Al día siguiente, mientras Maddy y Brad preparaban un reportaje sobre el Comité de Ética del Senado, sonó el teléfono. Maddy levantó el auricular, pero su interlocutor se limitó a escuchar sin decir nada. Por un instante, Maddy se asustó, temiendo quo fuese otro acosador o algún loco, pero luego volvió al trabajo y se olvidó del asunto.
Esa noche, en casa, ocurrió lo mismo. Maddy se lo contó a Jack, pero él no le dio importancia y dijo que sería alguien que se había equivocado de número. Bromeó con que Maddy tenía miedo de su propia sombra solo porque un loco la había estado siguiendo. Dada la popularidad de Maddy, a él no le sorprendía que hubiesen intentado atacarla. A casi todas las celebridades les pasaba lo mismo.
– Son gajes del oficio, Mad -dijo con calma-. Tú lees las noticias. Deberías saberlo.
Aunque la situación entre ellos había mejorado un poco, Maddy seguía resentida porque él no le había advertido que la estaban siguiendo. Jack había dicho que ella tenía cosas más importantes en que pensar, y que la seguridad de los profesionales de la cadena era responsabilidad de él. Sin embargo, ella seguía pensando que debía haberla puesto sobre aviso.
El lunes la llamó la secretaria privada de la primera dama para cambiar la fecha de la siguiente reunión. La primera dama debía acompañar al presidente a una cena de gala en Buckingham Palace y quería postergar la reunión para un momento que fuese conveniente para Maddy y los otros once miembros de la comisión. Maddy estaba distraída, revisando su agenda, cuando una joven entró en su despacho. Tenía una lacia melena negra y vestía tejanos y camiseta blanca, con un aspecto pulcro e impecable, a pesar de sus prendas baratas, la joven parecía muy nerviosa. Maddy alzó la vista y se preguntó quién sería y qué querría. No la había visto antes y supuso que la enviarían de otro departamento de la cadena, o que simplemente era una admiradora, en busca de un autógrafo. Maddy observó que no llevaba tarjeta de identificación y que sostenía un cesto con donuts. ¿Habría usado esa estratagema para entrar en el edificio?
– No quiero nada, gracias. -Le sonrió, despidiéndola con un ademán, pero la chica no se movió. Entonces Maddy se asustó. ¿Y si era otra chalada? Quizá estuviera loca y llevara una pistola o un cuchillo. Ahora sabía que todo era posible y pensó en pulsar la alarma que estaba debajo del escritorio, pero no lo hizo. Cubrió el auricular con la mano y preguntó-: ¿Qué quieres?
– Necesito hablar con usted -respondió la joven.
Maddy la miró con desconfianza. Había algo en aquella chica que la ponía nerviosa.
– ¿Te importaría esperar fuera? -dijo con firmeza.
La joven salió de mala gana. Maddy dio tres fechas posibles para la reunión a la secretaria de Phyllis Armstrong y esta prometió volver a llamar. En cuanto hubo colgado, Maddy habló por el intercomunicador con la recepcionista del vestíbulo de la planta.
– Hay una jovencita esperándome. No sé qué quiere. ¿Podría preguntárselo y llamarme?
Quizá fuese una de esas pesadas que persiguen a los famosos, o simplemente una admiradora que quería un autógrafo, pero a Maddy le molestaba la facilidad con que había conseguido entrar. Teniendo en cuenta lo que le había sucedido recientemente, era irritante.
Unos segundos después sonó el intercomunicador y Maddy respondió de inmediato.
– Dice que necesita hablar con usted de un asunto personal.
– ¿Como cuál? ¿Quiere matarme? Si no le dice de qué se trata, no la recibiré. -Pero mientras pronunciaba esas palabras alzó la vista y vio que la joven estaba en la puerta de su despacho, con cara de determinación-. Mira, aquí no hacemos las cosas de esta manera. No sé qué quieres, pero deberías habérselo explicado a la secretaria antes de entrar. -Lo dijo con firmeza y aparente serenidad, rozando con un dedo el botón de la alarma mientras el corazón le latía con fuerza-. ¿A qué has venido?
– Solo quiero hablar un momento con usted -respondió la chica.
Maddy notó que estaba a punto de echarse a llorar y que los donuts habían desaparecido.
– No sé si puedo ayudarte -respondió Maddy con un titubeo, y de repente se preguntó si la visita tendría algo que ver con alguno de sus reportajes o con la Comisión sobre la Violencia contra las Mujeres. Tal vez, la joven esperase más comprensión de ella-. ¿De qué se trata? -preguntó, ablandándose un poco.
– De usted -respondió la chica con un hilo de voz.
Maddy la miró mejor y vio que le temblaban las manos.
– ¿Qué tienes que decir sobre mí? -pregunté con cautela. ¿Qué diablos pretendía esa chica? Pero al mirarla experimentó una extraña sensación.
