Capítulo19

Diciembre fue un mes tan ajetreado como de costumbre. Fiestas, reuniones y planes para las vacaciones de Navidad. Todas las embajadas ofrecían una cena, un cóctel o un baile, a ser posible siguiendo las tradiciones nacionales. Era parte de la diversión de vivir en Washington, y Maddy siempre había disfrutado de estos festejos. Durante sus primeros años de casada le había encantado asistir a fiestas con Jack, pero en los últimos meses las relaciones entre ambos se habían vuelto tan tensas que detestaba salir con él. Permanentemente celoso, la vigilaba cuando hablaba con otros hombres y más tarde la acusaba de faltas imaginarias o de conducta inapropiada. Resultaba agotador para Maddy, que este año no esperaba las Navidades con ilusión.

Lo que de verdad le habría gustado era celebrar las fiestas con Lizzie, pero sería imposible, pues Jack le había prohibido verla. O bien se enfrentaba a él y provocaba una batalla campal, o renunciaba a la idea. Con Jack no había posibilidades de negociar. Las cosas eran como él quería, o no eran. Sorprendentemente, hasta el momento no había reparado en este hecho, como tampoco en la forma en que él restaba importancia a sus ideas y necesidades y la hacía sentirse tonta o culpable por ellas. Durante años había aceptado de buen grado esa situación. No sabía cómo se había operado el cambio, pero en los últimos meses, a medida que tomaba conciencia de lo desconsiderado que era Jack con ella, sentía la imperiosa necesidad de luchar contra su creciente agobio. Pero por muy incómoda que se sintiese a su lado, en lo más profundo de su corazón seguía queriéndolo. Y eso era aterrador, pues la dejaba en una posición vulnerable.

Ahora comprendía que no podía esperar a que ese amor se desvaneciera. Aunque quisiera y necesitara a Jack, tenía que abandonarlo. Cada día que permanecía a su lado suponía un peligro para ella. Y tenía que recordárselo constantemente. También sabía que nadie a quien intentara explicarle esto la entendería, a menos que se tratase de una persona que hubiera pasado por el mismo proceso. Cualquier otro pensaría que sus emociones encontradas y su sentimiento de culpa eran una auténtica locura. Ni siquiera Bill la entendía, pese a lo mucho que se preocupaba por ella. Pero le ayudaba todo lo que estaba aprendiendo en la comisión sobre las formas sutiles y no tan sutiles de violencia doméstica. Si bien a primera vista parecía desacertado calificar de «violencia» lo que hacía Jack, la suya era la conducta típica del hombre que maltrata a su mujer. En apariencia le pagaba bien: la había rescatado y le proporcionaba seguridad, un hogar agradable, una casa de campo, un avión privado que podía usar a su antojo, ropa elegante, joyas, pieles y vacaciones en Francia. ¿Quién, en su sano juicio, lo acusaría de maltrato? Pero Maddy y quienes conocían la relación sabían que detrás de esa fachada se escondía algo perverso. Todos los gérmenes de la enfermedad estaban presentes, cuidadosamente ocultos bajo el boato. Minuto a minuto, hora a hora, día a día, Maddy sentía que el veneno de Jack la devoraba. Estaba permanentemente asustada.

De vez en cuando tenía la sensación de que Bill estaba molesto con ella. Aunque Maddy no alcanzaba a entender sus motivaciones, sabia lo que él deseaba de ella: que se marchara de casa y se pusiera a salvo. Y le irritaba observarla tropezar y caer, avanzar y retroceder, ver con claridad y de inmediato dejarse consumir por la culpa hasta que esta la paralizaba y la cegaba. Todavía hablaban por teléfono todos los días y se encontraban para comer de vez en cuando, aunque tomando precauciones. Corrían el riesgo de que alguien la viese entrando en casa de Bill y sacara conclusiones que, además de incorrectas, serían desastrosas para ella. Se comportaban siempre con decoro, incluso cuando estaban solos. Lo último que deseaba Bill era crearle más problemas a Maddy. En su opinión, tenía ya demasiados.

El presidente había regresado al Despacho Oval. Trabajaba media jornada y decía que se cansaba fácilmente, pero cuando Maddy lo vio durante una merienda en la Casa Blanca, tuvo la impresión de que estaba recuperado y mucho más fuerte. Phyllis parecía haber luchado en una guerra, pero su cara se iluminaba cada vez que miraba a su mando. Maddy la envidiaba. No podía imaginar siquiera lo que era una relación así. Estaba tan acostumbrada a las tensiones en su matrimonio que le costaba concebir una vida sin ellas. Había llegado a pensar que el desgaste y el dolor eran normales. Sobre todo últimamente.

