Conforme avanzaba el mes de septiembre, la prensa sensacionalista empezó a perder el interés por Maddy y su hija. Los periodistas se presentaron un par de veces en el restaurante de Memphis donde trabajaba Lizzie, pero el jefe de ésta la escondió en la cocina hasta que se marcharon y con el tiempo dejaron de molestarla. A Maddy, que estaba más expuesta al público, le resultó más difícil eludir a los reporteros. Cumpliendo órdenes de Jack, se negó a hacer comentarios, y sin más material que la foto de Lizzie y ella en el teatro, la prensa no pudo sacar mucho jugo al tema. Maddy no negó ni confirmó que fuese su hija. Aunque le habría gustado decir que se sentía orgullosa de ella y que se alegraba de que la hubiese encontrado, se abstuvo por respeto a Jack.
Habían acordado que Lizzie no volvería a Washington hasta pasado un tiempo, pero Maddy seguía empeñada en conseguirle plaza en la universidad de Georgetown y Bill estaba haciendo todo lo posible para ayudarla. Lizzie era una candidata fácil de colocar, ya que tenía buenas notas y excelentes referencias de los profesores de Memphis.
Bill se alegró de ver a Maddy en la siguiente reunión de la comisión. Sin embargo, la encontró nerviosa, cansada y exhausta. El acoso de la prensa se había cobrado su tributo, y Jack seguía castigándola por lo sucedido. También la reñía por la caída de los índices de audiencia, que ahora achacaba al escándalo de la hija ilegítima. Pero Bill sabía todo esto por sus conversaciones telefónicas diarias. Lo que no sabía, y cada vez se le antojaba más incierto, era si Maddy abandonaría a su marido alguna vez. Había dejado de mencionar ese tema y parecía culparse por la mayoría de los problemas.
Bill estaba tan preocupado por ella que durante una de las reuniones hizo un aparte con la doctora Flowers y le comentó sus dudas. Sin divulgar ningún secreto de su paciente, la psicóloga intentó tranquilizarlo.
– La mayoría de las mujeres soporta los malos tratos durante años -dijo con sensatez, intrigada por el interés y la extrema preocupación de Bill-. Y esta forma de maltrato es la más sutil e insidiosa. Jack es un experto en la materia. Consigue que ella se sienta responsable de todo lo que hace él y luego se pone en el papel de víctima. Pero lo que no debe olvidar, Bill, es que ella se lo permite.
– ¿Qué puedo hacer por Maddy? -Deseaba desesperadamente ayudarla pero no sabía cómo.
– Estar a su disposición. Escuchar. Esperar. Decirle con sinceridad lo que piensa y ve. Pero si Maddy quiere sentirse culpable, lo hará. Es muy probable que con el tiempo supere la situación. Por el momento, usted está haciendo todo lo que está en sus manos.
Aunque no se lo dijo, la psicóloga sabía que Bill llamaba a Maddy a diario y que ella valoraba su amistad. No podía evitar preguntarse si había algo más entre ellos, pero Maddy insistía en que eran solo amigos y en que ninguno de los dos tenía intereses románticos. La doctora Flowers no estaba tan segura, fuera como fuese, le gustaba Bill y sentía un profundo respeto por ambos.
– Me preocupa que uno de estos días los malos tratos de Jack dejen de ser sutiles. Tengo miedo de que le haga daño.
– Ya se lo está haciendo -repuso ella con firmeza-. Pero los hombres como él no suelen recurrir a la violencia física. No puedo garantizarle que no lo hará, aunque creo que es demasiado listo para eso. Sin embargo, cuando se sienta a punto de perder a su presa, le pondrá las cosas más difíciles. No la dejará marchar de buen grado.
Charlaron durante un rato más, hasta que Bill se marchó a casa, descorazonado. Solo una vez en su vida había experimentado una impotencia parecida. Se preguntaba si sus temores por la seguridad de Maddy se basarían en la experiencia del secuestro y asesinato de su esposa. Hasta aquel momento no había imaginado siquiera que pudiesen suceder atrocidades semejantes.
La semana siguiente le entregó a Maddy una copia del manuscrito. Ella había leído hasta la mitad, con lágrimas en los ojos, cuando Jack la vio.