– Creo que usted es mi madre -dijo la joven en un murmullo para que nadie más pudiese oírla.
Maddy dio un respingo, como si la hubiesen abofeteado.
– ¿Qué? ¿De qué hablas? -Su cara había empalidecido y sus manos, que seguían junto al botón de la alarma, comenzaron a temblar. Por un instante temió que la chica estuviese loca-. Yo no tengo hijos.
– ¿Nunca tuvo uno? -Los labios de la joven temblaban y sus ojos comenzaban a llenarse de decepción. Llevaba tres años buscando a su madre e intuía que estaba ante un nuevo callejón sin salida. Ya había encontrado varios-. ¿Nunca dio a luz a una niña? Me llamo Elizabeth Turner, tengo diecinueve años, nací un 15 de mayo en Gatlinburg, Tennessee. Creo que mi madre era de Chattanooga. He hablado con mucha gente y lo único que sé es que ella tenía quince años cuando yo nací. Me parece que se llamaba Madeleine Beaumont, pero no estoy segura. Una de las personas con las que hablé me dijo que me parezco mucho a ella.
Maddy la miraba con incredulidad, pero apartó lentamente la mano del botón de la alarma y la puso sobre la mesa.
– ¿Qué te hace pensar que yo soy esa persona? -preguntó con tono inexpresivo.
– No lo sé. Sé que usted procede de Tennessee. Lo leí en una entrevista. Se llama Maddy, y yo… no sé… pensé que me parecía un poco a usted. Sé que parece una locura. -Por sus mejillas resbalaban lágrimas causadas por la tensión del encuentro y el miedo a otra decepción-. Tal vez simplemente quería que usted fuese mi madre. La he visto muchas veces por la tele y me cae bien.
Se hizo un largo y agobiante silencio mientras Maddy se preguntaba qué hacer. Sus ojos no se apartaron de los de la joven, y mientras la miraba tuvo la sensación de que en su interior caían lentamente los muros con que había rodeado lugares que no había visitado en muchos años y sentimientos que no deseaba volver a experimentar. Habría preferido no vivir esa situación, pero la estaba viviendo y no podía hacer nada al respecto. Aunque podía ponerle fin. Podía decirle a la joven que no era la Madeleine Beaumont que buscaba, que aunque su apellido de soltera era Beaumont, Tennessee estaba lleno de personas con ese nombre. Podía decirle que jamás había pisado Gatlinburg, que lamentaba lo que le pasaba y le deseaba suerte. Podía decirle todo lo necesario para librarse de ella y no verla nunca más, pero mientras la contemplaba supo que no podía hacerle algo así.
Se levantó y cerró la puerta del despacho. Permaneció de pie mirando a la joven que decía ser la hija que había entregarlo en adopción a los quince años y que no esperaba volver a ver. La niña por la que había llorado durante años y en quien ya no se permitía pensar. La niña de la que nunca había hablado a Jack. Él solo estaba al tanto de sus abortos.
– ¿Como sabes que eres quien dices ser? -preguntó Maddy con voz ronca, cargada de tristeza, miedo y el doloroso recuerdo del trance de renunciar a una hija.
No había visto a la niña después del parto y solo la había cogido en brazos una vez. Pero esa joven podía ser cualquiera: la hija de una enfermera del hospital o de una vecina que deseaba chantajearla y sacarle dinero. Muy pocas personas conocían lo sucedido, y Maddy se alegraba de que nunca la hubieran traicionado. Esa perspectiva la había mantenido en ascuas durante años.
– Tengo mi partida de nacimiento -respondió la joven, sacando del bolso un papel doblado y ajado.
Se lo entregó junto con una fotografía de bebé, que Maddy observó con muda angustia. Era la misma foto que le habían dado a ella: había sido tomada en el hospital y mostraba a una recién nacida de carita roja envuelta en una mantilla rosa. Maddy la había llevado en la cartera durante años, pero al final la había tirado por temor a que Jack la encontrase. Bobby Joe lo sabía, pero nunca se había preocupado por aquel asunto. Muchas de sus amigas habían quedado embarazadas y entregado a sus hijos en adopción. Algunas habían tenido hijos siendo aún más jóvenes que Maddy. Pero en los años subsiguientes, ese incidente se había convertido en el mayor secreto de Maddy.
– Esta criatura podría ser cualquiera -dijo Maddy con frialdad-. O podrían haberte dado la foto en el hospital. No prueba nada.
– Si usted cree que existe alguna posibilidad de que sea hija suya, podríamos hacernos análisis de sangre -propuso la joven con sensatez.
Maddy se conmovió. La chica había demostrado valor, y ella no estaba facilitándole las cosas. Sin embargo, esa joven podía destrozarle la vida, obligarla a afrontar algo que había dejado atrás y ni siquiera se atrevía a recordar. ¿Cómo iba a decírselo a Jack?
