Capítulo4

El funeral de Janet McCutchins era el viernes por la mañana, y Jack envió un mensaje a Maddy a través de su secretaria diciendo que pensaba acompañarla. Salieron de la oficina en el coche de él -Jack con traje oscuro y corbata a rayas negras; Maddy con un traje Chanel de lino negro y gafas oscuras- y el chófer los condujo a la iglesia de St. John, separada de la Casa Blanca por el parque Lafayette. El oficio religioso -una misa mayor- fue largo y triste. El coro cantó el Ave Maria, y el primer banco estaba ocupado por los sobrinos e hijos de Janet. Hasta el senador lloró. Estaban presentes todos los políticos importantes de la ciudad. Maddy observó el llanto de Paul McCutchins con incredulidad y se compadeció de sus hijos. Al final de la ceremonia, inconscientemente, enlazó su brazo en el de Jack. Él la miró y se apartó rápidamente. Seguía furioso con ella y apenas si le había hablado desde el martes por la noche.

Se reunieron con los demás en la escalinata de la iglesia, mientras llevaban el ataúd al coche fúnebre y la familia subía a las limusinas para ir al cementerio. Los Hunter sabían que más tarde habría un almuerzo en casa de los McCutchins, pero ninguno de los dos pensaba asistir, ya que nunca habían sido amigos íntimos de la pareja. Regresaron a la cadena sentados lado a lado, en medio de un silencio glacial.

– ¿Cuánto tiempo va a durar esto, Jack? -preguntó por fin Maddy en el coche, incapaz de seguir soportando la situación.

– Mientras siga enfadado contigo -respondió él con aspereza-. Me has defraudado, Maddy. No, para ser más preciso, me has jodido.

– Era importante, Jack. Una mujer que había sido maltratada se suicidó e iba a pasar a la historia como una chalada. Quise ser justa con ella y con los niños y dirigir la atención al hombre que la maltrató, aunque solo fuese por un minuto.

– Y me fastidiaste a mí en el proceso. Nada de lo que hiciste ha evitado que Janet pase a la historia como una chalada. Los hechos hablan por sí mismos. Estuvo en un hospital psiquiátrico y recibió tratamiento de electrochoque durante seis meses. ¿Te parece que era una mujer normal? ¿Y que merecía que me convirtieses en el blanco de una demanda por injurias?

– Lo lamento, Jack. Tenía que hacerlo. -Seguía convencida de que había hecho lo correcto.

– Tú estás tan loca como ella -replicó él con expresión de disgusto, y miró por la ventanilla.

Fue un comentario mezquino que hirió a Maddy, como todo lo que decía Jack desde hacía tres días.

– ¿No podemos pactar una tregua durante el fin de semana? -Temía pasar un triste fin de semana en Virginia si él continuaba comportándose de esa manera, y Maddy estaba pensando en la posibilidad de no acompañarlo.

– No lo creo -respondió Jack con frialdad-. Además, tengo cosas que hacer aquí. Debo asistir a un par de reuniones en el Pentágono. Tú puedes hacer lo que quieras. No tendré tiempo para estar contigo.

– Esto es ridículo, Jack. Lo que pasó fue una cuestión de trabajo. Esto es nuestra vida.

– En nuestro caso, las dos cosas están estrechamente unidas. Debiste pensar en ello antes de abrir la boca.

– De acuerdo, castígame, pero tu actitud es infantil.

– Si McCutchins me demanda, la cantidad que pida no será «infantil», te lo aseguro.

– No creo que lo haga, sobre todo teniendo en cuenta que la primera dama ha elogiado el programa. Además, no puede defenderse. Si hay una investigación, el fiscal podría sacar a relucir los hematomas de Janet.

– Puede que Paul no se deje impresionar por la primera dama tanto como tú.

– ¿Por qué no tratas de olvidarlo, Jack? No puedo deshacer lo que está hecho, y la verdad es que tampoco lo haría. Así pues, ¿por qué no intentamos dejarlo atrás?

Pero al oír estas palabras, él se volvió hacia ella con los ojos entornados y la miró con expresión glacial.

– Quizá debería refrescarte la memoria, Juana de Arco, y recordarte que antes de que empezaras tu cruzada por los desvalidos, cuando yo te encontré, no pintabas nada. No eras nadie, Mad. Eras un cero a la izquierda, una pajuerana cuyo único destino era una vida de latas de cerveza y malos tratos en una caravana. No sé quien crees ser ahora, pero ten en cuenta que yo te inventé. Me debes todo lo que eres. Estoy harto de tus tonterías idealistas y de tus quejas y lloriqueos por una mujer gorda y fea, ese montón de mierda llamado Janet McCutchins. No merecía que yo me jugara el cuello en la cadena. Ni que tú te jugaras el tuyo.

De repente, Maddy miró a su marido como si fuese un desconocido. Y quizá lo fuera.

– Me das ganas de vomitar -replicó ella. Se inclinó y dio un golpecito en el hombro al chófer-. Pare el coche. Me bajo aquí.

Jack pareció sorprendido.

– Pensé que regresabas al trabajo.