– ¿Qué diablos estás leyendo que te hace llorar de esa manera? -preguntó.
Era un fin de semana lluvioso, estaban en Virginia y Maddy se había pasado la tarde tendida en el sola, leyendo y llorando. La descripción de lo que había vivido Bill mientras su esposa estaba en manos de los terroristas era desgarradora.
– Es el libro de Bill Alexander. Está muy bien escrito.
– Por el amor de Dios, ¿por qué lees esa basura? Ese tipo es un fracasado; cuesta creer que haya escrito algo digno de leerse.
Era obvio que Jack despreciaba a Bill. Y le habría caído aún peor, de hecho lo habría odiado, si hubiese sospechado cuánto apoyaba a Maddy. Esta se preguntó si lo intuía.
– Es muy conmovedor.
Jack no volvió a hablar del tema, pero esa noche, cuando Maddy fue a buscar el manuscrito, no lo encontró. Finalmente le preguntó a Jack si lo había visto.
– Sí. Decidí ahorrarte otra noche de lágrimas y lo puse en su sitio: el cubo de la basura.
– ¿Lo tiraste? -preguntó escandalizada.
– Tienes cosas mejores que hacer. Si dedicases más tiempo a investigar para el programa, los índices de audiencia subirían.
– Sabes que dedico mucho tiempo a investigar -dijo ella a la defensiva. Últimamente había estado trabajando en un escándalo relacionado con la CIA y en otro reportaje sobre infracciones a los derechos aduaneros-. Y también sabes que el problema de audiencia no tiene nada que ver con mis reportajes.
– Puede que estés envejeciendo, nena. Al público no le gustan las mujeres mayores de treinta, ¿sabes? -Decía todo lo que podía para desmoralizarla.
– No tenías derecho a tirar el manuscrito a la basura. No había terminado de leerlo y le prometí a Bill que se lo devolvería.
Estaba enfadada, pero a Jack no pareció importarle. Era una nueva muestra de desprecio hacia ella y Bill Alexander. Por suerte, el manuscrito era una copia.
– No pierdas el tiempo, Mad.
Subió a la habitación, y cuando Maddy se metió en la cama, le hizo el amor. Empezaba a tratarla con brusquedad otra vez, como si quisiese castigarla por sus transgresiones. No era lo bastante violento para que ella pudiese quejarse y, si le decía algo, respondía que su presunta brusquedad era producto de la imaginación de Maddy. Trataba de convencerla de que había sido tierno, pero ella sabía que no era verdad.
La semana siguiente, cuando volvieron a Washington, Brad sorprendió a todos resolviendo el principal problema del programa. Antes incluso de ir a ver a Jack, le dijo a Maddy que se había dado cuenta de que no era fácil presentar las noticias, ni siquiera con una compañera tan competente como ella.
– Siempre pensé que el trabajo ante las cámaras se me daba bien, pero presentar un informativo es muy distinto de aparecer durante dos minutos trepando a un árbol o detrás de un tanque. -Sonrió con tristeza-. Creo que esto no es lo mío. Y para serte sincero, tampoco me gusta.
Ya había aceptado un puesto de corresponsal en Asia para otra cadena. Viviría la mayor parte del tiempo en Singapur, y estaba impaciente por marcharse. Aunque Maddy había empezado a tomarle afecto, se alegró de que se fuera. Solo se preguntó cuál sería la reacción de Jack cuando se enterase.
Pero Jack no dijo prácticamente nada al respecto. Al día siguiente recibieron un memorándum diciendo que Brad se iría al cabo de una semana. Tenía un contrato provisional de seis meses, pues desde un principio había dudado de que fuese a gustarle el trabajo. Maddy notó que Jack no estaba contento, pero él no lo admitió ante ella. Lo único que dijo fue que la partida de Brad pondría una carga mayor sobre los hombros de ella, al menos hasta que contratasen a otro presentador.
– Espero que tus índices de audiencia no caigan en picado -dijo con tono de preocupación.