Jack estaba más hostil que nunca: saltaba ante cualquier comentario inofensivo y criticaba constantemente su conducta. Era como si día y noche, en el trabajo o en casa, estuviera esperando el momento de lanzarse sobre ella, como un puma acechando a su presa, y Maddy sabía lo peligroso que podía llegar a ser. Las cosas que le decía eran devastadoras. Su tono, peor aún. Sin embargo, aún había momentos en que admiraba su encanto, su inteligencia y su atractivo físico. Por encima de todo, deseaba dejar de temerlo y empezar a odiarlo. Gracias al grupo de mujeres maltratadas, Maddy era más consciente de sus motivaciones y de sus actos. Ahora sabía que, de manera sutil e inconsciente, era una adicta a Jack.

Se lo dijo a Bill un día de mediados de diciembre. La fiesta de Navidad de la cadena se celebraría al día siguiente, y Maddy no tenía ganas de asistir. Jack había empezado por sugerir que ella flirteaba con Elliott ante las cámaras para acabar acusándola de que se acostaba con él. Maddy estaba convencida de que en realidad no lo creía y lo decía únicamente para disgustarla. Hasta había hecho un comentario al respecto con el productor, de manera que ella se preguntaba si los días de Elliott en la cadena estarían contados. Consideró la posibilidad de advertir a su compañero, pero cuando se lo contó a Greg por teléfono, este le aconsejó que no lo hiciera. Solo conseguiría buscarse más problemas y eso era, probablemente, lo que deseaba Jack.

– Lo único que quiere es molestarte, Mad -dijo Greg con sensatez.

Era feliz en Nueva York, e incluso hablaba de casarse con su nueva novia, aunque Maddy le había aconsejado que lo pensase un poco más. Últimamente recelaba del matrimonio y pensaba que Greg debía ser prudente.

Ese jueves por la tarde, sentada en la cocina de Bill, se sentía tremendamente cansada y desilusionada. No estaba ilusionada con las fiestas y trataba de figurarse cómo ir a Memphis, o llevar a Lizzie a Washington, sin que Jack se enterase. El fin de semana anterior, finalmente, había alquilado un pequeño apartamento para ella. Era alegre y luminoso, y Maddy se proponía hacerlo pintar. Había abonado el depósito con un talón y confiaba en poder pagar el alquiler sin que Jack se diera cuenta.

– Detesto mentirle -dijo mientras comía con Bill. Él había comprado caviar, y estaban disfrutando de uno de sus escasos aunque agradables ratos juntos-. Pero es la única manera de hacer lo que deseo y necesito. Jack ha adoptado una actitud muy poco razonable ante Lizzie y me ha prohibido verla.

¿Acaso su actitud era razonable alguna vez?, pensó Bill, pero no dijo nada. Estaba más reservado que de costumbre, y Maddy se preguntó si le pasaría algo. Sabía que las fiestas navideñas serían difíciles de sobrellevar para él. Para colmo, esa misma semana era el cumpleaños de Margaret.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó mientras le preparaba una tostada con caviar aderezada con unas gotas de zumo de limón.

– No lo sé. En esta época del año siempre me pongo nostálgico. Y ahora más que nunca. A veces es difícil no mirar atrás y centrarse en el futuro.

Sin embargo, Maddy pensaba que en los últimos tiempos estaba mejor. Todavía hablaba mucho de su esposa, pero parecía atormentarse menos por lo sucedido. En sus frecuentes conversaciones sobre el tema, ella le insistía en que se perdonase, pero resultaba más sencillo decirlo que hacerlo. Creía que escribir el libro le había ayudado a superar el trance. No obstante, era obvio que Bill seguía llorando la pérdida de Margaret.

– Estas fiestas pueden ser tristes -convino Maddy-, pero al menos estarás con tus hijos.

Se reunirían otra vez en Vermont, mientras que Maddy y Jack irían a Virginia, donde sin duda no se lo pasarían tan bien como Bill. Este y sus hijos habían planeado una Navidad tradicional. Jack detestaba las fiestas navideñas y las celebraba sin el más mínimo entusiasmo, aunque solía hacerle caros regalos a su esposa. De niño, cada Navidad había supuesto una desilusión para él; de adulto, por lo tanto, se negaba a hacer grandes festejos.