– Y así es, pero prefiero andar a seguir aquí sentada, escuchándote hablar de esa manera. He recibido el mensaje, Jack. Tú me inventaste y te lo debo todo. ¿Cuánto te debo? ¿Mi vida? ¿Mis principios? ¿Mi dignidad? ¿Cuál es el precio por salvar a alguien de ser escoria durante el resto de su vida? Quiero asegurarme de no pagarte de menos.

Con estas palabras se apeó del coche y caminó rápidamente hacia las oficinas de la cadena, Jack no dijo nada; se limitó a subir la ventanilla en silencio. Cuando regresó a su despacho, no la llamó. Ella estaba a cinco pisos de él, comiendo un bocadillo con Greg.

– ¿Qué tal el funeral? -preguntó Greg, preocupado por Maddy. La veía abatida y cansada.

– Deprimente. Ese cabrón lloró durante toda la ceremonia.

– ¿El senador? -Maddy asintió, con la boca llena-. Tal vez se sienta culpable.

– Debería. Puede que la haya matado. Jack todavía piensa que ella estaba mal de la cabeza.

Y con su forma de comportarse, empezaba a conseguir que ella también se sintiera desequilibrada.

– ¿Sigue enfadado? -preguntó Greg con cautela pasándole un pepinillo. Sabía que a Maddy le encantaban.

– Eso es decir poco. Cree que lo traicioné.

– Se le pasará -dijo Greg.

Se repantigó en la silla y miró a Maddy. ¡Era tan lista, buena y bonita! A él le gustaba comprobar que siempre luchaba por lo que creía, pero ahora parecía preocupada y triste. Le molestaba que Jack se enfadara con ella, y nunca, durante los siete años que llevaban casados, había estado tan furioso como ahora.

– ¿Por qué piensas que se le pasará? -Ella ya no estaba segura, y por primera vez sentía que su matrimonio estaba en peligro. Eso la aterrorizaba.

– Se le pasará porque te quiere -dijo Greg con convicción-. Y te necesita. Eres una de las mejores presentadoras de informativos del país, si no la mejor. Jack no está loco.

– No sé si esa es una buena razón para quererme. Se me ocurren otras que significarían mucho más para mí.

– Agradece lo que tienes, pequeña. Ya se calmará. Quizá durante el fin de semana.

– Este fin de semana tiene reuniones en el Pentágono.

– Debe de estar cociéndose algo importante -observó Greg con interés.

– Sí, y desde hace un tiempo. No me ha contado nada al respecto, pero se ha reunido con el presidente varias veces.

– Puede que estemos a punto de arrojar una bomba en Rusia -dijo Greg con una sonrisa.

Naturalmente, ninguno de los dos creía algo semejante.

– Estás algo desfasado, ¿no? -Maddy le devolvió la sonrisa-. Supongo que tarde o temprano nos lo dirán. -Consultó su reloj de pulsera y se puso de pie-. Tengo que ir a una reunión de la comisión de la primera dama. Es a las dos. Volveré a tiempo para que me maquillen antes de las noticias de las cinco.

– Tú no necesitas maquillaje -dijo él con galantería-. Diviértete. Y dale recuerdos míos a la primera dama.

Maddy sonrió, lo saludó con la mano y bajó a tomar un taxi. La Casa Blanca estaba a cinco minutos de la cadena, y cuando Maddy llegó allí, la primera dama acababa de regresar de la casa de los McCutchins. Entraron juntas, rodeadas por el personal de seguridad. La señora Armstrong preguntó si Maddy había asistido al funeral, y cuando esta contestó que sí, comentó lo trágico que había sido ver a los hijos de Janet.

– Paul también parecía desolado -dijo con tono compasivo, y añadió en voz más baja-: ¿De verdad cree que él la maltrataba? -No indagó sobre sus fuentes.

Maddy titubeó unos segundos, pero sabía por experiencia que podía confiar en la discreción de la primera dama.

– Sí, lo creo. Ella misma me contó que él le pegaba y la atormentaba. El fin de semana pasado me enseñó los cardenales que tenía en los brazos. Sé que decía la verdad, y me parece que Paul McCutchins está al corriente de su confidencia. Querrá que todos olviden lo que dije. -Precisamente por eso, Maddy no creía que fuese a demandar a la cadena.

La primera dama cabeceó con incredulidad y suspiró cuando salieron del ascensor al pasillo, donde los esperaban su secretaria y algunos agentes del servicio secreto.

– Lamento oír eso. -A diferencia de Greg y Jack, no dudó ni un instante de las palabras de Maddy. Como mujer, estaba dispuesta a aceptarlas. Además, Paul McCutchins nunca le había caído bien; le parecía un prepotente-. Supongo que por eso estamos aquí, ¿no? ¡Qué perfecto ejemplo de un acto de violencia impune contra una mujer! Me alegro mucho de que haya hecho aquel comentario en antena, Maddy. ¿Cómo han reaccionado los espectadores?

Maddy sonrió.

– Hemos recibido miles de cartas de mujeres celebrando mis palabras, pero muy pocas firmadas por hombres. Y mi marido está a punto de pedir el divorcio.

– ¿Jack? Qué estrechez mental. Me sorprende mucho. -De hecho, Phyllis Armstrong parecía sinceramente sorprendida. Al igual que su marido, siempre había apreciado a Jack Hunter.