Pronto se demostró que sus temores eran infundados. Lejos de bajar, los índices de audiencia se dispararon en cuanto Brad abandonó el programa, hasta el punto que el productor sugirió a Jack dejar que Maddy siguiera trabajando sola. Pero él respondió que ella no tenía suficiente carisma para llevar el programa sola y que contrataría a otro presentador. Era otra manera de despreciarla. Entretanto, los índices de audiencia alcanzaron sus cotas más altas, y aunque Jack no le reconociese el mérito, Maddy se alegró.
A pesar de este éxito, que supuso un inmenso alivio para ella, Bill seguía notándola deprimida cada vez que la llamaba. Llevaba mucho tiempo trabajando hasta la extenuación. Echaba de menos a Greg y Lizzie. Reconoció ante Bill que se sentía desmoralizada, aunque no sabia a ciencia cierta cuál era el motivo. Su humor mejoró notablemente cuando Bill la llamó para decirle que habían conseguido una plaza para Lizzie en la universidad de Georgetown. Tenía las notas y aptitudes necesarias y había enviado una brillante solicitud. Sin embargo, dado que se trataba de una de las universidades más prestigiosas del país, no había sido fácil encontrar un hueco para ella. Finalmente la habían aceptado gracias a las influencias de Bill y a las referencias de los profesores de Lizzie. Maddy estaba encantada por ella. Le contó a Bill que alquilaría un pequeño apartamento en Georgetown para su hija, así podrían verse cuando les apeteciera. Maddy estaba loca de alegría y profundamente agradecida por la ayuda de Bill.
– ¡Espera a que se lo cuente!
– Dile que yo no he tenido nada que ver con la decisión -sugirió Bill con humildad-. Se lo ha ganado sola. Lo único que hice fue abrir unas cuantas puertas, pero no lo habría conseguido si ella no lo mereciese.
– Eres un santo, Bill -dio Maddy, sonriendo.
Le había afligido sobremanera tener que decirle que Jack había tirado el manuscrito a la basura, pero Bill no se había sorprendido. Le había enviado otra copia, que ella había leído en el despacho en sus ratos libres. Lo había terminado el día anterior, de manera que hablaron del libro durante unos minutos. Maddy pensaba que sería un éxito. Además de inteligente, era una obra sincera, conmovedora y llena de humanidad.
El fin de semana siguiente tuvo ocasión de decirle personalmente a Lizzie que la habían aceptado en Georgetown. Jack había viajado a Las Vegas con un grupo de amigos, y ella aprovechó la oportunidad para ir a Memphis. Salieron a comer, hicieron planes y se lo pasaron en grande. Maddy le prometió que le buscaría un apartamento en Georgetown para que pudiese instalarse en diciembre, ya que empezaría las clases después de Navidad. Lizzie no podía creer en su buena suerte.
– Que no sea muy caro -dijo con un rictus de preocupación-. Si voy a estudiar todo el día, solo podré trabajar por las noches y los fines de semana.
– ¿Y cuándo piensas estudiar? -preguntó Maddy. Ya hablaba como una madre, y lo cierto es que disfrutaba de cada minuto en su nuevo papel-. Si quieres sacar buenas notas, no podrás trabajar. Piénsalo.
Para Lizzie, no había mucho que pensar. Llevaba un año y medio compaginando los estudios con el trabajo.
– ¿Me han ofrecido una beca? -Todavía parecía preocupada.
– No, pero te la ofrezco yo. No seas tonta, Lizzie. Las cosas han cambiado. Ahora tienes una madre. -Y una madre que se ganaba muy bien la vida en uno de los programas de noticias de mayor audiencia del país. Tenía toda la intención de pagar los estudios, la vivienda y los gastos de Lizzie. Y lo dejó muy claro-. No espero que te mantengas. Te mereces un respiro. Ya has sufrido demasiadas estrecheces.
Sentía que debía compensar a su hija, y era lo único que deseaba hacer. No podía cambiar el pasado, pero al menos podría asegurarle el futuro.
– No puedo permitírtelo. Algún día te lo devolveré -dijo Lizzie con solemnidad.
– Si quieres, podrás mantenerme cuando sea vieja -repuso Maddy, y rió-. Como una hija devota.
Lo cierto es que ya sentían devoción la una por la otra, y una vez, más pasaron un fin de semana estupendo. Habían descubierto que compartían muchas opiniones y que tenían un gusto parecido en lo referente a la moda y las aficiones. En lo único que discrepaban, y vehementemente, era en sus gustos musicales. Lizzie era una forofa del punk rock y el country, dos estilos que Maddy detestaba.
