Cuando Jeanne llegó el equipo de Tom estaba a la espera en el jardín de la villa de Chatillon-sous-Bagneaux, un suburbio de París. Ya no llevaba el pelo recogido en rodete, sino dispuesto en bucles sobre los hombros. Parecía que acabara de despertarse. Recién salida de su cita con Paul, restallaba de vitalidad; en contraste con ella, los demás tenían aspecto de estatuas. En la entrada, Jeanne hizo una pausa para observar al tipo de sonido. Estaba arrodillado junto a su Nagra, los audífonos en su sitio y pasaba el micrófono de un lado a otro por encima de la cabeza grabando los distintos sonidos estridentes de los animales domésticos. El operador cargó la cámara con película, manteniendo las dos manos dentro de un bolso negro. La script repasaba las páginas brillantes de Elle con un obvio aburrimiento. Ninguno de ellos estaba interesado en los pavos que caminaban por el lugar: sólo los pájaros producían un sonido interesante.
Jeanne dio un portazo.
—Gracias por el ruido —dijo el hombre del sonido—. Fue la mismísima discreción.
Jeanne vio la desilusión dibujada en el rostro de Tom. Estaba a un costado, con las manos en los bolsillos, tratando de sonreírle.
—No estás lista —dijo mirándole el pelo.
Jeanne decidió no justificarse con mentiras.
—Pero no es una peluca —bromeó—. Es mío. ¿No estoy hermosa? Dice que no te gusta como estoy.
—Pero sí me gustas como estás —insistió Tom—. Pareces cambiada, pero eres la misma. Ya puedo imaginarme una toma..
Tom levantó ambas manos e imitando una cámara, caminó a su alrededor. El equipo se preparó para la toma. Jeanne observó el jardín y el muro de piedra circundante. En su infancia, la villa había estado rodeada en tres sitios por campos verdes. A lo largo de los años, ella había presenciado con angustia que esos mismos campos se iban llenando de edificios de apartamentos y de chozas pertenecientes a los inmigrantes pobres, que se habían visto obligados a huir de las ciudades.
—La cámara está alta —prosiguió Tom—. Desciende lentamente hacia ti. Y mientras avanzas, se te acerca. También hay música. Se te acerca más y más..
—Tengo prisa —interrumpió Jeanne— . Comencemos.
—Pero primero hablemos un poco.
—No —dijo ella.
El equipo se puso en acción y la siguió hacia el fondo del jardín.
—Hoy improvisaremos —anunció ella—. Tendrán que mantener el ritmo.
Tom estaba encantado. Ordenó con un gesto al operador para que los siguiese.
—Estás estupenda —dijo caminando tras ella y alargó el brazo para tocarle el pelo—. Estás como realmente eres, en tu casa y en el escenario de tu infancia. ¡No podría ser de otra manera! Te filmaré tal cual eres: salvaje, impetuosa, entusiasta.
Jeanne se encaminó hasta una tumba junto a unos espinos. La fotografía que había sobre la piedra mostraba a su perro ovejero alemán sentado y obediente. Bajo la foto se leía: «Mustafá, Orán 1950 — París 1958.»
—Fue el amigo de mi infancia —dijo ella—. Me vigilaba durante horas y yo pensaba que me comprendía.
Una vieja vestida de negro y con los brazos cruzados sobre su ampuloso pecho se acercó de prisa desde la casa. Tenía el pelo blanco estirado severamente hacia atrás y llegó a tiempo para escuchar las palabras de Jeanne. La mujer agregó:
—Los perros valen más que la gente, mucho más.
Jeanne dio un salto y la abrazó.
—Esta es Olympia —le explicó a Tom—, la niñera de mi infancia.
—Mustafá podía distinguir a los ricos de los pobres —dijo Olympia—. Nunca cometió un error. Si entraba alguien bien vestido, jamás se movía..
Su voz ronca se apagó cuando vio que el operador, alentado por Tom, comenzaba a girar a su alrededor.
—Si aparecía un mendigo —continuó—, tendrían que haberlo visto. ¡Qué perro! El coronel lo entrenó para que reconociera a los árabes por el olfato.
Jeanne se dirigió al equipo:
—Olympia es una antología de virtudes domésticas. Es leal, admirable y... racista.
La vieja los hizo pasar a la villa.
El hall de entrada estaba lleno de macetas con plantas distribuidas al azar sobre las baldosas gastadas. Encima de una vieja mesa de bambú había una lámpara de hojalata con una pantalla de vidrio verde; arriba, había un cuadro al óleo amateur del padre de Jeanne, el coronel con su uniforme. El uniforme estaba extraordinariamente bien cortado, las botas impecables y los bigotes engominados.
Jeanne hizo que la gente pasara ante el retrato y entrara en el cuarto adyacente con el suelo encerado y las paredes empapeladas con diseños geométricos y atrevidos. Sobre una estantería llena de fotos, había armas primitivas dispuestas con prolijidad. Las fotos que mostraban un conglomerado de escenas exóticas tenían los bordes amarillentos y doblados; todo distrajo momentáneamente al director y a su equipo.