– ¿Por qué no te sientas? -ofreció Maddy, sentándose junto a ella y mirándola.
Habría querido tender la mano y tocarla. Había conocido al padre de la chica en el instituto, donde él cursaba entonces el último curso. No se conocían muy bien, pero a ella le gustaba y habían salido un par de veces durante una de sus rupturas con Bobby Joe. El chico había muerto en un accidente de automóvil tres semanas después del parto. Ella nunca le había revelado el nombre del padre a Bobby Joe, y a él no le importaba demasiado. Le había pegado un par de veces por eso cuando ya estaban casados, pero había sido una excusa más para maltratarla.
– ¿Cómo has llegado aquí, Elizabeth? -Pronunció su nombre con cautela, como si ese solo hecho pudiera comprometerla a un destino que no estaba preparada para afrontar-. ¿Dónde vives?
– En Memphis. He venido en autocar. He trabajado desde los doce años para ahorrar dinero y hacer esto. Siempre quise encontrar a mi verdadera madre. También traté de hallar a mi padre, pero no he conseguido averiguar nada sobre él. -Todavía no sabía cuál era la respuesta de Maddy, y se la veía muy nerviosa.
– Tu padre murió -dijo Maddy en voz baja-, tres semanas después de que tú nacieras. Era un chico guapo, y tú tienes un ligero aire a él.
Pero se parecía mucho más a su madre: Maddy tuvo que reconocer que sus rasgos y el color de la piel y el pelo eran los mismos. Aunque hubiera querido, le habría resultado difícil negarlo. Maddy no pudo evitar preguntarse cómo presentarían la historia en la prensa sensacionalista.
– ¿Usted cómo lo sabe?
Elizabeth parecía confundida. Era una chica lista, pero al igual que Maddy, estaba abrumada por la situación. Ninguna de las dos pensaba con claridad.
Maddy la miró largamente: su deseo secreto se había hecho realidad, pero no sabía si se convertiría en una pesadilla, si la traicionarían o si esa joven era una impostora, aunque parecía improbable. Fue a hablar, pero un sollozo escapó antes que las palabras y rodeó con sus brazos a la chica. Solo al cabo de un rato pudo pronunciar unas palabras que no había soñado con decir en toda su vida:
– Yo soy tu madre.
Elizabeth soltó una exclamación ahogada, se cubrió la boca con la mano, miró a Maddy con los ojos anegados en lágrimas y la abrazó con tuerza. Permanecieron largo rato así, abrazadas y llorando.
– Ay, Dios mío… Dios mío… No estaba segura de que fuese usted… solo quería preguntárselo… Dios mío…
Continuaron fundidas en un abrazo, meciéndose, hasta que se apartaron y se limitaron a mirarse tomadas de la mano. Los ojos de Elizabeth sonreían, pero Maddy aún estaba demasiado conmocionada para saber qué pensaba. Lo único que sabía era que, más allá del milagro del tiempo y las circunstancias, se habían reencontrado. Y no tenía idea de qué iba a hacer. A pesar de los años transcurridos, este era el principio.
– ¿Dónde están tus padres adoptivos? -preguntó por fin.
Lo único que le habían dicho de ellos era que vivían en Tennessee, que no tenían otros hijos y que tenían unos buenos ingresos. No sabía nada más de ellos. En aquellos tiempos los expedientes eran confidenciales y ambas partes recibían una información mínima para que no pudieran buscarse en el futuro. Con los años, cuando la normativa de la adopción cambió, Maddy no intentó encontrar el paradero de su hija. Supuso que era demasiado tarde y que le convenía dejar atrás aquel episodio de su vida en lugar de aferrarse a él. Pero su hija estaba a su lado.
– Prácticamente no los conocí -explicó Elizabeth enjugándose las lágrimas, sin soltar la mano de su madre-. Murieron en un accidente de tren cuando yo tenía un año, y luego estuve en un orfanato de Knoxville hasta los cinco. -Maddy se sintió desfallecer al saber que la niña había vivido en Knoxville mientras ella estaba casada con Bobby Joe y que, si hubiese querido, habría podido recuperarla. Pero ella no sabía dónde estaba su hija-. A partir de ese momento me crié con familias de acogida. Algunas eran agradables; otras, horrorosas. Me trasladaron de un punto a otro del estado; nunca estuve más de seis meses en una casa. De hecho, no deseaba seguir en ninguna. Siempre me sentía como una intrusa, y algunas personas eran crueles conmigo, de modo que casi siempre me alegraba de marcharme.
– ¿No volvieron a adoptarte?
Ante la mirada horrorizada de Maddy, Elizabeth negó con la cabeza.