– Tiene miedo de que el senador demande a la cadena -explicó Maddy.

– Si es verdad que la maltrataba, no creo que se atreva -observó Phyllis Armstrong con pragmatismo mientras entraban en la sala donde esperaban los demás miembros de la comisión-. Sobre todo si es verdad. No se arriesgará a que usted pruebe sus palabras. A propósito, ¿Janet dejó alguna nota?

– Supuestamente dejó una carta para sus hijos, pero no sé quien la leyó, si es que alguien lo ha hecho. La policía se la entregó a Paul.

– Apuesto a que no hará nada. Dígale a Jack que se tranquilice. Lo que usted hizo estuvo bien. Arrojó luz sobre el oscuro tema de los malos tratos y la violencia contra las mujeres.

– Le transmitiré lo que ha dicho -respondió Maddy con una sonrisa mientras paseaba la vista por la habitación.

Había ocho mujeres, contándola a ella, y cuatro hombres. Entre los hombres, reconoció a dos jueces de instrucción; y entre las mujeres, a una juez de paz y a otra periodista. La primera dama presentó a las demás mujeres: dos maestras, una abogada, una psicóloga y una médica. El tercer hombre también era médico, y el último que le presentaron a Maddy era Bill Alexander, el ex embajador de Colombia cuya mujer había muerto en manos de los terroristas. La primera dama explicó que había abandonado el Departamento de Estado para escribir un libro. Componían un grupo interesante y ecléctico: asiáticos, afroamericanos y caucásicos; algunos jóvenes, otros mayores, todos profesionales y varios famosos. Maddy era la más joven de todos -quizá por unos seis años- y sin duda la más conocida después de la primera dama.

Phyllis Armstrong dio por iniciada la sesión de inmediato, y su secretaria se sentó para tomar notas. El servicio secreto había quedado fuera, y los miembros de la comisión estaban sentados en un confortable salón, alrededor de una bonita mesa antigua de estilo inglés donde había una bandeja de plata con té, café y una fuente de pastas. La primera dama llamaba a todos por su nombre y los miraba con expresión maternal. Ya les había hablado del valiente comentario de Maddy en el informativo del martes sobre Janet McCutchins, aunque muchos de ellos lo habían oído y lo aprobaban incondicionalmente.

– ¿Sabe con seguridad que fue maltratada? -preguntó una de las mujeres, y Maddy titubeó antes de responder.

– No sé cómo responder a esa pregunta. Creo que sí, aunque no podría probarlo ante un tribunal. Lo sé de oídas. Me lo dijo ella. -Maddy se volvió hacia la primera dama con expresión inquisitiva-. Doy por sentado que todo lo que digamos aquí es información confidencial. -Solía ser así en las comisiones presidenciales.

– Así es -la tranquilizó Phyllis Armstrong.

– Yo le creí, aunque las dos primeras personas a quienes se lo conté no me creyeron. Fueron dos hombres, uno de ellos mi compañero de informativo y el otro, mi marido. Supongo que ambos deberían ser más listos.

– Estamos aquí hoy para discutir qué podemos hacer para combatir la violencia contra las mujeres -dijo la señora Armstrong a modo de preámbulo-. ¿Debemos cambiar las leyes o limitarnos a sensibilizar a la opinión pública sobre el problema de los malos tratos? ¿Cuál es la forma más eficaz de abordar el asunto? Me gustaría averiguar qué podemos hacer al respecto. Supongo que a ustedes les pasará lo mismo. -Todo el mundo asintió-. Quiero empezar con una propuesta inusual. Quisiera que cada uno explicara por qué está aquí, ya sea por razones profesionales o personales, siempre que eso no les incomode. Mi secretaria no tomará notas, y si no quieren hablar, no están obligados a hacerlo. Pero creo que sería interesante para todos. -Y aunque no lo dijo, sabía que sería una forma de crear un vínculo instantáneo entre los asistentes-. Si lo desean, comenzaré yo.

Todos esperaron respetuosamente a que hablara, y entonces les contó algo que ninguno sabía.