– Espero que se te pase -bromeó Maddy.
Pero Lizzie juró que no se le pasaría jamás.
– La música que te gusta a ti es tremendamente cursi. ¡Puaj!
Dieron largos paseos y el domingo, después de ir a la iglesia, pasaron una tranquila mañana juntas. Luego Maddy tomó un vuelo a Washington y llegó a casa antes de que Jack regresase de Las Vegas. Había dicho que volvería a medianoche. Ella no le había contado adónde iba, ni pensaba hacerlo. Lizzie todavía era como una bomba de relojería entre ellos.
Por la tarde, mientras deshacía la maleta, sonó el teléfono. Maddy se sorprendió al oír la voz de Bill, que nunca la llamaba a casa por temor a que Jack atendiese.
– ¿Es un mal momento? -preguntó con nerviosismo.
– No; está bien. Acabo de regresar de Memphis. Lizzie está como unas pascuas por lo de Georgetown.
– Me alegra oír eso. He estado pensando en ti todo el día. No sé por qué, pero estaba preocupado.
No era ninguna novedad. Desde que Maddy había entrado en su vida, no podía dejar de pensar en ella. Se encontraba en una situación difícil. Pensaba que le debía tanto a Jack que tenía que soportar cualquier cosa que él le hiciese, y hasta el momento Bill no había logrado convencerla de lo contrario. Era profundamente frustrante para él, que vivía preocupado por Maddy. Hasta había hablado de ella con sus hijos, que se sorprendieron al descubrir que la conocía.
– ¿Tu marido está por ahí? -preguntó con cautela. Dedujo que Jack no estaba cerca, puesto que Maddy había mencionado a Lizzie.
– No. Se fue a pasar el fin de semana a Las Vegas con unos amigos. Hoy iban a cenar y a ver un espectáculo, de modo que volverán tarde. Dijo que estaría aquí a medianoche, pero apuesto a que no llegará hasta las tres o las cuatro de la madrugada.
– Entonces ¿qué te parece si cenamos juntos? -preguntó de inmediato, contento de encontrarla sola-. Estaba a punto de preparar un poco de pasta y ensalada. ¿Puedo tentarte con algo tan sencillo? Si lo prefieres, podemos salir a un restaurante.
Era la primera vez que la invitaba a cenar, aunque habían almorzado juntos varias veces y ella siempre disfrutaba de su compañía. Bill se había convertido en su mentor, su confidente y, en cierto sentido, su ángel guardián. Ahora que Greg estaba lejos, era su mejor amigo.
– Será un placer -respondió con una sonrisa. Convinieron que la casa de Bill era el sitio ideal. No querían dar lugar a habladurías y, dado el reciente interés que había suscitado Maddy en la prensa sensacionalista, era un riesgo que debían tener en cuenta-. ¿Quieres que lleve algo? ¿Vino? ¿Un postre? ¿Servilletas? -Parecía feliz con la perspectiva de verlo.
– Tráete a ti. Y no esperes demasiado. Mi comida es muy sencilla. De hecho, no aprendí a cocinar hasta el año pasado.
– No te preocupes. Yo te ayudaré.
Media hora después Maddy llegó a casa de Bill con una botella de vino, vestida con tejanos y un jersey blanco. Con el cabello suelto, se parecía más que nunca a Lizzie. Y Bill se lo hizo notar.
– Es una chica estupenda-dijo Maddy con orgullo, como si siempre hubiesen vivido juntas.
Se maravilló de lo eficiente que era Bill en la cocina. Llevaba tejanos y una almidonada camisa azul que se había arremangado para hacer la ensalada. Calentó el pan que había comprado especialmente para ella y le sirvió unos deliciosos fettuccine Alfredo. El vino tinto que había llevado Maddy era el acompañamiento perfecto. Sentados en la confortable cocina, mirando hacia el jardín que tanto amaba Bill, hablaron de infinidad de cosas. Los puestos diplomáticos, la carrera académica, el libro y los hijos de Bill y el programa de Maddy. Se sentían cómodos juntos, como buenos amigos. Bill tenía la sensación de que podía hablar con ella de cualquier cosa, incluso de sus dudas sobre el matrimonio de su hija. Pensaba que esta trabajaba en exceso, que había tenido demasiados hijos en poco tiempo y que su marido era demasiado crítico con ella. Parecía una bonita familia, y Maddy la habría envidiado aún más si no hubiese tenido a Lizzie.