– Supongo que por eso deseaba encontrarte. Estuvieron a punto de adoptarme un par de veces, pero mis padres de acogida siempre llegaban a la conclusión de que salía muy caro. Tenían hijos propios y no podían permitirse mantener a otra. Me mantengo en contacto con algunos, sobre todo con los últimos, tienen cinco hijos y se portaron bien conmigo. Todos son varones, y estuve a punto de casarme con el mayor, pero no lo hice porque me pareció que sería como casarme con un hermano. Ahora vivo sola en Memphis, estudio en el instituto municipal y trabajo de camarera. Cuando termine mis estudios me iré a Nashville y buscaré un puesto de cantante en un club nocturno. -Tenía el mismo espíritu de supervivencia de su madre.
– ¿Cantas? -preguntó Maddy con asombro, deseando saberlo todo de ella.
Le dolía pensar en los orfanatos y las familias de acogida, en el hecho de que su hija nunca hubiera tenido unos padres de verdad. Sin embargo, si las apariencias no la engañaban, Elizabeth había superado milagrosamente esas carencias. Era una joven encantadora, y mientras la miraba notó que ambas habían cruzado las piernas en el mismo momento y de la misma manera.
– Me gusta cantar y creo que tengo buena voz. Al menos es lo que me dice la gente.
– Entonces es imposible que seas hija mía -dijo Maddy sonriendo, aunque sus ojos volvieron a llenarse de lagrimas. Sentía una emoción abrumadora mientras sujetaba la mano de su hija. Para variar, casi como por milagro, nadie las interrumpió. Era una mañana particularmente tranquila-. ¿Qué otras cosas te gustan?
– Me gustan los caballos. Puedo montar cualquier animal de cuatro patas. Pero detesto las vacas. Una de mis familias de acogida tenía una granja. Juré que jamás me casaría con un granjero. -Las dos rieron-. Me gustan los niños. Me escribo con casi todos mis hermanos adoptivos. La mayoría eran buenos chicos. Me gusta Washington. Me gusta verte por la tele… -añadió con una sonrisa-. Me gusta la ropa… me gustan los chicos… me gusta la playa…
– Te quiero -dijo impulsivamente Maddy, aunque ni siquiera la conocía-. También te quería cuando te tuve, pero no podía hacerme cargo de ti. Tenía quince años y mis padres no me dejaron quedarme contigo. Siempre me he preguntado dónde estabas, si estarías bien y si te querrían. Trate de convencerme de que las personas que te habían adoptado eran maravillosas y te adoraban.
Le destrozaba el corazón saber que no había sido así y que la niña había vivido entre hogares de acogida e instituciones del estado.
– ¿Tienes hijos? -quiso saber Elizabeth.
Era una pregunta lógica. Maddy negó en silencio y con tristeza. Pero ahora tenía una hija. Y esta vez no la perdería. Ya había tomado una decisión.
– No. Nunca tuve hijos, y ya no puedo tenerlos. -Elizabeth no preguntó por qué. Era consciente de que prácticamente no se conocían. Habida cuenta del turbulento pasado de la joven, Maddy se sorprendió de lo amable, cortés y educada que parecía-. ¿Te gusta leer?
– Me encanta -respondió Elizabeth.
Otro rasgo heredado de Maddy, junto con la perseverancia, el valor, la determinación para alcanzar sus objetivos. No había cejado en su empeño de encontrar a su madre. Era lo que siempre había deseado.
– ¿Cuántos años tienes? -preguntó para cerciorarse de que había calculado bien la edad de Maddy. No estaba segura de si tenía quince o dieciséis años cuando la había entregado en adopción.
– Treinta y cuatro. -Más que madre e hija, parecían hermanas-. Estoy casada con el propietario de esta cadena. Se llama Jack Hunter.
Era una información elemental, pero Elizabeth la sorprendió con su respuesta:
– Lo sé. Lo conocí la semana pasada en su despacho.
– ¿Qué? ¿Cómo has dicho? -A Maddy le pareció imposible.
– Pregunté por ti en el vestíbulo, pero no me dejaron verte. Me enviaron a sus oficinas. Hablé con su secretaria y te escribí una nota diciendo que quería saber si eras mi madre. La secretaria se la llevó a tu marido y luego me hizo pasar a su despacho. -Contó todo esto con inocencia, como si fuese una secuencia de hechos completamente lógica. Y en cierto modo lo era. Salvo por el hecho de que Jack no le había comentado nada a su mujer.
– ¿Y qué pasó entonces? -preguntó Maddy. El corazón volvía a latirle con furia, igual que cuando Elizabeth le había dicho que era su hija-. ¿Qué te dijo Jack?
– Me dijo que estaba equivocada, que tú nunca habías tenido hijos. Creo que pensó que era una impostora y que quería chantajearte o algo por el estilo. Me ordenó que me marchara y que no volviese nunca. Le enseñé la partida de nacimiento y mi foto. Temí que no me las devolviera, pero lo hizo. Me dijo que Beaumont no era tu apellido de soltera, pero yo sabía que mentía y supuse que lo hacía para protegerte. Después se me ocurrió pensar que quizá no le hubieras hablado de mi existencia.