Jeanne miró las fotos con orgullo. Sacó una del estante y la exhibió para que la vieran: en la fotografía había tres hileras de niñas de la escuela primaria que se enfrentaban a la cámara con aire melancólico bajo la mirada de una mujer fornida.
—Esa soy yo —dijo Jeanne—, estoy a la derecha de la maestra, Mademoiselle Sauvage. Era una persona muy religiosa, muy severa...
—Era demasiado buena —interrumpió Olympia—. Te dio todos los gustos.
Tom dio una palmada en el hombro del operador; éste giró y apuntó el objetivo en dirección a la anciana, pero ella se escondió detrás de los otros.
Jeanne señaló otra figura.
—Y esa es Cristina, mi mejor amiga. Se casó con un farmacéutico y tiene dos chicos. Aquí todo es como un pueblito. Todo el mundo se conoce...
Olympia comentó:
—Personalmente, yo no podría vivir en París. Aquí todo es más humano.
Nuevamente, el operador dio media vuelta en busca de su imagen. Olympia se escapó por las puertas en forma de persiana.
—Esto es como un refugio —continuó diciendo Jeanne—. Es triste mirar atrás.
Entraron en la habitación de su infancia. Había animales rellenos y con las extremidades gastadas colocados en hilera frente a los marcos de las ventanas; había imitaciones en madera oscura de posesiones de los adultos (una rueda, una silla, un taburete) alineados contra las paredes. Las cubiertas de los libros estaban todas gastadas.
—¿Por qué dices que es triste? —le preguntó Tom—. Es una maravilla.
Simplemente, ella levantó las manos y dio media vuelta.
—¡Eres tú misma! —exclamó él—. Se trata de tu infancia. Eso es lo que yo quiero.
Inspirado, Tom dirigió la mirada al techo. Al mismo tiempo hizo una señal para que el operador siguiera a Jeanne.
—Estas anotaciones son la infancia de tu inteligencia. Es algo fascinante. El público tiene algo de miedo a la mujer de hoy...
Hizo una pausa para pensar y verificó mentalmente el guión mientras Jeanne salía de la habitación perseguida por el operador.
—...Sin embargo, te permite mostrar la inteligencia cotidiana de cualquier mujer, alguien un poco por encima de lo común, pero alguien que no es inalcanzable...
Inspirado, Tom miró a su alrededor y pareció darse cuenta por primera vez de la presencia de su equipo.
—¿Qué están haciendo aquí? —gritó—. ¿Quiénes son estos zombis que están a nuestro alrededor?
Los sacó fuera y luego abrió una puerta que daba a una habitación llena de muebles bajos y cómodos.
—¡Estoy abriendo una puerta! —gritó haciendo un gesto a Jeanne—. ¡Estoy abriendo todas las puertas!
—¿Adónde vas? —preguntó ella tratando de ponerse a la altura de su entusiasmo.
—Tengo un plan ¡Marcha atrás! ¿Entiendes? Como un automóvil en marcha atrás.
Tom le tomó las manos.
—Cierra los ojos —dijo—. Marcha atrás, anda, vuelve a encontrar tu infancia.
—Veo a papá dijo ella cooperando— con su uniforme...
—No temas. Supera los obstáculos.
—Papá en Argelia...
—Tienes quince años —dijo él—, catorce, trece, doce, once, diez, nueve...
—Veo mi calle preferida cuando tenía ocho...
Jeanne abrió los ojos, levantó de la mesa un cuaderno forrado. Comenzó a leer en voz alta.
—Deber para la clase de francés. Tema: el campo. Desarrollo: el campo es la tierra de las vacas. La vaca está enteramente cubierta de cuero. Tiene cuatro lados, el frente, el trasero, el lomo y la parte inferior...
—¡Encantador!
Jeanne levantó el diccionario y empezó a pasar páginas.
—La fuente de mi cultura fue el Larousse —dijo—. Lo copié
Leyó en voz alta.
—Menstruación, sustantivo femenino, función fisiológica que consiste en un fluido... Pene, sustantivo masculino, el órgano de la copulación que mide entre cinco y cuarenta centímetros...
—Muy instructivo —dijo él acercándose a la ventana y haciendo un gesto para que regrese el equipo.
Jeanne recogió una fotografía de su padre. Estudió el despliegue de medallas sobre el pecho, los galones de oro del uniforme que recordaba tan vívidamente, la manera en que se ponía firme con los dedos apenas doblados a los costados. Jamás lo había visto cometiendo alguna informalidad. Siempre había sido bueno y, sin embargo, ella nunca se había visto en libertad para subir sobre sus rodillas, tocarlo y besarlo. Su madre había venerado al coronel y Jeanne a menudo había detectado lo que hasta ese entonces se habían parecido a los celos por parte de su madre. Jeanne había llegado a desear ser un soldado como su padre, llevar un arma y moverse por la vida con esa espléndida seguridad. Cuando él se ofreció a enseñarle el uso de su pistola reglamentaria se sintió tan halagada que superó el horror que le producía el estallido y la muerte potencial que representaba y aprendió a tirar casi tan bién como él. Jeanne pensaba en el coronel como un anciano, pero un anciano invencible, y cuando murió fue como si todo el mundo quedara de pronto en peligro.