– No me di cuenta de lo importantes que eran los hijos hasta que perdí la posibilidad de tenerlos. Fui una tonta al dejar que Jack me convenciera de que me operase, pero era muy importante para él, y había hecho tanto por mí que pensé que se lo debía. Durante toda mi vida he permitirlo que decidieran por mí en este aspecto: si debía o no tener hijos, entregarlos en adopción e incluso renunciar a ellos para siempre. -Le parecía increíble estar hablando de este tema con Bill, pero el rencor y la angustia habían desaparecido casi por completo desde que había encontrado a Lizzie-. Imagina lo triste que habría sido mi vida si nunca hubiese tenido hijos.
– Me cuesta imaginarlo. Mis hijos son lo único que me hace pensar que la vida merece la pena -reconoció-. A veces creo que he estado más pendiente de ellos que Margaret. Ella era más despreocupada. Yo me he preocupado más por ellos, incluso he sido un poco sobreprotector.
Maddy lo entendía. Ella se preocupaba constantemente por Lizzie, temiendo que le ocurriese algo y que la mayor bendición de su vida se desvaneciera de repente. Como si fuese un regalo demasiado bueno para ella y en cualquier momento fuesen a castigarla, arrebatándosela.
– Siempre me sentí culpable por haber dado a mi hija en adopción. Es un milagro que sea tan buena chica. En algunos aspectos es mucho más equilibrada que yo -dijo Maddy con admiración.
Bill le sirvió un bol de mousse de chocolate. Estaba deliciosa, como el resto de la comida.
– No ha sufrido tantos golpes como tú, Maddy. Tu entereza es sorprendente. Aunque estoy seguro de que Lizzie debió de pasar momentos difíciles en las casas de acogida y los orfanatos. Tampoco ella tuvo las cosas fáciles. Es una suerte que ahora os tengáis la una a la otra. -Entonces le hizo una pregunta extraña-: Ahora que sabes lo que significa ser madre, ¿querrías tener más hijos?
– Me encantaría, pero no será posible -respondió con una sonrisa triste-. No abandoné a ningún otro niño y no puedo concebir… La única manera sería adoptar uno, pero Jack no me lo permitirá.
A Bill le entristeció comprobar que Jack seguía desempeñando un papel importante en la vida de Maddy. Ya no hablaba de dejarlo. Aunque no se sentía cómoda con su situación, tampoco había reunido el valor necesario para separarse. Y todavía pensaba que estaba en deuda con Jack, sobre todo después del sufrimiento que le había causado al mentirle sobre Lizzie.
– ¿Y si Jack no existiese? ¿Adoptarías un niño?
Era una pregunta absurda, pero Bill sentía curiosidad. Saltaba a la vista que a Maddy le gustaban los niños y que disfrutaba de su nueva relación con su hija. A pesar de su inexperiencia, era una madre excelente.
– Probablemente -respondió, sorprendiéndose a sí misma-. No lo había pensado, quizá porque nunca me había planteado dejar a Jack. Incluso ahora, ni sé si alguna vez tendré el valor de hacerlo.
– ¿Es lo que quieres? Me refiero a dejar a Jack.
Bill a veces lo dudaba. Ese aspecto de la vida de Maddy estaba lleno de culpa, confusión y conflictos. En opinión de él, la relación que mantenían no era lo que debía ser un matrimonio. Simplemente, ella era una víctima.
– Me gustaría dejar atrás la angustia, el miedo y la culpa que siento cuando estoy con él… Supongo que lo que desearía es tenerlo a él sin todas esas cosas, pero dudo que sea posible. Sin embargo, cuando me planteo la posibilidad de abandonarlo, pienso que voy a renunciar al hombre que esperaba que fuese, al hombre que fue al principio de la relación y ha seguido siendo en ocasiones. Y cuando me planteo la posibilidad de quedarme a su lado, pienso que me quedaré con el cabrón que puede llegar a ser y que es muy a menudo. Es difícil conciliar esas dos cosas. No estoy segura de quién es él, de quién soy yo ni de quién seré si me marcho. -Era la explicación más razonable que podía darle, y Bill empezó a entenderla un poco mejor.