– Nunca lo hice -admitió Maddy con franqueza-. Tuve miedo. Jack ha sido muy bueno conmigo. Me sacó de Knoxville hace nueve años y pagó mi divorcio. Me convirtió en lo que soy. Temía que no se lo tomara bien, así que jamás le hablé de ti.
Pero ahora lo sabía todo, y no le había dicho ni una palabra al respecto. Se preguntó si pensaba que era un engaño y no quería preocuparla, o si se reservaba esa información para utilizarla como arma. Dado lo que había llegado a pensar de él recientemente, la segunda posibilidad se le antojó más verosímil. Sin duda se proponía usar lo que sabía en el momento en que pudiese hacerle más daño. De inmediato, Maddy se sintió culpable por sus pensamientos.
– Bueno, ahora lo sabe -dijo con un suspiro. Miró a la joven a los ojos-. ¿Qué piensas hacer con respecto a esto?
– Supongo que nada -respondió Elizabeth con pragmatismo-. No quiero nada de ti. Solo deseaba encontrarte y conocerte. Mañana volveré a Memphis. Me dieron una semana de excedencia en el trabajo, pero ya tengo que volver.
– ¿Eso es todo? -A Maddy le sorprendió que esperase tan poca cosa de ella-. Me gustaría volver a verte para llegar a conocerte, Elizabeth. Tal vez podría visitarte en Memphis.
– Me encantaría. Podrías alojarte conmigo, aunque dudo que quieras hacerlo. -Sonrió con timidez-. Vivo en una pensión, en un cuarto pequeño y apestoso. Me gasto todo el dinero en estudios y en… bueno, en buscarte. Supongo que ahora tendré menos gastos.
– Podríamos ir a un hotel.
Los ojos de la joven se iluminaron y Maddy se conmovió. No parecía tener grandes expectativas.
– No le contaré esto a nadie -dijo Elizabeth con timidez-. Solo a mi casera, a mi jefe y a una de mis madres de acogida, si a ti te parece bien. Aunque si no quieres, no se lo diré a nadie. No me gustaría crearte problemas.
Elizabeth no era del todo consciente de las consecuencias que podría tener para Maddy semejante revelación pública.
– Es todo un detalle de tu parte, Elizabeth, pero todavía no se qué voy a hacer al respecto. Tengo que pensarlo y discutirlo con mi marido.
– No creo que él se lo tome bien. -Maddy tampoco lo creía-. No me recibió muy bien. Supongo que fue una gran sorpresa para él.
– Sí, yo diría que sí. -Sonrió. También para ella había sido una conmoción, pero ahora estaba contenta. Súbitamente, tener una hija resultaba emocionante. Era el fin de un misterio, la cicatrización de una antigua herida a la que se había resignado durante años, pero que siempre había estado allí. Y ahora le parecía una bendición sin par-. Se acostumbrará a la idea, todos lo haremos.
Luego Maddy la invitó a comer. Elizabeth aceptó encantada y le pidió que la llamase «Lizzie». Fueron a una cafetería que estaba a la vuelta de la esquina, y en el camino Maddy le rodeó los hombros con un brazo. Mientras tomaban un bocadillo triple y una hamburguesa, Lizzie habló de todos los aspectos de su vida -sus amigos, sus temores, sus alegrías- y le hizo un millón de preguntas a Maddy. Era la reunión con la que la joven siempre había soñado y con la que Maddy nunca se había atrevido a soñar.
Regresaron a las tres de la tarde, después de que Maddy le diera sus números de teléfono y de fax y le prometiera llamarla a menudo. En cuanto aclarara las cosas con Jack, quería invitarla a pasar un fin de semana en Virginia. Cuando le dijo que le enviaría un avión, Lizzie abrió los ojos como platos.
– ¿Tenéis un avión privado?
– Bueno, es de Jack.
– ¡Guau! Mi madre es una estrella de la tele y mi padre tiene un avión particular. ¡Qué pasada!
– Él no es exactamente tu padre -corrigió Maddy con dulzura, sabiendo que Jack no querría comportarse como tal. Si no estaba a gusto con sus propios hijos, ¡cuánto menos lo estaría con la hija ilegítima de Maddy!-. Pero es un buen hombre.
Mientras pronunciaba estas palabras supo que mentía. Pero habría sido demasiado complicado explicarle que era infeliz y que estaba haciendo terapia para reunir el valor de dejar a su marido. Esperaba que Elizabeth nunca hubiera sufrido malos tratos. No había mencionado nada parecido durante la comida, y a pesar de no haber tenido un auténtico hogar, se la veía sorprendentemente equilibrada. Por mucho que le pesara pensar en ello, Maddy se preguntó si Lizzie no había corrido mejor suerte lejos de ella que viendo cómo Bobby Joe la arrojaba por la escalera o cómo Jack la insultaba. Pero no usaría eso como excusa para desentenderse de ella, pues se sentía culpable por las cosas que no había hecho por su hija. Se estremeció de solo pensar en esa palabra: una hija. Tenía una hija.