– Mi padre era alcohólico y pegaba a mi madre todos los fines de semana sin excepción, después de cobrar la paga del viernes. Estuvieron casados cuarenta y nueve años, hasta que ella murió de cáncer. Sus palizas eran una especie de rito para mí, mi hermana y mis tres hermanos. Todos aceptábamos que era algo inevitable, como la misa del domingo. Yo solía refugiarme en mi habitación para no oír los gritos de mi madre, pero de todos modos los oía. Y después la oía llorar en su dormitorio. Pero ella nunca lo abandonó, nunca lo detuvo, nunca le devolvió los golpes. Todos detestábamos la situación, y cuando crecimos, mis hermanos empezaron a salir y emborracharse también. Uno de ellos, el mayor, maltrataba a su esposa; el segundo era un fanático religioso y se hizo sacerdote, y mi hermano pequeño murió alcoholizado a los treinta años. En caso de que se lo pregunten, les diré que no, yo no tengo problemas con la bebida. No me gusta mucho, apenas pruebo el alcohol y jamás me ha creado conflictos. Lo que sí me ha creado conflictos es la idea, la certeza, de que muchas mujeres son maltratadas en el mundo, la mayoría por sus maridos, y de que nadie hace nada al respecto. Me juré que algún día me comprometería en esta lucha, y ahora deseo hacer algo, cualquier cosa, que pueda contribuir a cambiar las cosas. Todos los días hay mujeres asaltadas en las calles, atacadas o acosadas sexualmente, violadas en citas o torturadas y asesinadas por sus novios o maridos, y por alguna razón misteriosa, nosotros lo aceptamos. No nos gusta, no lo aprobamos y lloramos cuando oímos la historia, sobre todo si conocemos a la víctima. Pero no remediamos la situación, no apartamos la pistola, el cuchillo o la mano, igual que yo nunca detuve a mi padre. Tal vez no sepamos cómo hacerlo, o tal vez nos falte interés. Pero yo creo que el problema nos preocupa; lo que pasa es que no queremos pensar en él. A pesar de todo, quiero que la gente empiece a pensar, que se ponga en pie y haga algo al respecto. Ya es hora; deberíamos haberlo hecho hace tiempo. Quiero que me ayuden a detener la violencia contra las mujeres, por mí, por ustedes, por mi madre, por nuestras hijas, hermanas y amigas. Deseo darles las gracias por estar aquí y por colaborar conmigo.

Cuando terminó, sus ojos estaban húmedos, y por un instante todos se limitaron a mirarla fijamente. No era una crónica inusual, pero convertía a Phyllis Armstrong en una mujer mucho más real.

La psicóloga, que había crecido en Detroit, contó una historia parecida, con el añadido de que su padre había matado a su madre y había ido a prisión. Dijo que era lesbiana y que había sido violada y apaleada a los quince años por un amigo de la infancia. Llevaba catorce años viviendo en pareja con una mujer y sentía que se había recuperado de los traumas infantiles, pero le preocupaba el constante aumento de agresiones contra las mujeres, incluso en la comunidad homosexual, y la tendencia general a mirar hacia otro lado cuando ocurrían esas cosas.

Algunos de los presentes no tenían experiencia personal con la violencia, pero los dos jueces de instrucción confesaron que sus padres habían maltratado a sus madres y que, durante su juventud, ellos habían creído que eso era lo normal. Llegó el turno de Maddy, que titubeó unos instantes. Nunca había contado su historia en público, y ahora que pensaba en ella se sentía desnuda.

– Supongo que mi vida no se diferencia de muchas otras -empezó-. Me crié en Chattanooga, Tennessee, y mi padre siempre golpeaba a mi madre. En ocasiones ella se defendía, pero la mayoría de las veces no lo hacía. A veces él estaba borracho; otras, simplemente le pegaba porque estaba enfadado con ella, con otra persona o con lo que le había pasado ese día. Éramos muy pobres y él parecía incapaz de mantener un empleo, de manera que también desfogaba esa frustración con mi madre. Todo lo que le ocurría a él era culpa de ella. Y si mi madre no estaba, me pegaba a mí, aunque no a menudo. Sus peleas fueron como la música de fondo de mi infancia, un tema familiar con el que crecí. -Se sintió sin aliento y, por primera vez en muchos años, su acento sureño se volvió perceptible mientras continuaba-: Lo único que yo deseaba era huir de esa situación. Detestaba mi casa, a mis padres y la forma en que se trataban. Así que a los diecisiete años me casé con mi novio del instituto, que empezó a maltratarme en cuanto nos fuimos a vivir juntos. Bebía en exceso y trabajaba poco. Se llamaba Bobby Joe, y yo le creía cuando él decía que todo era culpa mía, que si yo no fuera tan irritante, mala esposa, estúpida y torpe, él no tendría que pegarme. Una vez me rompió los dos brazos; en otra ocasión me empujó por la escalera y me fracturé la pierna. En ese entonces yo trabajaba en un canal de televisión de Knoxville que se vendió a un hombre de Texas, quien finalmente compró una cadena de televisión por cable en Washington y me trajo aquí. Supongo que todos sabrán a quien me refiero. Ese hombre era Jack Hunter. Yo dejé mi alianza y una nota sobre la mesa de la cocina de mi casa de Knoxville y me encontré con Jack en la terminal de autocares. Solo llevaba una maleta Samsonite con dos vestidos en el interior, y huía Washington para trabajar con él. Conseguí el divorcio y me casé con Jack un año después. Desde entonces, nadie ha vuelto a ponerme una mano encima. No lo permitiría. Ahora sé qué hacer. Basta con que alguien me mire con furia para que yo salga corriendo. No sé por qué tuve tanta suerte, pero así fue. Jack me salvó la vida. Me convirtió en lo que soy en la actualidad. Sin él, probablemente estaría muerta. Creo que Bobby Joe me habría matado, arrojándome por la escalera o dándome patadas en el estómago. O quizá habría muerto porque finalmente habría deseado morir. Nunca había hablado de este tema porque me sentía avergonzada, pero ahora quiero ayudar a otras mujeres como yo, mujeres que no han tenido tanta suerte, que piensan que están atrapadas y que no tienen a un Jack Hunter esperándolas en una limusina para llevarlas a otra ciudad. Quiero acercarme a esas mujeres y echarles una mano. Nos necesitan -añadió con lágrimas en los ojos-. Es nuestra obligación ayudarlas.