Bill sorprendió a Maddy con lo que dijo a continuación:

– Ojalá pudieses pasar las fiestas con nosotros. -Esbozó una sonrisa triste. Era un sueño bonito pero imposible-. A mis hijos les encantaría.

– Y también a Lizzie -respondió con tono de resignación.

Había comprado regalos maravillosos para ella y pequeños detalles para Bill. A cada paso encontraba chucherías que le recordaban a él: discos compactos, una bufanda que parecía de su estilo y libros antiguos que seguramente le entusiasmarían. No eran objetos importantes ni caros, pero sí personales, muestras de una amistad que ambos atesoraban. Se los reservaba para dárselos el día anterior a la partida de Bill. Esperaba que tuviesen ocasión de comer juntos otra vez antes de despedirse hasta después de Año Nuevo.

Maddy le sonrió mientras comían el resto del caviar. Bill también había comprado paté, queso, pan francés y una botella de vino tinto. Había organizado para ella un almuerzo elegante, un refugio donde podía olvidar las tensiones de su vida.

– A veces me pregunto por qué me aguantas. Lo único que hago es lloriquear y quejarme de Jack, y seguro que piensas que no hago nada por cambiar las cosas. Ha de resultarte difícil observarme y permanecer al margen. ¿Cómo lo soportas?

– Es una pregunta fácil de responder -respondió Bill con una sonrisa. Y le robó el aliento con lo que dijo a continuación, sin titubeos-: Porque te quiero.

Hubo una pausa mientras Maddy asimilaba esas palabras y comprendía su significado. Bill la quería como ella a Lizzie, como protector y amigo, no como un hombre a una mujer. Al menos así lo entendió ella.

– Yo también te quiero, Bill -repuso en voz baja-. Eres un mejor amigo. -El vínculo que los unía era más fuerte incluso que el que la había unido a Greg, que ahora estaba más pendiente de su propia vida-. Eres como de mi familia, igual que un hermano mayor.

Pero Bill no estaba dispuesto a echarse atrás. Se acercó y le puso una mano en el hombro.

– No lo he dicho en ese sentido, Maddy -aclaró-. Me refiero a un amor más profundo. El de un hombre por una mujer. Te quiero -repitió.

Ella lo miró fijamente, sin saber qué responder. Bill trató de tranquilizarla, pero se alegraba de habérselo dicho. Deseaba hacerlo desde hacía tiempo. Habían compartido seis meses de gran intimidad en todos los aspectos importantes. Ya formaba parte de la vida cotidiana de Maddy, pero quería estar aún más involucrado en ella.

– No tienes que responder si no quieres. No te pido nada. Durante los últimos seis meses he estado aguardando a que cambiaras tu vida e hicieras algo con respecto a Jack. Pero entiendo que es muy difícil para ti. Ni siquiera sé si lo conseguirás algún día. Y lo acepto. Sin embargo, no quería esperar a que abandonaras a Jack para decirle lo que siento. La vida es corta, y el amor es un sentimiento muy especial.

Maddy estaba estupefacta.

– Tú también eres muy especial -murmuró y se inclinó para besarlo en la mejilla. Pero él giró ligeramente la cara y de repente, sin que ella supiese cuál de los dos había empezado, estaban besándose en la boca con afecto y pasión. Cuando pararon, ella lo miró con asombro-: ¿Cómo ha ocurrido?

– Creo que hacía tiempo que se veía venir -respondió él y la estrechó entre sus brazos, temiendo haberla asustado-. ¿Estás bien?

Ella asintió y apoyó la cara contra su pecho. Bill era bastante más alto, y en sus brazos ella se sintió más segura y feliz que nunca. Era una sensación nueva, maravillosa e inquietante a la vez.

– Creo que sí -dijo, alzando la vista para mirarlo mientras trataba de dilucidar sus propios sentimientos.

Entonces él la besó otra vez, y Maddy no hizo nada por impedírselo. Por el contrario, comprendió que era lo único que deseaba. Pero esto corroboraba lo que Jack decía de ella. Aunque nunca lo había engañado, ni siquiera había mirado a otro hombre, ahora sabía que estaba enamorada de Bill. Y no tenía idea de lo que iba a hacer al respecto.