Se despidieron con un beso y un largo abrazo. Maddy la miró con una sonrisa y le dijo con ternura:
– Gracias por encontrarme, Lizzie. Todavía no te merezco, pero me alegro mucho de haberte conocido.
– Gracias a ti, mamá -murmuró ella, y ambas se enjugaron las lágrimas.
Maddy la miró mientras se alejaba. Sabía que ninguna de las dos olvidaría ese momento, y durante el resto del día se sintió en las nubes. Seguía distraída cuando la llamó Bill Alexander.
– ¿Tienes novedades? -preguntó con naturalidad.
Maddy rió.
– No me creerías si te las contara.
– Eso suena misterioso. ¿Ha ocurrido algo importante? -Se preguntó si le respondería que había abandonado a su marido, pero comenzaba a darse cuenta de que aún no estaba preparada para dar ese paso.
– Te lo contaré cuando nos veamos. Es una larga historia.
– Estoy impaciente por oírla. ¿Qué tal te va con tu nuevo compañero de programa?
– Las cosas mejoran lentamente. No es mal tipo, pero de momento me siento como si bailara con un rinoceronte. No hacemos una buena pareja.
Estaba esperando que los índices de audiencia bajasen. Ya habían recibido centenares de cartas de televidentes que se quejaban por la desaparición de Greg Morris, y se preguntaba qué haría Jack cuando las leyera.
– Con el tiempo os adaptaréis el uno al otro. Supongo que es algo parecido a lo que pasa en los matrimonios.
– Es posible-respondió sin convicción. Brad Newbury era inteligente, pero no formaban un buen dúo y era inevitable que los espectadores lo notasen.
– ¿Qué te parece si comemos juntos mañana? -preguntó Bill. Seguía preocupado por Maddy, y después de todo lo que le había contado, quería asegurarse de que estaba bien. Además, le gustaba.
– Me encantaría -respondió ella sin dudarlo.
– Así me contarás tu larga historia. Me muero por oírla.
Escogieron un sitio, y Maddy colgó el auricular sonriendo para sí. Poco después entró en la sala de peluquería y maquillaje.
Los informativos salieron bastante bien, y al final de la jornada Maddy se encontró con Jack en el vestíbulo. Él estaba hablando por el teléfono móvil y continuó la conversación en el coche, durante la mayor parte del trayecto a casa. Cuando por fin colgó, Maddy no le dijo nada.
– Esta noche estás muy seria -comentó él con indiferencia.
No sabía que Maddy se había encontrado con Lizzie, y ella no le dijo nada al respecto durante el trayecto.
– ¿Ha pasado algo especial hoy? -preguntó él con naturalidad mientras buscaba algo para comer en la cocina.
Con Maddy, el silencio solía ser un indicie de que estaba reservándose algo importante. Ella lo miró y asintió. Hacía rato que buscaba las palabras apropiadas para decírselo, pero de repente decidió soltárselo sin preámbulos:
– ¿Por qué no me dijiste que habías recibido una visita de mi hija? -preguntó mirándolo fijamente a los ojos, y vio aparecer en ellos algo frío y duro, una brasa rápidamente avivada por la furia.
– ¿Y tú por qué no me dijiste que tenías una hija? -replicó él con la misma brusquedad-. Me pregunto cuántos secretos más me escondes, Mad. Este es bastante grande. -Se sentó junto al mármol de la cocina con una botella de vino y se sirvió una copa, pero no le ofreció otra a ella.
– Debería habértelo dicho, pero no quería que nadie lo supiera. Sucedió diez años antes de conocerte, y quería dejarlo atrás. -Como de costumbre, era sincera con él. Hasta el momento, su única falta había sido por omisión.
– Es curioso, a veces las cosas vuelven para golpearnos cuando menos lo esperamos, ¿no? Tú creías que te habías librado de esa cría, y ella reaparece de repente como una moneda falsa.
Le dolió oírle hablar de esa manera. Lizzie era una chica estupenda, y Maddy se sentía obligada a defenderla.
– No hables así de ella, Jack. Es una buena chica. No tiene la culpa de que la tuviera a los quince años y la diera en adopción. Parece una buena persona.
– ¿Cómo diablos lo sabes? -le espetó con furia, y Maddy vio fuego en sus ojos-. Podría hablar con el Enquirer esta misma noche. Puede que mañana la veas en televisión, hablando de la mamá famosa que la abandonó. Lo hace mucha gente. Por Dios, ni siquiera sabes si es tu verdadera hija. Podría ser una impostora. Podría ser muchas cosas, igual que su madre.