– Gracias, Maddy -dijo Phyllis Armstrong en voz baja.

Todas, o casi todas las presentes -abogadas, médicas y jueces, e incluso la primera dama-, tenían algo en común: habían vivido historias de violencia y sobrevivido gracias a la suerte y al coraje. Pero eran conscientes de que innumerables mujeres no eran tan afortunadas y necesitaban ayuda. El grupo reunido en las dependencias privadas de la primera dama estaba impaciente por hacer algo por ellas.

Bill Alexander fue el último en hablar, y tal como había sospechado Maddy, su historia fue la más original. Había crecido en una buena casa de Nueva Inglaterra, con padres que lo querían y se amaban entre sí. Se había casado cuando su mujer estudiaba en Wellesley y él en Harvard. Tenía un doctorado en política exterior y en ciencias políticas, había dado clases primero en Darmouth y luego en Princeton, y finalmente, cuando era profesor de la Universidad de Harvard, a los cincuenta años, lo habían nombrado embajador en Kenia. Su siguiente destino fue Madrid, de donde lo enviaron a Colombia. Contó que tenía tres hijos adultos: un médico, una abogada y un banquero. Todos eran personas respetables y con sorprendentes antecedentes académicos. Había llevado una existencia tranquila y «normal»; de hecho, dijo con una sonrisa, una vida bastante aburrida aunque satisfactoria.

Colombia había supuesto un reto interesante para él, pues la situación política era delicada y el tráfico de drogas afectaba a todo lo que ocurría en el país. Estaba estrechamente vinculado con todas las formas de comercio y con la corrupción política, que era un mal endémico. Lo que debía hacer allí lo había fascinado, y se había sentido apto para la tarea hasta el momento del secuestro de su esposa. Su voz se quebró al referirse a ese hecho. Su mujer había permanecido cautiva siete meses, dijo luchando contra las lágrimas, aunque por fin sucumbió a ellas. La psicóloga que estaba sentada junto a él le tocó el brazo para tranquilizarlo, y él le sonrió. Ahora todos eran amigos y conocían sus más íntimos secretos.

– Hicimos todo lo que pudimos para rescatarla -explicó con voz ronca y cargada de angustia. Por el tiempo que había pasado en cada uno de sus tres puestos diplomáticos, Maddy le había calculado unos sesenta años. Tenía pelo blanco, ojos azules, cara juvenil y cuerpo de aspecto fuerte y atlético-. El Departamento de Estado envió a varios negociadores para hablar con los representantes del grupo terrorista que la tenía como rehén. Querían un intercambio de prisioneros; decían que la liberarían a cambio de un centenar de presos políticos, pero el Departamento de Estado se negó a aceptar sus exigencias. Yo entendí sus razones, pero no quería perder a mi esposa. La CIA también intervino, tratando de secuestrarla, pero la intentona fracasó; poco después los terroristas trasladaron a mi mujer a las montañas y allí le perdimos la pista. Finalmente, yo pagué el rescate que pedían y luego cometí una tontería. -Su voz volvió a temblar, y Maddy, como los demás, se compadeció de él-. Traté de negociar solo. Hice todo lo que pude. Prácticamente me volví loco intentando recuperarla. Pero eran demasiado listos, rápidos y arteros. Tres días después del pago del rescate, la mataron. Dejaron su cadáver en la puerta de la embajada -dijo con voz ahogada y rompió a llorar otra vez-. Le habían cortado las manos.

Continuó sollozando unos instantes sin que nadie hiciera nada, hasta que Phyllis Armstrong tendió la mano y lo tocó. Bill Alexander respiró hondo mientras los demás expresaban sus condolencias en susurros. Era una historia pavorosa, y todo el mundo le preguntó cómo había podido sobrevivir a ese trance.

– Me sentía totalmente responsable del desenlace de la situación. Jamás debí tratar de negociar personalmente, pues eso pareció enfurecerlos más. Pensé que podía ayudar, pero sospecho que si hubiese dejado que los expertos se ocuparan del problema, los terroristas la habrían mantenido prisionera durante un par de años más, como hicieron con el resto de los rehenes, y luego la habrían soltado. Al hacer lo que hice, prácticamente la maté.

– Eso es una tontería, Bill -dijo Phyllis con firmeza-, espero que lo sepas. No puedes adivinar lo que habría ocurrido. Esa gente es implacable e inmoral; una vida no significa nada para ellos. Es muy probable que la hubiesen matado de todas maneras. De hecho, estoy segura de que lo habrían hecho.

– Siempre me he sentido responsable de su muerte -afirmó Bill con tristeza-, y la prensa también lo ha sugerido.

De repente, Maddy recordó que Jack le había dicho que Bill Alexander era un idiota y, ahora que conocía la historia, se preguntó cómo podía ser tan cruel.

– A la prensa le gusta hacer sensacionalismo. La mayoría de las veces los periodistas no saben de qué hablan -añadió Maddy, y él la miró con los ojos llenos de tristeza. Ella nunca había visto tanto sufrimiento en su vida, y hubiera querido tenderle la mano y tocarlo, pero estaba sentada demasiado lejos de él-. Solo quieren vender su historia. Se lo digo por experiencia, embajador. Lamento mucho lo que le ocurrió -dijo con cortesía.