Se sentaron a la mesa de la cocina, cogidos de la mano, y se miraron a los ojos. Súbitamente, el mundo era nuevo para ambos. Bill había abierto una puerta que estaba muy cerca de los dos, y Maddy jamás había soñado que la vista sería tan maravillosa desde allí.

– Es todo un regalo de Navidad -dijo ella con una tímida sonrisa.

Él sonrió de oreja a oreja.

– Lo es, ¿verdad, Maddy? Pero no quiero que te sientas presionada. No había planeado lo que acaba de ocurrir. Me ha sorprendido tanto como a ti. Y no quiero que te sientas culpable. -Ahora la conocía bien. A veces Maddy se sentía culpable por el solo hecho de respirar. Y esto era algo más que respirar. Era vivir.

– ¿Cómo quieres que me sienta? Estoy casada, Bill. Acabo de demostrar que las acusaciones de Jack están justificadas. No lo estaban, pero ahora lo que dice es verdad… o podría serlo.

– Todo depende de cómo afrontemos la situación, y yo sugiero que nos movamos muy despacio. -Aunque ahora sabía que deseaba avanzar rápidamente, no podía hacerlo por respeto a Maddy-. Quiero hacerte feliz; no fastidiarte la vida.

Sin embargo, iba a complicársela. Ahora se vería obligada a analizar su relación con Jack desde una perspectiva que había estado evitando. Su situación había cambiado por completo desde el momento en que Bill la había besado.

– ¿Qué voy a hacer? -le preguntó a Bill, aunque también se lo preguntaba a sí misma.

Pese a estar casada con un hombre que la trataba de una forma espantosa, pensaba que le debía lealtad. Al menos así lo llamaba ella.

– Harás lo que sea mejor para ti. Ya soy mayor. Podré soportarlo. Pero decidas lo que decidas con respecto a mí, o a nosotros, tendrás que hacer algo con Jack. No puedes eludir el problema eternamente, Maddy.

Bill esperaba que su amor -ahora que ella sabía que la amaba- le diese la fuerza que necesitaba para escapar de Jack. En cierto modo, aunque ella no lo viese de esa manera, Bill era su pasaporte a la libertad. Sin embargo, Maddy no pretendía usarlo. Intuía que, si ella lo deseaba, él estaría en su futuro. Bill Alexander no era un hombre a quien pudiese tomar a la ligera.

Continuaron hablando mientras comían queso y bebían vino, y Bill incluso bromeó sobre la situación en que se encontraban. Aunque no se había dado cuenta, dijo, se había enamorado de ella casi a primera vista.

– Creo que a mí me pasó lo mismo -respondió ella-, pero tenía miedo de afrontarlo. -Aún lo tenía, pero ahora el amor era más fuerte que ella. Más fuerte que los dos-. Jack jamás me perdonará, ¿sabes? -añadió con tristeza-. Pensará que hemos mantenido una relación clandestina desde el principio. Le dirá a todo el mundo que lo he engañado.

– Lo dirá de todas maneras si lo dejas. -Bill rezaba para que así lo hiciese. Se sentía como si una delicada mariposa se hubiera posado en su mano: temía tocarla o atraparla. Solo deseaba admirarla y quererla-. Creo que dirá cosas muy desagradables cuando te marches, Maddy, aunque no te vayas conmigo. -Era la primera vez que decía «cuando» en lugar de «si», y ambos repararon en ese detalle-. Lo cierto es que él te necesita más que tú a él. Tú lo necesitabas para tus fantasías de seguridad y matrimonio. Pero él te necesita para alimentar su enfermedad, para satisfacer su sed de sangre, si lo prefieres. Un verdugo necesita una víctima.

Maddy no respondió, pero pensó en ello durante unos instantes y finalmente asintió. Eran más de las tres cuando se marchó. Habría querido quedarse con Bill y se despidió de él con un largo beso. Ahora la relación tenía un cariz nuevo: habían abierto una puerta que no podían volver a cerrar, aunque ninguno de los dos deseaba hacerlo.

– Se prudente -murmuró él-. Cuídate.

– Lo haré. -Maddy sonrió entre sus brazos-. Te quiero… Y gracias por el caviar… y por los besos.

– Ha sido un placer. -Bill le devolvió la sonrisa, salió a la puerta y la saludó con la mano mientras ella se alejaba en su coche.

Ambos tenían mucho en que pensar. Sobre todo Maddy.

