrarlo.
—Pero ya lo he encontrado —dijo Jeanne y su voz era insegura. Eres tú. ¡Tú eres ese hombre!
Paul tembló y se apoyó en la pared. Ella lo había engañado. Había corrido un riesgo muy grande. Ahora le mostraría lo que era la desesperación.
—Dame las tijeras dijo,
—¿Qué? —Jeanne sintió miedo.
—Pásame las tijeras de uñas,
Jeanne las sacó del lavatorio y se las entregó. Paul la tomó por la muñeca y le levantó la mano hasta que alcanzó la altura del rostro.
—Quiero que te cortes las uñas de la mano derecha —le dijo, pero ella lo miró sorprendida.
—Estos dos dedos —agregó él señalándolos. Jeanne se cortó con cuidado la uña del índice y la del dedo medio. Volvió a colocar la tijera sobre el lavabo en vez de entregársela a Paul. El comenzó a desabrocharse los pantalones, sus ojos siempre fijos en ella. Los pantalones y los calzoncillos cayeron a los tobillos y se le vieron los genitales y los muslos hirsutos y musculosos. Bruscamente Paul le dio la espalda y apoyó ambas manos en la pared, por encima del lavabo.
—Ahora —dijo— quiero que me pongas los dedos en el culo.
—Quoi? —Jeanne no pudo creer lo que acababa de oír.
—¡Que me pongas los dedos en el culo! ¿Estás sorda?
Ella lo empezó a explorar. Se maravilló de la habilidad que tenía Paul para sorprenderla, para empujarla más allá de lo que ella se había imaginado. Ahora sabía que el affair podía tener un fin espantoso, algún inexplicable hecho de violencia, pero ya no sintió más miedo. Algo en las profundidades de la desesperación de Paul, la emocionaba y excitaba y la hacía moverse a su lado. Estaba dispuesta a seguir aunque significara empujarlo aún más a su propia desintegración.
Hizo una pausa por temor a lastimarlo.
—¡Sigue! —ordenó él y ella metió más los dedos.
Paul sintió un dolor penetrante.
Ella había pasado la primera prueba. La empujó todavía más.
—Voy a conseguir un cerdo —le dijo suspirando y voy a hacer que el cerdo te la meta. Y quiero que el cerdo te vomite en la cara. Y quiero que te tragues el vómito. ¿Vas a hacer eso por mí?
—Sí —dijo Jeanne sintiendo el ritmo de su respiración. Cerró los ojos y metió los dedos más profundamente. Comenzó a sollozar.
—¿Qué?
—Sí —contestó ella, acompañándolo ahora con la cabeza reclinada sobre la ancha espalda. No había escapatoria. La habitación los contenía como una célula y los metía en el interior de su propia pasión y degradación. Ella compartió lealmente su territorio extremo y solitario: estaría de acuerdo en todo, haría cualquier cosa.
—Y quiero que ese cerdo se muera —continuó diciendo Paul, con la respiración agitada, los ojos cerrados y el rostro erguido en una expresión que podría haber sido de bendición. Se movieron juntos como nunca lo habían hecho.
—Quiero que el cerdo se muera mientras te la está dando. Y luego tienes que ir por detrás y quiero que huelas los pedos moribundos del cerdo. ¿Vas a hacer todo eso por mí?
—Sí —exclamó ella y le abrazó el cuello con el otro brazo, su rostro apretado entre los hombros.
—Sí y más que eso. Y peor, peor que antes, mucho peor ...
Paul acabó. Ella se había abierto completamente y le había probado su amor.
No había otro sitio dónde ir.