– Yo también. Gracias, señora Hunter -respondió él. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz.

– Todos tenemos historias tristes que contar. Por eso estamos aquí. Por eso les he pedido que vinieran. -Phyllis Armstrong los condujo con delicadeza al tema de la reunión-. Yo no conocía la mayoría de estas historias cuando los invité. Lo hice simplemente porque son personas inteligentes y solidarias. Todos, o la mayoría de nosotros, hemos aprendido con la experiencia y de la manera más difícil. Sabemos de qué hablamos y lo que se siente en circunstancias difíciles. Ahora debemos averiguar qué podemos hacer al respecto, cómo ayudar a la gente que todavía sufre. Nosotros somos supervivientes, pero es posible que los demás no lo sean. Debemos llegar a ellos rápidamente, además de a la prensa y a la opinión pública. El reloj no se detiene, y debemos alcanzar a los que nos necesitan antes de que los perdamos. Todos los días mueren mujeres asesinadas por sus maridos, violadas en las calles, secuestradas y torturadas por desconocidos, pero la mayoría son víctimas de hombres que conocen, y en casi todos los casos de sus novios o esposos. Tenemos que educar a la gente e informar a las mujeres de adónde deben acudir antes de que sea demasiado tarde para ellas. Tenemos que cambiar las leyes, haciéndolas más severas. Debemos conseguir que las sentencias se correspondan con el delito cometido, de modo que agredir a una mujer salga muy caro. Es una especie de guerra; una guerra que hemos de librar y ganar. Quiero que cada uno de los presentes vuelva a casa y piense en qué podemos hacer para cambiar las cosas. Sugiero que volvamos a reunirnos aquí dentro de dos semanas, antes de que la mayoría de ustedes se marche de vacaciones, y que intentemos encontrar soluciones. El objetivo de la sesión de hoy era principalmente que llegaran a conocerse. Yo los conozco a todos, a algunos bastante bien, pero ahora ustedes también saben con quiénes trabajarán y por qué está aquí cada miembro del grupo. En rigor, todos hemos venido por la misma razón; puede que algunos hayan sufrido más que otros, pero todos deseamos cambiar la situación, y podemos hacerlo. Individualmente, todos somos capaces de ello; colectivamente, nos convertiremos en una fuerza invencible. He depositado toda mi confianza en ustedes, y yo también reflexionaré sobre el tema antes de que volvamos a vernos. -Se puso de pie y esbozó una sonrisa que abarcó a todos y cada uno de los presentes-. Gracias por venir. Siéntanse libres para quedarse aquí y conversar durante un rato. Por desgracia, yo tengo que retirarme para atender otro compromiso.

Eran casi las cuatro, y Maddy no podía creer cuántas cosas había oído en dos horas. La reunion había sido tan emotiva para todos que tenía la sensación de que había pasado varios días con el grupo. Se tomó un momento para acercarse a Bill Alexander y hablar con él antes de marcharse. Era un buen hombre, y había vivido una auténtica tragedia. Daba la impresión de que aún no se había recuperado del trance, cosa que no sorprendía a Maddy, dada la gravedad de los acontecimientos y el hecho de que habían ocurrido hacía apenas siete meses. Si acaso, le sorprendía que no hubiera perdido la razón.

– Lamento mucho lo que le pasó, embalador-dijo con delicadeza-. Recordaba la noticia, pero es muy diferente oírla de sus propios labios. Debió de ser una pesadilla.

– No sé sí algún día lo superaré -repuso él con franqueza-. Todavía sueño con ello. -Dijo que tenía pesadillas frecuentes, y la psicóloga le preguntó si estaba haciendo terapia. Alexander contestó que la había hecho durante unos meses, pero ahora esta tratando de seguir adelante solo.

Aunque parecía un hombre centrado y normal y saltaba a la vista que era extremadamente inteligente, Maddy no pudo evitar preguntarse cómo había conseguido sobrevivir a una experiencia semejante y seguir comportándose con serenidad y sensatez. Sm lugar a dudas, era una persona extraordinaria.

– Estoy impaciente por trabajar con usted -dijo con una sonrisa.

– Gracias, señora Hunter -dijo él devolviéndole la sonrisa.

– Llámeme Maddy, por favor.

– Yo soy Bill, y el otro día la oí hablar sobre Janet McCutchins. Naturalmente, sus palabras me conmovieron.

Maddy esbozó una sonrisa triste ante el cumplido y le dio las gracias.

– Mi marido aún no me ha perdonado. Le asustan las consecuencias que mi comentario podría tener para la cadena.

– A veces es preciso ser valiente y hacer lo correcto. Usted lo sabe tan bien como yo. Debe escuchar a su corazón, además de a sus asesores. Estoy seguro de que él lo entenderá. Solo hizo lo que debía.

– No creo que él esté de acuerdo con usted, pero de todas maneras me alegro de haberlo hecho -admitió Maddy.

– La gente necesita escuchar esas cosas -dijo él, y su voz recuperó la firmeza.