—¿Quién es este? —preguntó Tom con el dibujo de un chico tocando el piano.
Jeanne sonrió.
—Mi primer amor —dijo—. Mi primo, Paul.
El operador se interpuso entre los dos y enfocó con la Arriflex. Olympia estaba en la puerta, totalmente silenciosa.
—¿Por qué tiene los ojos cerrados? —preguntó la script.
—Estaba tocando el piano y lo hacía estupendamente. Lo recuerdo sentado allí y tocando las teclas con los dedos delgados. Practicaba horas seguidas.
Recordaba verdaderamente los ojos negros y las facciones afiebradas y enfermizas de su primo. Mientra sus padres tomaban el té en el salón mirando el jacinto en flor y los espinos y hablando de los viajes por el África, ella y él se escapaban en silencio...
Jeanne abrió la ventana y señaló el patio trasero.
—Esos dos árboles —dijo—, el castaño y el platanus; allí era donde nos sentábamos. Cada uno tenía su propio árbol y nos mirábamos. Mi primo me parecía un santo.
Tomó a Tom de la mano y lo llevó hasta el patio.
—¿No son hermosos? —preguntó y señaló el lugar lleno de maleza y de hierbas. Pero Jeanne no las vio porque estaba recordando lo que había sido; estaba mirando por encima de todo, y no podía ver el deterioro que la rodeaba.
—¿No son hermosos? —repitió como si Tom no lo pudiera ver por sí mismo—. Para mí, esos árboles eran como una selva verdadera.
Qué fácil le resultaba idealizar a Tom. Sus entusiasmos y sus desilusiones alentaban a Jeanne y la impulsaban a meterse en su propia fantasía. Pero no pudo proseguir. La realidad se puso a su alrededor tan masiva como una nubes tormentosas y los aspectos más sórdidos de su infancia clamaron por ser revelados.
Olympia se aproximó con una foto del coronel en la mano como si fuera un icono.
—¡El coronel era un hombre espléndido! —dijo a quien quisiera escucharle e intentó que el operador enfocara lo que ella consideraba lo más importante de la villa.
—Hasta me asustaba —admitió.
Jeanne volvió a contemplar la foto y recordó el miedo que había sentido siempre que él estaba enojado. De pronto pensó en Paul, en su orgullo y fortaleza y quiso estar a su lado. Miró a su alrededor y por primera vez se percató de que la villa necesitaba pintura, de la erosión en un rincón del jardín, de muro agrietado, de las hierbas y a la vista a distancia de los techos de cartón alquitranado.
—En mi tiempo no había nada de eso —dijo con disgusto, entrando en la maleza seguida por el equipo de filmación.
Se sintió castigada y de una manera engañada por esta visita y cuando descubrió a media docena de niños de piel oscura de cuclillas entre las moras, defecando, se enfureció como si la estuvieran violando.
—¿Qué están haciendo? —les gritó mientras ellos se subían los pantalones y huían.
Jeanne tomo del brazo a unos de los chicos y lo zarandeó. Sus ropas apenas eran algo más que trapos y el chico temblaba mientras trataba de patearla en la espinilla. Jeanne vio que Olympia levantaba del suelo un palo y se acercaba rápidamente por el matorral, el operador corriendo junto a ella para mantenerla en foco.
—¿No tienes otro lugar para ir a hacer eso aparte de mi bosque? —preguntó Jeanne al chico y se dio cuenta de que éste no la podía comprender.
—Corre —dijo ella—. ¡Lárgate de aquí!
El chico disparó y salto por encima del muro como un animal.
—¡Si te pesco, te colgaré —gritó Olympia. Vete a cagar a tu propio país, miserable.
Olympia levantó una piedra y la arrojó inútilmente contra los intrusos.
—Africanos —dijo con tono de disgusto—, ya ni siquiera se puede vivir en la propia casa.
Jeanne dio media vuelta y miró a su alrededor y se dijo a sí misma: «Envejecer es un crimen.»
Tom se puso a su lado, respirando agitadamente, y señaló con un gesto al operador. Tenía el rostro contraído por la excitación y el orgullo.
—¿Lo conseguiste? —preguntó Jeanne.
—Todo.
—Olympia estuvo magnífica. Ahora tendrás una idea precisa de las relaciones raciales en los suburbios.
Jeanne se percató de que tenía los ojos húmedos.
Tom no se dio cuenta y dijo:
—Ahora cuéntame de tu padre.
—Pensé que ya era suficiente por el día.
Se alejó de él y se encaminó a la entrada principal. De pronto, Tom le pareció confinado dentro de las ilusiones de su propia infancia, un personaje engreído e ingenuo.
—Una última cosa —dijo él acercándosele rápidamente.
—Tengo prisa.
—Tan sólo cinco minutos, Jeanne —y su voz pareció denotar sorpresa y dolor—. ¿Qué me dices del coronel?
—Tengo una cita de negocios —le dijo ella mintiendo con facilidad.
Fue directamente al portón y no se molestó en cerrarlo.