Era el peor de los insultos: Jack sugería que Lizzie era «mala como su madre». Maddy cogió el dardo al vuelo y pensó en la doctora Flowers. Era la clase de maltrato de la que habían hablado: sutil, perverso, degradante.
– Se parece mucho a mí, Jack. Es imposible negarlo -respondió con serenidad, pasando por alto su comentario insidioso para centrarse en los hechos.
– ¡Por favor! ¡Cualquier campesina de Tennessee se parece a ti! ¿Crees que la combinación de pelo negro y ojos azules es muy original? Todas se parecen a ti, Maddy. No eres especial.
Ella hizo caso omiso también de esa pulla.
– Me gustaría saber por qué no me dijiste que la habías visto. ¿Para cuándo te reservabas esa información? -Para el momento en que más le doliera, supuso; para cuando pudiera conmocionarla y destruirla.
– Trataba de protegerte de una presunta chantajista. Pensaba investigarla antes de decírtelo.
Sonaba razonable, caballeresco, pero Maddy lo conocía mejor.
– Fue un detalle de tu parte. Te lo agradezco. Pero preferiría haberme enterado de inmediato.
– Lo recordaré la próxima vez. que se presente uno de tus bastardos. A propósito, ¿cuántos hay?
Maddy no se molestó en dignificar la pregunta con una respuesta.
– Fue bonito verla. Es una chica encantadora -musitó con aire triste y nostálgico.
– ¿Qué quería? ¿Dinero?
– Solo quería conocerme. Lleva tres años buscándome. Yo me he pasado la vida pensando en ella.
– Qué conmovedor. Volverá, te lo garantizo. Y no será una bonita historia -dijo con cinismo mientras se servía otra copa de vino y miraba a Maddy con furia.
– Es posible. Es humano. Estas cosas pasan.
– No a la buena gente, Mad -repuso él, regodeándose en las heridas que infligía con sus palabras-. A las mujeres buenas no les pasan estas cosas. No tienen hijos a los quince años, ni los dejan en el peldaño de una iglesia como si fuesen basura.
Maddy se sintió profundamente herida.
– No fue así como ocurrió. ¿Quieres escuchar la historia completa? -Se lo debía. Era su marido, y se sentía culpable por no haberle dicho nada.
– No, no me interesa. Solo quiero saber qué vamos a hacer cuando se divulgue la noticia y quedes como una puta en la television. Tengo que preocuparme por el programa y por la cadena.
– Yo creo que la gente lo entenderá. -Intentaba mantener su dignidad, al menos exteriormente, pero Jack ya había conseguido lo que se proponía. A Maddy le dolía el alma ante el cuadro que él estaba pintando de ella-. Por Dios; no es una asesina. Y yo tampoco.
– No. Solo una puta. Y escoria. Nunca me equivoqué, ¿no?
– ¿Cómo puedes decirme esas cosas? -preguntó mirándolo con profunda tristeza, pero no lo conmovió. Él quería hacerla sufrir-. ¿No te das cuenta del daño que me haces?
– Es lógico. No puedes estar orgullosa de ti misma; de lo contrario, estarías loca. Aunque puede que lo estés, Mad. Me mentiste a mí y abandonaste a la niña. ¿Bobby Joe lo sabía?
– Sí, lo sabía -respondió con franqueza.
– Puede que por eso te moliera a palos. Eso lo explica todo. No mencionaste ese episodio cuando viniste lloriqueando a mí. Ahora no sé si debo culparlo por lo que hizo.
– ¡Tonterías! -exclamo Maddy-. Da igual lo que hiciera; no merecía que me tratara de esa manera, y tampoco merezco nada parecido ahora. Pistas siendo injusto, y lo sabes.
– Mentirme sobre tu hija también fue injusto. ¿Cómo crees que me siento? Eres una fulana, Mad, una puta barata. Joder, seguro que a los doce años follabas ya con cualquiera. Esto hace que me pregunte quién eres ahora. Tengo la impresión de que no te conozco.
– Me ofendes. -Encima, Jack se había salido por la tangente y había eludido su pregunta-. Tenía quince años y cometí un error, pero fue un trance espantoso para mí. Fue la experiencia más triste y dolorosa de mi vida. No sufrí tanto ni siquiera con los golpes de Bobby Joe. Cuando la dejé, se me rompió el corazón.
– Díselo a ella, no a mí. Puede que acepte un cheque a cambio. Pero no uses mi dinero; te estaré vigilando.
– Jamás he usado tu dinero para nada -gritó Maddy-. Pago todo con el mío -añadió con orgullo.
– Y una mierda. ¿Quién crees que te paga el sueldo? Ese dinero también es mío -dijo Jack con petulancia.
– Me lo gano.