Además, mientras hablaba con Maddy parecía más joven. Ella estaba impresionada tanto por su presencia como por la forma en que se había conducido durante la primera reunión del grupo. Entendía por qué Phyllis lo había invitado.

– Sí, creo que necesita escucharlas -convino Maddy, y consultó su reloj. Eran más de las cuatro y debía regresar al estudio a tiempo para que la maquillaran y la peinaran-. Lo siento, pero tengo que presentar las noticias de las cinco. Lo veré en la próxima reunión.

Antes de marcharse, estrechó la mano a varios de los asistentes. Luego salió a paso vivo de la Casa Blanca y cogió un taxi para regresar a la cadena.

Cuando llegó allí, Greg ya estaba en la silla de maquillaje.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó. La comisión organizada por la primera dama había despertado su curiosidad. Suponía que sería una gran noticia.

– Muy interesante. Me gustó mucho. Conocí a Bill Alexander, el ex embajador de Colombia cuya esposa fue asesinada por los terroristas. Una historia tremenda.

– La recuerdo vagamente. Vi a Alexander en las noticias; estaba destrozado cuando dejaron el cuerpo de su mujer en la embajada. Claro que no lo culpo. Pobre tipo, ¿qué tal está?

– Aparentemente bien, aunque creo que sigue muy afectado. Está escribiendo un libro sobre el caso.

– Es un buen tema. ¿Quién más estaba allí?

Maddy le dio unos cuantos nombres, pero no reprodujo las historias personales que se habían contado durante la reunión; sabía que estaba obligada a ser discreta y respetó esa regla. En cuanto terminaron de maquillarla, entró en el estudio y echó un vistazo a las noticias del día. No había ninguna sorprendente o escandalosa -todas eran bastante anodinas-, y una vez en antena, las transmitieron sin incidentes. Luego Maddy volvió a su despacho. Quería leer cierta información e investigar un par de cosas antes del informativo de las siete y media. Acabó a las ocho. Había sido una larga jornada, y mientras se preparaba para salir de la oficina, llamó a Jack, que seguía arriba, terminando una reunión.

– ¿Me llevarás a casa, o pretendes que vaya andando? -preguntó Maddy.

Muy a su pesar, Jack sonrió. Todavía estaba enfadado, pero sabía que no podía perpetuar esa situación.

– Tendrás que correr detrás del coche durante los próximos seis meses para redimir tus pecados y compensarme por lo que podrían costarme.

– Phyllis Armstrong no cree que McCutchins vaya a demandarnos.

– Espero que tenga razón. Si no es así, ¿piensas que el presidente pagará la indemnización? Será grande.

– Esperemos que no haya nada que pagar -replicó ella en voz baja-. A propósito, la reunión fue muy interesante. Había personas estupendas.

Era la primera conversación que mantenían desde el martes, y Maddy se alegró de que su marido empezara a ablandarse.

– Te veré abajo dentro de diez minutos -dijo él con tono expeditivo-. Todavía tengo que hacer un par de cosas.

Diez minutos después, cuando apareció en el vestíbulo, Jack no pareció contento de verla, pero al menos tenía un aspecto menos feroz que en los últimos tres días, desde la «transgresión» de Maddy. Los dos se guardaron muy bien de mencionar el tema en el trayecto a casa. Se detuvieron a comer una pizza, y ella comentó la reunión de esa tarde. Sin embargo, se limitó a describirla a grandes rasgos, sin entrar en detalles personales, y a exponer los objetivos del grupo. Se sentía obligada a proteger la intimidad de las personas que había conocido.

– ¿Tenéis algún punto en común, o solo sois personas inteligentes e interesadas en el tema?

– Ambas cosas. Es sorprendente cómo la violencia afecta a la vida de todas las personas en un momento u otro. Todo el mundo fue muy franco al respecto. -Era lo único que podía decirle, y lo único que le diría.

– No les habrás contado tu historia, ¿no? -La miró a los ojos con expresión de inquietud.

– Pues sí, lo hice. Todos nos sinceramos.

– Eso es una estupidez, Maddy -dijo Jack con brusquedad. Seguía enfadado con ella, y no estaba dispuesto a hacer concesiones-. ¿Y si alguien filtra la información a la prensa? ¿Esa es la imagen que quieres dar? ¿La de una mujer a quien Bobby Joe arrojó a patadas por la escalera en Knoxville?

A Maddy no le gustó su tono crítico, pero no hizo ningún comentario al respecto.

– Quizá mereciera la pena si eso ayudara a entender que incluso una persona como yo puede ser maltratada. Tal vez mi experiencia podría salvar la vida de alguien, o darle esperanzas de escapar.

– Lo único que conseguirías sería un dolor de cabeza y una imagen de pobre diabla que me ha costado una fortuna cambiar. No entiendo cómo puedes ser tan idiota.

– Fui sincera, igual que todos los demás. Algunas historias eran mucho más tremendas que la mía. -La de la primera dama era espantosa, pero ella no la había ocultado. Todos habían sido francos, y allí residía la grandeza del momento que habían compartido-. Bill Alexander también está en la comisión. Nos habló del secuestro de su mujer.

Dado que la historia era del conocimiento público, podía permitirse hablar de ella con Jack. Pero este se encogió de hombros con desdén.