– Es posible que todos hagamos algo parecido, aunque en menor medida.
En cierto modo, las dudas paralizaban a Maddy porque creía que las dos facetas de Jack pesaban lo mismo; para Bill, en cambio, los malos tratos deberían haber inclinado la balanza. Pero él no había vivido la infancia traumática que predisponía a Maddy a aguantar los desplantes de Jack, por cruel que fuese. Había tardado casi nueve años, siete de ellos casada con él, para darse cuenta de que sus dos maridos tenían muchas cosas en común. La única diferencia era que las agresiones de Jack eran más sutiles.
– Incluso en mi caso -prosiguió Bill-. He olvidado algunos de los rasgos de Margaret que solían irritarme. Cuando miro atrás y rememoro los años que pasamos juntos, todo me parece perfecto. Pero tuvimos nuestras diferencias, como la mayoría de las parejas, y un par de crisis importantes. Cuando acepté mi primer cargo diplomático y decidí irme de Cambridge, ella amenazó con dejarme. No quería ir a ninguna parte y pensaba que yo estaba loco. La vida me demostró que tenía razón. -Miró a Maddy con tristeza-. Si no nos hubiésemos ido, ella seguiría viva, ¿no?
– No digas eso -susurró Maddy y extendió el brazo para tocarle la mano-. Lo que ocurre es obra del destino. Podría haber muerto en un accidente de avión o de coche, asesinada en la calle, de cáncer… Tú no podías prever lo que iba a pasar. Y sin duda pensaste que hacías lo mejor.
– Así es. Nunca pensé que Colombia fuese un país peligroso ni que correríamos un riesgo importante. Si lo hubiese sabido no habría aceptado el cargo.
– Lo sé. -La mano de Maddy seguía sobre la de Bill, que la tomó en la suya y la apretó. Era reconfortante estar con ella-. Estoy segura de que tu mujer también lo sabía. No puedes negarte a subir a un avión únicamente porque a veces se estrellan. Hay que vivir la vida de la mejor manera posible y correr riesgos razonables. La mayoría de las veces vale la pena. No debes atormentarte por lo que pasó. No es justo. Mereces algo mejor.
– Y tú también -dijo Bill sin soltarle la mano y mirándola a los ojos-. Ojalá me creyeses.
– Procuro creerlo -respondió ella en voz baja-. Durante años la gente me dijo que no merecía nada bueno. Es difícil hacer oídos sordos a esa clase de comentarios.
– Desearía poder borrar todo eso, Maddy. Mereces una vida mucho mejor que la que has tenido. Ojalá pudiese protegerte y ayudarte.
– Lo haces; más de lo que piensas. Sin ti estaría perdida.
Le contaba todo: sus esperanzas, temores y problemas. No le ocultaba nada, y Bill sabía mucho más de ella que Jack. Se sentía profundamente agradecida por su lealtad.
Bill sirvió dos tazas de calé y fueron a sentarse al jardín. La noche estaba fresca pero agradable, y cuando se sentaron en un banco, Bill le rodeó los hombros con un brazo. Había sido una velada perfecta y un fin de semana precioso.
– Si puedes, repetiremos este encuentro -musitó Bill. Había sido una suerte que Jack estuviese en Las Vegas.
– No creo que Jack lo entendiese -repuso Maddy con sinceridad.
Ni siquiera ella terminaba de entenderlo. Sabía que Jack se enfadaría si se enteraba de que había cenado con Bill Alexander, pero ya había decidido que no se lo diría. Últimamente le ocultaba muchas cosas.
– Puedes contar conmigo siempre que me necesites, Maddy. Espero que lo sepas.
Se volvió a mirarla a la luz procedente del salón y de la luna.
– Lo sé, Bill. Gracias.
Se miraron largamente; luego él la atrajo hacia sí y permanecieron un rato sentados en silencio, cómodos y en paz con su mutua compañía, como buenos amigos.