– De eso, nada. Eres la presentadora más supervalorada de la televisión.
– No, ese es Brad, que conseguirá que nuestros informativos se vayan al garete. Y estoy deseando verlo.
– Pues tú desaparecerás con ellos. De hecho, teniendo en cuenta tu comportamiento de los últimos tiempos y la forma en que me tratas, diría que tienes los días contados. No pienso seguir soportándote. ¿Por qué iba a hacerlo? Puedo echarte de aquí cuando me venga en gana. No pienso pasarme la vida sentado tranquilamente viendo cómo me mientes, me robas y te aprovechas de mí. Dios mío, no puedo creer que abuses de mí de esta manera.
Maddy se quedó estupefacta. Era él quien la maltrataba, pero se estaba haciendo la víctima. Sin embargo, la doctora Flowers le había advertido que era una estratagema habitual y eficaz. A pesar de lo que sabía y sentía, Maddy se sintió culpable y se puso a la defensiva.
– Y dejemos las cosas claras desde ya: no se te ocurra traer a esa cría aquí. Seguramente es una puta, igual que su madre.
– ¡Es mi hija! -gritó Maddy, totalmente frustrada-. Tengo derecho a verla si quiero. Y yo vivo aquí.
– Solo mientras yo te lo permita, no lo olvides. -Tras estas palabras se levantó y salió de la habitación.
Maddy permaneció inmóvil, jadeando. Cuando oyó los pasos de Jack en la planta alta, cerró la puerta de la cocina y llamó a la doctora Flowers. Se lo contó todo: que había encontrado a Lizzie, que Jack no le había dicho que la estaba buscando y que estaba furioso porque ella le había mentido.
– ¿Y cómo se siente en este momento, Maddy? Responda con sinceridad. Piénselo.
– Me siento culpable. Debería habérselo dicho. Y no debí abandonar a la niña.
– ¿Cree que las cosas que le dice su marido son ciertas?
– Algunas sí.
– ¿Por qué? Si él acudiese a usted con una historia parecida, ¿no lo perdonaría?
– Sí -respondió ella-. Creo que lo comprendería.
– ¿Y qué dice de él el hecho de que no haga lo mismo por usted?
– Que es un mal bicho -respondió Maddy, mirando alrededor.
– Es una forma de describirlo. Pero usted no es un mal bicho. Esa es la cuestión. Usted es una buena persona a quien le ocurrió algo muy triste: tener que entregar un hijo en adopción es una de las cosas más terribles que puede pasarle a una mujer. ¿Podrá perdonarse por ello?
– Quizá. Con el tiempo.
– ¿Y qué me dice de las cosas que le ha dicho Jack? ¿Cree que las merece?
– No.
– Piense en lo que eso refleja de él. Escuche lo que dice sobre usted, Maddy. Nada de ello es verdad, pero todo está destinado a herirla. Lo consigue, y no la culpo.
En ese momento Maddy oyó pasos en el salón y le dijo a la doctora que tenía que colgar. Pero la conversación la había ayudado a poner las cosas en perspectiva. Un instante después se abrió la puerta y Jack entró en la cocina con cara de desconfianza.
– ¿Con quién hablabas? ¿Con tu amante?
– No tengo ningún amante, Jack, y tú lo sabes.
– ¿Quién era entonces?
– Un amigo.
– Tú no tienes amigos. No le caes bien a nadie. ¿Era ese negro maricón a quien tanto quieres? -Maddy dio un respingo, pero no respondió-. Más vale que no le cuentes esto a nadie. No quiero que hundas mi programa. Si comentas una sola palabra, te mataré. ¿Entendido?
– Entendido -respondió ella con los ojos llenos de lágrimas.
Durante la última hora Jack le había dicho tantas cosas horribles que ya no sabía cuál le dolía más. Todas eran desgarradoras.
Esperó a que se marchase de la habitación para marcar el número del hotel donde se alojaba Lizzie. Sabía que seguiría en la ciudad hasta la mañana siguiente.
Llamaron a su habitación, y unos segundos después Lizzie contestó. Estaba tendida en la cama, pensando en Maddy. La había visto en las noticias y no podía dejar de sonreír.
– Maddy… quiero decir, mamá… quiero decir…
– Mamá está bien. -Maddy sonrió al oír la voz ahora familiar y cayó en la cuenta de que se parecía a la suya-. Solo llamaba para decirte que te quiero.
– Yo también te quiero, mamá. Dios, suena bien, ¿no?
Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Maddy cuando respondió:
– Ya lo creo, cariño. Te llamaré a Memphis. Que tengas buen viaje.
Ahora que se habían encontrado, no quería que a Lizzie le ocurriese nada malo. Colgó el auricular y sonrió, Jack podía decir o hacer lo que quisiera, pero no podría quitársela. Después de muchos años y muchas pérdidas, Maddy era una madre.