Se puso nerviosa cuando la secretaria le avisó que Jack la había llamado dos veces en la última hora. Se sentó al escritorio, respiró hondo y marcó el número de la extensión de Jack. De repente tuvo miedo de que alguien la hubiese visto salir de casa de Bill. Sus manos temblaban cuando él respondió.

– ¿Dónde diablos has estado?

– Haciendo compras de Navidad -se apresuró a responder.

La respuesta se le ocurrió tan fácilmente que se escandalizó de su propia capacidad para mentir. Claro que no podía decirle dónde había estado ni qué había hecho. Durante el trayecto a la cadena se había preguntado si lo más correcto era contarle que se sentía desdichada con él y que estaba enamorada de otro. Pero sabía que seria como invitarlo a torturarla. A menos que pudiese marcharse de inmediato, y sabía que no estaba preparada. En este caso, la sinceridad no era la respuesta.

– Te he llamado para decirte que esta noche tengo una reunión con el presidente Armstrong.

Maddy se sorprendió, ya que el presidente aún no parecía en condiciones de participar en reuniones nocturnas. Pero no dijo nada. Era más sencillo callar. Además, llegó a la rápida conclusión de que sus recelos eran fruto de la mala conciencia. Con independencia de sus sentimientos hacia Jack, y por muy deteriorado que estuviera su matrimonio, sabía que una mujer casada no debía mantener la clase de relación que ella mantenía con Bill.

– De acuerdo -respondió-. Yo tengo que recoger algunas cosas de camino a casa. -Quería comprar papel de regalo y algunas chucherías para rellenar los calcetines que entregaría a su secretaria y su asistente de investigación en la fiesta de Navidad. Ya les había comprado sendos relojes Cartier-. ¿Necesitas algo? -preguntó, esforzándose por ser agradable y compensar sus transgresiones.

– ¿Por qué estás de tan buen humor? -preguntó él con desconfianza.

Ella lo atribuyó a las fiestas.

Jack le dijo que no lo esperase levantada, pues la reunión sería larga. Eso despertó nuevas sospechas en Maddy, pero no dijo nada.

Esa tarde presentó los dos informativos como si estuviera en las nubes y llamó a Bill dos veces, antes y después de las emisiones.

– Me has dado una gran alegría. -Y un gran susto, habría querido añadir.

En lugar de hablar de lo que iban a hacer, saborearon la dulzura de su nueva situación. Ella le dijo que iría a un centro comercial cercano después del trabajo. Él le dijo que la llamaría a casa por la noche, aprovechando la ausencia de Jack. Bill tampoco creía que fuese a reunirse con el presidente. Unos días antes, durante una reunión, Phyllis les había contado que Jim estaba agotado y que todos los días se dormía a eso de las siete de la tarde.

– Puede que Jack se acueste con él -bromeó Maddy, que estaba de un humor insólitamente bueno.

– Eso daría un giro diferente a las cosas -rió Bill, y quedaron en llamarse más tarde.

Maddy se marchó del trabajo en uno de los coches de la cadena, pues Jack se había llevado el suyo y al chófer. Se alegró de estar sola. Así tendría ocasión de pensar en Bill y fantasear con él. Tras estacionar en el aparcamiento del centro comercial, entró en una tienda para comprar papel de regalo, lazos y celo.

El local estaba a tope: mujeres con niños llorosos, hombres indecisos sobre lo que debían comprar y los compradores que solían llenar los centros comerciales en los días previos a las fiestas. No era de extrañar que hubiera más gente que nunca. En la puerta de la juguetería adyacente había una cola que llegaba hasta el aparcamiento, pues en el interior tenían un Papá Noel. Ese solo hecho animó a Maddy. Era el espíritu navideño, que había llegado a ella súbitamente, gracias a Bill.

Tenía una docena de rollos de papel rojo en los brazos y un carro lleno de perfumes, lazos, pequeños Papá Noel de chocolate y adornos navideños, cuando oyó un extraño sonido procedente de arriba. Fue tan fuerte que Maddy se estremeció y, al mirar a su alrededor, comprobó que los demás clientes también estaban perplejos. Al ensordecedor bum, siguió un sonido semejante al de una catarata o un torrente de agua. Maddy no podía oír a nadie. La música se detuvo, sonaron gritos, las luces de todo el centro comercial se apagaron, y antes de que tuviera tiempo de asustarse o abrir la boca, vio que el techo se hundía y caía sobre ella. El mundo se fundió instantáneamente con la oscuridad, y todo lo que la rodeaba desapareció.

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