XV

¡Una mujer libre! Jeanne jugó con la frase al dejar la tienda. Iba ensimismada y no se dio cuenta de la presencia del camión cerrado estacionado en la esquina.

En su interior, escondidos detrás de unas pilas de cartones, estaban hincados Tom y su equipo con la grabadora y la Arriflex y un lío de cables. Tom acercó el ojo a la cámara y enfocó a Jeanne que caminaba hacia la esquina. La script, con el pelo atado con un pañuelo, estaba arrodillada a su lado, hombro con hombro, pero Tom estaba concentrado en su tarea.

—Si yo estuviera en el lugar de Jeanne —dijo la guionista—, me olvidaría de la película después de una actuación como ésta.

Tom cambió de posición para obtener un plano mejor. El motor empezó a funcionar con una fuerte explosión, pero el conductor esperó para ver si Jeanne tomaría un taxi en la esquina.

—Te estás comportando como un espía —dijo la script a Tom.

Él no contestó, pero subió su mano por el suéter hasta que le cubrió el pecho pequeño y firme. Se lo apretó de una manera juguetona.

—Tal vez te gustaría estar en su lugar —dijo sin sacar el ojo de la cámara.

El conductor la siguió lentamente y luego la adelantó. Tom entregó la Arriflex al operador pidiéndole con gestos que empezara a filmar. Ahora estaban silenciosos y concentrados.

La luz roja del semáforo detuvo el tráfico. De pronto Jeanne cambió de dirección y se encaminó directamente al camión.

—Nos ha visto —dijo Tom. Estamos cagados.

Jeanne se acercó más. Tom se agachó y ordenó a su gente que hiciera otro tanto. Aparte de la filmación, tenía otro motivo para seguir a Jeanne, pese a que no quería admitirlo ni en su fuero interno. En los últimos días, pensó, ella se había comportado de modo extraño; llegaba tarde, lo dejaba de pronto, luego, la pelea en la estación del metro. Algo funcionaba mal.

Una puerta se cerró al lado del camión. Tom tomó precauciones y espió por la ventana. Jeanne estaba sentada en el asiento trasero del taxi.

—Después de todo, no nos ha cagado —dijo.

—Mantenga la distancia —ordenó Tom a su chofer. Ella no nos debe ver.

El taxi se detuvo en el siguiente semáforo. Jeanne se inclinó hacia el asiento delantero y dio instrucciones al conductor. No tenía idea de que a pocos metros de ella una cámara de cine estaba funcionando. El semáforo cambió de luz y el camión se puso detrás del taxi.

Jeanne no prestó atención al mundo exterior.

Abrió el bolso y sacó la polvera. Se cepilló las cejas y retocó los costados de su boca con un lápiz magenta.

El taxi se detuvo a corta distancia del puente con la barandilla ornamentada que llevaba al Passy. Esa tarde estaba lleno de pasajeros que salían de la estación del metro y se preguntó vagamente si Paul no estaría entre ellos. Salió del coche y pagó de prisa. Luego empezó a cruzar la calle en dirección al café Viaduc y las fachadas familiares de la Rue Jules Verne.

Tom y su equipo se arrodillaron juntos, los rostros aplastados contra la pequeña ventanilla.

—¿Dónde estamos? —preguntó Tom mientras observaba a Jeanne pasar el café.

—La Rue Jules Verne —dijo el chofer—. Es el distrito séptimo.

—El misterio es completo —Tom se encogió de hombros y ordenó al operador que siguiera filmando. La posibilidad de que Jeanne pudiera dirigirse a ver a un amante se le ocurrió en ese instante.

—Muy bien —dijo nerviosamente—. Ahora pasémosla.

Jeanne estaba por llegar al edificio de apartamentos con las rejas de hierro. El camión la adelantó.

La calle estaba como siempre, tranquila y casi sin tráfico. El andamiaje del otro lado de la calle se erguía como el esqueleto de alguna bestia prehistórica y el traqueteo distante del metro llegó a Jeanne. Hizo una pausa junto a la puerta de vidrio amarillo y opaco.

El camión se detuvo y quedó con el motor en marcha.

Jeanne se volvió hacia la puerta del edificio de apartamentos. Algo en la calle atrajo su atención: un camión cerrado. La puerta de atrás estaba ligeramente abierta.

Un cilindro oscuro y largo sobresalía entre la abertura de las puertas: era un micrófono. Lo reconoció al instante. Ahora debía tomar una decisión. El pánico y la furia le proporcionaron un plan de acción. Dio media vuelta y siguió caminando por la calle.

—¿Estás seguro de que no te ha visto? —preguntó Tom al operador de sonido.

—Es prácticamente imposible —respondió sacando el micrófono casi fuera de la vista mientras el camión volvió a avanzar lentamente.

—Haz todo lo que puedas —dijoTom—. Trata de grabar sus pasos y su estado de ánimo.

Jeanne sintió ganas de gritar. Quería atacar a Tom, quería volar de allí, que no la molestasen nunca más. En ese momento el camión era tan conspicuo que quiso reírse o hacer gestos obscenos.

Pero eso serviría para los propósitos de Tom. Sería mucho mejor engañarlo y de manera tal que no pudiera dejar de comprender. Hizo una pausa en la esquina siguiente. Al otro lado de la calle había una iglesia romántica, su piedra oscura por el tiempo y el hollín. Sin mirar a izquierda ni derecha, cruzó la calle y pasó la pesada puerta de madera.

—¡Frene! —dijo Tom al chofer y luego se dirigió a los demás—:

—Ningún ruido.

—De puntillas —advirtió mientras los demás se ponían detrás suyo. Tom presintió que finalmente había descubierto la esencia de Jeanne. La idea lo satisfizo. Confirmaba la pureza de su novia.

La iglesia estaba a media luz y casi desierta. Una hilera de cirios de luz movediza llenaba una trasalcoba. El altar sólo estaba iluminado por la moribunda luz del día que se filtraba por los cristales sombríos en lo alto de la capilla. El operador levantó su Arriflex, siguió las señales de la mano de Tom y filmó los ventanales de cristal manchado y luego recorrió la nave en busca de Jeanne.

Estaba de rodillas en el confesionario, las manos enlazadas en señal de oración.

—Haz un zoom sobre ella —ordenó Tom mientras avanzaban con sigilo. Se acercaron más hasta que pudieron escuchar claramente sus palabras.

—Eres un hijo de puta, Tom —dijo ella con los ojos fijos delante suyo—. ¡Eres un hijo de puta, un hijo de puta, un hijo de puta! Te detesto; te odio.

Tom se acercó aún más incapaz de creer lo que estaba escuchando. Se puso a su lado pretendiendo una explicación, pero incapaz de pronunciar palabra. Ella continuó su letanía sin levantar la mirada en ningún momento.

La script se acercó y tomó a Tom del brazo.

—Basta ya —susurró.

—Tienes razón —dijo él—. Realmente, me cagó.

El equipo lo siguió afuera. Nadie dijo nada cuando se subieron al camión y dejaron los aparatos. Tom se sintió idiota y furioso.

El camión se puso en marcha y avanzó por la Rue Jules Verne.

La iglesia se ensombreció. Una brisa leve resolvió los chisporroteos de las velas. Durante unos minutos Jeanne no se movió. Sabía que había hecho sufrir a Tom, pero se lo merecía. En un momento pensó que podría llorar de frustración: había perdido su oportunidad de encontrar a Paul en el apartamento.

Salió a la fría tarde invernal y se preguntó si lo volvería a ver alguna vez.

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