– Es como si el mismo la hubiera matado. Fue una auténtica estupidez que tratase de negociar personalmente. El Departamento de Estado se lo advirtió, pero él se negó a escuchar.

– Estaba desesperado y probablemente desquiciado. La tuvieron prisionera durante siete meses antes de matarla. El debió de volverse loco mientras esperaba. -Sentía una profunda compasión por Alexander y le irritaba la frialdad de Jack. Parecía totalmente indiferente ante los sentimientos del ex embajador y la tragedia que había vivido-. ¿Qué tienes contra él? Es evidente que no te cae bien.

– Fue asesor del presidente durante una temporada, después de su etapa como profesor en Harvard. Sus ideas se remontan a la Edad Media, y es un fanático de los principios y la moral. Como los primeros colonos.

Era una descripción injusta, y Maddy se molestó.

– Creo que es algo más que eso. Parece sensato, inteligente y muy honrado.

– Supongo que sencillamente no me cae bien. No tiene suficiente vitalidad ni atractivo.

Era curioso que Jack dijera eso, pues Bill era un hombre apuesto. Sin embargo, también era directo y sincero, el polo opuesto de los ostentosos amigos de Jack. Pero su estilo y sus ideas no desagradaban a Maddy, aunque era obvio que a su marido no le parecía digno de admiración.

Regresaron a casa a las diez de la noche y, contrariamente a sus costumbres, Maddy puso las noticias y se quedó helada al ver que las tropas estadounidenses habían encabezado otra invasion en Irak. Se volvió hacia Jack, y detectó algo extraño en sus ojos.

– Tú estabas al tanto de esto, ¿no? -preguntó sin rodeos.

– Yo no asesoro al presidente sobre asuntos militares, Mad. Solo lo hago con los temas de prensa.

– Mentira. Lo sabías. Por eso fuiste a Camp David la semana pasada, ¿no? Y por eso irás al Pentágono este fin de semana, ¿verdad? ¿Por qué no me lo dijiste?

Solía confiarle información secreta, pero en esta ocasión no lo había hecho. Por primera vez, Maddy tuvo la sensación de que no confiaba en ella, y eso le dolió.

– Era un asunto demasiado delicado e importante.

– Perderemos a muchos jóvenes, Jack -replicó con preocupación. Su mente era un torbellino. El lunes también sería una noticia importante para su trabajo.

– A veces es un sacrificio necesario -repuso él con frialdad. Pensaba que el presidente había tomado la decisión correcta. Él y Maddy habían tenido discrepancias sobre el particular, y ella no estaba tan convencida como su marido de la necesidad de ese sacrificio.

Terminaron de ver las noticias. El presentador dijo que diecinueve marines habían muerto esa mañana en un enfrentamiento con soldados iraquíes. Luego Jack apagó el televisor, y ella lo siguió al dormitorio.

– Es curioso que el presidente Armstrong te haya dado esa información. ¿Por qué lo hizo, Jack? -preguntó con recelo.

– ¿Por qué no iba a hacerlo? Confía en mí.

– ¿Confía en ti, o quiere que le ayudes a conseguir que la opinión pública digiera la noticia sin que se perjudique su imagen?

– Tiene derecho a que lo asesoren sobre cómo abordar a los medios de comunicación. No es ningún delito.

– No es ningún delito, pero quizá tampoco sea honrado vender a la gente una decisión que podría ser nefasta a largo plazo.

– Resérvate tus opiniones políticas, Mad. El presidente sabe lo que hace.

La cortó en seco, cosa que molestó a Maddy. Le intrigaba comprobar que su marido ocupaba una posición relevante en la actual administración. Se preguntó si eso explicaría parte de su furia ante el comentario del martes sobre Janet McCutchins. Tal vez temiese que un posible escándalo perjudicase al delicado equilibrio de fuerzas. Jack siempre mantenía la vista fija en sus objetivos y en los costos potenciales de un problema. Hacía previsiones con respecto a todo, y muy especialmente si un asunto lo tocaba de cerca. Pero al acostarse se mostró más afectuoso que las últimas noches, y cuando la atrajo hacia él, Maddy supo que la deseaba.

– Lamento que haya sido una semana tan mala para nosotros -dijo ella con dulzura, entre sus brazos.

– No vuelvas a hacer algo así, Mad. La próxima vez no te perdonaré, ¿y sabes qué pasaría si te despidiese? -Su voz sonaba áspera y fría-. Volverías a las alcantarillas. Estarías acabada, Mad. Tu carrera depende de mí, y más vale que no lo olvides. No juegues conmigo. Podría terminar con tu profesión como quien apaga una vela. No eres la estrella que crees ser. Todo tu éxito se debe a que estás casada conmigo.

Maddy se sintió asqueada y triste, no por lo que podría pasarle si él la despidiese, sino por la forma en que le hablaba. No respondió. Él le pellizcó los pezones con fuerza, con demasiada fuerza, y luego, sin mediar palabra, la tomó entre sus brazos y le demostró quién mandaba. Nunca era Maddy; siempre era Jack. Ella empezaba a pensar que lo único que le importaba a su marido eran el poder y el control.

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